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04 octubre 2018

El libre albedrío en la era de la neuromodulación

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Nayef Al-Rodhan explora algunas de las repercusiones de nuestra creciente capacidad para alterar con química y tecnológicamente nuestro estado de ánimo y nuestros pensamientos.

¿Realmente somos libres y responsables de nuestras acciones? ¿O bien nuestras elecciones están determinadas por nuestro entorno, nuestra educación, nuestros genes u otros factores que escapan a nuestro control? Los debates acerca del libre albedrío datan como mínimo de la época de los filósofos presocráticos de la antigua Grecia. Dos mil quinientos años después, las herramientas de la neurociencia nos permiten estudiar la noción del libre albedrío de una forma menos especulativa. Por otro lado, la neurofarmacología, que se ha desarrollado en paralelo con nuestro creciente conocimiento del cerebro, ha evolucionado para modificar y, en algunos casos, incluso para generar experiencias humanas, de maneras que antes solo resultaban concebibles en el pensamiento abstracto o en la ciencia ficción. La expresión “neuromodulación” hace referencia a la alteración de la actividad neuronal específica empleando drogas o tecnología de una forma orientada. Las capacidades contemporáneas en relación con la neuromodulación artificial formulan con nuevos bríos muchas de las preguntas acerca del libre albedrío.

La neurofarmacología molecular involucra el estudio de las neuronas y sus interacciones neuroquímicas, con el propósito principal de desarrollar drogas que tengan efectos benéficos en la función neurológica. / Imagen: rawpixel on Unsplash

A través del estudio del cerebro, disponemos de un corpus de pruebas y datos cada vez más voluminoso acerca de la neuroanatomía de nuestras emociones y los procesos neurobiológicos que subyacen a nuestra moralidad. Por ejemplo, conocemos la forma en que el placer, el poder, la empatía, el miedo, la buena vecindad y el altruismo tienen correlaciones neuroquímicas en el cerebro. Y, puesto que ahora las emociones y las disposiciones de carácter puede correlacionarse cada vez más con la actividad y la química cerebral con exactitud, también la posibilidad de alterar dichos estados mediante medios químicos se encuentra cada vez más cerca. Por ejemplo, los niveles potenciados artificialmente de neurotransmisores como la serotonina y la dopamina aportan un bálsamo rápido para muchos estados mentales negativos y, si se aplican de forma específica en el cerebro, también pueden ayudar a facilitar el aprendizaje.

Puesto que en un futuro nuestra personalidad, nuestras emociones y nuestras facultades mentales podrán modificarse deliberadamente mediante intervenciones neuroquímicas (por ejemplo, en la “mejora humana”), vale la pena revisar algunas de nuestras nociones filosóficas básicas acerca de la identidad, la persona y el mérito moral. La posibilidad de intervenir a nivel neuroquímico plantea varias preguntas éticas de carácter importante incluyendo: ¿qué clase de responsabilidad existe, y en quién recae, si la autenticidad de la experiencia humana está siendo amenazada o incluso socavada mediante el uso de neuromoduladores? ¿Acaso el poder de voluntad seguirá siendo un atributo admirable si se genera artificialmente o incluso sería un error hablar de “poder de voluntad” en tales circunstancias? Por otro lado, si se desarrollan marcos éticos en torno a una comprensión común de la experiencia humana, ¿cómo están siendo alterados dichos marcos y cuáles son los riesgos éticos implicados?

La ética en relación con el suministro y la demanda

El uso de los denominados “medicamentos para trastornos de la vigilia”, creados inicialmente para tratar enfermedades como el trastorno por déficit de atención con hiperactividad, se ha extendido ampliamente en nuestra cultura contemporánea. Si bien es difícil seguir la pista de patrones exactos, resulta indudable que su uso “no prescrito” ha eclipsado el consumo mediante receta médica. Pero una gran parte de dicho uso resulta de escaso provecho o, al menos, su efecto no se corresponde con lo que el usuario supone que es. Ciertamente, las investigaciones sugieren que es poco probable que los usuarios que no padezcan la enfermedad a cuyo tratamiento está destinado el citado medicamento logren alguna mejora cognitiva que resulte sustancial. Fundamentalmente, el efecto tiene un carácter emocional y, en la mayor parte de los casos, antes que el pensamiento lo que mejora suele ser la motivación. Sin embargo, resulta aleccionador observar que las formas de consumo de dichos “potenciadores” se asemejan a otras clases de abusos de medicamentos y patrones de adicción e, inevitablemente, fomentan la existencia de un mercado secundario cuando menos “dudoso”. Por otro lado, los análisis sugieren que resulta probable que el deseo por la sustancia asociada persista incluso después de que haya sido utilizada para una situación específica.

Continuando con la demanda, las repercusiones éticas pueden resultar aún más complejas. Por ejemplo, las encuestas realizadas a estudiantes universitarios que utilizan “píldoras inteligentes” sugieren que algunos apenas alcanzan la edad de responsabilidad legal. Incluso antes de llegar a la universidad, muchos se habrán vuelto dependientes o adictos a dichos “potenciadores”. Como ha argumentado el filósofo Robert Goodin en relación con la adicción a la nicotina, si las personas se vuelven adictas antes de que se los considere sujetos capaces de tomar decisiones racionales con todas sus consecuencias (por ello, responsables desde un punto de vista jurídico), su responsabilidad en relación con su “vicio privado” queda disminuida, ya que el mayor peso en lo que respecta a la responsabilidad recae en los productores y los reguladores de los productos en cuestión. Lógicamente, la nicotina y los neuropotenciadores son cualitativamente diferentes, no obstante, en lo que respecta a los neuromoduladores nuestras sociedades tendrán que enfrentarse a cuestiones éticas acerca de la responsabilidad y la adicción futura. Y cabe recordar que la nicotina se utilizó como “herramienta de concentración” mucho antes de que se produjera el meteórico aumento de los productos farmacéuticos recetados que ahora se utilizan para dicho fin.

En lo que respecta a los neuromoduladores nuestras sociedades tendrán que enfrentarse a cuestiones éticas acerca de la responsabilidad y la adicción futura. Imagen: unsplash

La comparación resulta ilustrativa porque confirma la idea de que los usuarios tienden a confundir la razón que explica su rendimiento mejorado. En lugar de producir una mejora particular en la función cognitiva, los efectos suelen centrarse fundamentalmente en la alteración del estado de ánimo, haciendo que la persona se sienta más alerta u optimista, lo que a su vez hace que las tareas parezcan más manejables o incluso agradables, lo que en última instancia se traduce en que su finalización parezca más sencilla. En un futuro, esto puede cambiar debido al uso de drogas neuroactivas más potentes.

Utilizar neuromoduladores en forma de píldoras o dispositivos eléctricos puede lograr que, en comparación con los efectos transitorios de la nicotina, tengan un efecto más potente y duradero en relación con la motivación. Asimismo, la nicotina se asocia a problemas de salud, por lo cual se desaconseja su uso. Pero si otras formas de neuroestimulación pueden potenciar la fuerza de voluntad y el deseo de continuar participando en actividades prolongadas y tediosas, o la capacidad de abstenerse de tener malos hábitos, con efectos limitados o que no resulten perjudiciales, su atractivo resultará indiscutible. ¿Entonces importa que dicha neuromodulación no sea “natural”, sino que constituya una manipulación del cerebro?

En cualquier caso… ¿acaso nuestras decisiones son realmente “nuestras”? La investigación neurocientífica da pie a plantear la pregunta de si lo que denominamos “elección” existe en la forma en que los filósofos la han definido tradicionalmente. Por ejemplo, hace más de una década, en un laboratorio del Centro Bernstein de Neurociencia Informática de Berlín, un equipo de científicos realizó un experimento utilizando imágenes de resonancia magnética funcional en las que una serie de voluntarios tenían que pulsar un botón utilizando su dedo índice derecho o bien su dedo índice izquierdo. Para sorpresa general, el experimentó no solo puso de manifiesto que las decisiones conscientes de los sujetos habían sido tomadas antes del acto real, sino que hasta cierto punto la actividad cerebral que precedía a la decisión podía utilizarse para predecirla con una antelación de hasta siete segundos. En otras palabras, los cerebros de los sujetos ya habían tomado una decisión antes de que tuvieran conciencia de la decisión en sí. A medida que literalmente los neurocientíficos profundicen cada vez más en el cerebro (mediante la implantación de electrodos) y estudien la actividad cerebral relacionada con la toma de decisiones consciente, es posible que la antigua idea de “libre albedrío” sea finalmente erradicada, pero para ello los neurocientíficos tendrán que convencer a la sociedad de que sus hallazgos resultan incuestionables. No obstante, a la luz de la neuromodulación artificial, la cuestión de la autenticidad del libre albedrío resulta aún más complicada. Si ya estamos empezando a debatir en qué medida nuestra toma de decisiones consciente nos representa de forma genuina (lo que implica oponer nuestro ser consciente a nuestra neurobiología y nuestra neuroquímica), entonces ¿qué cabe decir acerca de los pensamientos y las motivaciones reguladas mediante intervenciones externas?

Autoconocimiento y autenticidad

Aristóteles (384-322 a.C.) consideraba que la vida realmente valiosa era aquella en la que la persona estuviera profundamente implicada en la realización de actividades que valieran la pena y, desde entonces, muchos filósofos han aportado ideas de características similares. Resulta muy conocido el caso de Robert Nozick, que ideó su “máquina de experiencia” para hacer justamente eso en el libro que publicó en 1974 titulado Anarchy, State, and Utopia.

En este experimento mental, Nozick proponía al lector que imaginase que existía una máquina que le podía proporcionar cualquier experiencia que deseara y que, además, lograba que el usuario se sintiera como si la experiencia fuera “real”. Una persona conectada a dicha máquina podía tener un notable conjunto de experiencias sintetizadas sin que ninguna de ellas llegara a ocurrir realmente, con la máquina alimentando las sensaciones necesarias directamente a su cerebro, sin que incluso llegara a saber que esto estaba sucediendo. Nozick propuso este experimento mental para criticar el hedonismo: la idea de que la búsqueda del placer es el elemento que más contribuye a la felicidad de una persona. Aun cuando las experiencias sintetizadas proporcionadas por la máquina tuvieran un carácter ideal, Nozick consideraba que si pudiéramos elegir, la mayor parte de nosotros optaría por no estar conectado a la máquina y elegiría permanecer en la vida real, con todos sus riesgos y decepciones. En este sentido, argumentó que esto demuestra que deseamos que nuestras experiencias tengan un sentido real y pleno de significado, y no nos contentamos con que simplemente resulten placenteras. Quizá la experiencia de ser amado, apreciado y recompensado pueda ser recreada neurológicamente sin la realidad concomitante, pero esto no hace que resulte equivalente al elemento real en sí. Tanto si se comparte la conclusión de Nozick como si no, la cuestión de distinguir entre experiencia “real” y experiencia “sintetizada” sigue siendo relevante para el tema que nos ocupa.

Los neuromoduladores artificiales plantean una serie de problemas en relación con la autenticidad de la experiencia humana y, especialmente, en lo que respecta a la autenticidad del libre albedrío. / Imagen: unsplash

La preocupación en este caso es que, independientemente de la actividad que se realice, esta tiene menos valor en sí misma ya que el individuo está motivado para seguir realizando dicha actividad al tratarse de un elemento que mejora el estado de ánimo, en lugar de hacerlo por la actividad en sí. Además de las bases filosóficas para considerar que el valor real se pierde en un cambio de motivación de esta naturaleza, también existen repercusiones prácticas que resultan preocupantes. Por ejemplo, el extendido uso de potenciadores cognitivos podría suponer una reducción del valor de la educación y el mérito, yendo en detrimento tanto del sistema educativo como de la vida en general. Otra perspectiva particularmente inquietante se refiere a la tendencia de los neuromoduladores en lo que respecta al hecho de que las personas se aíslen cada vez más.

La naturaleza humana, el hedonismo y la identidad

Los neuromoduladores artificiales tienen dos repercusiones más amplias, una de carácter filosófico y otra de carácter político y social. En términos filosóficos, cabría considerar que el uso de “píldoras inteligentes” en último término equivale a una suerte de hedonismo. Puesto que dichas drogas mejoran el estado de ánimo antes que alterar el estado cognitivo de la persona de forma significativa (de momento), pueden considerarse como un modo de buscar el placer por el placer antes que un medio para obtener mejores ideas.

Dentro del límite de ciertos parámetros, la búsqueda del placer constituye un elemento fundamental para la naturaleza humana ya que, además de nuestra predisposición fundamental orientada a la supervivencia, el cerebro humano está preprogramado para buscar el placer y evitar el dolor. Esto nos conduce a buscar y a repetir acciones que van de las actividades sensuales a las de corte intelectual, o bien una combinación de ambas cosas, que tienen un hilo común: nos gratifican de alguna manera que en último término funciona a nivel neuroquímico.

La neuromodulación podría alejar a las personas de aquellos elementos fundamentales de nuestro carácter humano que nos han ayudado a desarrollar una suerte de brújula moral. / Imagen: Unsplash

Sin embargo, un voluminoso y antiguo corpus de pensamiento, desde Platón y Aristóteles hasta Nozick, sostiene que el placer solo es un valor entre muchos y advierte contra los peligros que implica la búsqueda del placer excluyendo el resto de los valores. Esto añade peso moral y filosófico a la necesidad de realizar mayores esfuerzos para garantizar que el uso de los potenciadores se regule mejor y que, preferiblemente, se contenga antes de que se convierta en una epidemia pública con capacidad para provocar grandes daños. Ciertamente, cualquier estilo de vida que tenga que basarse repetidamente en la modificación de la química cerebral para poder tener la capacidad de soportar las circunstancias personales resulta peligrosamente insalubre. Puede constituir algo que amenace la vida de la persona o la vida de los demás si, por ejemplo, el individuo en cuestión se encuentra en un estado depresivo o de manía profunda.

A menos que se utilice para tratar déficits neurocognitivos debilitadores, una conducta de automodulación profunda equivale a una especie de autoengaño con las consiguientes pérdidas en términos de libre albedrío. Y si se ejecutan de forma consistente a lo largo del tiempo, en principio estas acciones podrían llegar a interferir o incluso a entrar en conflicto con cualquier sentido de la identidad que resulte coherente. Así, en último término la neuromodulación podría alejar a las personas de aquellos elementos fundamentales de nuestro carácter humano que nos han ayudado a desarrollar una suerte de brújula moral. Miedo, ansiedad, emociones negativas, remordimientos, culpabilidad… son todos ejemplos de emociones que no resultan placenteras pero que, en cualquier caso, son indispensables y educativas, sirviéndonos de guía para lograr un mayor grado de empatía, resiliencia y compasión hacia los demás. Inhibir estas emociones negativas podría resultar temporalmente conveniente pero, a largo plazo, podría ser extremadamente dañino.

De hecho, algunos factores aparentemente negativos del comportamiento humano, como puede ser el caso del egoísmo y la competitividad, pueden resultar tan necesarios para el progreso y la supervivencia del ser humano como comportamientos positivos tales como la cooperación, la colaboración y la coexistencia simbiótica. Esto plantea una última pregunta: ¿qué ocurriría si la neuromodulación fuese utilizada para inculcarnos un mayor grado de compasión, altruismo, comportamiento social positivo y empatía? ¿Acaso recibir demasiado de algo “bueno” podría llegar a resultar perjudicial para nosotros?

Para acceder a la publicación original, consulte el siguiente enlace: Philosophy Now

Prof. Nayef Al-Rodhan 

Profesor emérito y director del Programa sobre Geopolítica y Futuros Globales en el Centro de Política de Seguridad de Ginebra

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