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02 noviembre 2021

La desrobotización del pensamiento humano: una respuesta sostenible

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Poco se ha hablado de ellas, de las víctimas mortales, o más bien de los sentimientos o emociones, que han suscitado los fallecidos por COVID-19. El tema “ante el dolor de los demás”, que es como se titula uno de los libros más conocidos de Susan Sontag, ha estado no muy presente en estos años de pandemia, y es una parte también muy importante del ser humano. Además, el sentir ante el dolor de los demás parece haber adquirido en múltiples ocasiones solo relevancia para aquellos que les ha tocado de lleno sufrirlo.

La desrobotización del pensamiento humano: una respuesta sostenible en un conjunto de dos artículos, que tienen como tema central los procesos en los que se sustentan importantes decisiones, que competen a lo más íntimamente humano: la vida, y el dolor ante la pérdida de esta. En este primer artículo, se analizarán y ejemplificarán a través de diferentes relatos lo que puede conducir a este tipo de desastres humanos. El segundo artículo con el mismo título planteará qué tipo de soluciones están emergiendo y en qué consisten. Se expondrán respuestas a este desafío desde la inteligencia artificial y desde la comprensión más profunda de nuestras emociones.

El sentido de buscar razones: un paraíso de contradicciones

Una de las maneras de aproximarse a una temática y hacer que esta misma sea comprensible para el resto es generar o narrar una historia. Ésta puede ser a su vez real o ficticia. La historia de esta pandemia es real, y todos somos partícipes de ella. Todos sin excepción, funcionamos como una especie de actor y espectador al mismo tiempo, y los datos e informaciones, que se están generando o más bien que nosotros mismos estamos aportando, pueden resultar llaves maestras para el diseño de sociedades futuras.

Así, todos los días, las 24 horas, surgen nuevos datos, o medidas que en algunos casos pueden parecer contradictorias si se le prestan la suficiente atención. Es sabido que en los detalles o en las excepciones, se encuentra, y en no raras ocasiones, la información o el dato más pertinente. Así, contamos con señales que limitan el aforo a muchos espacios de la vida pública; líneas pintadas o pegadas en el suelo, que indican el camino que debes seguir para salir y entrar de un edificio con el objetivo de evitar aglomeraciones; carteles informativos, muchos de ellos reflectantes, recuerdan que mantengamos la distancia de seguridad y el uso obligatorio de la mascarilla por nuestra salud y la de los otros. Del otro lado, al coincidir simultáneamente en el tiempo con lo descrito en las líneas anteriores están bares, medios de transportes públicos, restaurantes, centros históricos, paseos marítimos -por citar algunos de ellos-, repletos de personas vacunadas con la pauta completa frente al coronavirus, mezclados con personas sin vacunar, y otras ya inmunizadas por haber pasado la enfermedad. 

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El día a día se ha llenado de datos y señales que nos hacen plenamente conscientes de la pandemia

A esto se le suma que buena parte de los países del mundo hayan decidido tomar caminos diferentes para atajar la pandemia. Y, si algo en un país ha funcionado de manera excelente no parece haber sido motivo suficiente para que esas medidas se implementasen en otras partes del planeta. Algunas personas, las que se sienten como actores en esta etapa histórica se habrán preguntado, e incluso lo seguirán haciendo si las cosas no se podrían haber hecho mejor de otra manera. Otros, los que prefieren ser más espectadores, se agarrarán a lo que simplemente esta ahí, a lo que otros digan sin cuestionarse absolutamente nada. Un virus que ha costado no solo la vida de muchas personas, sino que, si se habla en términos más humanos, el coronavirus se ha llevado en solitario la vida de muchos, que “han muerto literalmente solos”. 

A los años del COVID-19 y sus múltiples variantes, se han unido en los últimos meses lluvias torrenciales, hectáreas de bosques arrasadas por incendios y otros desastres naturales, lo que se traduce también de nuevo en pérdidas humanas. Al cambio climático hay que sumar otro tema de actualidad que tiene que ver de nuevo con la pérdida de vidas, se habla del conflicto afgano, que deja a millones de civiles en búsqueda de un nuevo hogar, pan y trabajo porque alguien ha decidido tomar esta decisión por ellos.

Mientras los medios de comunicación prácticamente de todo el mundo muestran noticias día sí y otro también sobre estas temáticas, la tónica dominante de la población mundial se tambalea claramente entre un estado de enajenación y desesperación, con tintes optimistas porque la vacuna contra el coronavirus nos ha devuelto nuestra anhelada “normalidad”, o ha establecido una “nueva normalidad”. Todo esto a cambio, eso sí, del registro de muchos de nuestros movimientos tanto digitales como analógicos.  

Los sesgos emocionales cuestan vidas

Continuemos con otra historia que aparece en el libro El libro del porqué de Judea Pearl. Este relato también está basado en hechos reales, y lamentablemente corresponde con otro gran drama humano. Lo que interesa de esta historia es, por un lado, hacer hincapié en cómo fue el proceso por el que se llegaron a tomar ciertas decisiones.  Por otro, mostrar cómo ciertos sesgos emocionales costaron la vida de los exploradores, sin que nadie tuviese que asumir responsabilidades por los fallecidos.

Pearl tilda este suceso de ejemplo histórico “realmente espantoso”. Veamos, el relato se basa en un experimento controlado, que se publicó en 1747, en el que un capitán de barco llamado James Lind realizó unas investigaciones sobre el escorbuto. Tras el estudio, Lind llegó a la conclusión, de que una dieta rica en cítricos evitaba que los marineros desarrollasen y muriesen por esta enfermedad. Los datos importantes que se deben recordar son, que el escorbuto fue la causa de muerte de dos millones de marineros entre 1500 y 1800, y que a principios del siglo XIX el escorbuto era una enfermedad relegada al pasado.

No obstante, esta enfermedad volvió a estar presente en la Expedición Británica al Ártico de 1875, en la Expedición Jackson-Harmsworth al Ártico en 1984, pero, sobre todo, fueron las expediciones de Robert Falcon Scott a la Antártida en 1903 y en 1911 respectivamente las que sufrieron las peores consecuencias. ¿Cómo pudo ser entonces que una enfermedad prácticamente erradicada en las diversas expediciones pasadas pudiese haber reemergido de nuevo? Pearl usa en concreto las palabras de “ignorancia y arrogancia” para describir este fallo humano. A continuación, el porqué de estos calificativos.

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El escorbuto volvió a estar presente en la Expedición Británica al Ártico de 1875 y en la Expedición Jackson-Harmsworth al Ártico en 1984

La reemergencia del escorbuto se debió a que en 1900 los principales médicos de Gran Bretaña parecían haber olvidado las lecciones de Lind del siglo pasado. En concreto, el Dr. Reginald Koettlitz y otros, atribuyeron el fallecimiento de los exploradores por escorbuto a la carne contaminada, y en palabras del propio Dr. Koettlitz el beneficio de los antiescorbutos (es decir, los cítricos) era un engaño. De este modo, en su expedición de 1911, Scott por consejo del Dr. Koettlitz se aprovisionó de carne seca pero no de cítricos ni de zumos. La pregunta clave es: ¿Por qué Koettlitz desestimó las investigaciones de James Lind?

Por suerte y ya avanzados en el tiempo, en 1912, un bioquímico polaco llamado Casimir Funk propuso la existencia de micronutrientes a los que denominó “vitaminas”. Y en 1930 Albert Szent-Gyorgyi consiguió aislar el nutriente concreto que evitaba el escorbuto, y que no era un ácido cualquiera sino el ácido ascórbico o la conocida vitamina C. Este descubrimiento le valió a Szent-Gyorgyi en 1937 un Premio Nobel. Szent-Gyorgyi hizo lo que Manuel Vicent dice en este proverbio: “el que busca la verdad corre el riesgo de encontrarla”.

Y es que encontrar “los ingredientes necesarios” para mejorar tanto los procesos como la toma de decisiones, y que estas estén en consonancia a su vez con los valores de nuestras sociedades, en un mundo hipercontectado y digitalizado a escala planetaria, exige de herramientas novedosas. Introducir sistemas de inteligencia artificial para que apoyen a los humanos en su toma de decisiones, junto con mejorar nuestra comprensión sobre qué tipo de emoción entra en juego y hacer que nos decantemos por una opción y nos desentendamos del resto pueden ser dos de ellas. Ahora bien, ¿cómo se llama este subcampo de la IA y como aprenderán estos sistemas inteligentes de ética y moral? ¿Qué emociones humanas son las responsables de poder cambiar ciertos modelos mentales y patrones de conducta? De las fichas de este rompecabezas se encargará el próximo artículo.

Continuará….

Rosae Martín Peña

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