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11 octubre 2019

Geiger, el hombre que aprendió a contar la radiactividad

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«El chisporroteo del contador Geiger es el latido del corazón de la era atómica o el símbolo de la amenaza de la radiactividad, depende del punto de vista». Así arrancó el homenaje que la alemana Universidad de Kiel realizó hace diez años a uno de sus profesores más ilustres, Hans Geiger, cuyos experimentos sirvieron para que otros grandes físicos pudieran apuntalar sus revolucionarias teorías. Fue uno de los pioneros del estudio científico de algo totalmente nuevo, la radiactividad, y con esa labor cambió por completo nuestra visión del átomo; a pesar de que nunca fue reconocido con el premio Nobel, su gran invento le proporcionó una fama aún mayor que la de muchos premiados, y que aún sigue vigente.

Crédito: National Nuclear Security Administration

El contador de radiactividad de Hans Geiger (30 septiembre 1882 – 24 septiembre 1945), y su característico sonido, protagonizaron algunas de las escenas más inquietantes de la reciente serie de televisión Chernobyl, que refleja el desastre de la central nuclear soviética. Y ese artefacto también fue el hilo central de su brillante carrera científica como físico experimental. La decisión que marcó todo ese camino fue dejar su Alemania natal —recién terminado su doctorado en 1906— para irse con una beca a la Universidad de Manchester, donde pronto empezó a colaborar con Ernest Rutherford, quien ya había identificado los tres tipos principales de radiactividad: rayos alfa, rayos beta y rayos gamma.

Enseguida Rutherford recibió el premio Nobel de Química (1908), por sus investigaciones sobre la desintegración de los elementos radiactivos, pero no se detuvo ahí. Estudiando más a fondo los rayos alfa que se emiten en esas desintegraciones radiactivas, llegó uno de los momentos más asombrosos de la historia de la ciencia: «Diría que fue lo más increíble que me sucedió en mi vida. Fue casi tan increíble como si disparase una bala de cañón contra un pañuelo de papel y que este proyectil de 15 pulgadas rebotase y me golpease», recordó años más tarde Rutherford en una conferencia. En realidad, quien primero vio eso fue Geiger, y no fue precisamente un “momento Eureka” que sucedió un día concreto. Rutherford le había puesto a contar partículas alfa y fue en 1908 cuando Hans Geiger desarrolló la primera versión de su contador, que resultó ser muy poco fiable: había muchas anomalías, y su estudio llevó a Geiger y al estudiante Ernest Marsden a multitud de ensayos durante los siguientes cinco años.

Un experimento increíble

Es lo que hoy se enseña en Bachillerato como “el experimento de la lámina de oro de Rutherford”. Con más justicia para quienes realmente lo ejecutaron, las enciclopedias denominan el experimento de Geiger–Marsden a ese en el que al disparar partículas alfa sobre una fina lámina de oro, Geiger observó atónito como algunas de ellas rebotaban hacia atrás. Rutherford dedujo que el inesperado resultado de ese experimento solo era posible si los átomos concentraban su masa en un minúsculo núcleo (con carga positiva), y básicamente esa es la idea del átomo que aún tenemos.

Hans Geiger (izquierda) y Ernest Rutherford (derecha) en su laboratorio. Fuente: The Arts Centre of Christchurch

Aquel experimento de Geiger acabó por encumbrar a Rutherford y demostró que la radiactividad podía usarse para explorar por dentro los átomos y descubrir su estructura interna, abriendo un nuevo camino para la ciencia. Tras esos éxitos Hans Geiger regresó a Alemania, donde dirigió su propio laboratorio y continuó mejorando sus métodos para contar radiaciones. Junto a James Chadwick —Nobel en 1935 por el descubrimiento del neutrón— adaptó su contador para medir también rayos beta. Tras el paréntesis de la Primera Guerra Mundial, en la que fue oficial de artillería, retornó a sus experimentos y en 1924 siguió mejorando su dispositivo: así logró verificar el efecto Compton (una forma de interacción luz-materia, diferente al efecto fotoeléctrico de Einstein), lo que fue una ayuda fundamental para que Arthur Compton recibiese el Nobel de Física en 1927.

De la radiactividad a los rayos cósmicos

Entonces Geiger se había asentado en la Universidad de Kiel, al norte de Alemania, donde acabó de desarrollar su invento con la ayuda un discípulo, Walther Müller. Mientras que su ingenioso aparato inicial de 1908 era muy poco práctico —solo servía para detectar partículas alfa y requería turnarse para contar en persona, y a simple vista, destellos muy ligeros en un laboratorio completamente a oscuras—, la versión definitiva del contador Geiger era un dispositivo eficiente, fiable, duradero y portátil, que además permitía detectar muchos tipos diferentes de radiaciones ionizantes (no solo las alfa).

Esquema de un contador de radiación basado en el tubo de Geiger–Müller. Crédito: Svjo-2

Ese modelo es la base de los contadores usados hoy en día tanto para medir el riesgo de contaminación radiactiva como para determinar las dosis de radioterapia que va a recibir un paciente. También se siguen usando en investigación científica, siguiendo los pasos del propio Geiger, que con su contador logró detectar detectar una lluvia de rayos cósmicos. Al estudio de esas partículas, que viajan a través del espacio a velocidades próximas a la de la luz, dedicó Geiger el último tramo de su carrera científica: una nueva puerta para estudiar el cosmos, que le abrió el entusiasmo por experimentar y por mejorar su invento.

Francisco Doménech
@fucolin

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