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21 abril 2016

1816, el año sin verano

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“Hemos tenido el año más extraordinario de sequía y frío jamás conocido en la historia de Estados Unidos”, escribía a su amigo Albert Gallatin el expresidente estadounidense Thomas Jefferson, que por aquel septiembre de 1816 vivía retirado en su granja de Virginia. En Europa, Lord Byron se pronunciaba en tono más lírico en su poema Darkness: “Tuve un sueño, que no era del todo un sueño. El brillante sol se había extinguido, y las estrellas erraban apagándose en el espacio eterno, sin rayos ni rumbo, y la tierra helada se balanceaba ciega y oscurecida en el aire sin luna”. Mientras, el paisajista británico William Turner pintaba raros cielos de ocaso envueltos en un velo traslúcido.

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“Canal de Chichester”, óleo sobre lienzo. Autor: J.M.W. Turner

Las crónicas cuentan que aquel verano de hace 200 años nevó y heló en zonas de Europa y Norteamérica. Las cosechas se arruinaron, lo que desencadenó la peor hambruna del siglo XIX. Un medallón de la época grabado en Alemania rezaba: “Grande es la aflicción, oh Señor, ten piedad”. Aquel 1816 se conoció como “el año sin verano”, una anomalía climática que afectó al hemisferio norte, cuyas causas entonces eran oscuras y cuyas consecuencias fueron insospechadas: la escasez de avena para alimentar a los caballos inspiró al alemán Karl Drais para crear su Laufmaschine o velocípedo, la primera bicicleta.

El poema apocalíptico de Byron fue una de las obras literarias nacidas de aquel verano inusualmente frío. Reunidos en una villa junto al lago Lemán (Suiza), el autor romántico y sus invitados entretuvieron su forzada reclusión escribiendo historias de terror. Mary Wollstonecraft Godwin, por entonces aún novia del poeta Percy Bysshe Shelley, comenzó a dar forma a su inmortal Frankenstein o el moderno Prometeo. El médico personal de Byron, John William Polidori, concebiría su obra El vampiro.

Pero los efectos de aquella ola glacial fueron globales y duraderos, según relata el profesor de inglés de la Universidad de Illinois (EEUU) Gillen D’Arcy Wood en su libro Tambora: The Eruption that Changed the World (Princeton University Press, 2014). Wood expone a OpenMind que el tifus se cebó especialmente con países como Irlanda e Italia, y que la mortalidad a gran escala en Europa provocó migraciones masivas hacia Rusia y América. “A largo plazo, los gobiernos europeos comenzaron a desarrollar políticas de protección del comercio, bienestar social y ayuda humanitaria”, precisa.

Las consecuencias no se limitaron a Europa: en el sureste de Asia el desastre económico condujo al renacimiento de la esclavitud. Las lluvias torrenciales en India propiciaron el brote de una epidemia de cólera que se extendió por el mundo, matando a decenas de millones. La hambruna en Yunán, en el suroeste de China, forzó a los agricultores a cambiar el cultivo del arroz por el del más rentable opio. “Para mediados de siglo, Yunán era la mayor región productora de opio del mundo; fue el comienzo de lo que conocemos como el Triángulo de Oro”, señala Wood.

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Anomalía de la temperatura de verano (° C) en 1816 con respecto a 1971-2000. Fuente: NOAA

En Norteamérica, el año sin verano contribuyó a dar forma a los actuales Estados Unidos: “la gran demanda de grano de la frontera del noroeste llevó a la especulación de tierras, a la retirada de los indios y al rápido asentamiento de estados como Indiana, Illinois y Kentucky”, detalla Wood. Cuando aquel boom económico declinó y los precios volvieron a la normalidad, sobrevino el llamado Pánico de 1819, la primera depresión en la historia del país cuyos efectos se prolongaron hasta 1820, incluyendo el parón de la expansión hacia el oeste.

Las causas de todo aquel desastre no empezaron a esclarecerse hasta un siglo después. A principios del siglo XX comenzó a estudiarse el impacto de las erupciones volcánicas sobre el clima. Analizando los registros históricos, el físico atmosférico estadounidense William Jackson Humphreys vinculó los fenómenos del año sin verano con la violenta erupción del volcán Tambora en la isla indonesia de Sumbawa, iniciada en abril de 1815. La hipótesis especulativa de Humphreys fue ratificada en 1979 por el oceanógrafo Henry Stommel y su esposa Elizabeth en su artículo “El año sin verano”, publicado en la revista Scientific American.

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Sello conmemorativo del bicentenario de la gran erupción del Tambora. Crédito: Servicio Postal

La huella del largo alcance de las emanaciones del Tambora se ha revelado en el alto contenido de azufre en muestras de hielos polares de la época, según explica a OpenMind desde un buque de investigación en el mar de Weddell (Antártida) el paleoclimatólogo del British Antarctic Survey Robert Mulvaney. “Las erupciones muy grandes, como la de Tambora, pueden elevar material hasta la estratosfera”, resume Mulvaney. “Allí el dióxido de azufre se oxida a ácido sulfúrico, que se queda retenido en gotitas minúsculas de agua para formar una neblina que refleja la luz del sol, causando que llegue menos luz a través de la atmósfera, lo que enfría la tierra”. Este ácido sulfúrico circula por la estratosfera, detectándose después en los testigos de hielo. Con ello, los científicos pueden estimar el volumen de emisiones de una erupción.

Pero aunque hoy se ha extendido la idea de que fue el Tambora la causa del año sin verano, esto es sólo una verdad a medias. Lo cierto es que el enfriamiento ya había comenzado antes de la erupción, entre 1809 y 1810. A finales del siglo XVIII se inició un período de baja actividad solar llamado Mínimo de Dalton, que se prolongaría hasta 1830 y que redujo las temperaturas globales. Y la historia tampoco acaba aquí; en los testigos de hielo, los científicos encontraron la pistola humeante de otra fuerte erupción, acaecida en 1808 o 1809 y que debió de contribuir al enfriamiento antes de Tambora. Y de la cual no se sabía absolutamente nada.

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Contenido de sulfato en muestras de hielo polar. Los picos están conectados con grandes erupciones volcánicas. Crédito: Robert Mulvaney

Hasta que en 2014, un equipo de geólogos, vulcanólogos e historiadores de la Universidad de Bristol (Reino Unido) logró desenterrar dos relatos históricos escritos respectivamente por el científico colombiano Francisco José de Caldas y el peruano José Hipólito Unanue. Ambos describían anomalías atmosféricas típicamente asociadas a erupciones volcánicas, lo que permitió a los investigadores sugerir una fecha: el 4 de diciembre de 1808, semana más o menos.

Dónde ocurrió, aún es un misterio. Según apunta el primer firmante del trabajo, el español Álvaro Guevara-Murúa, “la erupción debió de producirse en los trópicos”, pero “la localización puede ser lejana”; como ejemplo, en 1883 los signos atmosféricos de la erupción del Krakatoa tardaron seis días en llegar a Colombia. En algún lugar del mundo, tal vez en una isla remota, quizá bajo el mar, un volcán parcialmente responsable del año sin verano aún aguarda a ser descubierto.

Javier Yanes para Ventana al Conocimiento

@yanes68

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