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27 mayo 2020

¿Es el estado de alarma el estado del futuro?

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La escandalosa y decisiva cuestión surgida en torno a la pandemia

En estos días de miedo incierto nos ha dado tiempo a leer demasiado, pero nunca lo suficiente. Nunca lo suficiente, porque hasta la fecha no hemos tenido ni una sola explicación, ni un solo mensaje, que permita prever una fecha concreta, por lejana que sea, para el fin del miedo. Siempre demasiado, porque los conocimientos e ideas que considerábamos más avanzados se desmoronan a pasos agigantados sin ni siquiera insinuar la dirección en que se desarrollarán los acontecimientos, de modo que las preocupaciones y teorías de ayer nos dejan hoy un extraño regusto a banalidad. Dentro de esta curiosa escasez y sobreabundancia de textos, me llama la atención que apenas se mencionen tres hechos ocurridos en torno a la pandemia que quizá mantengan una destacable relación entre sí.

Los medios no son capaces de estimar el periodo de duración de este estado de alarma.

En primer lugar, las reacciones de cariz religioso se han mantenido por el momento en segundo plano (y no solo en aquellos lugares donde no están permitidas las reuniones para la celebración de actos religiosos). Lo mismo podría decirse, en segundo lugar, de los comentarios de los intelectuales, habitualmente tan encantados de manifestarse públicamente (a lo sumo han hablado, como protestando con cansancio desde fuera y como si su propia experiencia abarcara toda la historia del mundo, de que estamos viviendo «tiempos extraños»). En último lugar, y ante todo, el Estado ha vuelto a ocupar el centro de nuestras vidas: el Estado en su sentido clásico de soberano de un espacio perfectamente delimitado, un Estado del que incluso sus partidarios, hace apenas unas pocas semanas, decían que era tan solo «imprescindible por el momento», un Estado cuya intromisión en la vida privada de las personas difícilmente habría sido tolerada por la mayoría de los ciudadanos hasta hace bien poco.

El hecho de que los especialistas competentes hayan sido incapaces, desde hace ya varias semanas, de dar directrices diagnósticas o terapéuticas coherentes sin provocar la pérdida de confianza en ellos demuestra claramente que la ciencia, como autoridad superior, ha desplazado casi por completo a la religión en las últimas décadas. Dado que, en vista de lo anterior, no existe por ahora una narración concluyente de los «hechos», los intelectuales carecen de un punto de referencia al que aferrarse para su tradicional ejercicio de echar a rodar debates públicos con versiones alternativas y preguntas escépticas. Este doble vacío de conocimientos ha llenado el estado de alarma, tras algunas vacilaciones iniciales, de variantes que apenas se diferencian entre sí a nivel nacional y que han adoptado la forma de códigos de conducta cada vez más estrictos, todo ello con un consenso entre partidos tan amplio que habría sido inimaginable apenas a principios del año. Un consenso que sigue empujando a los pocos escépticos que quedan hacia los márgenes de la sociedad, por no hablar de los jóvenes que celebran su emoción ante la cercanía del abismo con las llamadas «fiestas del coronavirus».

Mientras llega una solución definitiva, el objetivo debe ser el de evitar una situación en la que los sistemas nacionales de salud se vean sobrecargados de casos graves.

¿Podría el estado de alarma, al que hemos dado la bienvenida de una forma tan extrema, convertirse en el estado de nuestro futuro? De su legitimidad en el presente más inmediato no puede caber la menor duda. En efecto, las constituciones de la mayoría de las sociedades democráticas (Suiza es una excepción en este respecto) prevén la posibilidad de transferir la aplicación de la ley directamente al Ejecutivo (es decir, al Gobierno y la Administración) en situaciones excepcionales y durante períodos limitados, eximiéndolo de las instancias de control del Parlamento y el poder judicial. Han sido precisamente los lectores liberales de izquierdas quienes han comentado profusamente, una y otra vez, las teorías del filósofo del derecho Carl Schmitt, quien quería poner en manos del Estado (lo que, en vida de Schmitt, quería decir el Estado de Hitler) la capacidad de crear derecho a través de sus propias acciones. Ciertamente, la nueva configuración política no tiene nada que ver con esta tendencia ni tampoco con sus peligros.

En otras palabras: no hay razón alguna para dudar de la buena voluntad de los políticos actuales de actuar verdaderamente al servicio de la ley y de los intereses de los ciudadanos que representan durante el estado de alarma. Ahora bien, dilucidar cuáles son esos intereses concretos en plena crisis del coronavirus no es, ni mucho menos, una tarea sencilla. No se puede hablar de un final real de la pandemia mientras no se sepa a ciencia cierta en qué condiciones se le podría poner fin (y no estaríamos hablando de una mera reducción de la tasa de contagio). Hasta entonces, el único objetivo debe ser el de evitar una situación en la que los sistemas nacionales de salud se vean sobrecargados de casos graves, en cuyo caso no se podrían dedicar a todos los pacientes los mismos esfuerzos para su supervivencia. En definitiva, se trata de preservar un principio de igualdad del que, en el caso específico del coronavirus, se beneficiarán en particular los pacientes más vulnerables, es decir, los hombres de más de ochenta años. Yo, que pertenezco a este grupo, estoy seguro y agradecido a partes iguales de que la gran mayoría de mis conciudadanos más jóvenes querrán evitar, realmente a cualquier precio, una situación en la que fuera necesario quebrar el principio de igualdad (es decir, en la que los infectados de coronavirus más jóvenes serían tratados antes que los pacientes de mi generación).

No obstante, los intelectuales, antes de felicitar al Estado en su actuación durante la declaración de alarma, o incluso antes de congratularse a sí mismos por el amplio consenso social que sostiene su filantropía, deberían atreverse a hacer al menos dos apreciaciones. Para empezar, este hermoso principio de igualdad es del todo insólito desde un punto de vista histórico, además de muy reciente. Recordemos que, desde la implantación de los ejércitos civiles en torno a 1800 hasta mediados del siglo XX, la decisión deliberada de sacrificar a una gran parte de la población masculina más joven en aras del poder y el honor de la patria era ampliamente aceptada por el consenso social en circunstancias excepcionales de guerra. El hecho de que esto ya no sea así puede considerarse un gran progreso para la humanidad, pero eso no quiere decir que debamos pasar por alto el precio del principio de igualdad.

Desde los gobiernos se ha lanzado un mensaje de calma y recuperación de los mercados, prometiendo que no habría falta de productos de primera necesidad.

Hasta ahora, los principales lemas de resistencia durante los estados de alarma actuales (y en este respecto, Donald Trump no se diferencia de sus homólogos europeos) se han centrado en asegurar y repetir día tras día que no habrá escasez de suministros y que la economía, tanto a nivel nacional como mundial, se recuperará rápidamente de la parálisis decretada. No obstante, este optimismo no se sustenta sobre ninguna base sólida, ni desde el punto de vista histórico ni desde la ciencia económica. La famosa «gripe española», que entre la primavera de 1918 y 1919 se cobró cincuenta millones de vidas (casi el tres por ciento de la población mundial de entonces y cinco veces más víctimas que la guerra mundial que la precedió), nunca fue combatida con una paralización mundial de la vida cotidiana, sobre todo por falta de conocimientos médicos. Este hecho, en contraste con lo que está ocurriendo ahora, podría explicar por qué aquella pandemia llegó a su fin con relativa prontitud y se olvidó con una rapidez manifiestamente asombrosa (o, tal vez, escandalosa).

Qué coste podría tener que afrontar la humanidad en el futuro a cambio de mantener el principio de igualdad es algo que, hoy por hoy, simplemente se desconoce. Y es aquí donde a los gobiernos populistas en estado de alarma (en un sentido moral positivo) se les plantea una pregunta que resulta escandalosa y, hasta cierto punto, dolorosa, y a la que deben tratar de buscar respuesta con la máxima celeridad. ¿Se está poniendo en peligro la supervivencia de la humanidad (o, al menos, el futuro de las generaciones más jóvenes) con la decisión de proteger del riesgo de morir a cualquier precio a todos los ciudadanos por igual imponiendo unas draconianas medidas de «distanciamiento social»? Ciertamente, es posible que un descubrimiento farmacológico eficaz corte de pronto el curso de los acontecimientos o tal vez el virus «se agote», tal y como se decía con alivio en Alemania a principios de 1919. Sin embargo, mientras no se descarte la posibilidad de una drástica amenaza económica futura, el populismo de los gobiernos en estado de alarma, asegurado mediante sus extensos apoyos, encierra un riesgo realmente intolerable del que además será imposible exigir responsabilidades.

Dado que los Ejecutivos representan la reacción de una clara mayoría de los ciudadanos, transformándola en códigos de conducta, los estados de alarma gozan de perfecta legitimidad política, una legitimidad que, sin embargo, no es sinónimo de un cumplimiento óptimo de su misión. Esto solo se podría lograr si proliferaran en el debate público ciertas cuestiones decisivas para el futuro, cuyo alcance excede el consenso general, y si se hiciera el esfuerzo, dentro de lo posible, de hallarles unas respuestas que están aún pendientes de resolver, para poder debatir más tarde las conclusiones sobre la base del criterio de los expertos. De esta forma, entraría en consideración la posibilidad de una situación crítica, hasta ahora absolutamente insólita, en la que el objetivo sería limitar deliberadamente las posibilidades de supervivencia de las generaciones más envejecidas en beneficio de las opciones de futuro de sus coetáneos más jóvenes

El distanciamiento físico o distanciamiento personal,​ es un conjunto de medidas no farmacéuticas de control de las infecciones, con el objetivo de detener o desacelerar la propagación de una enfermedad.

La semana pasada se han multiplicado indiscutiblemente las señales y voces que cuestionan el optimismo económico y global depositado en la supervivencia. ¿Hasta qué extremo pueden hundirse las cotizaciones bursátiles sin que su recuperación se vuelva imposible? ¿Está realmente garantizada la continuidad de la situación de abastecimiento de la población mundial que hemos vivido hasta ahora (y que en ningún caso es óptima)? Puede que cada día de paralización decretado sea no solo un paso más hacia la superación de la pandemia, sino también un paso más hacia el fin del género humano. Conste que esta frase no aboga por el levantamiento de las medidas de confinamiento que rápidamente se han extendido por todo el mundo, lo cual no sería en absoluto realista en vista del consenso alcanzado ni tampoco asumible, sin una previsión fiable del futuro, en términos de responsabilidad individual.

No obstante, en vista de otras amenazas de dimensiones ambientales, demográficas y económicas que ya pueden darse por descontadas y que parecen avecinarse sobre la humanidad, el estado de alarma podría convertirse, en efecto, en el modelo político del futuro (especialmente si demuestra su eficacia durante la crisis del coronavirus). En tal caso, será importante acostumbrarse a la idea de que su rigurosa alineación con la voluntad de la mayoría no será suficiente para satisfacer las exigencias políticas. La gobernanza responsable dependerá, más que nunca, de la prudencia y la disposición a confrontar la voluntad de la mayoría, siempre que haya buenas razones para ello, con las conclusiones divergentes de los expertos. Sobre todo en este sentido, la ciencia ha reemplazado a la religión.

Hans Ulrich Gumbrecht

Traducción del texto original publicado en el periódico Neue Zürcher Zeitung

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