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03 agosto 2020

Una neurofilosofía de la política de la división, la desigualdad y el desempoderamiento

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Esta publicación es la quinta entrega dentro de la serie publicaciones del profesor Nayef Al-Rodhan englobadas bajo el título “Neurofilosofía del gobierno, el poder y las innovaciones transformadoras”. El objeto de la misma es ofrecer un análisis multidisciplinar desde el prisma de la neurofilosofía sobre distintas facetas del poder y de las instituciones políticas, así como sobre una serie de tecnologías transformadoras contemporáneas de naturaleza disruptiva, de cara a inspirar reflexiones intelectuales innovadoras para avanzar hacia planteamientos novedosos en política.

the manifestations of this political divisiveness are remarkable in their abruptness, magnitude, and simultaneity across differing political contexts.
A pesar de las tendencias positivas consignadas en términos de pobreza global, las desigualdades domésticas continúan en aumento y se acercan a máximos históricos en muchas de las grandes economías. Fuente: Unsplash

Si hay algo en lo que periodistas, expertos, académicos y comentaristas, independientemente de su afiliación política, coinciden es en que la actualidad está marcada por un clima de políticas extremas de división. En el dominio público se ha desarrollado y elaborado todo un vocabulario que pone de relieve esta nueva realidad: la gente lee, se expone y amplifica información selectiva dentro de sus respectivas “cámaras de resonancia”; el debate político se articula desde “silos” blindados frente a opiniones divergentes del punto de vista imperante entre sus miembros. Aunque estas caracterizaciones pueden ser exageradas, especialmente dada la fuerza de la repetición, como nos recuerda Barry Eichengreen en su nuevo y conciso libro, tanto en Europa como en los EEUU ya han vivido etapas dominadas por el partidismo drástico y las campañas de descrédito. Sin embargo, las maneras en las que la división política se manifiesta en la actualidad son extraordinarias por su brusquedad, magnitud y simultaneidad en contextos políticos diversos. Colectivamente, representan un fenómeno peligroso y desestabilizante que los responsables políticos deben esforzarse por entender y combatir mejor.

Analizar el origen de estos movimientos de división y su relación con la desigualdad y el desempoderamiento desde un punto de vista neurofilosófico resulta muy provechoso desde un punto de vista didáctico. Para entender mejor las causas subyacentes, conviene tener en consideración los orígenes de la emocionalidad, la amoralidad y el egoísmo humanos. En condiciones de inestabilidad y vulnerabilidad percibida, resulta más fácil apelar a las emociones, la amoralidad y el egoísmo mediadas por nuestra propia química cerebral para justificar las clasificaciones fáciles en categorías dicotómicas estrechas (amigo/enemigo y del grupo/fuera del grupo). De entre la multitud de factores que contribuyen a generar un sentimiento generalizado de inseguridad, con frecuencia –y con razón – se considera la desigualdad radical como uno de los más importantes. Se trata de un factor exacerbado en multitud de ocasiones por la incapacidad o la falta de voluntad política de arbitrar mecanismos de protección en situaciones de enfrentamiento político y económico.

Formas y magnitudes de desigualdad

En función del punto de vista que adoptemos y los datos de los que partamos para defender una causa concreta, podemos montar relatos completamente distintos sobre el bienestar de diferentes pueblos. Así, instituciones como el Banco Mundial pregonan los “éxitos” de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM), mientras que sectores críticos hacen hincapié sobre el hecho de que estos objetivos han sido ajustados, si no literalmente redefinidos literalmente en ocasiones reiteradas. Así, el público se encuentra con noticias en los medios de comunicación que indican que la producción de alimentos continúa aumentando mientras que la pobreza sigue disminuyendo (ligeramente), cuando la realidad es que tanto la inseguridad alimenticia como el hambre siguen incrementando, como apunta un reciente informe de la ONU (véase este informe publicado en 2020 sobre crisis alimentarias). En concreto, el Banco Mundial consiguió incrementar algo su credibilidad al reconocer que los ODM relacionados con la pobreza expresados en números reales no iban a cumplirse, y que por lo tanto había comenzado expresar estas métricas como porcentajes de la población (que se han cumplido, pero sólo debido a que el crecimiento poblacional diluyó el incremento bruto en números de los colectivos por debajo de la línea de la pobreza durante el periodo analizado).

 
El gobierno basado en la dignidad es fundamental puesto que es el único paradigma alineado con la naturaleza humana Fuente: Unsplash
El gobierno basado en la dignidad es fundamental puesto que es el único paradigma alineado con la naturaleza humana Fuente: Pixabay

A pesar de las tendencias positivas consignadas en términos de pobreza global, las desigualdades domésticas continúan en aumento y se acercan a máximos históricos en muchas de las grandes economías. Aunque mucho se ha escrito en los últimos años sobre la naturaleza y el alcance de esta desigualdad, el marco básico planteado por Thomas Picketty sigue siendo sólido. Brevemente, los postulados Kuznets, considerados como referentes por muchos y que defienden que, a pesar de que desarrollo económico exacerba la desigualdad en sus etapas iniciales, posteriormente comienza a reducirla progresivamente de manera natural, conforme se va consolidando el crecimiento, se generan economías de escala, etcétera, son tremendamente engañosos. La evidencia utilizada por Kuznets para apuntalar su teoría partía de series limitadas de datos. El aplanamiento, incluso la disminución de la desigualdad durante 1930 y 1950 en los Estados Unidos y la mayoría de las economías Europeas suele esgrimirse como evidencia de este proceso virtuoso de crecimiento económico. Un problema obvio es que los años de conflicto bélico ofrecen una explicación alternativa para las pérdidas sustanciales para los grandes grupos industriales/capitalistas, por un lado, y el repunte del trabajo en las economías de guerra, por otro. Tampoco lo es esta mera suposición: ampliando la serie de datos hasta 2010, las tendencias de crecimiento de la desigualdad resurgen y se redoblan tras las guerras. En resumen, excluyendo el impacto de la 1ª y 2ª guerras mundiales, todas las métricas dignas de consideración indican que la desigualdad sigue creciendo de manera sin que se hayan tomado medidas para contrarrestarla. Como apunta el Informe de Desigualdad Mundial de 2018, “si las tendencias actuales de desigualdad en el reparto de la riqueza continúan, en 2050 el patrimonio del 0,1% de la población superará al de la clase media global”.

Neurofilosofía y las condiciones de la desigualdad severa

El hecho de que exista un nexo entre las amenazas reales a la supervivencia (como las derivadas de la inseguridad alimentaria) y la falta de capacidad por parte de las instituciones responsables de impulsar cambios significativos, tiene consecuencias psicológicas y emocionales para aquellos que se ven más afectados por estas circunstancias. De igual manera, la cuanto más conscientes somos de que el poder y la riqueza se concentran en un grupo cada vez más reducido de personas, más incrementa nuestra impresión de vulnerabilidad. Dada nuestra marcada predisposición a la supervivencia, la tabula rasa predispuesta de la que he hablado en publicaciones anteriores anterior, estas emociones de vulnerabilidad pueden traducirse directamente en comportamientos casi exclusivamente egoístas. Por otro lado, en ausencia de estructuras institucionales capaces de garantizar la estabilidad y las oportunidades de una manera generalizada, aquellos que consigan prosperar en circunstancias de marcada disparidad económica tratarán de sacar máximo provecho de su situación. En otras palabras, en ausencia de normas socializadas relativas a la solidaridad y el interés común, el individuo tiende a tratar de maximizar su beneficio propio, acelerando y profundizando las tendencias que fomentan la desigualdad y la injusticia.

Los marcos filosóficos y teóricos más relevantes de cara  a estas observaciones son los planteados por Hobbes en teoría política clásica y los del realismo ofensivo de John Mearsheimer, en relaciones internacionales contemporáneas. El estado de la naturaleza que consideraba Hobbes contemplaba las condiciones en las que cada individuo ejerce de juez en su propio caso, replicando el fenómeno de la “captura regulatoria” sobre el que nos detendremos más adelante en este mismo artículo. En ausencia de una autoridad efectiva, cabe esperar que como individuos fallemos a nuestro favor en cualquier causa que nos afecte, y que inclinemos la balanza hacia el lado que más nos convenga y favorezca nuestra posición, en contraposición con el incremento del riesgo que se asocia con posturas marcadas por la generosidad. Lo que Hobbes vio con una claridad digna de elogio es que la “guerra del todos contra todos” no tenía por qué derivar en enfrentamientos armados, sino que podía entenderse mejor desde una perspectiva emocional. Según Hobbes, desconfiar de “nuestros congéneres” en circunstancias marcadas por una fuerte desregulación y falta de estabilidad no sólo es razonable, sino también inteligente. En el ámbito de la geopolítica, los postulados de Mearsheimer ofrecen una analogía conceptual muy válida, en tanto ningún estado cesa en su búsqueda de poder al alcanzar un punto en el que es capaz de defenderse, sino que siempre tratan de seguir avanzando hasta alcanzar la hegemonía total. Hobbes también estableció una comparación similar al pedir a sus lectores que analizaran la actitud de los “soberanos” mirándose unos a otros con recelo.

En esta conexión, con frecuencia se pasan por alto los postulados de John Locke, principal heredero de la teoría del contrato social de Hobbes. Mientras que Locke, por supuesto, consideraba el estado de la naturaleza como algo benigno y el estado de guerra como algo bastante menos probable/prevalente que Hobbes, sí que dejó claramente patente su preocupación por la concentración excesiva de poder (indisociable de la concentración excesiva de riqueza, tanto entonces como ahora). De una manera que prefigura las inquietudes por la dominación política de teóricos como Petit, Locke argumentaba que existían paralelismos entre el poder absoluto de un monarca Hobbesiano con un ataque de salteadores de caminos al anochecer, en tanto una vez el agresor se hace con el poder, no hay límite a las penurias a las que podría someternos. Por lo tanto, el uso de cualquier medida de resistencia al alcance de los “vencidos, ocupados, humillados o perseguidos” estaría justificado para evitar el sometimiento al poder absoluto de otro. Como en Hobbes (y posteriormente Petit), la clave no es la interferencia o el ejercicio de la coerción, sino la posibilidad de que dicha interferencia o coerción pudiera producirse en cualquier momento, lo cual derivaría en un estado particularmente grave de angustia emocional.

En términos más generales, la población se ve desposeída de su poder o desempoderada cuando la desigualdad alcanza un nivel tal que permite a aquellos en posiciones de riqueza y poder extremos actuar con impunidad. La mera insinuación de que un estado brutal, no sometido a ningún tipo de control, o agentes no-estatales puedan actuar sin arreglo a control o limitación legal alguno, alimenta el círculo vicioso de la vulnerabilidad (especialmente, la de los individuos en situación de desposesión socio-económica-cultural), lo cual conduce a mayores niveles de división. Esto equivaldría a una situación de dominación, alineación y discriminación, que funciona no sólo a través de la acción, si no debido a la mera posibilidad de que pudieran permitirse determinados actos.

La neurofilosofía añade otra escala contenido a las conexiones entre la naturaleza humana y la desigualdad y el desempoderamiento. En teoría política, tanto clásica como contemporánea, se hace hincapié, con razón, sobre el peaje emocional del sentimiento de desamparo y/o la perspectiva de que puedan permitirse abusos de poder. Gracias a los últimos descubrimientos, la neurofilosofía arroja nuevas maneras de entender las repercusiones de las políticas divisorias, la desigualdad – especialmente la extrema – y el desempoderamiento en relación con la naturaleza humana. En primer lugar, nuestra naturaleza explica por qué existen la desigualdad y el desempoderamiento, y, en segundo, por qué superar estos condicionantes resulta imprescindible para que florezca la cooperación social.

Dada nuestra naturaleza emocional, amoral y egoísta, la política de división y las grandes disparidades en términos de riqueza y poder pueden ser extremadamente perjudiciales para la cooperación social y la estabilidad del orden político a largo plazo. Las políticas divisorias, la desigualdad y el desempoderamiento se ven influidas por nuestras predilecciones innatas (esto es, la emocionalidad, la amoralidad y el egoísmo) y nuestra brújula moral se rige principalmente por nuestro “interés personal emocional percibido”.

Somos seres profundamente emocionales, mucho menos racionales de lo que antes creíamos. En facto, los mecanismos de emoción y cognitivos están profundamente entrelazados en todas las etapas. Por ejemplo, aquí se ha puesto el foco especialmente sobre la amígdala humana (a pesar de que no es la única estructura cerebral involucrada en los procesos emocionales) que desempeña un papel clave en los mecanismos de procesamiento del miedo (p.ej. los experimentos muestran que la presencia de una estímulo de amenaza activa la amígdala izquierda), así como en otras facetas del miedo, como el miedo observacional, de manera que se activa parte de la amígdala al observar a otra persona en condiciones de miedo (cuando se nos induce a una expectativa de que ese mismo peligro podría afectarnos personalmente). Se sospecha que el miedo instruido, una característica única de los humanos dependiente del lenguaje, reside en las estructuras del hipocampo. En cualquier caso, las emociones pueden provocar cambios en la formación y la disponibilidad de la memoria episódica a través de la modulación de la atención y la percepción, y más tarde la modulación de la amígdala sobre la consolidación en el hipocampo – un “proceso de almacenaje mediante el cual los recuerdos se hacen más estables con el paso del tiempo”. Por supuesto, el esquema de nexos neuroanatómicos entre emociones y el aprendizaje es mucho más complejo, pero esta relación descrita anteriormente pone de relieve el profundo impacto de las emociones sobre el aprendizaje y la memoria. En otras palabras, las emociones quedan literalmente grabadas en el cerebro.

Los efectos de la desigualdad sobre la riqueza y el poder descritos en la teoría política clásica también pueden entenderse ahora y explicarse teóricamente en términos neurocientíficos. El miedo y la humillación, inevitables en situaciones de pobreza extrema y/o de desamparo político total, consolidan mecanismos de aprendizaje que fomentan las posturas defensivas y la desconfianza.

Y todo esto tiene un coste en términos de cooperación social y de participación política. Partiendo de la base de que al nacer somos seres básicamente amorales (esto es, que nuestra naturaleza innata no es ni moral o inmoral, sino que desarrollamos nuestra brújula moral a lo largo de nuestra existencia y en respuesta a las circunstancias de nuestro entorno), un sistema social y político en el que haya muchos individuos sin poder o luchando por sobrevivir, no va a fomentar ningún comportamiento de cooperación. Sin embargo, aun cuando al nacer no dispongamos de ninguna preconcepción innata sobre el bien y el mal, sí que nacemos programados fundamentalmente para sobrevivir, una programación que describo como una forma básica de egoísmo. Nuestro egoísmo nos empuja a hacer cualquier cosa para garantizar nuestra supervivencia, incluidos actos ilegales o inmorales; y esto también puede incluir participar en actos que permitan perpetuarse a aquellos en posiciones de poder, si nuestra supervivencia depende en manera alguna de ello.

El gobierno basado en la dignidad es fundamental puesto que es el único paradigma alineado con la naturaleza humana Fuente: Unsplash

Estas tres facetas de la naturaleza humana tampoco pueden considerarse por separado: están íntimamente entrelazadas y se retroalimentan mutuamente. Al servicio de nuestros egoísmos, nuestra emocionalidad y amoralidad (y a  veces inmoralidad) desafiará y se opondrá a cualquier competencia amenazadora, e incluso tratará de hacerla descarrilar, especialmente en ausencia de estructuras de gobierno que garanticen la existencia de mecanismos de rendición de cuentas y de transparencia.  

Dicho esto, este mismo mecanismo aplica igualmente a aquellos en posiciones de poder y riqueza, y les inducirá a hacer lo que consideren necesario para perpetuar su estatus, aun cuando esto implique dejar a otros en situaciones difíciles. Aquellos que cuentan con una mano ganadora en cualquier sistema tratan de conservarla – de manera consciente o no – aprovechando las facetas emocionales, amorales y egoístas de la naturaleza humana. Y esto también es cierto para la desigualdad, en el sentido de que la mayoría de la gente en una posición de ventaja (personal, económica, política o cultural), tratará de desposeer a los otros y conservar su ventaja competitiva a todos los niveles utilizando, de manera consciente o no, las tres facetas que ya hemos mencionado de la naturaleza humana.

Esta perspectiva neurofilosófica ofrece una ‘plantilla’ para entender las relaciones todos los niveles: desde las personales a las relaciones organizativas, nacionales e internacionales. El remedio es tan simple como difícil de conseguir: la creación de sistemas donde se depuren responsabilidades que protejan al individuo frente a las desigualdades extremas y el poder irrestricto es imprescindible para cualquier orden social y político.

La seguridad social y los peligros políticos de la división

Estas tendencias tienen consecuencias tanto a nivel global como doméstico… Un resultado digno de mención es que se están estableciendo clases globales estrechas, cuyos miembros tienen mucho más en común entre ellos que con los conciudadanos de sus respectivos naciones-estados. Los intereses y preocupaciones de la élite global difieren radicalmente de las preocupaciones de los asalariados que tienen problemas para llegar a final de mes en diferentes entornos nacionales. Lo que es aún más desconcertante es que aquellos que ocupan este raro escalafón enrarecido tienen una influencia tremenda a la hora de determinar la naturaleza de las instituciones que rigen sobre las sociedades en las que viven. A través de un proceso conocido como captura regulatoria, los ricos y los bien posicionados disfrutan de una gran ventaja para influir sobre el funcionamiento de las agencias creadas para poner coto a los excesos de su propio comportamiento. Cuando este proceso se lleva prácticamente a sus últimas consecuencias en un sector particular (por ejemplo, los banqueros y grupos de presión de otras instituciones financieras que contribuyen a definir las normas y los límites que regulan la actividad bancaria y financiera), la posibilidad de que se den conductas irresponsables y la consiguiente desestabilización se incrementa drásticamente. En la década trascurrida desde la crisis financiera de 2008-9, en un entorno marcadamente infrarregulado, han resurgido tendencias económicas y estrategias de inversión arriesgadas muy similares a las que propiciaron dicha crisis.

A nivel de interacción política, la división tiene la consecuencia perniciosa de alterar la verdad y reducir el discurso a acusaciones. Cualquier nueva información – desde estudios científicos advirtiendo sobre la gravedad del cambio climático hasta información sobre las pandemias actuales – se politiza y categoriza como meros puntos argumentales en ambos lados del espectro político. Este proceso de embrutecimiento epistemológico plantea obvios obstáculos a la hora de coordinar acciones para afrontar asuntos de urgencia.

Y si bien, esta situación resulta extremadamente perniciosa para la gobernabilidad doméstica, sus consecuencias no acaban aquí. La desigualdad, el desempoderamiento y la política divisiva tienen implicaciones para la seguridad dentro y más allá de las fronteras nacionales, aun cuando éstas tarden más tiempo en manifestarse. A pesar de las diferencias que los separan de ataques militares convencionales, la desigualdad y la división erosionan la seguridad nacional e internacional. En última instancia, las desigualdades sistémicas marginalizan a colectivos poblacionales enteros y ponen en liza el imperio de la ley y la estabilidad doméstica. Las oleadas revolucionarias de décadas pasadas son prueba de ello: aun cuando los disturbios civiles y las guerras pueden ser el resultado de procesos que llevan décadas cociéndose, una vez el déficit de dignidad alcanza un punto de inflexión son muy difíciles de contener. Esta inestabilidad casi con toda certeza deriva en crisis regionales. En muchos países pueden surgir círculos viciosos cuando se opta por dedicar más y más recursos a reforzar sus capacidades militares, detrayendo aún más recursos de sus planes de desarrollo. La desigualdad de renta global también aviva las tensiones migratorias – con consecuencias en términos de mayor fricción social y división, así como un incremento en la capacidad de reclutamiento de grupos terroristas y de organizaciones criminales internacionales.  Las grandes disparidades en riqueza global también afectan al propio orden global, llevando a intentos fragmentados de influir sobre instituciones globales.

El camino hacia el futuro

Para los partidos políticos, siempre ha existido la tentación de bien amplificar o restar importancia a sucesos de actualidad, pero en condiciones de división y partidismo extremos, esta tentación pasa a ser de especial trascendencia. Bien a través de omisiones o campañas de desinformación deliberadas, los agentes políticos distorsionan la percepción pública de cara a recabar apoyos para socavar la legitimidad de sus rivales. Las crisis recientes suscitadas por los movimientos de refugiados y las migraciones en masa hacia distintos países europeos son suficientemente reales, pero tanto la magnitud como la naturaleza de estos movimientos han sido distorsionadas deliberadamente por grupos de extrema derecha. El resultado predecible – el aumento de la xenofobia y de la focalización sobre argumentos raciales atávicos – se produce cuando estas emociones se movilizan para incrementar el poder de determinados actores Igualmente, la susceptibilidad de los pueblos a esta retórica tiene mucho que ver con su inestabilidad. El estancamiento salarial, el desmantelamiento de las redes de seguridad social y el incremento drástico de la desigualdad ofrecen las condiciones de fondo para que florezcan las narrativas falsas. Estos falsos relatos, por su parte, fácilmente, a su vez retroalimentan las políticas de la división. La provisión de garantías de bienestar estables y la tranquilidad emocional que éstas generan por lo tanto deberían ser consideradas políticas clave ante políticas de división peligrosas. En este contexto, se hace imperativo volver a considerar desde una nueva perspectiva las iniciativas que plantean la implantación de una renta universal básica. Aunque la renta universal básica ha sido rechazada o diferida en base a multitud de argumentos, desde una perspectiva neurofilosófica, sus beneficios son indiscutibles y sus consecuencias de muy largo alcance, puesto que tienen un impacto positivo sobre indicadores importantes para cualquier sociedad sana y para la confianza social como son la seguridad, agencia, conexión, confianza y significado.

BBVA-OpenMind-Al-rodhan-katie-moum-The predicable result of a rise in xenophobia and atavistic racial targeting flourishes when these emotions are mobilized to empower particular actors.
El resultado predecible – el aumento de la xenofobia y de la focalización sobre argumentos raciales atávicos – se produce cuando estas emociones se movilizan para incrementar el poder de determinados actores. Fuente: Unsplash

Los beneficios políticos de la promoción de este tipo de políticas son obvios: contribuyen a controlar fuentes de inestabilidad e inseguridad para los estados. Pero sobre todo, el gobierno basado en la dignidad es fundamental puesto que es el único paradigma alineado con la naturaleza humana Yo defino la dignidad como un conjunto de nueve necesidades de la dignidad que deben ser clave para el gobierno: razón, seguridad, derechos humanos, responsabilidad, transparencia, justicia, oportunidad, innovación e inclusión. La manifestación de lo mejor o peor de nuestra naturaleza emocional, amoral y egoísta, depende en última instancia de la elección de modelos de gobierno y las instituciones que creemos.

Por lo tanto, si nos dejamos llevar por nuestro propio estado de naturaleza, surgirán la desigualdad, la división y el desempoderamiento extremos – así como sus predecibles consecuencias en términos de conflictos, inestabilidad, inseguridad y la frustración del progreso y la prosperidad.

Hacen falta importantes cambios normativos y legislativos (dentro de estructuras de gobierno transparentes y responsables que asuman las consecuencias de sus actos) que equilibren la perenne tensión entre los rasgos emocionales, amorales y egoístas de la naturaleza humana y las nueve necesidades de la dignidad.  Alcanzar este equilibrio es la manera más segura de mantener a raya los excesos inherentes a la naturaleza humana y asegurar una menor división, más igualdad y más empoderamiento para todos, en todo momento y bajo todas las circunstancias.

En ausencia de dignidad (en su sentido más amplio) las peores facetas, las no cooperativas, de nuestra naturaleza se manifiestan con consecuencias catastróficas para el orden político y social. Esto incluye actos de agresión preventiva. Dado el elevado grado de maleabilidad de la naturaleza humana y la influencia de las circunstancias sobre nuestra brújula moral, el gobierno debe fomentar la dignidad humana como requisito básico para alcanzar un orden global y social simbiótico y cooperativo.

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