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Artículo del libro Hay futuro: visiones para un mundo mejor

El futuro de la cooperación mundial: ¿qué falta?,¿qué puede tener éxito?

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A comienzos del siglo XXI, el mundo se enfrenta a una especie de paradoja cooperativa. Popularmente se cree que la cooperación es algo en lo que se involucran actores individuales y colectivos que persiguen objetivos comunes, mientras que los actores que tienen diferentes visiones del mundo y persiguen objetivos contradictorios están poco dispuestos a cooperar. Sin embargo, hasta el año 1990, durante el conflicto Este-Oeste, dos bloques opuestos estuvieron enfrentados y pese a todo hubo cooperación entre ellos. Por lo que respecta a su dotación militar, ambos estaban armados hasta los dientes; ideológicamente, eran dos mundos aparte; y socioeconómicamente, el desarrollo de la sociedad en el capitalismo era incompatible con el desarrollo de la misma en el comunismo. Pero los dos bloques de poder estaban unidos por un objetivo común: el de evitar que la guerra fría se convirtiera en un conflicto nuclear, lo que hubiera causado una autodestrucción colectiva.

Así pues, la intensidad del antagonismo no impidió la coexistencia pacífica bajo la bandera de la disuasión mutua. Era evidente que, en este juego, las dos partes estaban en el mismo barco y que ninguna podía eliminar a la otra sin correr el riesgo de hundirse con ella. Durante la crisis de los misiles en Cuba, en 1962, se pudo apreciar lo cerca que el mundo había estado del abismo. En el sudeste de Asia, América Central y Oriente Medio, la tensión se alivió a través de guerras subsidiarias, que de nuevo no llegaron a desembocar en una conflagración mundial. Desde finales de la década de 1950 dominó la política de distensión, sin que se abandonaran los modelos capitalista y comunista.

Hoy prevalece la paradoja inversa. El mundo, que mientras tanto se ha vuelto multipolar y ha sido cuna de nuevas potencias, está esencialmente de acuerdo (si damos crédito a las proclamas de las cumbres del G8 y el G20 o a las negociaciones de la ONU) en objetivos tan generales como el crecimiento ecológico, el comercio justo, la limitación del cambio climático y la extinción de las especies, la reforma de los mercados financieros y la erradicación de la pobreza y el hambre. Algunos analistas contemporáneos, como Francis Fukuyama, han revitalizado por tanto la retórica de Hegel sobre el “fin de la historia”.

Desgraciadamente, a pesar de la convergencia normativa e ideológica, todavía no disponemos de los instrumentos, las instituciones y los actores necesarios para hacer que el consenso se convierta en realidad. Un ejemplo de ello es la “barrera de seguridad de dos grados”, la intención de la comunidad internacional, respaldada por casi todos los países del mundo, de limitar el calentamiento global causado por el hombre a dos grados (en comparación con el nivel preindustrial). Sin embargo, debido a la falta de acuerdos vinculantes a nivel global el mundo se dirige, de hecho, a un calentamiento de bastante más de dos grados y, por lo tanto, a puntos de inflexión peligrosos que amenazan la existencia de la humanidad exactamente del mismo modo en que lo haría un enfrentamiento con armas nucleares (que, por otra parte, todavía está dentro de los límites de lo posible).

¿Por qué? ¿Existen diferencias insalvables de intereses?, ¿aprecia y juzga la gente la situación en el mundo de manera diferente?, ¿persigue valores diferentes? Según el dilema del prisionero, que se explica con frecuencia en la teoría de juegos, incluso los jugadores que tienen oportunidad de cooperar entre ellos y alcanzar así juntos la victoria se traicionarán entre sí si desconocen la opción del otro jugador y, por lo tanto, desconfían el uno del otro.

Otros analistas de nuestros días ven en las diferencias culturales las principales causas del rechazo a la cooperación, más que en una política de maximización de beneficios con poca visión de futuro. Que la “cultura” sea un obstáculo para la cooperación o un acelerador de la misma depende, en particular, precisamente de lo que se entienda por este término. Los que consideran que se trata de una sustancia indisoluble y trasplantada con dificultad tenderán a asumir (como el eminentemente político científico, Samuel P. Huntington) que hay un choque de culturas. Si, por el contrario, las diferencias culturales (no solo entre grupos étnicos y religiosos, sino también entre sexos, generaciones, estamentos superiores e inferiores, ricos y pobres, mentalidades y ambientes diferentes) se consideran la norma para las relaciones en la sociedad moderna, se harán esfuerzos para crear condiciones bajo las cuales estos mundos diferentes puedan cumplir los objetivos compartidos de la mejor manera posible. Es fácil sentirse frustrado al observar (más de veinte años después del caso Rushdie) la facilidad con que determinados agentes provocadores en ambos bandos pueden encender los ánimos en todo el mundo. El caso más reciente, el de los productores de un estúpido vídeo antimusulmán en los Estados Unidos y la agitación de la multitud por parte de fanáticos en nombre de la religión.

Es sorprendente lo poco que se sabe todavía acerca de la “cultura” como factor en la sociedad mundial. La investigación se centra principalmente en la cooperación en pequeños grupos que quieren alcanzar objetivos compartidos, donde las principales presunciones son la búsqueda del bien común o comunidad de intereses (utilitatis communio) y un fondo cultural común. Cuando, inesperadamente, no se produce cooperación, se tiene en cuenta lo que queda (la cultura), en primera instancia para explicar el fracaso y, posiblemente, para superarlo o evitarlo. Sigue siendo un misterio cómo funciona la cooperación en grandes grupos, en grandes organizaciones internacionales o incluso entre las sociedades que se diferencian culturalmente de una manera u otra (lo que, como se ha mencionado anteriormente, es la norma).

Como ciudadanos y estudiosos interesados, nuestro objetivo es llegar a entender lo que es, por su propia naturaleza, una cuestión interdisciplinaria y hacerlo empíricamente y usando como referencia la teoría básica. ¿Cómo, por ejemplo, actúan los equipos interculturales en tripulaciones aéreas, equipos de emergencias, personal de hospitales, cuerpos de policía y centros cívicos a medida que tanto ellos mismos como sus clientes presentan cada vez mayor variedad lingüística y cultural? ¿Es la Asamblea General de la ONU un escenario diplomático para la culturalmente ciega política de poder o, en sentido figurado, un teatro de las culturas del mundo? ¿Existen los valores asiáticos?, ¿entran en conflicto con los valores cristianos occidentales, cualesquiera que sean? En otras palabras, ¿son las culturas desconocidas una fuente de enriquecimiento? ¿o se enfrentan como el perro y el gato? Más aún, ¿quién quiere verlo de esta manera y quién asume precisamente lo contrario, una inclinación humana a la empatía? ¿Resulta de ayuda haber viajado al extranjero? ¿o más bien tiende a alimentar los prejuicios? ¿Cómo ayuda el trabajo altruista y la solidaridad mundial en caso de epidemias, hambre y acciones filantrópicas? En nuestra vida diaria multicultural todos hacemos ciertas observaciones, pero la ambivalencia del factor cultural es incalculable.

En lugar de estancarnos en su efecto reparador o destructivo desde el principio, por tanto, debemos considerar la cultura de la cooperación en sí. Después de todo, las relaciones de cooperación no se basan exclusiva o principalmente en intereses coincidentes, represalias, expectativas compartidas de beneficios y obligaciones mutuas del homo oeconomicus. La cooperación es también, y sobre todo, un signo característico del “inútil” juego de los niños; un conjunto musical no improvisa (únicamente) porque quiera vender un disco; los bailarines de un cuerpo de baile trabajan juntos por el simple placer de hacerlo, y un coro canta en gran parte porque a sus miembros les apetece hacerlo. O fijémonos en un festival, con sus ricas presentaciones y actuaciones, donde la infraestructura organizativa está siempre coronada por la inmensa alegría de los actores e intérpretes en el sentido más estricto.

Es sorprendente lo poco que se sabe todavía acerca de la “cultura” como factor en la sociedad mundial. La investigación se centra principalmente en la cooperación en pequeños grupos que quieren alcanzar objetivos compartidos, donde las principales presunciones son la búsqueda del bien común o comunidad de intereses (utilitatis communio) y un fondo cultural común.

Estos pequeños ejemplos demuestran el valor intrínseco de la cooperación como tal, un valor que se basa en la empatía y emerge de sí mismo. El intercambio de regalos, que engendra obligaciones mutuas pero que también puede incluir corrupción “irracional”, es un concepto que ha emigrado desde la etnología a los estudios culturales y que debe examinarse bajo condiciones de interacción global. Por tanto, lo que importa ahora más que nunca en la cooperación global es que estos elementos culturales se analicen y se apliquen con extrema cautela a los grandes escenarios de negociación y a las causas de enfrentamiento.

El rompecabezas europeo

Cambiemos ahora la perspectiva y miremos más de cerca a Europa y el estado lamentable de la Unión Europea. Faltan dos bloques de construcción principales para poder llevar a cabo la reforma fundamental de la Unión Europea: una política transformadora y la legitimidad democrática. El “paquete de crecimiento”, adoptado en Roma en junio de 2012 está lejos de ser un plan maestro para los países del sur de Europa como lo fue el Programa de Recuperación Europea (o Plan Marshall) para la Europa que quedó en ruinas después de 1945.

El proyecto carece todavía de la chispa necesaria y de dinero nuevo real, ya que todo lo que se ha hecho, al menos por el momento, es volver a etiquetar algunas ayudas estructurales de la Unión Europea mal utilizadas y distribuidas, y mejorar algunas inversiones del Banco Europeo de Inversiones que ya estaban programadas. Esta no es la manera de crear una Europa más ecológica o con una sociedad más justa.

Aún más grave es el evidente fracaso de las élites de los ejecutivos europeos en atribuir una importancia especial a la legitimidad de sus planes. Si el cambio radical en el sistema institucional europeo delineado por los líderes de la Unión Europea prescribiera y se aplicara de arriba abajo, constituiría probablemente la crisis final de la Unión Europea: el déficit de legitimidad acumulado marcaría casi con certeza el fin de la Unión y los populistas nacionales podrían pelearse como buitres por los restos. “No hay tributación sin representación” es la regla básica de la democracia representativa: los que pagan impuestos también quieren gobernarse a sí mismos. Fue el presidente del Parlamento Europeo, Martin Schulz, quien recordó a los “creadores” esta regla elemental de la democracia.

Cualquier aceleración hacia un gobierno europeo económico y financiero debe ser aprobada y controlada por un demos europeo (asumamos que ellos son los “actores e intérpretes” sobre el escenario). Aunque el grupo de los Cuatro, formada por el presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durão Barroso, el presidente del Eurogrupo, Jean-Claude Junker, el presidente del Consejo Europeo, Herman Van Rompuy, y el presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi, hizo un llamamiento en favor de una “fuerte base democrática”, no entró en detalles. Sin embargo, la legitimidad democrática y la rendición de cuentas son esenciales si se quiere que Europa crezca. El público en general retirará su apoyo a cualquier ampliación acordada en la sombra. En junio de 2012, los guardianes de la Constitución alemana en Karlsruhe intervinieron inmediatamente, porque resultó que el proceso no tenía legitimidad democrática suficiente desde el punto de vista alemán. Por otra parte, determinaron que la ratificación del fondo de rescate europeo permanente (ESM) y el pacto fiscal europeo, era constitucional.

Así, el Tribunal Constitucional alemán ha declarado que el Parlamento debe tener conocimiento y participar en la resolución de la crisis de la deuda soberana europea y el rescate del euro. Pero incluso en tiempos normales y en ocasiones mucho menos espectaculares, el equilibrio del poder y la división del trabajo entre los poderes legislativo y ejecutivo se ha alejado del Parlamento. En todas partes el tema es supuestamente demasiado complejo (como en el caso de la política sanitaria), demasiado técnico (política energética), o demasiado legal (todas las políticas). La velocidad es absolutamente esencial, porque las múltiples y variadas crisis de la sociedad industrial están limitando la capacidad del Estado para ejercer el control, lo que lo obliga a intervenir permanente en situaciones de crisis. La restricción de los derechos parlamentarios es un aspecto de los daños colaterales causados por la privatización de la política (cuya única función ahora es actuar como un cuerpo de bomberos) y está condenada al fracaso, pues lo que se necesita con urgencia es un Estado activo y una política reguladora.

En el pasado la europeización ha sido también sinónimo demasiado a menudo, en ausencia de un Parlamento de la Unión Europea totalmente competente, de desparlamentarización y menos democracia. El Tribunal Constitucional Federal alemán se erigió a sí mismo, incluso en resoluciones anteriores como la sentencia sobre la ratificación del Tratado de Lisboa, en protector de la democracia constituida a nivel nacional y del Estado soberano en la forma del Bundestag, el parlamento alemán y, específicamente, en guardián del artículo 23 de la Ley Fundamental, que exige que el Bundestag sea informado exhaustivamente y lo más rápidamente posible. La ciudad de Karlsruhe intervendrá cada vez que las normas de la Unión Europea impuestas por Berlín y Bruselas erosionen la democracia alemana. Pero la perspectiva nacional subestima el desplazamiento real del poder político al nivel supranacional, en el cual operan (de forma mucho más dramática que la Unión Europea) agrupaciones como el G8, el G20 y la OMC. Aquí, de manera informal y relacionada con el contenido, el control democrático y el poder compensatorio crean, en el mejor de los casos, organizaciones no gubernamentales (ONG), que son influyentes y se relacionan con los medios de comunicación, actúan como defensores de la oposición local o de los bienes comunes y tienden a fusionarse con el sistema transnacional de toma de decisiones como expertos a favor de uno u otro argumento.

La identidad europea siempre ha sido excéntrica –ya que mucho de lo que es “europeo” tiene su origen en Asia Menor– y extraterritorial, ya que Europa exportó sus logros al resto del mundo con políticas coloniales tanto pacíficas como agresivas. La inestabilidad de las fronteras hacia el sur (y hacia el este) se hace casi físicamente tangible en el espacio mediterráneo.

Karlsruhe aplicará los frenos cada vez que sea probable que el resultado final de la unión fiscal y el gobierno económico sean los Estados Unidos de Europa, con Estrasburgo, por supuesto, promocionado en un parlamento real. Para ello, no solo debe enmendarse la Ley Fundamental, sino que Alemania deberá finalmente (o tal vez muy pronto) adoptar una nueva Constitución y Europa deberá por fin tener una. Las propuestas del presidente de la Comisión Europea, Durão Barroso, para el futuro desarrollo de la Unión Europea en una “federación de Estados-nación” apuntan precisamente en esta dirección. El Tribunal Constitucional alemán ya no puede protegerse de esta dinámica, ya que la dimensión europea del principio democrático adoptado por la Ley Fundamental es innegable.

El inconveniente de las extensas (aunque no lo suficientemente) propuestas presentadas por Wolfgang Schäuble y el grupo de los Cuatro es que todavía están adaptadas al núcleo europeo (o Europa residual) y podrían aumentar la brecha existente entre los países del euro y los que no son miembros de la Unión Monetaria, en particular el Reino Unido y la República Checa; en otras palabras, podrían dar lugar a la aceleración de las tendencias de disociación que ya han aparecido no solo en Londres y Praga, sino también en La Haya y Helsinki.

Sin embargo, sería un error pensar que este núcleo europeo sería más fuerte que la UE-27 o que una región euromediterránea todavía mayor: Europa solo podrá contrarrestar las ventajas políticas competitivas de los Estados Unidos o China si actúa como una gran potencia. Llegados a este punto, la legitimidad democrática y la política de transformación se unen de nuevo: una Unión Euromediterránea (por analogía con una Unión del Mar Báltico, una Unión Alpes-Adriático, etc.) no solo proporcionará la base de trabajo para un pacto de desarrollo real, sino que también podría ofrecer una perspectiva federal para la democratización sostenible de la región.

Hasta ahora, la previsión y disposición de una Europa de las regiones se ha hecho a una escala demasiado pequeña, como apoyo provincial para un gran cuasi Estado gobernado desde Bruselas y legitimado desde las capitales. Las asociaciones regionales podrían revivir el viejo principio del federalismo europeo sobre la base de un patrimonio cultural común y encuentros multiculturales: se elevan por encima de las naciones que a menudo operan hoy como poderes de bloqueo, pero al mismo tiempo están todavía lo suficientemente cerca de las características culturales y las redes de los pueblos de Europa.

¿Una nueva Méditerranée?

Desde la Antigüedad, los puertos del Mediterráneo han ejercido fascinación sobre viajeros e investigadores culturales. Sin embargo, hoy en día solo exhiben una sombra de su antigua grandeza e importancia, en parte deteriorados y en parte pintorescos. Estos puertos estuvieron en el corazón de la primera fase transmediterránea de la globalización, cuyo eje central se desplazó al Atlántico en el siglo XVI. Hoy en día la facturación de los puertos más grandes del Mediterráneo, como Estambul o Marsella, es fácilmente superada por las terminales de contenedores de Asia Oriental y el Golfo.

Las ciudades puerto como lugares de movimiento, de inmigración y emigración, como espacios de inclusión y exclusión, desarrollan modos de ser distintos, que no solo reflejan las diferentes tradiciones culturales y sus propias concepciones políticas y sociales, sino que también contienen un potencial económico y comunican cómo se ven a sí mismas como parte de la estructura mayor que es “Europa”.

El Mediterráneo sirve de corredor para alrededor de un tercio de todos los transportes mundiales de petróleo crudo y gas natural. Sus puertos son, en gran parte, destino de cruceros y transbordadores, y sus aeropuertos son los puntos de inicio y final de vacaciones de sol y playa y de escapadas urbanas. Las características de la pesca, otro icono del sur de Europa, también han cambiado. La fotografía en la pizzería de un pescador remendando sus redes promueve la marca Méditérranée, pero guarda poca relación con la realidad del corazón de los países que acogen el turismo de masas.

Debido a la expansión de las flotas de la Unión Europea y la invasión de los barcos de pesca asiáticos, la sobrepesca pone en peligro especies como el atún y el pez espada; en muchos casos no es posible alcanzar el rendimiento máximo sostenible y las cuotas globales de pesca han disminuido sustancialmente. La actual Ley de Convenciones del Mar otorga a cada Estado el derecho exclusivo de soberanía sobre una zona costera, que se extiende hasta 200 millas náuticas mar adentro, para la exploración y explotación de los recursos. Esto se suma a la plataforma continental, la extensión (teórica) del continente por debajo de la superficie del mar. En el “pequeño” mar Mediterráneo, esto da lugar a mucha superposición, que bien podría convertirse en un punto de conflicto en el futuro, especialmente en lo que se refiere a los yacimientos de gas y los derechos de perforación mar adentro.

Sin embargo, el mar sufre mayores daños por su interacción con el uso de la tierra: la agricultura industrializada, la urbanización feroz y los paraísos vacacionales, con sus altos niveles de consumo y de residuos, son los que someten al Mediterráneo a un mayor desgaste. El turismo y la industria entran en competencia, pero también están directamente relacionados. La salinización, la eutrofización (causada por los efluentes) y el crecimiento de las algas representan un peligro mayor para el ecosistema mediterráneo, que se está calentando como consecuencia del cambio climático.

Los ríos Ródano y Po, en particular, transportan abundantes masas de metales pesados y sustancias químicas al Mediterráneo. Los nitratos y los fosfatos, que se filtran a los ríos como consecuencia del permanente exceso de fertilización de los campos, causan la proliferación de las algas en las costas donde el intercambio de agua está restringido. La afluencia de agua dulce está disminuyendo constantemente, lo que agrava las desventajas vinculadas a la lenta tasa de renovación del agua salada en el Mediterráneo (cada ochenta años). Según algunas estimaciones, el Mediterráneo absorbe anualmente quinientos millones de toneladas de estiércol líquido, 600 000 toneladas de fertilizante de nitrato, 200 000 toneladas de fertilizante de fósforo y muchos otros miles de toneladas de metales pesados y residuos radiactivos, principalmente de las centrales nucleares francesas. Todos estos flujos tóxicos afectan gravemente a los habitantes de las zonas costeras, las aves marinas, los crustáceos y los peces. Las costas del noreste de España, la Costa Azul y el Adriático están especialmente contaminadas.

El transporte marítimo, los puertos y las refinerías de petróleo contaminan el Mediterráneo con toxinas; entre el Canal de Suez y Gibraltar se desplaza un convoy constante de buques cisterna. El choque de un petrolero con el consiguiente derrame de petróleo sería devastador para el ecosistema mediterráneo, como ya se demostró durante la gran contaminación de la costa del Líbano en 2009. Se estima que se vierten unas 800 000 toneladas de petróleo en el Mediterráneo cada año, lo que lo convierte en uno de los mares más contaminados también en este aspecto. La cantidad de desechos generada por los cruceros, en particular, es igual a la de una ciudad pequeña y no siempre se eliminan de acuerdo con la normativa. Las altas emisiones de carbono que estas populares flotas emiten serían objeto de otro debate.

Las ciudades portuarias del Mediterráneo todavía se encuentran localizadas en las intersecciones de las redes globales, pero ya no poseen el orgullo o la vitalidad de antaño. La impresión que dan hoy ciudades como Génova, Almería, Palermo o El Pireo se corresponde muy de cerca con la imagen de los PIGS (Portugal, Italia, Grecia y España). Este acrónimo porcino, independientemente de quién lo ideara (un corredor de bolsa, un eurócrata o un payaso) es sinónimo de una crisis que afecta a toda la Unión Europea. Muchos en el norte estarían encantados de desprenderse del cuarteto a la primera oportunidad, mientras que el estado de ánimo dominante en el sur es el de “rompamos el yugo de Bruselas”. Juntos, evocan la imagen de un Estado-nación aún más incapaz de regularse o de actuar eficazmente que la comunidad supranacional, cada vez más cuestionada, de la Unión Europea.

La periferia del sur de Europa, que se extiende desde Portugal a Grecia a través de los Estados del norte de África, se considera hoy en día una amenaza, casi como el bloque del Este durante la guerra fría. El Sur (anteriormente punto de referencia político que evocaba, por lo general, asociaciones positivas y sin preocupaciones en el imaginario popular y en la cultura política) ha sido designado por los políticos y la opinión popular como la fuente de los mayores riesgos para la seguridad: el terrorismo islamista, el “contagioso” colapso del euro y las olas de refugiados del Sur global.

Historia, territorio e imperio

Una construcción supranacional de Europa, que impone límites, pero también los hace negociables, tiene la contradicción incorporada en su código genético. Si se echa un vistazo a los mapas de Europa en distintos momentos desde la Antigüedad, esto no parece nada nuevo: tanto las fronteras exteriores de Europa como las interiores se han desplazado en infinidad de ocasiones. Sin embargo, la era del nacionalismo y del Estado-nación, con su ilusión de la coincidencia del territorio, la lengua, la historia y la identidad colectiva, ha alentado una certeza de definición más incompatible que nunca con una frontera exterior porosa. La Unión Europea, como “asociación supranacional de conveniencia, es decir, por principios abierta a la expansión”, tiene fronteras que son intrínsecamente fluidas, están reguladas por la legislación europea y son notoriamente disputadas en las regiones fronterizas.

En el espacio mediterráneo –el “mar intermedio” entre Europa, África y Asia– estas fronteras fluidas son aún más problemáticas, ya que no se pueden simbolizar con el uso de vallas o demarcaciones territoriales equivalentes. En lugar de eso, las fronteras desaparecen literalmente en el horizonte tornasolado y solo se pueden mantener a través de la vigilancia esporádica de las patrullas. En este sentido, la experiencia de la globalización contemplada por Georg Simmel hace más de un siglo se convierte en un hecho social: las fronteras son normas culturales que pueden tomar forma espacial. La Unión Europea se comprende mejor a través de sus fronteras.

Pero al mismo tiempo, esas fronteras son también el lugar donde el ataque a su soberanía es mayor. En última instancia, se trata de una expresión del eterno problema de la identidad europea. Es una identidad que siempre ha sido excéntrica –ya que mucho de lo que es “europeo” tiene su origen en Asia Menor– y extraterritorial, ya que Europa exportó sus logros al resto del mundo con políticas coloniales tanto pacíficas como agresivas. La inestabilidad de las fronteras hacia el sur (y hacia el este) se hace casi físicamente tangible en el espacio mediterráneo: en el agua las líneas fronterizas se vuelven fluidas y ambiguas, y se cuestiona su validez. El clima, las condiciones de los buques y las patrullas contribuyen a aumentar la incertidumbre.

Hasta hace poco el Mediterráneo era un foco de inestabilidad, por no decir una zona de combate. Esto se plasma con fuerza en la extraordinaria novela de Mathias Enard, Zona, cuyo protagonista, como un Aquiles furioso, escucha el eco de las batallas pasadas y recuerda matanzas más recientes: desde los troyanos de Homero a los palestinos de Jean Genet, desde la guerra civil española a la guerra de Argelia, desde los crímenes de las fuerzas de ocupación alemanas en Grecia y la deportación de los judíos de Salónica al sangriento colapso de la antigua Yugoslavia o, como otra crítica lo describió, desde la batalla de las Termópilas a la de Montenotte de Napoleón, los asesinatos de Gavrilo Princip, la deportación de los judíos griegos, la masacre de los palestinos en los campamentos de Sabra y Chatila, el destripamiento de una abuela serbia con su propio crucifijo. En Serbia, el Mediterráneo se denomina, a veces, el “cementerio azul”.

Si la política del Mediterráneo quiere ser realista, sus creadores deben ser conscientes de esta historia de violencia, para no tener que experimentarla de nuevo. El proceso de convertirse en historia, sin embargo, puede servir también para enseñarnos la forma en que el espacio mediterráneo, con sus ciudades portuarias y sus islas, se entrelazaba de manera pacífica y estaba política, económica y culturalmente conectado. Es sobradamente conocido el hecho de que el concepto de polis fue desarrollado y puesto a prueba en el Mediterráneo por una de las primeras potencias navales del mundo, las ciudades-Estado de la Liga de Delos, en el siglo V a.C. Su símbolo era la Acrópolis de Atenas, cuya construcción ordenó Pericles y que ahora se ha convertido en el icono ruinoso de la “pocilga” del Mediterráneo en el noticiero de la noche.

Aún sin ánimo de idealizar esta liga de poleis (hoi Athenaíoi kai hoi s´ymmachoi) y hacerla excesivamente tópica, es preciso afirmar que contenía un núcleo político relevante para la forma en que podríamos pensar en la cooperación transnacional contemporánea: una asociación horizontal, inusual para la época, de ciudades pequeñas que concedían a sus ciudadanos de pleno derecho la facultad de participar en los procesos democráticos, y que emergió como potencia política en lugar de una potencia terrestre oriental, los despóticos persas. Symmachy consiguió aliar ciudades-Estado en la Grecia continental, en el oeste de Asia Menor, en Tracia y en las islas del Egeo. Su lugar de reunión fue al principio la cicládica isla de Delos y, posteriormente, Atenas. Los recursos financieros de la Liga, acumulados a partir de los tributos de sus miembros, se guardaban en los templos de Apolo y Atenea.

Fundada como frente defensivo contra los persas, a quienes derrotó en la batalla de Salamina, la Liga se convirtió en un instrumento de la hegemonía ateniense. La colonización se produjo a la par que la exportación de la democracia, hasta que la Liga pasó principalmente a servir los intereses de dominación y explotación (entonces, como ahora, las democracias emprendían guerras de agresión). El brutal ataque de Atenas a los habitantes insubordinados de la pequeña isla de Melos es prueba de ello, como lo es la crisis ambiental que tuvo lugar en el siglo IV a.C., confirmada por los hallazgos arqueológicos y causada por las escombreras de las minas de plomo y la deforestación radical que se llevó a cabo con el propósito de adquirir leña para alimentar los hornos.

Mientras los imperios más antiguos (con la excepción de los vikingos) estaban confinados a la tierra, en los tiempos modernos el mar constituye el entorno natural y sistémico del orden internacional de los Estados. La cristalización de la condición de Estado y la economía modernos experimentó un avance sustancial durante la “era de los descubrimientos”, un proceso de colonialismo transatlántico globalizador que se llevó a cabo por primera vez bajo la égida de Portugal y España, y, a continuación, de los Países Bajos y el Reino Unido, y que supuso la base del desarrollo de las relaciones internacionales, el derecho internacional y el libre comercio mundial. Aquí, el Mediterráneo no era más que el punto de partida desde el cual el florentino Americo Vespucio y el genovés Cristóbal Colón cruzaron el Atlántico, partiendo desde Lisboa y Cádiz.

Los poderes que antaño caracterizaron el Mediterráneo no deben tomarse como ideal contemporáneo. La caída de la cultura mediterránea desde el siglo XVI, con toda su diversidad, representa una historia de pérdida. Pero aun así, es una historia que debe observarse con sensatez. Al mismo tiempo es legítimo indagar en la historia para hallar la base de una estructura polimórfica de la Europa contemporánea.

La expansión marítima difería considerablemente de la expansión terrestre, puesto que la primera no se guiaba ni estaba limitada por fronteras. Este universalismo de facto, o cosmopolitismo espontáneo, dejó una marca duradera en el derecho marítimo y las relaciones de comercio y tráfico que gobiernan todo el mundo moderno. Sin embargo, también se convirtió cada vez más en una función de la evolución terrestre, basada en la composición, la concentración y la cooperación de los sistemas de naciones-Estado. A partir del siglo XVI, el Mediterráneo quedó relegado a la periferia.

Cultura, comercio y migración

Estudiosos como el historiador suizo-eslovaco Desanka Schwara han descrito la región mediterránea como una estructura habitada por comunidades de la diáspora. En los espacios imperiales, se fundaron entornos migratorios sobre la base del mar mucho antes de la formación y consolidación de los Estados-nación modernos. Los representantes más importantes de estas comunidades eran comerciantes, marineros y piratas, personas que disfrutaban de una movilidad considerable, que concedían gran importancia a su libertad de movimientos y que, en aras del lucro y el botín, no estaban obligados a regirse por la lealtad a la patria, sino a la religión y al clan familiar. El Mediterráneo se extendía ante ellos como un espacio para la adquisición de mercancías, pasajeros e ideas. Lo convirtieron en una zona de comunicación densa, con diferentes visiones del mundo y creencias rivales, que se pusieron de manifiesto en un calendario de fiestas religiosas. Al mismo tiempo, los límites entre el comercio sancionado y el corso criminal y clandestino, entre la disputa teológica y el celo misionero, eran fluidos.

El Mediterráneo como zona de diáspora, en el que las “rutas” contaban más que las “raíces”: este punto de vista no debe dar lugar a la idealización de la movilidad y el desarraigo, ya que en épocas anteriores, la migración ha sido también a menudo inducida a través de la violencia. La diáspora –literalmente “dispersión”– no es en sí misma el caldo de cultivo de la innovación y el cosmopolitismo; para que lo sea, es imprescindible la concurrencia de circunstancias favorables de tolerancia urbana. El término más neutral “redes”, por tanto, parece más adecuado. Sea como fuere, las interacciones físicas y los lazos imaginados en la región mediterránea no consiguieron establecer ni una clara identidad común, ni una unidad territorial, sino más bien “márgenes” (véase Natalie Zemon Davis), mundos intersticiales. Estos se remontan a los orígenes culturales de Europa en Mesopotamia e irradian hacia las regiones norte y sur del Atlántico, las áreas colonizadas de África y Asia y las numerosas comunidades de la diáspora mediterránea en todo el mundo. En este sentido, se encuentra Méditerranée con los Soprano en Nueva Jersey, los Papakonstantinous en Melbourne, y los Mandelbaums en Los Ángeles y Shanghái.

Desde la época de los fenicios y los etruscos, las redes entre ciudades-Estado han sido especialmente importantes para los mundos mediterráneos. Los intercambios que se llevaron a cabo a través de las mismas, como Fernand Braudel y otros demostraron, dotaron a la zona del Mediterráneo de unidad factual. Mientras esta red funcionara, la región mediterránea podía ser el centro del mundo y el escenario de la primera etapa de la globalización. Su influencia y su poder formativo menguaron cuando la globalización se expandió a lo largo del eje atlántico, la soberanía westfaliana de naciones-Estado denominacionalmente homogéneas se ocupaba de mantener las relaciones internacionales y tenía lugar la carrera por las esferas imperiales de influencia.

Por esta razón es necesario recordar los sistemas históricos urbanos cuya vitalidad se derivaba de la existencia de un espacio público frecuentado y compartido por todas las comunidades (de hombres). En este espacio evolucionó la paleta de profesiones, naciones y denominaciones, por lo que fue posible integrar un alto grado de heterogeneidad y ofrecer gran libertad tanto a las minorías como a los extranjeros. De este modo se abrió un mundo de posibilidades de ascenso social y carreras políticas. En él se desarrolló una gran cantidad de sistemas de patronazgo y clientela predominantemente masculinos, conexiones de negocios y redes de amistad, algo único en la historia del mundo. El espacio público era donde la gente se reunía en tabernas, cafés y salones de baile, donde se practicaba la caridad en medio de bancos y casas de empeño.

Un hecho merece por lo menos una breve mención: este “Occidente cristiano” recibió fuertes influencias y abundante información de las minorías y las elites judías y musulmanas, mientras que el elevado grado de desarrollo alcanzado por los árabes fue el resultado de su expansión hacia el sur de Europa a través de Mesopotamia, Siria y Egipto. En la Baja Edad Media y la Edad Moderna, ciudades como Damasco, El Cairo, Kairuán, Fez, Palermo, Córdoba y otros lugares de al-Andalus eran los centros del mundo religioso y científico. La teología, la filosofía, la jurisprudencia, las matemáticas, la astronomía y otras materias prosperaron, al igual que la literatura, la arquitectura y la medicina. Fue en la Escuela de Toledo, en particular, donde se realizó el salto de la cultura antigua a la Europa moderna. El árabe era la lengua franca en que se redactaron obras importantes de la literatura universal, incluidas las de la Edad de Oro de la literatura judía.

La Reconquista, la expulsión del islam y de los judíos del Mediterráneo occidental, asestó un duro golpe al desarrollo intelectual en la Europa católica, al igual que lo hizo en el mundo árabe. Sin embargo, sin los logros de al-Andalus en la traducción y el intercambio de conocimientos, no se habría podido concebir ni el ascenso de España a la categoría de potencia mundial ni la dominación mundial posterior por parte de Europa occidental. Los que desestiman tales reminiscencias como romanticismo “multiculturalista” están equivocados. Nadie niega la competencia política y teológica entre las confesiones monoteístas o los conflictos que en numerosas ocasiones se zanjaron con violencia. Pero nadie debería juzgar equivocadamente los logros de esta época y, por lo tanto, su función como modelo para una nueva clase de unión mediterránea que se ha forjado desde el año 2001 por razones de conveniencia política.

Los poderes que antaño caracterizaron el Mediterráneo y que ahora probablemente se han perdido sin esperanza de poder recuperarlos no deben tomarse como ideal contemporáneo. Sin duda, la caída de la cultura mediterránea desde el siglo XVI, con toda su diversidad, representa una historia de pérdida. Pero aun así, es una historia que debe observarse con sensatez. Al mismo tiempo es legítimo, en la situación de crisis actual, indagar en la historia para hallar la base de una estructura polimórfica de la Europa contemporánea, una estructura que, aunque carente de cualquier presión para imitar, eleva la red de ciudades-Estado a la categoría de modelo y centro de la unificación euromediterránea. Así, el Mare Nostrum se descolonizaría para siempre y se mitigarían los antagonismos nacionales, étnicos y religiosos.

En las regiones costeras y zonas insulares del Mediterráneo, aparecieron por primera vez las ciudades-Estado con alta conciencia de su propia autonomía como antípodas de los Estados territoriales y, posteriormente, funcionaron como enclaves enérgicos y seguros de sí mismos. Por lo tanto, no es casualidad que en gran parte de la literatura mediterránea, incluidos los géneros de ficción y ensayo, se mencionen estas aglomeraciones urbanas más que las regiones interiores, provinciales y agrarias, antiguamente consideradas por muchos antropólogos y viajeros como el centro de calma y garante de estabilidad del mundo mediterráneo. En la actualidad hay un número infinito de centros en el mapa del Mediterráneo: las ciudades establecidas por los fenicios y los etruscos, Atenas, Cartago y Roma en la Antigüedad clásica; las residencias de los carolingios y los Hohenstaufen; las metrópolis, grandes y pequeñas, como Bizancio y Granada, Venecia y Ragusa; y la lista continúa. Fue en la región del Mediterráneo donde se desarrolló el arquetipo de la ciudad moderna por excelencia, con un patrón claro de urbanidad y urbanización, que servirá de ejemplo hasta la aparición de la ciudad americana (suburbio), que fue el modelo dominante en el siglo XIX. Incluso hoy en día, la mayoría de los habitantes de la región viven en las franjas costeras y en los deltas (mayor densidad en la región metropolitana donde convergen El Cairo y Alejandría, en las grandes ciudades como Estambul y en las aglomeraciones alrededor de Atenas, Argel, Roma, Marsella y Barcelona). Vistos por la noche, los centros urbanos de luz trazan una línea a lo largo de la costa como una guirnalda.

La transformación de la conciencia europea debe ir acompañada de una cooperación continua en las áreas de la ciencia y la cultura, y debe estar orientada hacia las necesidades de las generaciones más jóvenes, en el marco de los actuales programas de la Unión Europea (Erasmus, Leonardo da Vinci, Jean Monnet).

De PIGS a socios: perspectivas de desarrollo

Las razones por las cuales casi todos los países del Mediterráneo se han quedado atrás en términos sociales y económicos constituyen hoy en día un frecuente tema de debate (con connotaciones étnicas). Debido a la excesiva dependencia de los ingresos procedentes de las exportaciones agrarias y de materias primas, el turismo y las transferencias de los trabajadores emigrantes, sus economías no pudieron seguir el ritmo de la globalización capitalista en la década de 1970. Otra razón es que, desde la década de 1980, partes de estas mismas economías se han adaptado rápidamente a un sistema de casino global y capitalismo kamikaze, invirtiendo los ingresos en bienes raíces y transacciones especulativas financieras, y dejando intactos los aparatos estatales y estructuras sociales esencialmente anacrónicos. Las consecuencias son evidentes hoy en día. La dependencia de la trayectoria mental e institucional es difícil de superar, pero aun así, estas sociedades sumergidas en la crisis requieren nada menos que un cambio radical de dirección, lo cual no se logrará mediante la aplicación de presiones o “consejos” externos, sino solo en el marco de una ofensiva de sostenibilidad paneuropea que desista de la mezcla desfavorable de austeridad y crecimiento ciego.

Un nuevo tipo de unión mediterránea requiere un marco más ambicioso y de mayor alcance, en el que los elementos sueltos y dispares de la política mediterránea hasta la fecha se adapten mejor los unos a los otros y se hagan más sostenibles. Una convergencia de este tipo completaría el proceso de descolonización y conferiría un papel importante a los Estados miembros de la Unión Europea del sur de Europa. Los jóvenes del Mediterráneo necesitan una perspectiva más allá del estancamiento y la emigración, la pauperización y la precariedad, el autoritarismo y la violencia. Algunos de los principales ámbitos políticos pasan a primer plano: el suministro de energía, el turismo, el comercio exterior, la conservación del medio ambiente y la economía del conocimiento.

Hasta la fecha, los esquemas de suministro y exportación de energía en los países de la periferia sur apenas reflejan el potencial de esta zona bañada por el sol y azotada por el viento para la generación de energía renovable. La energía renovable del sur no solo debe incorporarse a las redes de electricidad del norte de Europa, sino también, y sobre todo, usarse para promover el desarrollo sostenible en los propios países, así como en el África subsahariana. Esto permitirá romper con el círculo vicioso de dependencia del petróleo, actividad económica favorecedora del cambio climático y deuda.

La región mediterránea sigue reclamando aproximadamente una tercera parte del turismo mundial y esto ha tenido una profunda influencia en su infraestructura y mentalidad. Al mismo tiempo, décadas de turismo de masas han causado graves daños ecológicos y económicos. En lugar de la actual afluencia masiva desde el norte a los centros de servicios del sur, el turismo debe transformarse en un encuentro respetuoso y creativo entre las dos culturas.

A pesar del desarrollo industrial y el crecimiento del sector de servicios, los países mediterráneos han quedado atrapados en una división asimétrica del trabajo con los países ricos de la Unión Europea. Esto los ha mantenido en un estado de constante dependencia y, hasta la década de 1980 y ahora de nuevo, ha sido el motivo de la emigración de muchos trabajadores cualificados y no cualificados. Es necesario negociar una economía agraria que sea ecológicamente sensible y se adapte mucho mejor a las necesidades y los mercados locales, así como un sistema de comercio más equilibrado con el norte y un régimen de migración sensible.

La vulnerable base ecológica del mar debe ser protegida mediante la promoción de la pesca sostenible, la conservación costera preventiva y el establecimiento de servicios adecuados de energía costa afuera. La Méditerranée debe volver a ser “nuestro mar” en la conciencia europea.

El área mediterránea carece de una economía del conocimiento sostenible, de colorido local, orientada hacia la historia de las diversas culturas y que trascienda las fronteras culturales y religiosas. Las conexiones con el pasado pueden haberse roto, pero realmente no hay escasez de modelos de conducta.

Este programa de transformación debe ir acompañado de una cooperación continua en las áreas de la ciencia y la cultura, debe estar orientado hacia las necesidades de las generaciones más jóvenes, en el marco de los actuales programas de la Unión Europea (Erasmus, Leonardo da Vinci, Jean Monnet) y las secciones pertinentes de los acuerdos de asociación.

Los “fondos de rescate” y las “intervenciones estructurales” solo tienen sentido a medio y largo plazo si se dirigen, entre otras cosas, a las energías alternativas, el turismo sostenible, el desarrollo marítimo y del comercio justo. Solo entonces podrá la reestructuración incierta y ad hoc conducir a un desarrollo sostenible y la tutela política del norte convertirse en cooperación entre iguales. Por supuesto, las oportunidades de desarrollo mencionadas anteriormente solo se han descrito a grandes rasgos (y dada la gestión de crisis hasta ahora, son contrafactuales). El punto clave es que las personas que toman las decisiones y el debate público deben proporcionar perspectivas de futuro para el Pacto de Crecimiento de la Unión Europea. Estas perspectivas deben incluir la reforma institucional de la Unión Europea y la Unión Mediterránea.

Posdata: cooperación y naturaleza humana1

Permítanme concluir con el reto de la cooperación suprarregional y global. ¿Es posible que la globalización esté pidiendo demasiado de las organizaciones internacionales, los gobiernos y de nosotros como seres humanos? A pesar del consenso mundial sobre los peligros del cambio climático y la contracción de los límites del sistema terrestre, las negociaciones sobre el clima han estado estancadas durante años y las expectativas depositadas en la Cumbre de la Tierra, que se celebró en Río de Janeiro en junio de 2012, están disminuyendo de forma constante. Como el politólogo Dirk Messner dice: “El sistema internacional que surgió después de la Segunda Guerra Mundial ya no parece satisfacer las demandas del siglo XXI. En lugar de cooperación mundial, la política global sufre cada vez más el acoso de los egoísmos nacionales, los conflictos de distribución y las luchas por el poder. Maquiavelo y Thomas Hobbes parecen estar ganando la partida a Kant, quien acuñó el término sociedad cosmopolita (Weltbürgergesellschaft) ya en el año 1784. ¿Está la globalización sacando a la luz una vez más lo que la teoría económica ha predicado desde hace mucho tiempo (que los seres humanos son criaturas egoístas preocupadas por la optimización de sus propios intereses)? También la escuela realista de las relaciones internacionales podría sentirse reivindicada, pues considera a los Estados actores que buscan maximizar sus intereses nacionales en el mundo anárquico del sistema internacional. ¿Están los seres humanos poniéndose trabas a sí mismos por su propia naturaleza?”

En una columna en The New York Times David Brooks escribió en 2007: “Desde el contenido de nuestros genes hasta la naturaleza de nuestras neuronas y las lecciones de la biología evolutiva, está claro que en la naturaleza abundan la competencia y los conflictos de intereses”. La exitosa escritora estadounidense de origen ruso Ayn Rand envía el mismo mensaje en sus novelas. Hacia las obligaciones morales y la cooperación entre los seres humanos solo siente desprecio y burla. El egoísmo, según afirma, es lo que impulsa a los seres humanos; la única obligación que tiene cualquier persona es ella misma. Esta visión del mundo no es nueva. En el siglo XIX, el filósofo británico Herbert Spencer ya describía la vida de los hombres y de los Estados como una lucha interminable donde “solo sobrevive el más apto”. Sin embargo, puede causar gran sorpresa reparar en el tipo de darwinismo social respaldado por Paul Ryan, compañero de fórmula de Mitt Romney en 2012 y aspirante a vicepresidente de los Estados Unidos de América.

Frente a estas suposiciones populares y peligrosas Frans de Waal, biólogo, etnólogo e investigador de la evolución, ha demostrado que, desde la aparición del Homo sapiens, unos 200 000 años atrás, los seres humanos han dependido en gran medida los unos de los otros para sobrevivir. Cualquier persona, ya sea joven, vieja o enferma, necesitará el apoyo de los demás a lo largo de su vida. Las capacidades únicas de cooperación desarrolladas por nuestros antepasados les permitieron llegar a zonas todavía inexploradas en busca de alimentos y recursos y, sobre todo, coordinar la caza de animales grandes. La cooperación para el beneficio mutuo, o la reciprocidad, es un componente básico de la existencia humana. Según Waal los seres humanos son por lo tanto principalmente animales gregarios y seres sociales. Pueden describirse como criaturas altamente cooperativas a quienes cuesta mucho trabajo mantener los impulsos egoístas bajo control, o como seres que, aunque extremadamente competitivos, tienen que encontrar un equilibrio entre la competencia y la cooperación con el fin de sobrevivir como especie.

Michael Tomasello, director del Instituto Max Planck para la Antropología Evolutiva en Leipzig, llega a conclusiones similares. Atribuye las características únicas de los seres humanos que los diferencian de otros animales a su capacidad de cooperar. Los fundamentos del éxito de la historia de la humanidad son los objetivos, creencias y conocimientos compartidos, así como la capacidad de pensar en términos de un plural “nosotros”. En otras palabras, la cooperación se convirtió en una ventaja evolutiva. Si la cooperación humana fracasa a una escala significativa, el resultado es una ruptura en la civilización, la guerra, la crisis. La base de la cooperación es especialmente la capacidad de empatía, a la que Theodor Lipps ya se había referido en el siglo XIX. Cuando vemos a un artista en la cuerda floja, instintivamente contenemos la respiración, compartimos su experiencia. Visto desde cualquiera de estos ángulos, la imagen del ser humano como ser egoísta y maximizador de beneficios es más bien una mala caricatura de la evolución de la humanidad.

Las ciencias sociales también confirman la capacidad de los seres humanos para cooperar. La ganadora del Premio Nobel de Economía Elinor Ostrom ha identificado en numerosos estudios sobre los intentos exitosos y no exitosos de proteger los bienes comunes tales como los bosques, la pesca y los recursos hídricos, algunos de los requisitos esenciales para la cooperación: comunicación, confianza, reputación, conducta recíproca, conjuntos de normas desarrolladas colectivamente, identidades “nosotros” en evolución y formas de castigar el comportamiento oportunista. Estas son las bases de una cooperación exitosa. El “estado natural” de los seres humanos no es, por lo tanto, la competencia despiadada y el conflicto. La cooperación es posible, pero también puede fallar sin el respaldo de las instituciones adecuadas.

Entonces, ¿por qué no están surgiendo, a principios del siglo XXI, las instituciones necesarias para hacer frente a los riesgos sistémicos globales? Las teorías de la evolución basadas en las ciencias de la naturaleza y del comportamiento pueden dar respuesta a esta pregunta. Cuestiones tales como la globalización, el cambio climático, los puntos de inflexión en el sistema de la Tierra y los desafíos para la humanidad se han discutido solo en las últimas décadas. El descubrimiento por parte de los seres humanos de que no solo dependen los unos de los otros en el ámbito local y en la sociedad nacional, sino que en realidad constituyen una comunidad de riesgo global es relativamente reciente en la historia de la humanidad. La teoría de la sociedad mundial está todavía en fase embrionaria. La cooperación ha sido esencial para el éxito del Homo sapiens como especie al comienzo de su historia evolutiva. La pregunta realmente difícil que debemos hacernos hoy en día es la siguiente: ¿Aprenderán los seres humanos a mejorar su programa de éxito evolutivo como animales gregarios y seres capaces de cooperar a nivel de sociedad global antes de que surja una grave crisis sistémica global? ¿Y cómo podría acelerarse este proceso de aprendizaje? ¿Podemos aumentar gradualmente las intencionalidades comunes hasta alcanzar un nivel global? ¿Pueden los seres humanos desarrollar empatía en un contexto de sociedad global? ¿Pueden las nuevas tecnologías de comunicación ayudar a este respecto?

Las teorías de la cooperación proporcionan igualmente indicaciones útiles sobre las razones de la disfunción actual de la cooperación internacional. Debido a los mayores cambios en el poder acaecidos en el mundo, algunas de las principales condiciones para el éxito de la cooperación están bajo presión considerable o aún no se han creado. Una mirada a la formación del G20 revela rápidamente en qué se diferencia de las asociaciones occidentales (del G7 a la OTAN), con su influencia en declive: la confianza, los patrones densos de comunicación, la reputación, las identidades compartidas, los conjuntos de reglas comunes y los procesos de aprendizaje común todavía tienen que desarrollarse entre las potencias antiguas y las nuevas. Si esta inversión en las piedras angulares de la cooperación mundial se llevará a cabo con la suficiente rapidez para evitar las graves crisis de la globalización y qué forma deberían tomar las instituciones capaces de gestionar los problemas mundiales no son cuestiones triviales.

Notas

  1. La confección del siguiente apartado ha sido posible gracias a la cooperación con mi colega y codirector del Centro de investigación para la cooperación mundial en Disburg, Alemania.
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