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20 septiembre 2019

Así extiende la neurotecnología los límites del cerebro

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A la humanidad le gusta presumir de haber delegado mucho trabajo en las máquinas que ha creado. Pero los aparatos solo pueden relevar a sus dueños de las tareas más específicas. Ninguno es capaz de competir con la versatilidad del cerebro, un pedazo de carne plegada del que emanan el movimiento, el amor, el habla, el dolor de un golpe o de una pérdida y hasta la duda sobre nuestro lugar en el universo. Mientras algunos tecnólogos tratan de emular habilidades concretas de este órgano con inteligencia artificial, otros se han lanzado a mejorarlo, moldeando su estructura y funcionamiento o extendiendo su capacidad de actuación más allá del cuerpo que lo encierra.

Para afrontar estos retos, la neurotecnología pone riendas al cerebro; el primer requisito es saber dónde ponerlas. “Necesitamos un conocimiento bastante profundo de la neurofisiología que ocurre debajo del cráneo”, explica Javier Mínguez, ingeniero de la Universidad de Zaragoza e inventor de una de las primeras sillas de ruedas controladas por la mente. Las neuronas envían mensajes casi instantáneos por todo el cuerpo mediante acciones de potencial, impulsos eléctricos que recorren la superficie de las células. Estos telegramas se coordinan en el sistema nervioso central y gracias a técnicas de imagen médica es posible ver qué regiones se activan en el transcurso de una actividad concreta, como andar. Así supieron los cirujanos, por ejemplo, dónde implantar electrodos al suizo tetrapléjico David Mzee, que en 2018 volvió a caminar (asistido) tras ocho años de discapacidad, gracias a la estimulación eléctrica de su médula espinal.

Montaje de David Mzee caminando tras su implante de médula espinal. Crédito: Jamani Caillet/EPFL

Con ‘milagros’ como este, la neurotecnología se ha ganado un lugar de respeto y credibilidad en la ciencia contemporánea. El investigador británico de cibernética Kevin Warwick, de la Universidad de Coventry, ha llegado a usar implantes del sistema nervioso para contrarrestar síntomas del Párkinson e incluso para demostrar una forma rudimentaria de comunicación telepática entre dos personas. Pero muchas aplicaciones no llegarán a las masas si requieren acceso quirúrgico a los cerebros de los usuarios. El presente, más atractivo y asequible, de la mejora cerebral está en las interfaces cerebro-máquina no invasivas. Estos dispositivos registran ondas cerebrales en la superficie del cráneo y las traducen en comandos mentales dirigidos a algún aparato fuera del cuerpo. Así logró Javier Mínguez crear en 2009 la silla de ruedas que se controla con la mente.

Control mental no invasivo

El usuario de la silla lleva en la cabeza un sensor de electroencefalografía con forma de gorro, idéntico a los que utilizan los médicos para diagnosticar epilepsias, trastornos del sueño y comas. El aparato mide fluctuaciones de voltaje producidas por impulsos eléctricos sincronizados bajo el cráneo. Estas ondas cerebrales tienen orígenes y frecuencias que se asocian con actividades concretas. La máquina aprende a distinguir los patrones y así, cuando el usuario concentra su atención en moverse hacia adelante, la silla obedece.

Para el humano, la acción es intuitiva. “Debe ser la máquina la que se entrene para interpretar las señales del cerebro”, explica Mínguez, quien fundó en 2010 la empresa de neurotecnología BitBrain. Esa idea ya la expresó Mark Weiser, tecnólogo jefe de Xerox PARC en California, durante la década de 1990: “Cuanto más puedas hacer por intuición, más listo eres. El ordenador debe ampliar el inconsciente. La tecnología debe crear la calma”. Esto solo se puede lograr calibrando la interfaz cerebro-máquina antes de cada uso. No hay dos cerebros iguales, por lo que el ordenador debe familiarizarse con el patrón mental y el estado anímico de cada usuario.

Un gorro con sensores de electroencefalografía. Fuente: Pixabay

Este nivel de personalización despierta una duda: ¿El sensor cerebral invade la privacidad? Todavía no, asegura Pablo Ortega, un experto en neurotecnología del Imperial College de Londres. “Actualmente, un electroencefalograma dice muchas menos cosas de las que revela el propio usuario a través de conversaciones con el asistente de voz de su móvil, o con sus clicks en Facebook”, explica. Pero con el ritmo que lleva la disciplina, el día de mañana las mismas ondas podrían contar secretos más profundos.

Inteligencia artificial para entender nuestro pensamiento

En el Centro de Excelencia en Neurotecnología de Imperial College, donde trabaja Ortega, diseñan brazos robóticos que se controlan con la mente. “Utilizamos una inteligencia artificial que aprende qué áreas del cerebro se activan cuando una persona quiere producir fuerza con cada mano”, explica el ingeniero. Al conectar uno o dos brazos prostéticos a una interfaz cerebro-máquina, el algoritmo sabe cuándo activar cada prótesis en respuesta a los pensamientos del usuario, sin que los investigadores hayan tenido que definir las ondas cerebrales relevantes.

Alcanzada esta madurez de la tecnología, las aplicaciones no se circunscriben al ámbito médico. “Una vez que la máquina es capaz de decodificar distintos comandos mentales, éstos se pueden utilizar para cualquier cosa”, afirma Ortega. De hecho, tan solo unos meses después de debutar su silla de ruedas, el pionero Javier Mínguez logró otro hito de la neurotecnología: controlar un robot de telepresencia con la mente. Tan solo tuvo que redirigir las ondas cerebrales del sensor que empleaba la silla de ruedas, y enviarlas en tiempo real por Internet al robot, que se encontraba en otra ciudad.

Un sensor de electroencefalografía. Crédito: Alain Herzog/EPFL

Ahora existen interfaces craneales para controlar sistemas operativos e incluso para escribir en un ordenador con texto predictivo. “El embudo tecnológico está en sacar todas las letras del abecedario a partir de las señales del electroencefalograma”, apunta Ortega. Esto es porque, a pesar de sus virtudes, las técnicas no invasivas todavía tienen límites de sensibilidad. La empresa BitBrain ya produce sensores modernos con forma de diadema que descansan elegantemente sobre el cráneo (ya abandonaron los gorros de ducha con electrodos pegados al cuero cabelludo por medio de geles), pero estos aparatos siguen sin alcanzar la resolución de un implante cerebral. Dice Mínguez que “detectan la suma de miles de células debajo de la superficie”.

Debajo del cráneo “hay universos de diferencia”, asegura Ortega. Él lo explica así: “Imagina que estás en lo alto de la Torre Eiffel, en París, tratando de escuchar a 30.000 personas que están en la base contándote su vida”. Así es la lectura de un electroencefalograma. “No es lo mismo que estar al pie de la torre entrevistando a cada una”, lo que equivaldría a la resolución de un implante quirúrgico. A pesar de esta falta de sensibilidad, la tecnología avanza a zancadas, con nuevas aplicaciones en rehabilitación y mejora cognitiva, en control remoto de drones, en neuromárketing e incluso en conducción asistida. Este último modelo, impulsado por la empresa japonesa Nissan, verá cómo sus vehículos, en un futuro próximo, se anticipen a las decisiones de los conductores, ya que las ondas cerebrales delatan acciones inminentes —por ejemplo, un frenazo— fracciones de segundo antes de su ejecución. Todo esto ya existe; solo falta democratizar la distribución de los equipos para sacar la neurotecnología del laboratorio.

Bruno Martín

@TurbanMinor

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