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07 octubre 2022

Alterar el clima para frenar el calentamiento: ¿es una buena idea?

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Aunque pueda parecernos que alterar el clima por medio de la tecnología es una idea enormemente novedosa, en realidad lleva tanto tiempo entre nosotros que incluso ya en el siglo XIX Julio Verne le dedicó un libro; si bien la moraleja era desfavorable a aquel plan que quedaba frustrado. De hecho, trastear con la meteorología ha sido el objetivo de un número de villanos de la ficción, incluyendo la inevitable parodia en Los Simpson con la pretensión del malvado señor Burns de bloquear el sol

Todo lo cual sugiere que la geoingeniería o ingeniería climática —la intervención intencionada y a gran escala en los sistemas naturales del planeta a fin de contrarrestar el cambio climático— no goza de muy buena prensa. Y sin embargo, a grandes males, grandes remedios: ante la gravedad de la actual emergencia climática, hoy no pocos científicos están planteando o incluso experimentando a pequeña escala con diversas propuestas en esta línea.

Hay dos tipos de intervención: las destinadas a regular la radiación solar que llega a la Tierra y las que tienen como objeto secuestrar el dióxido de carbono atmosférico (CO2), que es el principal agente del efecto invernadero. Pero como ya nos ha advertido la ficción, cada una de estas propuestas podría alterar unos delicados equilibrios naturales con consecuencias no siempre beneficiosas o ni siquiera previsibles. Por ello conviene analizar su viabilidad, sus pros y sus contras, antes de aplicar cualquiera de ellas en la práctica.

Aerosoles estratosféricos

Una idea es inyectar grandes cantidades de partículas en suspensión en la estratosfera, reflejando y dispersando parte de la radiación solar incidente. Entre los posibles materiales de estas partículas se barajan opciones como aerosoles de sulfato, microgotas de agua de mar, alúmina y polvo de diamante o carbonato cálcico. 

Los aerosoles de sulfato tienen la ventaja de que replicarían lo que sucede en las grandes erupciones volcánicas que expulsan cantidades masivas de esas partículas, lo que provoca un significativo descenso de la temperatura en los meses siguientes al evento. El ejemplo histórico más célebre de este fenómeno natural ocurrió con la erupción del volcán Tambora en Indonesia que causó el llamado “año sin verano” de 1816.

Diagrama del proyecto SPICE, que investiga la viabilidad de liberar pequeñas partículas en la estratosfera, para reducir la radiación solar. Crédito: Hughhunt

A favor de esta alternativa juega que hay información y datos tanto sobre su mecanismo de actuación como sobre los efectos resultantes gracias al estudio de eventos volcánicos del pasado. Además se trata de una actuación reversible a medio plazo, dado que la permanencia de estos aerosoles es de aproximadamente un año. El principal inconveniente es que estas partículas pueden alterar los patrones globales de lluvias y convertirse en la estratosfera en ácido sulfúrico, que ataca la capa de ozono.

Para evitar estos efectos negativos, la Universidad de Harvard mantiene un proyecto que sustituye los sulfatos por carbonato cálcico, un material inerte. El Experimento de Perturbación Estratosférica Controlada (SCoPEx) pretende utilizar globos para dispersar estos aerosoles a pequeña escala como prueba de concepto, en un área del cielo de 100×1.000 metros. Sin embargo, las dudas sobre sus posibles efectos colaterales llevan años retrasando las pruebas, que se enfrentan al rechazo de algunos colectivos y expertos.

Reflectores solares

La idea del señor Burns también tiene su parangón real: un escudo de reflectores o espejos espaciales que bloqueen parte de la radiación solar antes de que alcance el planeta sería otra posibilidad para frenar el calentamiento. De hecho, la propuesta fue lanzada por primera vez en 1989 por James Early, del Lawrence Livermore National Laboratory. Generalmente el concepto contempla situar el o los artefactos —billones de pequeños discos, en uno de los proyectos— en el punto lagrangiano 1 (L1), uno de los cinco puntos de equilibrio estable del sistema gravitatorio que forman el Sol y la Tierra. Tanto la idea de este emplazamiento como la del escudo solar tienen precedentes en las sondas espaciales. Por ejemplo, el telescopio espacial James Webb está situado en el punto L2 y cuenta con un escudo para resguardarse de la radiación solar, terrestre y lunar.

BBVA-OpenMind-Barral-Yanes- geoingenieria clima_1 Un escudo de espejos espaciales como los del James Webb, que bloqueen parte de la radiación solar antes de alcanzar el planeta podría frenar el calentamiento. Crédito: JWST
Un escudo de espejos espaciales como los del James Webb, que bloqueen parte de la radiación solar antes de alcanzar el planeta podría frenar el calentamiento. Crédito: JWST

La gran ventaja de esta futurista propuesta es que sería reversible y regulable de forma inmediata, ya que el despliegue y la disposición del escudo se controlarían desde la Tierra. El principal inconveniente atañe a los costes y el desarrollo de la tecnología, pero además existen serias incertidumbres sobre cómo esta alteración de la luz solar podría afectar a los ciclos biológicos de los seres vivos. Pese a todo, en este caso ni siquiera hay una oposición pública al considerarse que las posibilidades de hacerse realidad son escasas, aunque existe incluso una fundación dedicada a impulsar un proyecto

Incremento del albedo

El albedo es el porcentaje de radiación luminosa incidente en un cuerpo o superficie que se refleja. Un objeto completamente negro tendría un albedo de cero, mientras que en otro blanco sería de 1, o el 100%. La atmósfera terrestre tiene un albedo medio del 30-35% debido a las nubes, aunque varía mucho en cada región. Ciertas propuestas de geoingeniería climática sugieren aumentar la capacidad de reflexión de las nubes y de la superficie terrestre a fin de que una mayor parte de la radiación solar sea devuelta al espacio en lugar de absorbida, lo que reduciría el calentamiento.

Las nubes tienen un mayor albedo cuanto mayor es la densidad de gotitas de agua en suspensión, por lo que se trataría de aumentar dicha densidad; una idea es aplicar potentes chorros de aire en la superficie del océano para que las gotitas así generadas se incorporen a la base de las nubes, o bien dispersar agua marina en el aire mediante cañones similares a los que se emplean para fabricar nieve artificial. En Australia se ha puesto en marcha un proyecto de este tipo para proteger la Gran Barrera de Coral, un ecosistema extremadamente sensible al calentamiento de las aguas. En general, la idea guarda relación con la siembra de nubes que se utiliza en diversas regiones del mundo con el propósito de regular las precipitaciones.

BBVA-OpenMind-Barral-Yanes- geoingenieria clima_2 En Australia se ha iniciado un proyecto de este tipo para proteger la Gran Barrera de Coral, extremadamente sensible al calentamiento de las aguas. Crédito: Southern Cross University
En Australia se ha iniciado un proyecto de este tipo para proteger la Gran Barrera de Coral, extremadamente sensible al calentamiento de las aguas. Crédito: Southern Cross University

Pero no está claro si esta actuación sería eficaz. Por otro lado, se trataría de una intervención cortoplacista, para lo bueno (efectos adversos, inmediatez de los resultados) y para lo malo (coste, mantenimiento), ya que el efecto dura apenas unos días antes de que la dinámica de las nubes provoque las lluvias.

Otras propuestas para aumentar la reflexión terrestre pasan por cubrir zonas desérticas con algún material reflectante, reemplazar cultivos por otros con un mayor albedo natural y pintar tejados de edificios y carreteras con pinturas reflectantes. La mayor ventaja, además de su coste relativamente asequible, es que sería reversible y también regulable. El mayor inconveniente es que solo un mínimo porcentaje de la superficie terrestre son desiertos, poblaciones o cultivos.

Secuestrar del CO2 del aire

Una de las propuestas para la retirada y almacenamiento subterráneo del dióxido de carbono implicaría la instalación de enormes torres o aparatos que filtren el aire y atrapen el CO2 en algún tipo de resinas o material absorbente. Una vez capturado el gas se comprimiría a altas presiones para posteriormente enterrarlo en depósitos geológicos a gran profundidad.

Esquema que muestra el secuestro terrestre y geológico de las emisiones de dióxido de carbono. Crédito: LeJean Hardin, Jamie Payne

Existen numerosas propuestas de captura y almacenamiento de carbono, incluyendo plantas piloto en varios países que ya están probando estas tecnologías. En contra de esta alternativa juega que este tipo de tecnología está muy inmadura. Además, el coste energético del proceso puede requerir un consumo de combustibles fósiles que produzca más CO2 del que se retira. Y sobre todo está la cuestión de si esto es una solución o, por el contrario, es enterrar una bomba de relojería que podría estallar en cualquier momento. El riesgo es que en algún momento estos depósitos puedan colapsar o presentar fugas por movimientos sísmicos, grietas, sobrepresión o actividad volcánica, y que liberen todo ese gas a la atmósfera de golpe, provocando un súbito y brutal incremento del efecto invernadero. Por todo ello, existen fuertes discrepancias entre los expertos con respecto a la viabilidad de estas soluciones.

Incremento de la precipitación

Esta técnica no se refiere a las lluvias, sino a la deposición de partículas minerales desde la atmósfera. Este proceso ocurre de forma natural cuando diminutas partículas de los silicatos que conforman en gran medida la corteza terrestre son arrastradas por los vientos a la atmósfera, donde reaccionan con el CO2 para formar carbonatos que precipitan sobre tierra o bien en los océanos. Los carbonatos forman parte de los seres vivos, que al morir sedimentan en los lechos marinos y aportan estos minerales a la corteza terrestre. En el interior de la Tierra los procesos magmáticos transforman estos carbonatos de nuevo en silicatos, liberando el carbono en forma de CO2 que los volcanes expulsan a la atmósfera. Este ciclo geológico de carbonatos y silicatos es un regulador maestro del clima terrestre, y su equilibrio ha sido en gran medida el responsable de que el nuestro haya sido un planeta habitable durante miles de millones de años.

BBVA-OpenMind-Barral-Yanes- geoingenieria clima_3 El incremento de la precipitación mineral requeriría una minería a gran escala, y la minera es una de las industrias más contaminantes. Crédito: Dion Beetson
El incremento de la precipitación mineral requeriría una minería a gran escala, y la minera es una de las industrias más contaminantes. Crédito: Dion Beetson

Los científicos plantean la posibilidad de forzar el ciclo de forma artificial, aumentando la reacción entre silicatos y CO2 para retirar este gas de la atmósfera. Así, se trataría de extraer grandes cantidades de silicatos, como el basalto, pulverizarlo y esparcirlo, por ejemplo en las tierras de cultivo. Un estudio calculó que hacerlo sobre todos los campos agrícolas en China, India, EEUU y Brasil eliminaría más de 2.000 millones de toneladas de CO2 cada año.

La gran ventaja de este método es que el mecanismo y la reacción que lo gobierna son conocidos y reproducibles con una tecnología simple y asequible. En contra, que requeriría una minería a gran escala, y la minera es una de las industrias más contaminantes. Además, se desconoce cómo afectaría a largo plazo esta entrada masiva de carbonatos a la composición y condiciones de los océanos, y por ende a los ecosistemas marinos.

Fertilización oceánica

La mitad de la fotosíntesis terrestre —un proceso natural que consume CO2 de la atmósfera para producir oxígeno— tiene lugar en los océanos mediante el fitoplancton y las algas. Muchas regiones marinas son deficientes en ciertos nutrientes, lo que limita el crecimiento del fitoplancton. Por ello, en los años 80 se propuso por primera vez la posibilidad de fertilizar los océanos con nutrientes como el hierro para favorecer el crecimiento de estos organismos y favorecer así la retirada de CO2 atmosférico.

Florecimiento de fitoplancton en el océano Atlántico Sur, frente a las costas argentinas. Crédito: NASA

Hasta ahora se han llevado a cabo 13 experimentos de fertilización oceánica. Aunque los resultados no han sido desfavorables, tampoco han sido lo suficientemente convincentes como para que la comunidad científica abrace esta opción. A los resultados cuestionables se unen posibles daños colaterales, como un excesivo crecimiento de algas nocivas para los ecosistemas, las llamadas mareas rojas. Este es uno de los efectos previsibles, pero actuar sobre un ecosistema tan sumamente complejo y a la vez tan sensible como el oceánico sin las debidas garantías podría tener otras consecuencias dañinas.

En conclusión, la ingeniería climática no es ajena a la controversia. Un temor muy extendido es que aprobar este tipo de intervenciones podría distraer de otros deberes imprescindibles, como reducir las emisiones de gases de efecto invernadero debidas a la quema de combustibles fósiles. Además, nuestro conocimiento de los complejos mecanismos, sistemas y ciclos que regulan el clima del planeta es demasiado limitado como para poder predecir las consecuencias a largo plazo de estas intervenciones a gran escala. En definitiva, la geoingeniería continúa siendo un campo a explorar, pero de las pruebas de concepto a los proyectos prácticos aún media un abismo que por el momento parece infranqueable, y que no estamos seguros de si alguna vez será prudente franquear.

Por Miguel Barral para Ventana al Conocimiento

@migbarral

Nota del editor: artículo actualizado el 7 de octubre por Javier Yanes

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