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11 mayo 2020

Una neurofilosofía del poder y el constitucionalismo

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Esta publicación es el la primera de una nueva serie de publicaciones del profesor Nayef Al-Rodhan englobadas bajo el título “Neurofilosofía del gobierno, el poder y las innovaciones transformadoras”. El objeto de la misma es ofrecer un análisis multidisciplinar desde el prisma de la neurofilosofía sobre distintas facetas del poder y de las instituciones políticas, así como sobre una serie de tecnologías transformadoras contemporáneas de naturaleza disruptiva, de cara a inspirar reflexiones intelectuales innovadoras para avanzar hacia planteamientos novedosos en política.

Según una encuesta del Pew Research Center de 2018, la mayoría de los estadounidenses (55%) consideraba que las sentencias de la Corte Suprema de los EE.UU. debían fundamentarse sobre interpretaciones actuales y modernas de la Constitución, mientras que un 41% consideraba que debían regirse por su significado original. Estos resultados contrastan con los obtenidos tan sólo dos años antes, en octubre de 2016, cuando cerca de un 46% de los encuestados consideraba que el Tribunal debía basar sus fallos interpretaciones modernas del texto, mientras para otro 46% debían fundamentarse sobre el significado original de la Constitución.

Estos cambios de percepción pública ocurren regularmente como resultado de cambios demográficos y divisiones ideológicas. Pero sobre todo, reflejan una preocupación subyacente por garantizar que tanto la Constitución como ley garanticen el resultado más justo.

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Edificio de la Corte Suprema, Washington, DC, EE.UU. Fuente: Daderot

La neurofilosofía aporta algunos hallazgos interesantes al debate sobre el constitucionalismo y las principales teorías sobre su interpretación.

¿Por qué nos importa la justicia? Neurociencia, moralidad y justicia

Bajo el tema del constitucionalismo subyacen preguntas fundamentales sobre la naturaleza humana, la justicia y las instituciones de gobierno.

De todos los seres vivos, los humanos somos los únicos que nos preocupamos por crear instituciones que velen por el cumplimiento de normas sociales. Los humanos tenemos un profundo interés por los conceptos de justicia, moral y equidad. La neurociencia contemporánea está comenzando a arrojar luz sobre el extremo hasta el que estas disquisiciones están arraigadas en nuestro cerebro. Preguntarse dónde radican la moral y la preocupación por la justicia en el cerebro responde a una concepción errónea, ya que no existe un solo lugar en el cerebro donde se decida qué está bien y qué está mal. En cambio, sí existen múltiples sistemas cerebrales y neuroquímicos involucrados en la constelación más amplia de actos y juicios relacionados con la moral.

Según la evidencia convergente que han arrojado determinados estudios de neuroimagen funcional, en los procesos de toma de decisiones morales y de toma de decisiones sociales están involucradas las mismas regiones del cerebro. Más específicamente, en esta tarea participan distintas regiones interconectadas del cerebro, como la corteza prefrontal ventromedial, la corteza orbitofrontal (COF), la amígdala (áreas relacionadas con el aprendizaje y la recompensa), así como la unión temporoparietal (TPJ) (involucrada en la comprensión del estado mental), la corteza cingulada anterior (CCA), y la corteza prefrontal dorsolateral (CPFdl), entre otrsa. Por lo tanto, en la toma de decisiones morales y justas participan diferentes regiones y circuitos cerebrales ‘sociales’, vinculados con las emociones, la resolución de problemas, la empatía y la toma de decisiones. Por ejemplo, la corteza prefrontal medial regula la forma en que interpretamos y entendemos los pensamientos acerca de nosotros mismos y los demás, y la corteza prefrontal ventromedial está involucrada en la adhesión a las normas y valores sociales, y desempeña un papel importante en la mediación de las emociones durante el procesamiento moral (por ejemplo, según un estudio, las lesiones en la corteza prefrontal ventromedial dan lugar a patrones más elevados, incluso anormalmente elevados, de respuestas utilitarias frente a dilemas morales complejos). La corteza orbitofrontal está involucrada en las manifestaciones de recompensa y castigo y en los procesos de detección de errores está involucrada, entre otras regiones, la corteza cingulada anterior.

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El ser humano tiene un interés muy arraigado por cuestiones de justicia, moralidad y equidad. Fuente: Emmanuel Huybrechts

Los cimientos neuronales que intervienen en consideraciones de equidad y justicia, se superponen con los circuitos cerebrales que regulan muchos otros procesos conductuales. Por lo tanto, independientemente de otras consideraciones, no existe un “cerebro moral” como tal, en el sentido de que no existe una región delimitada del cerebro que pueda considerarse como tal, sino que se trata de un entramado que exige la participación de distintos procesos emocionales y cognitivos.  Esto tampoco implica, por supuesto, que todas las personas compartan la misma aspiración por obrar de una manera justa o moral. Los factores genéticos y las condiciones y procesos ambientales contribuyen a fortalecer determinados circuitos neuronales, ocasionando diferencias en lo que algunas personas consideran importante. En cualquier caso, la conclusión fundamental es que nuestro gran interés en el concepto de justicia está vinculado con nuestras emociones y otros circuitos cerebrales múltiples.

Neurofilosofía y constitucionalismo

Los profesionales de la justicia prestan cada vez más atención a los hallazgos de la neurociencia, especialmente en áreas como la responsabilidad penal, la caracterización de los perfiles de los infractores y la evaluación de actitudes frente al riesgo, la mentira o el engaño en los tribunales. En 2011, por ejemplo, en su serie Brain Waves, la Royal Society dedicó un informe titulado Neuroscience and the Law (La neurociencia y la ley) al diálogo interdisciplinario entre la neurociencia y el derecho. Sin embargo, en este contexto no tiene cabida el debate sobre la teoría del constitucionalismo y las posibles aportaciones de la neurofilosofía a las diversas interpretaciones del constitucionalismo.

En un sentido minimalista, el constitucionalismo se refiere al conjunto de ideas y normas que limitan legalmente el poder del gobierno. A partir de la adopción de las Constituciones, comienza a forjarse este principio como un entramado de reglas, normas y valores que estructuran y definen los límites del poder de un gobierno (aunque, conforme a esta definición, todos los estados son estados constitucionales, dado que no puede existir un estado reconocido en el sistema internacional sin que disponga de alguna forma de constitución).

La historia del término es, sin embargo, más compleja. En su lectura liberal clásica, el término implica la adopción en las Constituciones de mecanismos capaces de poner coto los abusos de poder mediante controles sobre prácticas y excesos discrecionales. Sin embargo, la base teórica del constitucionalismo se remonta históricamente a pensadores asociados con el absolutismo monárquico. Aquí, suele trazarse un paralelismo entre Thomas Hobbes y John Locke, proponentes de dos interpretaciones diferentes del constitucionalismo: la soberanía constitucionalmente ilimitada frente la soberanía cuidadosamente limitada por un contrato social. Para otros pensadores como John Austin, al igual Hobbes, el de soberanía limitada era un concepto incoherente. Si se supone que toda ley es una orden autovinculante emitida por un ente soberano, esto implica que el ente soberano debe ordenarse a sí mismo, lo cual es un concepto incoherente porque nadie puede ordenarse a uno mismo (como también defiende John Dewey en este ensayo).

A pesar de que estas cuestiones fundamentales forman parte del núcleo de la teoría del constitucionalismo, la acepción más común del término en la actualidad, y que utilizaremos como referencia para el resto de este artículo, es la del constitucionalismo como teoría de la restricción del poder. Sin embargo, debe destacarse que la incorporación del sufijo ‘ismo’ al término otorga a la idea de constitucionalismo una fuerza mucho mayor, denotando, como apunta Jeremy Waldon, que se trata de algo más que de un vocablo acuñado para referirse, de una forma básica, al estudio de las constituciones. Como término, el constitucionalismo, como el liberalismo o el socialismo, ha trascendido para adquirir una suerte de estatus ideológico, impregnado de una connotación normativa: por lo tanto, el constitucionalismo va más allá de la mera adhesión a los principios constitucionales. En el Dictionary of Political Thought (Diccionario del pensamiento político), Roger Scruton lo define como “la defensa del gobierno constitucional, es decir, del gobierno canalizado y limitado por una constitución”.

Estados Unidos es un ejemplo obvio de reverencia constitucional y, en la política estadounidense contemporánea, “ningún compromiso goza de tan amplio apoyo público como la creencia en la santidad de la Constitución federal“. Sin embargo, han surgido dos grandes puntos de vista divergentes sobre la interpretación del texto (dos enfoques que no son exclusivos de los Estados Unidos, por supuesto).

El originalismo, es la teoría que defiende que la Constitución debe ser interpretada conforme a sus significado originales y/o la intención de sus redactores. El constitucionalismo vivo, por el contrario, considera la constitución como una entidad ‘viva’, en evolución, que se desarrolla conforme a las nuevas circunstancias sociales y en respuesta a los cambios en las creencias morales y políticas. Por ejemplo, para un constitucionalista vivo, el significado de una disposición como la del apartado 3 (1) de la Ley Fundamental alemana, que establece que “Todas las personas son iguales ante la ley” reside en el principio moral general en el que se inspira, no en la interpretación particular de cuáles hubieran sido esos principios, o su significado, en el momento de su redacción (dicha Ley Fundamental fue ratificada originalmente en mayo de 1949). El constitucionalismo vivo es muy criticado por los originalistas, quienes afirman que este proceso de interpretación puede anular su significado, lo que equivaldría a “una creación o construcción constitucional disfrazada de interpretación”. Para ello, los constitucionalistas vivos responden que se trata de interpretaciones en absoluto arbitrarias o sin restricciones y que la interpretación de las disposiciones abstractas de una constitución no difiere demasiado de los procesos mediante los cuales los jueces desarrollan nociones abstractas como ‘uso razonable de la fuerza’. Se trata de un debate que sigue vigente y de actualidad, que suscita respuestas populares igualmente divergentes y fluctuantes, como pone de manifiesto la encuesta mencionada anteriormente.

Desde una perspectiva neurofilosófica, el constitucionalismo, y la cuestión inherente sobre cuál es el enfoque mejor y más justo para interpretar la constitución, está profundamente conectado con la naturaleza humana (como hemos visto anteriormente, aquí consideramos la definición genérica del constitucionalismo, como forma de instituir restricciones al poder).

En primer lugar, el poder es uno de los factores de motivación clave en la naturaleza humana, y el constitucionalismo es fundamental para poner límite a los excesos de la naturaleza humana y del poder absoluto e incontrolado. En una publicación anterior ya expuse los cinco motivadores más potentes de la naturaleza humana, que englobé bajo el término “Neuro P5“: poder, beneficio (profit), placer, permanencia y orgullo (pride). Muchos filósofos han advertido sobre los efectos perniciosos del poder ilimitado.  En 1938, Bertrand Russell escribió: “el amor al poder, como la lujuria, es una motivación tan potente que influye en las acciones de los hombres más de lo que creen adecuado”, y que “las condiciones psicológicas para domesticar el poder son de alguna manera las más difíciles”. La neurociencia contemporánea ha ratificado estas observaciones en términos científicos, demostrando cómo el poder se manifiesta neuroquímicamente en el cerebro a través de una liberación de dopamina, el mismo agente neuroquímico involucrado en el circuito de recompensa y asociado, en gran medida, con la generación de la sensación de placer y la motivación para repetir acciones que desencadenan una liberación de dopamina. En otras palabras, la búsqueda de poder es similar a otros procesos adictivos, que generan “ansias” a nivel neurocelular, con efectos muy similares al de otras drogas. El poder, incluido el poder político, por lo tanto, conduce a incrementar los niveles de dopamina, lo cual lleva a aquellos en posiciones de poder a hacer cualquier cosa para mantener o incrementar sus poderes.

El filósofo y matemático británico, Bertrand Russell. Crédito: National Portrait Gallery

En efecto, no hay evidencia alguna de apunte a la existencia dentro de la naturaleza humana de ningún mecanismo que llevaría a un líder a elegir ‘responsablemente’ o voluntariamente a declinar la posibilidad de acumular más poder. Sin embargo, además de esa tendencia hacia el liderazgo autocrático, la importancia del constitucionalismo desde una perspectiva neurofilosófica, también se deriva de la propia naturaleza humana, hablando en general. Dada la maleabilidad y la fragilidad de la naturaleza humana, la propia existencia del gobierno constitucional resulta imprescindible para la supervivencia y el florecimiento humano.

Partiendo de algunos de los postulados de la neurociencia, en otra publicación anterior describí la naturaleza humana como “emocional, amoral y egoísta“. Las regiones emocionales del cerebro humano están profundamente involucradas en los procesos cognitivos, incluso en aquellos que parecen estar detrás de las tomas de decisiones “racionales”. La emocionalidad juega un papel clave en nuestras vidas y nos predispone a dejarnos arrastrar por aquellos que apelan a nuestras emociones, así como a hacer cualquier cosa para garantizar nuestra supervivencia cuando nos enfrentemos a la adversidad y el miedo, incluida la participación en una “agresión preventiva”. Además, al contrario de lo que defienden los postulados clásicos de la filosofía política, no existe evidencia neurocientífica de que seamos seres innatamente morales ni inmorales. Por el contrario, al nacer somos seres amorales, y nuestra brújula moral se va desarrollando y fluctuando durante en el curso de nuestra existencia, fuertemente influida por nuestro entorno y las circunstancias de nuestras vidas (incluidos los contextos políticos). Eso no implica que seamos pizarras completamente en blanco; aunque carecemos de nociones innatas de lo bueno o lo malo, sí que nacemos programados de una manera primordial para buscar nuestra supervivencia y llevar a cabo aquellas acciones que maximicen nuestras posibilidades de supervivencia. En otras palabras, somos una tabula rasa predispuesta, y estamos condicionados de una manera básica: buscar la supervivencia del yo, que es una forma básica de egoísmo.

Estos rasgos emocionales, amorales y egoístas de la naturaleza humana nos hacen enormemente maleables por las circunstancias. Las características más ‘morales’ y altruistas de nuestra naturaleza sólo pueden florecer cuando las estructuras de gobierno son capaces de minimizar las condiciones de inseguridad, miedo, privación y desigualdad. Cualquier modelo de gobernanza sostenible debe ser capaz de equilibrar la tensión siempre presente entre los tres atributos de la naturaleza humana – esto es, la emocionalidad, la amoralidad y el egoísmo – con las nueve necesidades de dignidad correspondientes. Y por dignidad no me refiero exclusivamente a una ausencia de humillación, sino a la combinación de las nueve necesidades de la dignidad: razón, seguridad, derechos humanos, responsabilidad, transparencia, justicia, oportunidad, innovación e inclusión. Y esto es cierto y válido para cada nivel o tipo de gobierno, desde el local hasta el nacional e internacional. El constitucionalismo contribuye a este objetivo a nivel de gobernanza nacional, proporcionando un marco legal y aceptable para una buena gobernanza nacional.

En segundo lugar, la perspectiva que aporta la neurofilosofía sobre la interpretación de las constituciones (originalismo versus constitucionalismo vivo) apunta a que no se puede elegir un enfoque definitivo a priori. Esto se debe a que cada las interpretaciones de los conceptos de “moralidad”, “justicia” o “ecuanimidad” auténticos varían dentro de la humanidad. Volviendo a las observaciones neurocientíficas reseñadas en la introducción de este artículo, a pesar de que la justicia es una preocupación intrínseca del ser humano, los mecanismos neuronales involucrados en las consideraciones de justicia o equidad están estrechamente relacionados con otros procesos conductuales y emocionales, que por supuesto difieren y están vinculados a las experiencias personales, contextos políticos y geoculturales de los sujetos. Es importante reconocer que en cuestiones como la forma de interpretar la constitución, desde un punto de vista neurofilosófico, no existe un enfoque que sea más legítimo que otro. La clave está en garantizar se elija el enfoque que se elija, éste no suponga un asalto a la dignidad humana ni a las nueve necesidades de dignidad mencionadas anteriormente (y en otras publicaciones anteriores).

El constitucionalismo, como teoría general sobre los límites del poder y las prerrogativas del gobierno, no puede desligarse de la neurofilosofía de la naturaleza humana. Como creación inherentemente humana, el constitucionalismo es un reflejo de la naturaleza humana y de las limitaciones humanas. En última instancia, el constitucionalismo existe como resultado de un interés humano más profundo por la idea de justicia y por la necesidad de disponer de marcos que puedan reducir los excesos y abusos.

En el futuro, la noción clásica de constitucionalismo tal y como la conocemos hoy en día se complementará con otro concepto emergente:el constitucionalismo digital. En la era digital, el dominio de los derechos, así como de las violaciones y abusos de poder, trasciende el ámbito territorial de los estados. El constitucionalismo digital sigue siendo, ante todo, un concepto teórico y académico atractivo que insta a adaptar los valores del constitucionalismo a la sociedad digital. Aunque el proceso de desarrollo de textos legales vinculantes para el mundo digital es mucho más complicado, quizás no sea descabellado creer que el futuro vendrá definido por una búsqueda orientada a limitar los abusos de poder en el ámbito digital, como se hizo en la búsqueda del constitucionalismo centrada en el estado.

 Nayef Al-Rodhan

Publicado originalmente en el Blog de la Asociación Americana de Filosofía.

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