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29 diciembre 2022

Incendios forestales que cuidan especies y nos protegen de plagas

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El mundo se sobrecogió cuando en 2019 los noticieros daban cuenta de una epidemia explosiva de incendios en la Amazonia, e incluso las fotografías de satélite mostraban lo que desde el espacio parecía literalmente un continente en llamas. Pero los 9.000 km2 calcinados quedaron empequeñecidos ante los más de 240.000 que ardieron en Australia en la temporada 2019-20, una extensión similar a la de Reino Unido. Los incendios forestales son una de las grandes amenazas para la naturaleza y sus habitantes —incluidos los humanos—, cada vez más acuciante a causa del cambio climático. Y pese a ello, se da la curiosa paradoja de que el fuego no solo ha formado parte natural de los ciclos terrestres durante milenios, sino que incluso ciertos ecosistemas dependen de él para su supervivencia; empleado como se debe y en los lugares adecuados, el fuego también puede ser un aliado en la sostenibilidad.

En su Sexto Informe de Evaluación, publicado en 2021-22, el Panel Intergubernamental de Cambio Climático de Naciones Unidas (IPCC) constataba que “en el Amazonas, Australia, Norteamérica, Siberia y otras regiones, los incendios forestales están quemando áreas más amplias que en el pasado”. Los científicos son enormemente cautos a la hora de atribuir fenómenos concretos al cambio climático, algo que no hacen sin suficientes pruebas; el grupo de expertos considera que sí las hay en el caso del oeste de Norteamérica, donde este factor ha sido el responsable de la aridez y la sequía que casi han duplicado los incendios forestales respecto a lo que sería un escenario sin cambio climático. También se sospecha la implicación del calentamiento global en los incendios de Australia, ya que 2019 fue el año más cálido y seco registrado en aquel país; solo un 1% de los fuegos fueron provocados, y la inmensa mayoría se debió al efecto de los rayos sobre la vegetación reseca.

A su vez, el aumento de estos incendios retroalimenta el cambio climático, debido al carbono acumulado en la biomasa que se vierte a la atmósfera y aumenta el efecto invernadero. Un estudio calculó que los incendios de Australia liberaron 715 millones de toneladas de CO2, una cantidad que por sí sola supera al menos en un tercio las emisiones habituales de todo un año en aquel país.

El aumento de los incendios retroalimenta el cambio climático, debido al carbono acumulado en la biomasa que se vierte a la atmósfera y aumenta el efecto invernadero. Crédito: NASA

Todo este panorama retrata al fuego como uno de los grandes enemigos del planeta y de la humanidad. Y sin embargo, ocurre que el fuego ha estado presente siempre: el registro de carbón fósil, un testimonio geológico del fuego, se remonta a hace al menos 420 millones de años, casi con la aparición de las plantas. Y como todo aquello con lo cual las especies de la Tierra han debido convivir a lo largo de su evolución, muchas han encontrado el modo de adaptarse, hasta el punto de que incluso necesitan el fuego: “Los incendios son una parte natural y esencial de muchos ecosistemas de bosque y pradera, matando plagas, liberando semillas para que germinen, entresacando los árboles pequeños y desempeñando otras funciones esenciales para la salud del ecosistema”, señala el IPCC.

Fuegos controlados para gestionar ecosistemas

Desde nuestra aparición en este planeta, los humanos hemos empleado el recurso del fuego para la agricultura, la caza y la recolección, renovando la vegetación y los campos de cultivo, exponiendo los minerales del suelo y favoreciendo la germinación. El uso humano del fuego ha alterado tanto los paisajes como los regímenes de los incendios naturales. Sin embargo, esto comenzó a cambiar en el siglo XIX y sobre todo en el XX: primero, la expansión de la agricultura y la ganadería en territorios como EEUU acabó con el uso del fuego por las poblaciones indígenas. A comienzos del siglo XX se instituyeron políticas de supresión total del fuego que tuvieron reflejo en muchos países. A pesar de la influencia del clima, las políticas y los cambios en el uso del suelo condujeron a una gran reducción de los incendios forestales.

Pero en décadas recientes se ha producido lo que algunos expertos califican como un cambio de paradigma. Algunos usos del fuego han persistido, como la apertura de cortafuegos o la quema del exceso de combustible vegetal durante el invierno para prevenir mayores incendios incontrolados en los meses calurosos. Pero en los años 90 EEUU comenzó a introducir un mayor uso de los fuegos controlados como herramienta de gestión de los ecosistemas. “En los años 90 se dejó prender el fuego sin supresión en áreas remotas, y esto permanece hoy”, cuenta a OpenMind Richard Hutto, profesor emérito especializado en ecología del fuego de la Universidad de Montana. “Dado que el fuego es una parte natural de las comunidades forestales de coníferas, hay numerosas especies de plantas y animales que dependen de fuegos graves que matan la mayor parte de los árboles”.

En los años 90 EEUU comenzó a introducir un mayor uso de los fuegos controlados como herramienta de gestión de los ecosistemas. Crédito: Wikimedia Commons.

En particular, algunas especies de coníferas se cuentan entre las que necesitan el fuego: las piñas de las secuoyas dependen de él para abrirse y liberar las semillas, y esta especie abunda en el estado de California, que fue pionero en la gestión del fuego desde finales de los años 60. En el parque nacional de Yosemite “han estado haciendo esto ya durante unos 50 años y ha generado grandes beneficios”, apunta a OpenMind Scott Stephens, profesor de ciencias ambientales del fuego de la Universidad de Berkeley. En un estudio reciente, Stephens y sus colaboradores muestran que en algunas zonas de los parques de Yosemite y Sequoia-Kings Canyon el fuego ha reducido la masa forestal en un 20%, promoviendo el crecimiento de matorral y praderas, aumentando la humedad del suelo en verano en un 30%, favoreciendo la diversidad de especies, disminuyendo la mortalidad de los árboles por la sequía y facilitando la adaptación al cambio climático.

Algunas especies de coníferas se cuentan entre las que necesitan el fuego: las piñas de las secuoyas dependen de él para abrirse y liberar las semillas. Crédito: Wikimedia Commons.

Herramienta contra los parásitos

Otro de los beneficios de la gestión del fuego es la eliminación de plagas, tanto las que afectan a la vegetación como las que atacan a animales y humanos. Un estudio reciente dirigido por el Servicio de Bosques del Departamento de Agricultura de EEUU (USDA) sugiere que las políticas de supresión del fuego aplicadas durante un siglo pueden haber impulsado el aumento de las enfermedades transmitidas por garrapatas, que actualmente suman más del 75% de las infecciones propagadas por vectores.

El fuego no solo mata estos parásitos directamente; según los autores, antes de la llegada de los europeos en los bosques orientales de Norteamérica prevalecían especies tolerantes al fuego, como el pino, el roble o el castaño. Los incendios clareaban el sotobosque y creaban condiciones de alta temperatura y baja humedad que mantenían a las garrapatas a raya. Al romperse esta relación ancestral de los bosques con el fuego, cambiaron los bosques y los animales que los habitan, disminuyendo los depredadores naturales de las garrapatas y aumentando en cambio la población de pequeños mamíferos que les sirven de hospedadores. Según el director del estudio, Michael Gallagher, del USDA, “existe una oportunidad de reducir el número de garrapatas utilizando fuegos controlados para restaurar la salud de los ecosistemas forestales”.

Pero frente a todo esto, ¿dónde queda la amenaza del carbono liberado por el fuego? Los defensores de la gestión del fuego razonan que un uso controlado de este recurso evitará el mal mayor de los incendios masivos e incontrolados. Según el IPCC, “las emisiones del fuego no son necesariamente una fuente neta de carbono a la atmósfera”: la vegetación que vuelve a crecer después de un incendio puede recapturar una cantidad de carbono casi equivalente a la liberada por el fuego, en un periodo de uno a pocos años en praderas y tierras agrícolas, o de décadas en el caso de bosques, siempre que estos no se sustituyan por otro uso de la tierra.

“La mayoría de la gente no tiene ni idea de lo naturales y necesarios que son los grandes fuegos”, concluye Hutto. Los ecólogos del fuego trabajan con un cambio de paradigma, pero aún deben luchar por un cambio de mentalidad: convencer al público y a las autoridades de que el fuego también puede ser un amigo y, si sabemos manejarlo, un aliado contra la peor versión de sí mismo.

Javier Yanes

 

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