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07 septiembre 2021

DDT: de ‘milagroso’ a despertar el ecologismo moderno

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Era tan seguro que hasta se podía comer. En un documental rodado en 1946 como parte de una campaña contra la malaria del Departamento Médico de Kenia —entonces colonia británica—, un entomólogo rociaba un bol de porridge con el insecticida DDT y luego lo devoraba a cucharadas para demostrar a los indígenas que no entrañaba el menor riesgo. Pero los africanos desconfiaban, y hacían bien: utilizado por primera vez en la Segunda Guerra Mundial y después extendido y promocionado hasta la saciedad, el DDT se reveló como una lacra medioambiental gracias a la pionera del ecologismo Rachel Carson, para después descubrirse sus perjuicios a la salud. Hoy el DDT está prohibido en muchos países, pero ni ha dejado de utilizarse ni ha desaparecido. La historia del producto que pasó de milagro a veneno es una enseñanza sobre la necesidad de vigilar el progreso para que no acabe en desastre.

Cuando en 1874 el estudiante de posgrado vienés Othmar Zeidler obtuvo por primera vez en su laboratorio el diclorodifeniltricloroetano, no le dio la menor importancia; fue solo una anotación en su cuaderno, un producto más de las muchas reacciones que ensayaba para su tesis doctoral. Tuvo que transcurrir más de medio siglo hasta que a finales de la década de 1930 el suizo Paul Hermann Müller, trabajando para la química J. R. Geigy, buscaba insecticidas para proteger la lana del ataque de las polillas. Aquel compuesto anteriormente creado por Zeidler, cuyo nombre Müller abrevió como DDT, era de una potencia letal para los insectos, con efectos persistentes hasta en dosis muy pequeñas e incluso después de lavar los recipientes.

Un “inocuo” repelente que valió un Nobel

Cuando aquel producto patentado por Geigy en Suiza en 1940 llegó a EE.UU. tres años después, causó sensación. La fabricación y el despliegue del DDT se convirtieron en un proyecto estratégico para proteger a las tropas aliadas de la malaria y otras enfermedades tropicales durante la 2ª Guerra Mundial. El éxito fue tal que, concluida la contienda, su expansión fue meteórica; no solo como pesticida agrícola, sino también en el mercado de consumo. Los anuncios publicitarios de la época incitaban a utilizarlo literalmente en todas partes, exteriores e interiores, en cada rincón del hogar, e incluso en las mascotas. Con la creencia errónea de que la poliomielitis se transmitía por los insectos, el DDT se pulverizaba por las calles con camiones, incluso sobre niños que comían tranquilamente sus bocadillos de picnic entre la niebla esparcida por los vehículos.

Este abuso se apoyaba en la idea de que el DDT era “el apocalipsis para los insectos”, pero completamente inofensivo para otros animales y para las personas. Por el carácter hidrofóbico del compuesto —insoluble en agua, soluble en grasas—, las terminaciones de las patas de los insectos, repelentes al agua, absorbían el producto a partir de los cristales depositados en las superficies. La sustancia atacaba su sistema nervioso, paralizándolos antes de matarlos. Y así, millones de toneladas se fabricaban y dispersaban sin el menor control ni limitación, mientras en 1948 Müller recibía el premio Nobel de Fisiología o Medicina por su hallazgo, admirado y aplaudido en todo el mundo.

El DDT se creía tan inofensivo que se llegó a arrojar desde aviones para controlar plagas de polillas y otros insectos en los bosques estadounidenses. Crédito: Wikimedia

Sin embargo, pronto saltaron las primeras alarmas. Ya en 1945 la revista Time, que un año antes había elogiado las virtudes del DDT, insinuaba que el insecticida podía ser un arma de doble filo “que daña al mismo tiempo que ayuda”. Tanto misterio se debía a que la ciencia del DDT ya no era secreto militar, pero apenas comenzaba a conocerse. Hasta entonces solo se sabía que, en comparación con anteriores insecticidas basados en el arsénico, no se conocían casos de envenenamiento agudo. Pero el médico del ejército James Stevens Simmons, quien también había ensalzado el insecticida, escribía que los test de seguridad habían sido “algo alarmantes”. Aquellas preocupaciones tempranas por los efectos del DDT concernían tanto a la salud humana como a su acción en la naturaleza. Y mientras los medios empezaban a difundir algunos de estos datos, los fabricantes los acallaban con agresivas campañas.

Rachel Carson y su cruzada medioambiental

El punto de inflexión en la historia del DDT llegó de la mano de una mujer. En 1962 la bióloga marina Rachel Carson, que ya había alcanzado el éxito como escritora de naturaleza con The Sea Around Us y otras obras, publicó Silent Spring. El título aludía a cómo el uso indiscriminado del DDT estaba acallando los cantos de los pájaros. “Rachel Carson escribió sobre las observaciones tempranas de que las aves expuestas al DDT eran incapaces de reproducirse, porque sus huevos se estaban malogrando”, resume a OpenMind la epidemióloga ambiental Julia Brody, directora ejecutiva y científica senior del Silent Spring Institute.

En un sentido más amplio, la primavera silenciosa descrita por Carson era un sombrío vaticinio sobre los perjuicios ambientales del uso masivo del DDT y otros pesticidas: el producto milagroso de Müller es tóxico para aves y peces, además de los insectos, afectando a su comportamiento y a su reproducción, y a través de estas especies pasa a la cadena alimenticia al acumularse en los tejidos grasos. El libro avivó un debate que volvió la opinión pública en contra del DDT, además de dar un empujón fundamental al nacimiento del ecologismo moderno. Pese a todo, la figura de Carson ha sido maltratada por ambos bandos: la industria trató de ridiculizarla y desacreditarla, mientras los defensores de los alimentos orgánicos que ven en ella su modelo olvidan que, como científica, se distanció de estos movimientos en favor de un uso de productos agrícolas que no creasen más problemas de los que solucionaban.

El DDT se creía tan inofensivo que se llegó a arrojar desde aviones para controlar plagas de polillas y otros insectos en los bosques estadounidenses. Crédito: Wikimedia
La bióloga Rachel Carson consiguió despertar la conciencia medioambiental norteamericana y alertar sobre los efectos nocivos del DDT. Imagen: Flickr

Tras el impulso generado por la obra de Carson, en 1970 se creó en EEUU la Environmental Protection Agency, que dos años después prohibió el uso del DDT. “Gracias al trabajo de Carson para prohibir el DDT, en EE.UU. hay más águilas hoy que cuando yo nací”, dice Brody. Al veto se sumaron después otros 33 países, y otros tantos impusieron limitaciones en su uso.

Los daños colaterales y transgeneracionales del DDT

Los efectos nocivos del DDT sobre la salud humana comenzaron a revelarse sobre todo en el presente siglo. Además de considerarse un disruptor endocrino, está incluido en el grupo 2A —“probablemente carcinogénico para humanos”— según la Agencia Internacional de Investigación del Cáncer (IARC) de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Los estudios han mostrado que el riesgo de cáncer de mama se multiplica por cuatro en las mujeres cuyas madres estuvieron expuestas durante la gestación: “Los Child Health and Development Studies, una cohorte multigeneracional que comenzó con mujeres de California que estuvieron embarazadas en los años 50 y 60, ofrece pruebas convincentes de que el DDT aumenta el riesgo de cáncer de mama, además de otros riesgos para la salud”, precisa Brody. Estudios recientes han relacionado la exposición al DDT con los trastornos del autismo, con un aumento de la obesidad y la menstruación temprana en las nietas de las mujeres expuestas, y con la reducción de la fertilidad en las mujeres.

Estos efectos multigeneracionales del DDT pueden venir mediados por modificaciones epigenéticas, que no causan mutaciones en el genoma, pero sí alteraciones químicas del ADN que pueden transmitirse a la descendencia. Esto ha sido observado para el DDT por Michael Skinner, biólogo reproductivo de la Washington State University especializado en tóxicos ambientales. “En el modelo de roedores hemos demostrado cómo la exposición al DDT promueve la herencia epigenética transgeneracional de enfermedades como la obesidad, dolencias testiculares, renales y ováricas”, expone Skinner a OpenMind. En animales se ha comprobado que las marcas epigenéticas se mantienen durante al menos cuatro generaciones, pero Skinner sospecha que pueden ser permanentes, ya que “en plantas, gusanos y moscas, el fenómeno se transmite durante cientos de generaciones”.

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Pese a la euforia inicial y a las campañas a favor de su uso sobre personas, animales y plantas, el DDT resultó provocar daños transgeneracionales. Imagen: Flickr

Pese a todo, aunque la fabricación y el uso del DDT se han reducido —en torno a un 30% de 2001 a 2014—, ni mucho menos esta sustancia ha desaparecido del mapa. “Hoy se usa masivamente en India y en menor grado en África”, señala Skinner. Actualmente se aplica a su propósito original, el control de la malaria. Ha sido una herramienta esencial en el programa global de lucha contra la malaria de la OMS, la cual en 1971 estimó que el DDT había salvado de la malaria a más de 1.000 millones de personas. Hoy la OMS continúa recomendando su uso para la pulverización en interiores, y países como Sudáfrica lo emplean de forma habitual. Incluso se habla de un creciente apoyo a este uso del DDT, al tratarse de un producto barato y asequible para el cual aún faltan alternativas claras, si bien también los mosquitos desarrollan resistencias con el paso del tiempo.

Para agravar el panorama, el DDT está calificado como contaminante orgánico persistente. “Su larga vida media indica que estará en el entorno durante más de 500 años, así que persiste sin eliminarse”, dice Skinner. El experto añade que el insecticida permanece como contaminante primario en sedimentos de lagos y ríos de EEUU, donde fue prohibido hace medio siglo. Y aún es detectable en la sangre de una parte de la población. Desde 2004 el Convenio de Estocolmo regula el uso de los contaminantes orgánicos persistentes, pero permite la aplicación del DDT al control de la malaria. A ello se suman los stocks de DDT aún acumulados en algunos países, junto con los miles de barriles del compuesto que en su día fueron arrojados al mar y que todavía se están descubriendo. “Es crítico detener esto, por el bien de nuestros bisnietos en el futuro”, concluye Skinner.

Javier Yanes

@yanes68

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