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Artículo del libro Las múltiples caras de la globalización

¿Mercados de conocimiento en el ciberespacio?

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En una era marcada por la información y los mercados globales, cabría esperar que el conocimiento pudiera comprarse y venderse activamente y con frecuencia, y que los mercados del conocimiento eclipsaran a los de artículos tradicionales como el trigo o las chuletas de cerdo. ¿Por qué no se ha producido la eclosión de los mercados del conocimiento junto con la de Internet y la World Wide Web?

Mercados

La www nos ha posibilitado el comercio electrónico y nuevos mercados para los pequeños artesanos, y les ha permitido a cientos de millones de personas comprar prácticamente cualquier cosa desde sus casas. Los motores de búsqueda globales pueden ayudar a cualquier comprador potencial a localizar a cualquier vendedor potencial. Grandes empresas de compraventa electrónica como eBay y Amazon proveen a sus compradores de artículos raros o especializados. El sistema de PayPal, las tarjetas de crédito y las transferencias electrónicas mueven el dinero con sólo pulsar una tecla para comprar artículos que pueden ser reales o virtuales. La infraestructura es, por defecto, global, y las fronteras se traspasan de forma rutinaria.

Pero los nuevos conocimientos son más complicados. Existen mercados del conocimiento tales como la tecnología desarrollada por las universidades (iBridge Network), las patentes (Ocean Tomo) e incluso mercados especializados en resolver problemas complejos (Innocentive). Pero los mercados del nuevo conocimiento son escasos y frágiles. El nuevo conocimiento es, por definición, único. Es difícil, e incluso imposible, transmitirlo a distancia empleando las transacciones estándar.

Las transacciones requieren supervisión. Y sí, la Red ha hecho posibles las transacciones a distancia, pero también ha aumentado el volumen de las transferencias sencillas. Muchos de los que seguimos de cerca los comienzos de Internet pensamos que sería una especie de bufé de contenidos previo pago. Parecía encarnar el modelo de la edición electrónica tal como la conocíamos, es decir, de información legal y médica de alto valor. Pero estábamos equivocados. Internet y la www convertían las transacciones gratuitas en algo tan potente y eficaz (demasiado, en el caso del spam), que a su lado las de pago se antojaban ineficaces y psicológicamente agotadoras. Lo gratuito nos permitía navegar sin esfuerzo. ¡Quién lo iba decir!: información demasiado barata como para ser contabilizada (lo mismo se dijo en su tiempo de la energía atómica).

Los costes de almacenar, distribuir y procesar información cayeron en picado. Se descubrió entonces que, si no hay costes, existen muchas maneras de proporcionar información además de la de pagar por un producto. Gran parte de los contenidos de la Red eran, y son, voluntarios. A medida que la Red eclosionaba, resultó que sobraba información. El recurso más valorado ahora era la atención. En el entorno académico y de investigación en el que surgió Internet no existía la publicidad, pero en Estados Unidos la publicidad era precisamente lo que había vuelto la televisión gratuita. La publicidad ya sufragaba gran parte de los costes de los periódicos y las revistas en los grandes mercados estadounidenses. Tal vez llegaría a financiarlos todos si la producción y la distribución físicas se eliminaban, en especial si a ello se sumaba ahora la oportunidad de llegar a nuevos lectores.

La gratuidad les permitía a los inversores construir cuotas de mercado. La gratuidad atraía la atención de la gente, y la mantenía enganchada. Los bajos costes creaban una gran oportunidad de negocio para los pioneros del ciberespacio. Los poderosos efectos de las redes sugerían que de cada categoría de producto o servicio surgiría un único ganador, que sería quien se quedaría con el mercado.

La información y los contenidos gratuitos permitían construir relaciones y vender casi todo aquello que no era un artículo de consumo. Las versiones gratuitas servían para vender versiones de pago (programas informáticos). Las comunidades gratuitas servían para vender productos tangibles (la comunidad de lectores de Amazon que reseña y recomienda libros). Las contribuciones voluntarias construían reputaciones (los programadores informáticos que colaboraban en el diseño de nuevas aplicaciones).

El exceso de información de libre circulación hacía muy intensa la competencia por la atención. Los anunciantes compraban no sólo pares de ojos, sino ese tipo de atención que se demuestra con actos (en este caso, el clic inmediato). Los sitios web ganaron en complejidad a la hora de equiparar a sus visitantes y anunciantes. La combinación proporcionada por Google de búsquedas logarítmicas y listas de pago era sencilla y asombrosamente efectiva a la hora de casar información gratuita y publicidad de pago, aunque sin mezclarlas. Y, lo que es más importante, volvía más eficiente la publicidad, al enlazar palabras específicas (conceptos) en lugar de meras estadísticas.

Conocimiento

Paradójicamente, sabemos demasiado poco acerca del conocimiento. O tal vez exista demasiado que saber. El conocimiento depende del contexto, y adopta muchas formas diferentes, encarnadas en cosas o en personas. El conocimiento presentado en forma de contenidos, como en los periódicos y las enciclopedias, se comporta de modo muy similar a la información. En un mundo digital, puede reproducirse y retransmitirse con facilidad por todo el globo, con o sin la autorización del propietario. Pero el conocimiento verdaderamente valioso es único, complejo y delicado. A menudo reside en equipos multidisciplinares que trabajan en estrecha cooperación, e incluye el conocimiento de los procesos y el de lo que no funciona. Esto lo hace difícilmente mensurable, y, para muchos, «¡si no se puede medir, no cuenta!».

Ciertas formas de conocimiento son mejores a la hora de generar cifras que otras, entre ellas los libros de texto, las enciclopedias, las suscripciones a publicaciones especializadas, los programas informáticos, los derechos de reproducción, las matrículas o inscripciones, las subvenciones gubernamentales, las ayudas I+D, los servicios profesionales y los trabajos asalariados. El conocimiento está integrado en los productos del mercado de masas que manejan grandes cifras, tales como las industrias cinematográfica y automovilística, aunque se limita a estar ahí, inextricable e inmutable. Pero para que se produzca un crecimiento económico necesitamos algo más que números: necesitamos conocimientos útiles, valiosos, conocimientos que lleven a la innovación (o que prevengan catástrofes y pérdidas).

Queremos conocimientos que contribuyan a crear empresas productivas, que generen más conocimientos y conduzcan a la innovación, o al menos a un mayor conocimiento, como los programas que nos permiten hacer cosas nuevas de maneras también nuevas. Cuanto más produce el conocimiento, más se parece a un valor activo y más apreciado resulta. Uno de los grandes momentos de la econometría fue la decisión del Departamento de Comercio de Estados Unidos de tratar los programas informáticos como un activo en lugar de un gasto a la hora de realizar los presupuestos nacionales.

También necesitamos personas capaces de crear conocimiento o innovar. A menudo oímos frases como «Nuestros empleados son nuestro principal activo», pero las personas no compran esos activos en el sentido habitual de comprar algo. La esclavitud y la servidumbre hace tiempo que desaparecieron. Los empleados son libres de abandonar su puesto de trabajo cuando quieran, aunque es posible evitar que se marchen a trabajar con la competencia si han firmado una cláusula a tal efecto.

California no incluye en sus contratos de trabajo cláusulas de no competencia, y a ello se ha atribuido en parte el éxito de Silicon Valley. Uno puede perder a alguien por la competencia, pero también puede suceder que encuentre a la persona idónea para su proyecto. La innovación depende del flujo multidireccional de conocimientos procedentes de diversas fuentes, y los buenos trabajadores que manejan conocimientos pueden resultar más versátiles y valiosos si son libres para buscar el lugar donde mejor encajen.

Colaboración

Las transacciones de conocimientos pueden ser tan sencillas como las de un mercado de valores: la venta directa de un artículo conocido. Sólo el precio varía. Cuando el artículo no es tan conocido, pueden ser necesarias ciertas negociaciones, pero la transacción puede seguir resultando sencilla. Si ambas partes están satisfechas, pueden hacer otra transacción, y otra, y otra más, construyendo así una relación en la que la confianza mutua sea cada vez mayor. Esto reduce los costes de las transacciones, y permite aumentar la magnitud y la profundidad de la interacción. Si la relación lleva camino de ser a largo plazo, las partes pueden intercambiar ideas e información mientras llevan a cabo las transacciones.

Del mismo modo que permite las transacciones y las transferencias, Internet facilita la colaboración, y no sólo en forma de relaciones basadas en transacciones, sino también como actividades conjuntas que incluyen programas de I+D. Pero el principal efecto de Internet ha sido la colaboración entre muchos, un modelo según el cual diversas partes trabajan juntas para lograr objetivos comunes.

Hoy por hoy, mantener una discusión de grupo por correo electrónico es algo habitual. En el mundo analógico, las discusiones de grupo sólo resultaban prácticas si todos los participantes se encontraban en la misma habitación u, ocasionalmente, al otro extremo de una línea telefónica. Pero las reuniones físicas y por conferencia tenían que ser programadas, organizadas y dirigidas. El correo electrónico proporciona alternativas espontáneas, informales y flexibles a las reuniones, las conversaciones por teléfono y los memorandos. Las wikis han hecho de las comunicaciones organizadas y el intercambio de conocimientos una tarea colaborativa. Otras formas de groupware (aplicaciones que ayudan a sus usuarios a realizar una tarea en común) dan apoyo a procesos necesarios para desarrollar programas y otros proyectos.

Estos efectos de las tecnologías de la información encajan muy bien en lo que los economistas institucionales consideran el fundamento de la empresa: un vehículo capaz de organizar determinadas actividades de forma más eficaz que en el mercado. Puesto que la empresa en este caso es de propiedad colectiva, los conocimientos pueden intercambiarse libremente dentro de sus límites sin miedo a que alguien se los apropie de forma indebida, y sin el engorro de las transacciones formales. Al menos en teoría.

En la década de los noventa no existía la Internet pública. Las redes eran privadas, y el correo electrónico sólo funcionaba dentro de las empresas. Las tecnologías de la información prometían eliminar las jerarquías, acelerar la posibilidad de compartir la información y volver los conocimientos accesibles a todos los empleados de una compañía. La gestión del conocimiento se convirtió en una herramienta para optimizar el uso compartido de la información dentro de una empresa. Animados por lo que las tecnologías de la información eran capaces de hacer, los gestores del conocimiento reconocieron la necesidad de compartir la información de forma efectiva.

Había más cambios en marcha, impulsados por el comercio global, la creciente competencia, la lógica de la especialización y el objetivo estratégico. Las empresas empezaron a deshacerse de todo aquello que consideraban menos crucial para la competencia pura y dura. El ejemplo más famoso de esto es el de IBM, que vendió el negocio de los ordenadores personales que durante tanto tiempo habían sido un referente en la industria informática para centrarse en proporcionar una amplia gama de servicios relacionados con las tecnologías de la información.

Innovación abierta

La contratación externa o outsourcing surgió en primera instancia por la reducción de costes que significaba trasladar la fabricación a países de bajo coste, como China. Pero las grandes empresas empezaron a reconsiderar el valor de mantener laboratorios de I+D de alto coste. El síndrome no se ha inventado aquí empezó a desaparecer a medida que aparecían productos y tecnologías de alta calidad desarrollados en cualquier lugar del mundo. Los jefes de producto se dieron cuenta de que les resultaba más eficiente contratar o adquirir tecnología fuera que desarrollarla dentro de la propia empresa, y además se liberaban de la obligación de atarse a un único socio externo. La gestión de I+D se convirtió en un arte que requería comprender los avances que se producían en todo el mundo y saber comprar estratégicamente, construyendo relaciones con otras compañías y universidades, y aprendiendo a colaborar.

Innovación abierta quiere decir buscar fuera las fuentes para innovar, y más en concreto la investigación, los componentes y otros ingredientes que las empresas necesitan para desarrollar productos y servicios innovadores. No significa necesariamente abierta en el sentido de sin patentar, libre o transparente. Pero sí pasa por comprender cómo funciona el ecosistema global de la innovación, y no sólo por la voluntad de adquirir piezas de tecnología de otros.

Los productos y servicios nuevos no salen de la nada, sino que se basan en funciones y elementos que otros usuarios conocen, así como en estándares o prototipos ya existentes en el mundo de la industria. Las inversiones se basan en otras inversiones presentes, pasadas o futuras, porque los componentes, los sistemas y los hábitos están diseñados para funcionar en conjunción. Las especificaciones comunes en puntos de especial importancia liberan a los productores de estar atados a determinados proveedores, y a los usuarios, de depender de un productor concreto. Los usuarios quieren que su información fluya y traspase las fronteras entre productos. Su mayor inversión es la información en sí, y, por lo tanto, quieren tener la mayor libertad posible para gestionarla como mejor les convenga.

Infraestructura

Internet es el paradigma de la interoperatividad. Internet demostró cómo una plataforma no regulada ni patentada podía extenderse rápidamente y ser utilizada por cualquiera para propósitos diversos. Cualquiera podía proporcionar servicios por Internet, y cualquiera podía diseñar nuevas funciones para ella independientemente del proveedor del servicio. Libre de restricciones tanto horizontales como verticales, los efectos de la Red se multiplicaron. Más conexiones, más usos y una demanda mayor se alimentaban mutuamente. A diferencia de las redes patentadas de la década de los ochenta, Internet ofrecía un sistema público de comunicación global en dos niveles que apuntaban el uno al otro: los números para configurar servidores y enrutadores y las claves de acceso.

Una vez que se tenía acceso a Internet, se podía usar libremente para intercambiar mensajes electrónicos, conexiones remotas, archivos o cualquier otro servicio disponible. No hacía falta suscribirse a cada uno de ellos individualmente, e incluso era posible implementar nuevos servicios de creación propia, siempre que hubiera otros dispuestos a utilizarlos. En lugar de ser un servicio en el sentido tradicional de ofrecer algo a un cliente, un servicio en Internet era un protocolo consensuado que cualquiera, desde colegas a proveedores, podía implementar. Y el alcance del servicio venía definido por quienes lo implementaban: la distribución de un correo a cinco personas creaba una nueva red.

Al mismo tiempo, las redes de datos cambiaron de forma radical la economía de las comunicaciones y del acceso a la información: ofrecían texto digital en una infraestructura física que estaba construida para la palabra-dato y financiada por la valiosa economía de la palabra-dato. Demasiado barata como para ser contabilizada.

Y el texto no es sólo contenido. Puede buscarse, dirigirse y compararse con otro texto. También se puede especificar su localización. Proporciona información sobre sí mismo. Y, empleando nombres de dominio, también puede crear redes.

Introducida en 1993, la World Wide Web resultó ser un servicio tan poderoso que creó otra plataforma además de Internet. La Red combinaba dos protocolos: http (para vincular y transmitir información por Internet) y HTML (para mostrar información). Era una infraestructura de nivel superior basada únicamente en la información, una infraestructura que cualquiera podía montar si sabía cómo insertar vínculos y enlaces ascendentes en un texto.

Los hipervínculos, tanto internos como externos, proporcionan un contexto, un paso sencillo, pero importante, para pasar de los meros contenidos al conocimiento. Ahora los documentos tienen la capacidad de definir su relación con los demás documentos y trascender sus propios límites. Anteriormente, las notas al pie y las referencias bibliográficas requerían la intervención del lector y, por lo tanto, ralentizaban la construcción del contexto.

En 1911 Alfred North Whitehead escribió:

Es una suposición incorrecta, y sin embargo repetida hasta la saciedad en textos, y también por personas eminentes a la hora de hacer discursos, que deberíamos cultivar el hábito de pensar en lo que estamos haciendo. Lo cierto es precisamente lo contrario. La civilización progresa ampliando el número de operaciones importantes que podemos realizar sin necesidad de pensar en ellas.

Por supuesto, necesitamos pensar. Pero no necesitamos que las dudas, las operaciones rutinarias o las transacciones innecesarias nos distraigan. No necesitamos detenernos para evaluar cada transacción, esperar a que se apruebe el presupuesto, negociar las condiciones o consultar a los abogados. Queremos poder pensar con agilidad y sin interrupciones.

Las tecnologías de la información nos han dado las herramientas y la infraestructura necesarias para convertir la investigación y el análisis en procesos rápidos y más eficientes. En muchos campos se comparten borradores de trabajo, a menudo de forma abierta. Empleamos palabras clave para limitar y ajustar nuestro pensamiento. Las búsquedas nos permiten no sólo acceder a documentos clave, sino también saber cómo se relacionan unos con otros. Y podemos hacer todo esto prestando la mínima atención al proceso, porque la tecnología está oculta, fuera de nuestra vista y nuestros pensamientos.

Para los investigadores académicos, la producción del conocimiento está íntimamente relacionada con el empleo del conocimiento, así que la inmediatez de la Red les resulta muy valiosa. Pero choca con los vestigios de la cultura impresa. Irónicamente, puede que la Red funcione mejor para los académicos consagrados, que pueden publicar artículos en servidores de acceso público donde su obra es rápidamente reconocida y leída. Los académicos jóvenes carecen de reputación, y pueden estar desesperados por publicar en revistas de prestigio antes que en la Red. Los famosos se hacen más famosos, mientras que los desconocidos luchan en la sombra de la vieja cadena del papel impreso con sus relaciones asimétricas, exclusividades forzosas y barreras a las transacciones.

Del producto al proceso

El poder de esta estructura del conocimiento en expansión otorga más valor al proceso, las destrezas intelectuales y la habilidad. La aprobación de la comunidad científica y la publicación formal siguen siendo importantes, pero, a medida que los flujos de conocimiento se aceleran, el protagonismo lo ostentan cada vez más el debate y el intercambio. Ya no llenamos las cabezas de los estudiantes de conocimientos: les enseñamos a pensar. La propiedad intelectual continúa siendo importante, pero en los cambiantes entornos tecnológicos hay otros factores igualmente clave: la capacidad de absorción, el dominio de la curva de aprendizaje y las ventajas de saber actuar primero.

En las economías desarrolladas, el sector terciario es el dominante, mientras que disminuye la mano de obra dedicada a producir cosas. La intensa competencia global ha convertido los productos manufacturados en artículos de uso corriente, haciéndolos menos rentables y atractivos que los servicios diferenciados basados en relaciones a largo plazo y flujos de beneficios. Los servicios pueden moldearse y redirigirse para que encajen con las necesidades del cliente. Los servicios dependen de destrezas que sólo están disponibles en las economías avanzadas, incluidas las competencias asociadas con el suministro de cadenas de mando, coordinación de proyectos I+D y rastreo de activos, marketing y franquicias.

Y, sin embargo, sabemos mucho más sobre la manufactura, la agricultura y la minería que sobre los servicios. Incluso algunos datos básicos como los gastos en I+D resultan problemáticos. Los servicios no son una parte establecida de los programas de gestión de las empresas. Las grandes empresas insisten en la necesidad de introducir una ciencia de los servicios tanto en la investigación como en la educación, pero con escasos resultados hasta la fecha.

Ni siquiera está claro a qué nos referimos al hablar de servicios. El término evoca una asimetría básica entre compradores y vendedores, proveedores y clientes. Remite a una relación de un solo sentido, y no de dos. Y, sin embargo, en un ecosistema donde abundan los componentes no siempre está claro cuándo se sube o se baja. Puesto que el valor puede proceder de varias direcciones, tiene más sentido hablar de valor en racimos que de valor en cadena. Lo que más importa no son los objetos que componen el racimo, sino la vitalidad de éste y su capacidad de seguir generando valor.

Pero el proceso mediante el cual los ecosistemas siguen generando valor no es evidente para los no iniciados. Los encargados de diseñar políticas comprenden el modelo del diagrama de flujo porque se parece mucho a las cadenas de montaje de la fabricación de automóviles. La investigación está en un extremo, las universidades convierten el conocimiento en patentes, el uso de las patentes se vende a las empresas, que las convierten en productos, y los productos salen por el otro extremo. Las patentes garantizan la exclusividad, que mantiene el conducto intacto y justifica la inversión necesaria para mantener vivo el proceso. El proceso, simplemente, se da por sentado, puesto que siempre parece el mismo.

Patentes

Resulta tentador ver las patentes como la moneda de cambio de la economía del conocimiento. Comparadas con otras formas de conocimiento, las patentes parecen parcelas de propiedad con límites definidos que pueden controlarse y venderse o comprarse en el mercado. En principio, las patentes favorecen el acceso público a cambio del derecho del propietario de la patente a negarles a otros el uso de su tecnología. Así que parecen resolver la paradoja básica de la compraventa de conocimiento. No conocemos el valor del conocimiento hasta que lo poseemos, pero una vez que lo hacemos no hace falta pagar por él.

El sistema de patentes se diseñó para un mundo más simple, de máquinas y materiales que hacían cosas muy concretas y se empleaban para hacerlas con moderación. Sin embargo, las tecnologías de la información se distinguen por la cantidad de conocimiento funcional, para una variedad infinita de propósitos, que puede insertarse en un espacio muy pequeño, como un chip o un programa informático. Con la caída en picado de los costes de transmisión y almacenaje, un programa informático de 10 MB puede almacenarse en un disco duro cuyo valor inmobiliario es inferior a la décima parte de un centavo de dólar. Y, sin embargo, un solo programa tendrá miles de puntos de función, una medida de la complejidad del código (alrededor de 100.000, en Windows XP). También tendrá numerosas funciones patentables y concurrentes en niveles superiores de abstracción, hasta llegar al propósito principal del programa. Casi todas estas funciones son de dominio público, ya sea porque nunca fueron patentadas o porque la patente ha expirado. Sin embargo, a diferencia de las leyes de derechos de autor o copyright, la ley de patentes no permite alegar la creación individual como argumento de defensa. De esta manera, los innovadores tienen que conocer todas las patentes existentes en cada momento. En principio, tienen la obligación de buscar, de hacer búsquedas para descartar que el producto o el servicio que están desarrollando no viola la patente de otro.

¿Por dónde empezar? El brillante hallazgo de uno puede ser la patente de otro. El lenguaje empleado para describir los programas informáticos es abstracto, ambiguo y cambia con el tiempo. Las funciones del programa que uno tiene deben compararse con lo que a menudo resultan ser docenas de funciones, supuestamente patentadas, para evaluar si se está violando alguna. Si parece que así es, uno puede rediseñar su programa para tratar de esquivar esas funciones ya patentadas, o puede seguir investigando para comprobar si las reclamaciones de esas supuestas patentes son válidas. Puesto que por lo general se asume que la mitad de las patentes de programas informáticos no son válidas, tal vez compense proceder a valorar si esas patentes son legítimas. Sin embargo, obtener una valoración legal de si existe o no violación de una patente cuesta más de 13.000 $ de media en Estados Unidos. Si la infracción parece probable, una nueva valoración de la patente costará unos 15.000 $. Estas cifras aproximadas son por patente, y, puesto que cualquier función es susceptible de violación, se pueden multiplicar con gran rapidez en el caso de los productos complejos, en especial si el prototipo en su fase inicial es rudimentario. De hecho, resulta mucho más barato solicitar una patente que hacer búsquedas por cada producto, ya que para solicitarla no es necesario siquiera buscar primero. Esos elevados costes de transacción tienen más sentido en la industria farmacéutica, donde hay una patente principal por producto, pero no en las tecnologías de la información, con toda su complejidad.

Paradójicamente, pensamos en las tecnologías digitales como algo infinitamente preciso por la manera en que manejan información y contenidos digitales. Pero las patentes de tecnologías digitales, y en especial las de programas, son, como han descrito los especialistas, meramente probabilísticas. Las grandes empresas han hecho frente a la complejidad de estas tecnologías, así como a la proliferación e incertidumbre de las patentes, estableciendo grandes carteras de patentes y autorizando el uso de las mismas a otras empresas. Esto les da libertad para operar, al menos respecto a sus principales competidoras. Sin embargo, las empresas pequeñas que tienen pocas patentes que ofrecer están en desventaja, y deben pagar para acceder a las grandes carteras de patentes. Tienen más oportunidades saliéndose del mercado de productos y empleando sus patentes de forma agresiva contra las empresas que operan dentro del mercado.

Como ya hemos dicho, las patentes individuales pueden favorecer las transacciones de tecnología (tales como los contratos de I+D), porque permiten compartir el conocimiento sin por ello perder el control de la patente. Una transacción centrada en las patentes también es efectiva a la hora de asignar el riesgo y la responsabilidad de patentes desconocidas que puedan ser propiedad de otros.

Pero a medida que las transacciones se vuelven más complejas y empiezan a parecerse más a colaboraciones realizadas a través de la Red, las patentes plantean numerosas dudas acerca de quién controla qué, tanto ahora como en el futuro. Un simple proyecto de investigación conjunta requiere un acuerdo sobre quién aporta qué patentes y cómo pueden hacer uso de ellas los demás. También requiere un acuerdo sobre quién se quedará con la tecnología desarrollada en el curso del proyecto, quién la gestionará y quién autorizará su uso no sólo a quienes participan en el proyecto, sino también a colaboradores futuros o a terceros. Cuanto más incierto sea el proyecto (y los proyectos más innovadores suelen serlo), más difícil será anticiparse a posibles contingencias y hacerles frente. ¿Qué ocurre cuando cambian los colaboradores? ¿Cuán fácil debería ser entrar o salir del proyecto? ¿Cuándo se convierte lo que empezó siendo un proyecto en una empresa conjunta (joint venture), o incluso en una compañía? No olvidemos que la manera más sencilla de abordar los problemas de coordinación puede ser limitar el campo de acción a una sola empresa. Al mismo tiempo, la infraestructura de la información facilita colaboraciones entre muchas partes que antes sólo eran posibles mediante interacciones cara a cara.

Muchos de estos problemas surgen durante el desarrollo de prototipos para las tecnologías de la información, una tarea colaborativa de vital importancia para la innovación. En épocas pasadas, los participantes eran menores en número, y más homogéneos. Los dueños de las patentes y los productores estaban bien definidos, y todos sabían quién era quién. Hoy por hoy, una inmensa variedad de intereses, grandes y pequeños, de mayoristas y minoristas, convergen en importantes proyectos de desarrollo de prototipos. Ocultar las patentes y hacerlas públicas únicamente cuando el prototipo ha sido terminado, adoptado e implementado a gran escala puede representar una ventaja.

Cuando se espera que la implementación sea amplia, que suele ser el caso de los programas informáticos, existe una gran presión para que se cedan los derechos de patente de forma gratuita, de manera que el prototipo se adopte rápida y ampliamente, sin que nadie se beneficie legalmente. Sin embargo, esto no resuelve el problema de los dueños de patentes que están fuera del proceso, los cuales no han accedido a nada y hacen bien en oponerse a que su prototipo se implemente y utilice libremente por parte de numerosos usuarios.

Fronteras en el ciberespacio

En el mundo real las fronteras tienen dos lados. Separan una jurisdicción de otra, o la propiedad de una parcela de tierra de otra. La interfaz estandarizada en la tecnología digital es también una frontera común. Al igual que las del espacio real, separa un componente de otro. Pero una interfaz no es sólo una línea brillante trazada en la are-na: es un límite inteligente que permite el tránsito de información.

Una patente es como una barrera. Pero no es una valla que comparten dos terratenientes, levantada de común acuerdo en una frontera común. Es más bien una valla hecha de palabras y construida por una parte interesada con el fin de reclamar para sí el máximo posible, ya sea ante el mundo o ante cualquier vecino identificado.

Al contrario de lo que muchos suponen, las patentes no son derechos para explotar una tecnología. Son sólo derechos para evitar que otros lo hagan —derechos negativos, por lo tanto—. Las patentes son cercas, más que conocimientos vallados. O por lo menos eso es lo que aspiran a ser. En realidad, su significado está en función de lo que quieren proteger, y aquello que los jueces creen que significan suele ser anulado después de una apelación el 30% o el 40% de las veces.

Sin embargo, las vallas parecen funcionar razonablemente bien en la industria farmacéutica, donde la exclusividad es la norma, los investigadores respetan las patentes, los límites están bien definidos y los elevados costes de la investigación, el desarrollo y la experimentación clínica justifican ampliamente los altos costes de las patentes.

Pero la guerra de patentes en las tecnologías de la información consiste básicamente en ignorar vallas levantadas por la competencia con objeto de afianzar una posición en el mercado (creando, idealmente, setos vivos de patentes que disuadan a los posibles intrusos). La gran demanda empuja a las oficinas de patentes hacia un modelo de servicio al cliente que facilita la obtención de patentes tanto por parte de los principiantes como de los dueños de carteras. Sin embargo, las empresas, en especial las nuevas, pueden quebrar, y sus patentes terminan siendo adquiridas por un amplio abanico de colectores de patentes, especuladores y secuestradores de patentes o trolls.

Lo que define el valor en estos mercados de patentes es la oportunidad de arbitraje basada en la violación de una patente. Los ganadores son aquellos cuyas cercas han sido incorporadas de forma involuntaria al producto de alguien, y las investigaciones demuestran que en menos del 3% de las demandas por violación de patentes de programas informáticos en Estados Unidos se alega plagio. En otras palabras, más del 97% de las infracciones parecen ser involuntarias.

¿Cómo puede ocurrir esto? Tal y como el experto en patentes Mark Lemley explica:

Tanto los investigadores como las empresas de la industria de componentes se limitan a ignorar las patentes. Prácticamente todo el mundo lo hace, y en todas las fases de la empresa industrial o comercial. Desde el punto de vista de alguien ajeno al sistema de patentes, se trata de un hecho bastante sorprendente. Y, sin embargo, tal vez sea lo que impide que el sistema de patentes malogre la innovación dentro la industria de componentes de tecnologías de la información.

Tal y como testificó la empresa Texas Instruments ante la Comisión Federal de Comercio:

Texas Instruments tiene cerca de 8.000 patentes activas en Estados Unidos. Pedirnos que conozcamos todo lo que contiene nuestra cartera de patentes con un mínimo grado de precisión es, en nuestra opinión, un ejercicio disparatado, además de exorbitantemente caro.

Y si una empresa con recursos como Texas Instruments no sabe qué patentes componen su cartera, ¿cómo pueden las pequeñas y medianas empresas desentrañar la maraña de cientos de miles de patentes que se encuentran en el mercado?

Dicho de otro modo: en un mundo virtual donde el conocimiento funcional es abundante y barato, conocer las patentes se ha convertido en algo prácticamente imposible.

¿Cómo hemos llegado hasta este punto? ¿Acaso el sistema de patentes no se creó para favorecer el acceso de las personas a los conocimientos? ¿Cómo han terminado las patentes perjudicando el mercado de bienes y servicios?

Institucionalizar la ignorancia

En un mundo que ya es global, las patentes siguen siendo territoriales, un producto de las leyes nacionales que está limitado por las fronteras entre países. El Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio o ADPIC, negociado en la década de los ochenta como parte del proceso subyacente a la Organización Mundial del Comercio, no creó un sistema global de patentes, ni tampoco logró conciliar las distintas leyes nacionales. La idea era dictar unos estándares mínimos que todos los países pudieran suscribir.

El ADPIC establece que:

Las patentes estarán disponibles, y los derechos de patente podrán disfrutarse, independientemente del lugar de invención y el campo de la tecnología, así como de si los productos son importados o producidos localmente.

Colada entre dos principios ampliamente aceptados que rigen las leyes del comercio hay una prohibición de discriminar los campos de la tecnología. ¿Dónde se origina esto? ¿Son las tecnologías tan antropomorfas que son víctimas de la discriminación? ¿Acaso la clave del conocimiento no es saber discriminar entre cosas distintas para poder así tratarlas de manera diferenciada? Las patentes se conceden a aquellas tecnologías que son diferentes, no a las que son iguales al resto.

Esta cláusula ilustra los peligros de los acuerdos internacionales negociados en un secreto elitista. Se incluyó para asegurar que todos los países firmantes autorizaran las patentes sobre medicamentos como si fueran productos, pero, en lugar de hacer explícitos los intereses de la industria farmacéutica, se vendió como un principio loable contra la discriminación. A pesar de que una disposición así carecía de precedentes en ninguna ley nacional, se ha convertido en un principio constitucional prácticamente indiscutido que parece encerrar el mundo en una visión ingenua de la tecnología e impide desarrollar políticas de patentes basadas en las evidencias empíricas.

Los especialistas han argumentado con convicción que discriminación no es lo mismo que diferenciación. Pero se trata de un matiz difícil de defender. Cuando los abogados empiezan a invocar obligaciones internacionales, la conversación se ha terminado.

Conclusión

La ignorancia institucionalizada del ADPIC es sólo la punta del iceberg. El alcance del conocimiento ha crecido de forma inversamente proporcional a nuestra capacidad de aprehenderlo. Una perspectiva coherente del conocimiento y la dirección adonde se encamina en un mundo de fronteras cada vez más difusas puede ser mucho pedir. Pero al menos podemos señalar algunas de sus lagunas y defectos.

Las disciplinas en las que podemos fijarnos están limitadas por sus propias epistemologías. Lo que no es, en el estricto sentido de la palabra, problema de nadie termina siendo precisamente el problema de nadie. La gestión del conocimiento no podía extenderse fuera de los límites de la empresa porque se topaba con controles legales que no eran operativos dentro de la empresa. Si la ciencia de los servicios ha de servir para conectar, debe asimilar de alguna manera la ciencia de la colaboración. La insularidad del sistema de patentes conduce a resultados discriminatorios, perjudicando a algunos y favoreciendo a otros.

El conocimiento adopta hoy en día nuevas y diversas formas que se abordan desde distintas comunidades. Ya no se trata de know-how, know-why, know-what (saber cómo, saber por qué, saber qué), etcétera. Por ejemplo, está la creciente importancia de los programas informáticos, con sus muchos niveles de abstracción, el papel decisivo de los prototipos como vehículo de información, la estructura de capas de información construida en Internet y la www, la creciente importancia de las patentes (en especial respecto a las tecnologías de la información y a los contenidos abstractos) y el auge de las redes y los entornos sociales. ¿Es siquiera posible considerar estas múltiples formas como un todo? Al mismo tiempo, cada vez somos más conscientes de que el conocimiento es en ocasiones una carga, así como de que puede ser incompleto, engañoso, y también de que puede llevar a la infracción o ser equivocado.

¿Podemos al menos ponernos de acuerdo en cuanto a las palabras a utilizar? Existen demasiadas palabras indispensables que se resisten a ser definidas, y admito que yo empleo unas cuantas: redes, abierto, innovación, servicio, mercados y también conocimiento. Llevan demasiada carga, demasiados matices, demasiado contexto como para utilizarlas a la ligera. Al tratar de abarcar la diversidad no reconocida, terminan por significar demasiado y, por lo tanto, demasiado poco. No obstante, estas palabras ocupan mucho espacio, y están aseguradas por su propia inercia.

Por eso las he empleado.

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