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19 noviembre 2019

Una neurofilosofía del entendimiento transcultural global

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La filosofía de la cultura acumula una larga tradición de reificación de la(s) cultura(s) en contraposición con la naturaleza, que se remonta a los tiempos de los sofistas griegos. Hipia, una de las figuras más destacadas del movimiento sofista, afirmaba que las instituciones y costumbres humanas eran contrarias a la naturaleza humana. Los cínicos redundaron aún más en esta separación, defendiendo el retorno a la sencillez de la existencia primitiva.

La relación entre ‘cultura’ y ‘natural’ siempre ha sido complicada, por supuesto, y lo ha sido más tras el auge de la literatura nacionalista en el siglo XIX (y especialmente entre los románticos alemanes, como Adam Muller) y la consolidación de la antropología como disciplina en sí misma. Además, los extremos aberrantes hasta los que algunas de las ideologías más extremas del siglo XX llevaron la analogía entre evolución cultural y evolución biológica, complicaron enormemente, durante mucho tiempo, la posibilidad de introducir cualquier argumento arraigado en las ciencias de la bilogía en los análisis de la filosofía política. Así, el “pensamiento antinaturalista” prevaleció durante décadas tras la Segunda Guerra Mundial, hasta mediados de los 70, cuando surgieron nuevas disciplinas que contribuyeron a transitar hacia un diálogo más interdisciplinario. La biología molecular, la genética del comportamiento y las ciencias neurocognitivas contribuyeron de manera destacada a este giro biológico. Superada la brecha insalvable abierta por la “biofobia” entre la sociología y las ciencias biológicas, se fue dando paso a intercambios más favorables. Al mismo tiempo, los esfuerzos por conceptualizar lo que significa ser humano también comenzaron a ser objeto de transformación. Nuevamente, gracias a las aportaciones de la neurociencia

Neurofilosofía y naturaleza humana

El desarrollo de la neurociencia y sus técnicas ha tenido un impacto de gran importancia.

Las técnicas de neuroimagen, como la tecnología IRMf que permite identificar y monitorizar la actividad cerebral en tiempo real, han permitido profundizar en los conocimientos del cerebro hasta límites sin precedentes y estudiar los vínculos entre neuroanatomía y neuroquímica y, de paso, desbancar teorías ya consolidadas sobre la naturaleza humana. La neurociencia ha puesto sobre la mesa algunas conclusiones particularmente inquietantes, cuando no directamente incómodas, sobre la cognición humana, la moral y las emociones, revelando la existencia una conexión mucho más profunda e íntima de lo que antes se sospechaba. Por ejemplo, en su seminal trabajo El error de Descartes, el neurólogo Antonio Damasio presenta la experiencia de un paciente que, tras una lesión cerebral (y más concretamente, en el córtex frontal) no era capaz de tomar decisiones correctas a pesar de que mantener el resto de sus capacidades mentales intactas. Pero debido a que las emociones y los sentimientos del paciente se habían visto afectados, simplemente no era capaz de tomar el curso de acción más ventajoso.

Según la tradición filosófica occidental, en la que Platón y Kant ejercen una tremenda influencia, las emociones dificultan el pensamiento racional y, al mismo tiempo, la capacidad del individuo para el pensamiento ético. Sin embargo la neurociencia ha demostrado fehacientemente que los mecanismos neuronales que sustentan la cognición y la toma de decisiones morales están, de hecho, íntimamente relacionados con el procesamiento emocional del cerebro (para más información sobre esta relación, puede consultar dos publicaciones anteriores aquí y aquí).

En Neurophilosophy, un trabajo publicado a mediados de la década de los 80, Patricia Churchland postulaba la existencia de una conexión más profunda entre la evidencia basada en la neurociencia y la investigación filosófica. La neurofilosofía es un campo interdisciplinario cuyo objeto es superar las premisas no demostradas sobre la mente y la naturaleza humana, con implicaciones transversales a otras disciplinas. Neurólogos como Damasio van más allá aún y argumentan que la investigación neurobiológica tiene un propósito filosófico. Así, Adina Roskies ha explicado cómo la evidencia derivada de la neurociencia ha logrado ser tan empíricamente convincente. Yo sostengo, además, que las implicaciones de la neurofilosofía también son beneficiosas en un sentido global, transcultural y humanista. (Por supuesto, la evidencia que ofrece la neurociencia no debería tomarse como determinista, a pesar de que en muchas ocasiones se ha presentado erróneamente como supresora de la premisa del libre albedrío).

El atractivo de la neurofilosofía

A parte de ser consideradas como contrapuestas a la racionalidad, las interpretaciones culturales de las emociones complicaron aún más el panorama, y, de paso, contribuyeron a discursos que defendían la existencia de divisiones o ‘incompatibilidades’ entre culturas. Además, estudios de variaciones entre patrones de comportamiento han alimentado diferentes teorías sobre la relación entre emociones y cultura. Por ejemplo, se ha argumentado que las emociones son construcciones sociales, que pueden tener un formato biológico básico, si bien “alterado” por la cultura. En el lado opuesto, hay quienes afirman que las emociones son programas biológicos innatos, que se experimentan en toda nuestra especie, aunque con variaciones de vocabulario. Además, esta corriente vincula las emociones con planteamientos evolutivos y estudia el valor adaptativo de las emociones para tareas fundamentales de la vida. Sin embargo, la neurociencia ha ido más allá para demostrar la importancia de las emociones y su profunda conexión con una serie de funciones cognitivas en los humanos, hablando en términos generales.

BBVA-OpenMind-Nayef al-rodhan-A Neurophilosophy of global trans-cultural understanding-Neuroscience is endowed both with “epistemic significance” but also “with normative force”-entendimiento transcultural
La neurociencia está dotada tanto de “importancia epistémica” como de “fuerza normativa”.

Cuando Maurizio Meloni habla del “poder de seducción de la neurociencia“, insinúa, y con razón, la premisa humanista subyacente en el interés que la neurociencia ha despertado en los últimos años. La neurociencia está dotada tanto de “importancia epistémica” como de “fuerza normativa”. Meroni postula que el intento de arrojar luz sobre cuestiones relacionadas con la moral y la política a través de la neurociencia responde a una necesidad intelectual del mundo post-1989, donde la neurociencia reemplaza o llena el vacío que han dejado algunas de las principales teorías del siglo XX, como el marxismo o el racionalismo kantiano en teoría política. La otra razón principal para el auge imparable de la neurociencia está en su proyecto de deconstruir las nociones de moralidad, diferencias culturales o incluso divisiones políticas. 

Según Meroni,“el proyecto de la neurociencia de arrojar luz sobre el sustrato natural, desnudo de las facultades humanas, exento de la contaminación de las diferencias culturales y lingüísticas y resistente a las presiones de la sociedad y los regímenes políticos, parece ofrecer […] un ancla seguro contra el retorno de muchos de los traumas del siglo XX: la neurociencia parece promover un mensaje de hermandad universal […] y, con su énfasis en nuestra inclinación y predisposición natural hacia una vida moral y la empatía, parece ofrecer una base más firme para una nueva ética posible”.

La idea de que la neurociencia nos permite descubrir “las primeras estructuras de la moralidad” también ha sido defendida por el neurocientífico francés Jean-Pierre Changeux, quien ha puesto de relieve que los humanos poseemos las bases fundamentales para la evaluación moral, imprescindible para la deliberación ética. Mi teoría basada en la neurociencia sobre una naturaleza humana emocional, amoral y egoísta, refuta la premisa de la moralidad (o inmoralidad) innata y propone un término que para describir esta naturaleza con más precisión; el término de “amoralidad”: nacemos sin ninguna noción predefinida de lo que es bueno o malo, aunque nacemos con una predisposición básica para la supervivencia. En otras palabras, somos una “tabula rasa predispuesta“. La amoralidad implica que, aunque tenemos capacidad de desarrollar una brújula moral, esta brújula fluctúa durante el curso de nuestra existencia en función de las circunstancias de nuestro entorno, tal y como expliqué con más detalle en un artículo anterior. La conducta moral es poco probable en circunstancias donde predominan condiciones de miedo e inseguridad. Estas situaciones inducen un comportamiento marcado por la necesidad de sobrevivir y por los objetivos de supervivencia a corto plazo. La moralidad, el altruismo y el comportamiento pro-social no son características consustanciales a nuestra ‘naturaleza’, sino que se cultivan y sustentan en circunstancias donde la seguridad básica, la dignidad y la responsabilidad de las instituciones están garantizadas.

Dos consideraciones fundamentales para avanzar:

  1. La primera es que, a pesar de las polémicas y las limitaciones inherentes a la neurociencia, como disciplina en rápida evolución, el análisis neurofilosófico de la naturaleza humana sí que promueve el entendimiento de unas características comunes, enraizadas en la química neuronal que compartimos.
  2. La segunda conclusión tiene implicaciones para la evolución del debate sobre el entendimiento transcultural y tiene un alcance más claramente normativo. Dado el carácter altamente emocional de la naturaleza humana, cualquier consideración sobre una cultura determinada debe partir de una posición de reconocimiento, respeto y trato digno hacia la misma. Esto se debe a que las necesidades de dignidad de los seres humanos son tanto individuales como colectivas: esperamos que se nos dispense un trato digno, tanto a nivel personal como a nivel de los colectivos más amplios con los que nos identificamos y a los que pertenecemos. Además, en un mundo globalizado de conectividad instantánea, el entendimiento transcultural también es importante de cara a incrementar seguridad global y reducir los conflictos internacionales. En este sentido, la neurofilosofía se hace eco de algunos de los postulados de las corrientes revisionistas de la historia y las historias de la cultura, que abogan por un relato más inclusivo de las culturas, que reconozca adecuadamente las aportaciones de todas y cada una de ellas y otorgue el respeto y reconocimiento que todas merecen.

El modelo oceánico de civilización

Los relatos esencialistas de las culturas y “civilizaciones” a menudo se construían a partir de premisas paternalistas o tremendamente divisivas de las culturas, descritas como irreconciliables o propensas a entrar en conflicto. Por ejemplo, el “choque de civilizaciones” de Samuel Huntington, una tesis propuesta por primera vez en 1996, enmarcaba a las civilizaciones (y, esencialmente, de la civilización occidental frente a otras) como entidades claramente diferenciadas. Argumentaba con detalle la existencia de “fallas culturales” y de rasgos que diferencian claramente a Occidente del resto de las civilizaciones del mundo.  Un peligro importante en relación con este tipo de relatos esencialistas es retratan tanto las culturas como las civilizaciones como proyectos finitos que han surgido de la nada. Se trata de una premisa absolutamente incorrecta e injusta. Es incorrecta porque obvia las fuerzas históricas de mayor alcance y las relaciones de poder que dieron origen a categorías como “civilizado” versus “incivilizado”. Es injusto porque deniega el reconocimiento debido a otras culturas y devalúa implícitamente su papel y sus contribuciones.

De hecho, la propia descripción de “civilizaciones múltiples” está contaminada por sesgos. Refuerza las discrepancias en estatus y, como he escrito en otro foro, establece una  jerarquía que permite o fomenta, directa o indirectamente, las ideas preconcebidas, la alienación, la deshumanización e incrementa la propensión hacia la hegemonía y la denegación de derechos. Una descripción más precisa y juiciosa de la historia de la cultura pone en liza la “insularidad” o la “superioridad” de ninguna cultura y considera la historia como un esfuerzo acumulativo. Sinteticé esto en la metáfora del Modelo de oceánico de civilización: la civilización humana es como un océano que debe su profundidad a la multitud de ríos que desembocan en él. En otras palabras, sólo existe una única civilización humana que ha prosperado y evolucionado como resultado de la acumulación de aportaciones provenientes de distintos dominios geoculturales, que han interactuado entre sí y, en el proceso, se han dado forma mutuamente.

Las relaciones entre el mundo árabe-islámico y Occidente son un claro ejemplo de esta representación errónea. En la actualidad, el mundo árabe-islámico se presenta como contraposición a Occidente, y siendo el Islam es el “Otro formidable” de Europa. Además, el Islam en Europa se considera un fenómeno reciente y amenazador. Esta visión vilipendia, cuando no soslaya directamente la larga tradición de intercambios y préstamos culturales del mundo árabe-islámico y su aportación en diferentes facetas que contribuyeron al auge de Occidente. Esto lo hemos visto con detalle en un volumen publicado sobre este asunto. El relato dominante sobre el auge de Occidente vincula convencionalmente este auge a la época del Renacimiento, la Revolución Científica y la Ilustración, que dieron lugar a una visión eurocéntrica y autónoma sobre el auge de Occidente. Sin embargo, en realidad, Europa estuvo muy influenciada por encuentros positivos con el mundo árabe-islámico, que ya no forman parte de la memoria colectiva de Europa. Esta larga historia de intercambio cultural e intelectual incluye contribuciones en el mundo de las artes, las matemáticas, la astronomía, la medicina, la arquitectura y la filosofía. De la misma manera en que el mundo árabe-islámico tomó prestado y aprovechó las enseñanzas de otras culturas para llegar a su Edad de Oro, Europa ha hecho lo mismo, y es fundamental recuperar y reivindicar este aspecto olvidado de la historia, especialmente en el mundo interdependiente y de sociedades pluriculturales de hoy. En lugar de ello, lo que (todavía) perdura es la desconfianza y una percepción de diferencias irreconciliables, que se explotan de cara a sacar rédito político.

Sólo podremos avanzar en el entendimiento transcultural cuando la historia de las culturas sea capaz de trascender los planes de estudio existentes, para desenterrar un conocimiento capaz de erosionar los prejuicios y de ayudar a tomar conciencia de las profundas conexiones transculturales. He comenzado esta entrada con un debate sobre neurociencia y neurofilosofía antes de pasar al concepto del “Modelo oceánico de civilización”. Estos dos revisionismos (uno de la filosofía de la naturaleza humana, el otro de la historia y la cultura) son coherentes y refuerzan la idea de trabajar hacia una ‘seguridad transcultural’, un prerrequisito crítico para la sostenibilidad de la seguridad global y alcanzar un mundo más pacífico y próspero, con un objetivo final de fomentar una visión de la humanidad en sentido holístico, no como una colección de dominios geoculturales insulares y conflictivos.

En la siguiente entrada de esta serie analizaré las teorías del conflicto y la neurofilosofía.

Nayef Al-Rodhan

Publicado originalmente en el Blog de la Asociación Americana de Filosofía.

Nota del autor: El presente artículo es el primero de una serie de tres que examina la relación entre neurociencia, filosofía y sociedad.

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