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14 octubre 2022

Cómo recorrer el mundo sin matar el planeta

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En su edición de 1996, la guía de viajes de Alaska escrita por Ed Readicker-Henderson retrataba a la pequeña localidad de Whittier como un tranquilo y remoto paraíso virgen, acostado en la margen de una ría y al pie de un glaciar. Por entonces no había una carretera que llevara hasta allí. Poco después se construyó. Y sobre el asfalto llegaron las hordas turísticas, los atascos, la polución y la basura. En las ediciones posteriores la valoración de Readicker-Henderson cambió radicalmente: “Bienvenidos a un pequeño suburbio del infierno”. Demasiado a menudo ha ocurrido que la llegada del desarrollo turístico a un lugar ha dado paso a una explotación insostenible, arruinando sus antiguas virtudes. Y sin embargo, se dice que vivimos en la época del turismo sostenible y del ecoturismo. ¿Cuánto hay de cierto en esto? ¿O estamos matando el planeta mientras lo recorremos?

Conviene comenzar con un par de definiciones. Naciones Unidas, organismo de referencia en estas cuestiones, define el turismo sostenible —por medio de su Organización Mundial del Turismo (OMT)— como “el turismo que tiene en cuenta sus actuales y futuros impactos económicos, sociales y ambientales, atendiendo a las necesidades de los visitantes, la industria, el medio ambiente y las comunidades hospedadoras”. Un caso particular es el ecoturismo, que según The International Ecotourism Society (TIES) se define como “el viaje responsable a áreas naturales que conserva el medio ambiente, sostiene el bienestar de la población local e implica interpretación y educación”. No todo el turismo sostenible es ecoturismo, aunque si todo el turismo aspira a ser sostenible —como se señala en los objetivos de la Agenda 2030 de Naciones Unidas—, el ecoturismo debería serlo con más razón.

El desplazamiento más sostenible

Pero todo viaje turístico tiene un indudable impacto ambiental, que comienza por el propio desplazamiento. Con un 21% de todas las emisiones de CO2, los transportes en general solo se ven superados en su contribución global al cambio climático por la industria en su conjunto, aunque ascienden al primer puesto en países como EEUU. Desde el punto de vista de la aportación de los hogares a las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), estos producen un 20% del total global de forma directa, de lo cual casi tres cuartas partes corresponden al transporte. Pero si se añaden las emisiones indirectamente causadas por los hogares, lo que incluye el consumo y el uso de electricidad y que supone el 60% de todas las emisiones globales, el transporte acumula también casi la tercera parte; en esta categoría se incluirían no solo los desplazamientos regulares en coche, sino también los viajes.

Los viajes tienen un impacto ambiental que comienza por el desplazamiento: el tráfico aéreo supone casi un 12% de las emisiones del transporte. Crédito: Peter Lee

Sea cual sea la óptica que se aplique, el vehículo rodado —sobre todo el automóvil privado— es el gran responsable de las emisiones del transporte: acapara las tres cuartas partes de esta categoría atribuible a los hogares, y una proporción similar de las emisiones de todo el transporte global. La progresiva sustitución de los vehículos convencionales por los híbridos y eléctricos debería ir aliviando esta carga en un futuro próximo, aunque tampoco estos están exentos de un impacto ambiental y una huella de carbono.

Frente a la pesada carga climática del transporte rodado, incluso la aviación sale favorecida, a pesar de que suele ser el gran foco de atención y el objeto de campañas como la llamada Flygskam o Flight Shame, “vergüenza de volar”. El tráfico aéreo supone algo menos de un 12% de las emisiones del transporte, frente a ese casi 75% del rodado (traducido a cifras globales, los aviones aportan el 2,5%, aunque un estudio de 2021 eleva su contribución al cambio climático al 4% debido a otros efectos y GEI distintos del CO2). Como comparación, el tráfico marítimo contribuye en un 10,6%. Y el medio de viaje de menor impacto, con abultada diferencia, es el ferrocarril, con solo un 1% de las emisiones del transporte mundial. Por lo tanto y en lo que se refiere al capítulo del desplazamiento vacacional, no cabe duda de que el tren es siempre la opción más responsable y sostenible. Los avances tecnológicos continúan reduciendo la huella de carbono de la aviación, pero el futuro de los aviones híbridos y eléctricos aún se ve lejano.

La huella de carbono del turismo

Sin embargo, el impacto ambiental de los viajes no acaba ni mucho menos en los desplazamientos. Un estudio de 2018 publicado en Nature calculó que el turismo global es responsable del 8% de las emisiones de GEI. El 70% corresponde al transporte, pero hay un 30% restante que procede del consumo de productos y servicios, sobre todo alimentación, alojamiento y compras. El estudio destaca que la huella del turismo se reparte entre los viajeros y los destinos; en ambos casos, EEUU es el responsable de la mayoría de las emisiones, seguido de China, Alemania e India. Los pequeños países isleños sufren un mayor impacto, con entre un 30 y un 80% de sus emisiones debidas al turismo.

Y no parece que el sector esté en un firme camino hacia la sostenibilidad: según el mismo estudio, esta huella de carbono aumentó en un 15% solo entre 2009 y 2013. Un informe de la OMT de 2019 estima que las emisiones del transporte turístico —que suponen el 22% de las debidas al transporte en general— sumaron un 5% de todas las antropogénicas en 2016, y que aumentarán un 25% para 2030, con lo que su cuota en el total global ascenderá hasta un 5,3%.

La huella del turismo se reparte entre los viajeros y los destinos: EEUU es el responsable de la mayoría de las emisiones, seguido de China. Crédito: JAD
La huella del turismo se reparte entre los viajeros y los destinos: EEUU es el responsable de la mayoría de las emisiones, seguido de China. Crédito: JAD

En el terreno de las grandes cifras y las altas instituciones, la industria se adhiere a la Declaración de Glasgow, lanzada en 2021 con motivo de la conferencia del clima COP26 de la ONU. Según Naciones Unidas, el acuerdo “propone un plan coordinado para el turismo con el fin de apoyar el compromiso global de reducir las emisiones a la mitad para 2030 y alcanzar el cero neto en 2050, y solicita a los firmantes que adopten compromisos tangibles sobre planificación, medición e información”. La declaración define cinco grandes líneas: medir, descarbonizar, regenerar, colaborar y financiar, urgiendo a todos los actores del sector turístico a sumarse a los compromisos. Esta industria sufrió un declive drástico durante los peores tiempos de la pandemia de COVID-19, y la visión de los firmantes de Glasgow aspira a que el recrecimiento esperado no se haga volviendo a la misma vieja normalidad, sino a través de vías más sostenibles a todos los niveles, no solo en el climático.

Las sombras del ecoturismo

Y lo cierto es que, descendiendo al nivel del suelo, es difícil anticipar los futuros logros cuando ni siquiera el ecoturismo es siempre tan “eco” como pretende. Frente al insostenible y arrasador turismo de masas, el ecoturismo, en números menores, con destinos naturales y bajo el prisma de minimizar el impacto, parece preferible. Habitualmente los turistas pagan tasas destinadas a la conservación de la naturaleza y al desarrollo local, objetivos que se han visto perjudicados por el parón de la pandemia. Ciertos estudios concretos sugieren que el ecoturismo ha beneficiado a especies como el guacamayo verde en Costa Rica, el alimoche en España, el gibón hoolock occidental en India, el pingüino de El Cabo, el licaón, el guepardo o el tamarino león dorado en Brasil.

En cambio y en la columna del “debe”, otros estudios han mostrado que la presencia humana hace a algunos animales menos temerosos y por tanto presas más fáciles, mientras que otros como los elefantes se vuelven más agresivos y huidizos. Algunas especies han resultado claramente perjudicadas por el ecoturismo, como el león marino de Nueva Zelanda, ya que la perturbación de los lugares de cría agrava los perjuicios de la pesca intensiva. Además, el ecoturismo puede aumentar la transmisión de enfermedades, tanto en un sentido como en el otro. Como señalan los expertos, el efecto del ecoturismo no es blanco o negro, sino que depende de las especies, de las circunstancias locales, del cómo, el cuándo y el dónde.

La presencia humana hace a algunos animales menos temerosos y por tanto presas más fáciles, mientras que otros se vuelven más agresivos y huidizos. Crédito: Dawn W.

Lo peor puede ocurrir cuando se intenta explotar la gallina de los huevos de oro. El turismo de naturaleza crece de un 10 a un 30% cada año. Los operadores pueden verse tentados por seguir la lógica empresarial del crecimiento, pero este no puede ser ilimitado cuando el recurso del que dependen, la naturaleza, no lo es. 

Un ejemplo aleccionador es el hotel Treetops de Kenia, célebre por ser el lugar donde en 1952 la entonces princesa Isabel de Inglaterra se convirtió en reina cuando fallecía su padre en Londres. El Treetops se fundó en los años 30 como una cabaña en un árbol de la selva con solo dos habitaciones, para observar la fauna que acudía por las noches a la charca aledaña. La anécdota real popularizó el alojamiento, que poco a poco fue ampliándose hasta llegar a las 50 habitaciones.

Pero con la expansión llegó el declive. La sal que los empleados del Treetops esparcen en el suelo para atraer a los herbívoros dañó la vegetación circundante, que también fue desapareciendo devorada por los numerosos elefantes atraídos por la sal. Hoy el Treetops ya no es un alojamiento en plena selva, sino en un calvero con vegetación raquítica. Y el consiguiente y drástico descenso de los animales se puso de manifiesto en un estudio de 2013. Sin fauna, no habrá turistas. Sin turistas, no habrá dinero para la conservación de la fauna.

En definitiva, la sostenibilidad del turismo es una tarea compartida; de nuestras opciones como viajeros también depende que recorramos el mundo sin matarlo. Algunos viajeros optan por comprar las compensaciones de carbono que ofrecen las compañías. Y a la hora de comer, comprar o alojarnos, podemos elegir según los criterios de sostenibilidad que aporten las empresas, siempre que consigamos no dejarnos engañar por el greenwashing (ver recuadro). Nosotros tomamos vacaciones, pero nuestra responsabilidad medioambiental no debería hacerlo.

El origen turístico del greenwashing

Greenwashing es un término que se ha popularizado para definir las acciones que ciertas entidades dicen emprender por responsabilidad medioambiental, pero que se critican por su inutilidad o por esconder otros intereses. El origen del término está precisamente en el sector turístico, y el lavado al que se refiere tenía un sentido de lo más literal.

En 1983 el ecologista estadounidense Jay Westerveld, entonces estudiante, viajaba a Samoa para participar en una investigación. Durante una escala en Fiji para hacer surf, se coló en un lujoso resort con la esperanza de conseguir alguna toalla limpia. De algún modo, pudo leer allí la tarjeta que se dejaba a los clientes invitándolos a reutilizar las toallas en lugar de echarlas a lavar para salvar el medio ambiente. A Westerveld le pareció irónico que el resort estuviese ampliando sus instalaciones, ocupando más espacio natural, y que en cambio centrara sus esfuerzos ecológicos en reducir el lavado de toallas. Obviamente, esta medida tenía otro fin, ahorrar costes de lavandería. Tres años después Westerveld escribía un ensayo en el que definía esta acción como greenwashing; y lo cierto es que pocas veces se ha visto que una campaña prenda tan rápido en un sector como la de exhibir el medio ambiente como pretexto para reducir los costes de lavandería en la industria hotelera.

La sostenibilidad del turismo es una tarea compartida; de nuestras opciones como viajeros también depende que recorramos el mundo sin matarlo. Crédito: Wikimedia Commons

Lo cierto es que el concepto ya existía antes de Westerveld. Con el despertar del ecologismo moderno en los años 60, muchas compañías comenzaron a enganchar su publicidad a esta nueva tendencia, lo que el publicista Jerry Mander denominó “ecopornografía”. Pero fue el greenwashing de Westerveld el que acabó triunfando. Hoy la industria turística tampoco se libra de las acusaciones de greenwashing, debido a las frecuentes proclamas infundadas o exageradas en un sector donde todo lo “eco” vende.

Javier Yanes

@yanes68 

 

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