Elaborado por Materia para OpenMind Recomendado por Materia
35
Tiempo estimado de lectura Tiempo 35 de lectura

Introducción

El rápido crecimiento de las relaciones sociales globales es uno de los grandes acontecimientos de finales del siglo xx y principios del xxi. La sociedad de nuestros días ha adquirido dimensiones marcadamente globales: los seres humanos están conectados los unos con los otros a escala planetaria en un grado inimaginable hasta ahora. Incluso en lo profundo de la selva amazónica, los individuos son conscientes de que «la globalización nos afecta profundamente e interviene en todas las grandes cuestiones» (Vieira 2005).

Esta circunstancia global hace que surjan preguntas fundamentales relacionadas con la administración pública: ¿cómo podemos combatir mejor el cambio climático, las crisis financieras, las enfermedades infecciosas, las comunicaciones en red, la proliferación armamentística, las cadenas de producción transfronterizas o la adaptación intercultural (por nombrar sólo algunos de los grandes desafíos globales)? A medida que las conexiones interculturales cobran importancia en la sociedad, han ido surgiendo procesos de regulación que confieren mayor orden, estabilidad y control a los asuntos globales. Como en cualquier otro ámbito de la vida social, las relaciones globales están siendo dirigidas.

Sin embargo, ¿qué forma está adoptando esta gobernanza? ¿La regulación de las relaciones globales intensificadas ha de conducirse según los patrones internacionales, en el ámbito de las naciones-Estado, o requiere rebasar los confines nacionales y crear un gobierno mundial? ¿O acaso la creciente globalización es la oportunidad para regresar al imperialismo, o para recuperar formas de gobierno descentralizadas, al estilo medieval? O incluso: ¿debe un mundo globalizado ser gobernado mediante configuraciones institucionales hasta ahora desconocidas?

Cualquiera que sea la forma que adopte esta gobernanza global, ¿a qué propósito debe servir? ¿A maximizar el bienestar material dentro de una economía global? ¿A asegurar la integridad ecológica global? ¿A mejorar la justicia social mediante una redistribución equitativa de los recursos de la humanidad en su conjunto? ¿A garantizar la resolución pacífica de los conflictos globales? ¿A fomentar los procesos democráticos en un contexto de ciudadanía global? ¿A promover la creatividad y la sabiduría en una cultura global? ¿A velar por la moralidad de la comunidad internacional? O, tal vez, si el objetivo de un gobierno global debe englobar varios o incluso todos estos objetivos mencionados, ¿qué prioridades deben prevalecer cuando unos entran en conflicto con otros? ¿Cuál de ellos debe primar en casos de incompatibilidad, por ejemplo, entre eficiencia y sostenibilidad, justicia y paz, democracia y ética?

Este es, por lo tanto, el tema de este ensayo: cómo se puede gobernar un mundo más global a principios del siglo xxi. Las limitaciones de espacio nos impiden desarrollar respuestas completas, pero podemos aclarar las cuestiones centrales, y, más en concreto, qué marcos institucionales se están desarrollando y, desde el punto de vista de la normativa, qué perspectivas de valor deberían guiar estos procesos.

Para responder a dichas preguntas, la primera parte del ensayo describe brevemente los conceptos de globalidad y globalización. Este paso preliminar es necesario, puesto que las ideas sobre lo que es global son múltiples y divergentes. Con objeto de limitar la confusión es aconsejable, por lo tanto, que cada analista especifique lo que entiende por globalización.

La segunda parte del ensayo describe la gobernanza del mundo global contemporáneo en términos de una regulación policéntrica. El policentrismo hace referencia aquí al gobierno por medio de acuerdos institucionales transescalares y transectoriales en ocasiones difusos, y en otras concurrentes. En un marco institucional policéntrico, las políticas públicas globales se generan mediante complejas redes que engloban a los agentes oficiales, los mercados, la sociedad civil y los híbridos. Estos actores reguladores, además, operan en una mezcolanza de jurisdicciones locales, provinciales, nacionales y globales. Con tantas instituciones y legislaciones, puede ser difícil identificar las fuentes y seguir el curso del gobierno en relación con problemas globales. Esta situación plantea grandes dificultades de coordinación y responsabilidad que explican en gran medida por qué el gobierno de los asuntos globales dista mucho hoy en día de ser eficaz, e incluso legítimo.

La tercera parte del ensayo explora los marcos normativos que pueden aplicarse a estos procesos de gobernanza policéntrica. Diferentes ideologías asignan prioridades relativas distintas a los siete valores antes mencionados de productividad económica, integridad ecológica, justicia social, paz, democracia, vitalidad cultural y ética. El objetivo de esta última sección será identificar algunas de las elecciones políticas clave que cada ciudadano global debe hacer, más que describir cuáles deberían ser esas elecciones.

Globalización

Tal y como he explicado en otros textos (Scholte 2005, capítulo 2), el de globalización es un concepto profundamente discutido, y entendido de muy diversas maneras. Por ejemplo, algunos analistas definen la globalización como un proceso de internacionalización que aumenta de forma sustancial las interacciones e interdependencias entre países. Otros la conciben como la liberalización y reducción de las imposiciones estatales sobre el flujo entre países de bienes, servicios, capital y —en teoría, aunque no en la práctica— mano de obra. Otros identifican la globalización con la universalización, un proceso mediante el cual una serie de objetos y experiencias se exportan a todos los rincones del globo. Y aún hay otros que definen la globalización como la desterritorialización, proceso por el cual muchas relaciones sociales tales como las finanzas electrónicas y los sitios web (en parte) trascienden la geografía del espacio, la distancia y las fronteras.

Podría decirse que la globalización implica estas cuatro tendencias a la vez. Lo que hace falta, por lo tanto, es una definición que no sólo englobe e integre estas cualidades relacionadas, sino que al mismo tiempo identifique el carácter distintivo de la globalidad. Esto se puede conseguir si definimos la globalización como el crecimiento de la conectividad social transplanetaria. La globalidad es transplanetaria en tanto que implica espacios geográficos que pueden extenderse a cualquier rincón del mundo. Es social porque implica a individuos viviendo en colectividades (en este caso, a escala planetaria). La globalidad es conectividad en el sentido de que vincula circunstancias, experiencias y destinos (en este caso, en emplazamientos dispersos por todo el mundo). Según esta definición, pues, la globalización es el proceso mediante el cual cualquier sociedad humana adquiere dimensiones planetarias más marcadas.

La conectividad social transplanetaria se manifiesta en un conjunto de circunstancias materiales. Por medio de las comunicaciones globales, por ejemplo, las personas intercambian mensajes entre distintos puntos del planeta. Con los viajes globales, los individuos se trasladan físicamente a cualquier lugar. Las organizaciones globales orquestan operaciones interconectadas repartidas en varios continentes —por ejemplo, corporaciones globales de negocios, asociaciones de la sociedad civil global u organismos de gobernanza global—. Las leyes globales aplican determinadas normas y estándares en todo el planeta, incluyendo, por ejemplo, las leyes de la propiedad intelectual o los principios del comercio justo. La producción global comprende diferentes fases de la creación de un artículo (textil, electrónico, etc.) realizadas en diversas partes del globo. Los mercados globales distribuyen y venden determinados bienes y materias primas (billetes de avión, gas natural) a escala planetaria. El dinero global (el dólar estadounidense, la tarjeta visa) se emplea en transacciones económicas en todos los rincones del mundo. En las finanzas globales, las cuentas de ahorro y los créditos circulan por todo el planeta. La gestión militar global cuenta con fuerzas de operación en todo el mundo en forma de (por ejemplo) misiles intercontinentales, satélites de vigilancia y despliegues de tropas de largo alcance. La globalización de la salud se manifiesta en la propagación de enfermedades infecciosas y el tráfico de drogas. Los problemas ecológicos globales, tales como el cambio climático, la pérdida de la biodiversidad o la destrucción de la capa de ozono, afectan a las relaciones entre la humanidad y el resto de la naturaleza a escala global.

Además de todas estas expresiones materiales, la globalidad también se manifiesta en el terreno conceptual. Con la nueva conciencia global, los individuos saben que habitan en un contexto planetario, y sus imaginaciones los transportan a cualquier rincón del mundo. Hay una serie de lenguas (por ejemplo, el inglés), discursos (el desarrollo), símbolos (el logo de Nike) y narrativas (la telenovela) que tienen alcance global. Los espacios globales también propician estéticas diferenciadas, como la cocina de fusión, el diseño por ordenador, la literatura de la diáspora o la música de fusión. Mientras, varias identidades no territoriales y formas de solidaridad asociadas a ellas se extienden por todo el planeta, con lazos afectivos basados en la casta, el clan, la discapacidad, la fe, el género, la generación, la raza y la sexualidad.

Si tomamos el conjunto de esta multitud de circunstancias materiales y conceptuales, tenemos que la conectividad global es una presencia dominante y generalizada en la sociedad contemporánea. La mayoría de los seres humanos de principios del siglo xxi participan en varias de estas conexiones cada día. De hecho, muchas, si no todas, de las circunstancias sociales de hoy en día tienen un componente significativo de globalidad. Vivimos en un mundo global.

La periodización histórica de la globalización es objeto de una considerable controversia. Muchos analistas subrayan acertadamente que las relaciones sociales transplanetarias no son exclusivas de la era actual. Épocas anteriores también fueron escenario de un grado considerable de comercio y finanzas globales, migraciones de larga distancia, religiones mundiales, comunicaciones transoceánicas por cable, epidemias globales, etcétera. Como siempre, nada es nunca nuevo en la historia de la humanidad.

Sin embargo, la globalización contemporánea, que avanza a pasos de gigante —más o menos desde mediados del siglo xx—, ha expandido la conectividad social transplanetaria hasta alcanzar dimensiones sin precedentes. Para empezar, la suma de todos los vínculos globales que existen hoy en día supera todo lo conocido hasta el momento. Además, el alcance y la diversidad de las clases de relaciones transplanetarias actuales superan a los de cualquier época pasada. La variedad de individuos que participan hoy en los espacios globales es también mayor que nunca, y abarca todas las clases sociales, todos los países y todas las culturas. Y, lo que es más, los individuos del mundo actual tienden a experimentar conexiones globales con mucha mayor frecuencia e intensidad que en el pasado. La velocidad de las transacciones transplanetarias también ha alcanzado cotas históricas, hasta el punto de que muchas de las comunicaciones globales son instantáneas. Y los efectos generales de la globalidad están mucho más presentes en la sociedad contemporánea. Así, aunque las relaciones globales se remonten en el tiempo, su cantidad, frecuencia, intensidad, velocidad e impacto son hoy superiores desde el punto de vista cualitativo. Por lo tanto, no parece descabellado afirmar que el término globalización data de los últimos cincuenta años, y no de antes. Ninguna lengua del mundo poseía esta palabra antes de 1960, y hoy no existe ninguna que no la tenga.

A pesar de este asombroso giro histórico, los analistas deben cuidarse de evitar exageraciones globalistas cuando hablan de la sociedad contemporánea. Las localidades, los países y las regiones conservan una importancia diferenciada en el mundo actual. A pesar de los creciente flujos globales, la geografía territorial continúa teniendo una influencia dominante en los patrones de producción, gobierno e identidad. La globalización no ha borrado otras dimensiones de la vida social. Antes bien, los ámbitos globales se interrelacionan en complejas combinaciones con los ámbitos regionales, nacionales y locales. Por consiguiente, tal y como detallaré en breve, la globalización no está generando un gobierno mundial centralizado, sino un aparato de gobierno descentralizado y de múltiples estratos.

La globalización contemporánea también ha sido un proceso desigual. En primer lugar, esta tendencia no ha afectado a todo el mundo por igual. Algunos lugares (por ejemplo, las llamadas ciudades globales) y determinados grupos sociales (los ejecutivos de corporaciones) están muy globalizados, pero no se puede decir lo mismo de los pastores nómadas del Sáhel. Además, los beneficios y perjuicios de la reciente globalización no se han distribuido de forma equitativa. Ha habido ganadores (y en gran medida, como los gestores de fondos de inversión) y perdedores (incluidas las víctimas de catástrofes humanitarias como el sida).

Estas desigualdades han convertido la globalización en escenario de enfrentamientos políticos considerables (Held y McGrew 2007). Como explicaré en la parte final de este ensayo, los paladines de los enfoques predominantes de la globalización afirman que las adversidades y desigualdades del mundo globalizado actual son inevitables y serán superadas a medio-largo plazo (Bhagwati 2004). Los críticos, en cambio, pueden dividirse entre antiglobalización y alter-mundialización o globalización alternativa. Los primeros afirman que la globalización es inherentemente perjudicial, y que la sociedad, por lo tanto, debería ser desglobalizada, reduciendo los vínculos transplanetarios (Bello 2004). En cambio, los defensores de al alter-mundialización mantienen que el problema no es la conectividad transplanetaria en sí misma, sino las medidas que se están adoptando con vistas a globalizar aún más el mundo. Si se cambiaran las políticas, dicen, la globalización sería más beneficiosa. Algunos partidarios de la globalización alternativa proponen reformas relativamente modestas (Stiglitz 2002), mientras que otros promueven ambiciosos programas de cambios (Shiva 2005).

Y, sin embargo, sea cual sea la postura política que uno elija, está claro que la velocidad y la orientación de la globalización son en gran medida una cuestión de gobernanza. No cabe duda de que una serie de fuerzas históricas profundas y poderosas han alimentado la expansión de los espacios transplanetarios en la sociedad contemporánea (Scholte 2005, capítulo 4). Sin embargo, esas fuerzas no predeterminan la naturaleza exacta ni las consecuencias de un mundo más global. El rumbo de la globalización es fruto de determinadas decisiones políticas. Para comprender dichas decisiones es necesario examinar cómo se gobierna la globalización.

Gobernanza policéntrica

Un espacio social siempre está gobernado. Cada vez que un foro determinado adquiere importancia, los individuos desarrollan reglas e instituciones reguladoras para asegurar su estabilidad, fiabilidad, orden y control. Épocas históricas anteriores, por ejemplo, fueron testigos de la aparición de asentamientos locales, vieron la creación de aparatos de gobierno tales como los concejos municipales, las ciudades-Estado, las baronías y las asociaciones gremiales. Más tarde, la creciente importancia del ámbito nacional estuvo acompañada por el auge de las ciudades-Estado. Más recientemente, la regionalización de la economía y la sociedad ha propiciado la aparición de marcos reguladores como la Unión Europea o la Comunidad de Desarrollo del África Austral (conocida como SADC por sus siglas en inglés).

Esta misma lógica es válida para la globalización. A medida que las conexiones transplanetarias han ido creciendo en número e influencia (en particular desde mediados del siglo xx), los acuerdos de gobierno relativos a los espacios globales han proliferado y aumentado. Hoy existen innumerables leyes, normas, estándares y principios destinados a enmarcar la forma en que se gestionan las relaciones sociales globales. Se han desarrollado reglas altamente sofisticadas para las comunicaciones globales, las finanzas globales, las cuestiones medioambientales globales, el control global de las armas, etcétera. Como resultado, en la sociedad actual hay un alto grado de gobernanza global.

Está claro que esta gobernanza global no ha adquirido la forma de un gobierno global en el sentido de una autoridad centralizada que tenga la última palabra sobre todas las cuestiones dentro de una jurisdicción que abarque la totalidad del planeta. Algunos analistas, como los partidarios de una federación mundial, han confiado en (e incluso defendido) que la globalización amplíe el estado soberano a dimensiones planetarias (Davis 1984). Pero esto no se ha producido, y hay pocos indicios de que vaya a producirse. Hasta este momento, los asuntos internacionales no están regulados —y es poco probable que lleguen a estar gobernados— por un estado mundial.

Y, sin embargo, no hay razones para que la gobernanza global tome la forma de un gran estado judicial. Como ya he dicho, la historia de la humanidad ha conocido distintas modalidades de regulación de la sociedad. El estado soberano unitario y centralizado es sólo una de las formas posibles de gobernanza, y si consideramos la historia en su totalidad, veremos que no es una tradición tan antigua. De hecho, en determinados territorios el estado moderno no ha llegado a ser nunca del todo operativo. Por lo tanto, no debería sorprendernos que la gobernanza global no adopte la forma de un estado mundial. Pero, si no es en forma de gobierno planetario, ¿cómo opera la gobernanza contemporánea de los asuntos globales?

Es crucial subrayar desde el principio que la gobernanza global tiene mucho que ver con los estados nacionales. La globalización y el estado territorial han coexistido sin grandes problemas en una relación de mutuo apoyo. De hecho, los estados han facilitado en gran medida la globalización —por ejemplo, con la liberalización del comercio y los flujos de inversión—. Por otra parte, sin embargo, la globalización ha reforzado el poder de los estados —por ejemplo, mediante las nuevas tecnologías de vigilancia y la intensificación de la colaboración entre gobiernos—. Por tanto, no es cierto, como sugieren algunos analistas, que la globalización suponga el fin, o siquiera el declive, del estado nacional (Khan 1996; Strange 1996). La mayoría de los estados territoriales son hoy por hoy tan grandes y sólidos como antes, y es difícil imaginar cómo podrían abordarse los desafíos globales contemporáneos sin contar con ellos.

Pero tampoco es cierto que la globalización contemporánea no haya afectado en absoluto al Estado-nación. Debido en gran medida al auge de la conectividad transplanetaria, el estado nacional y territorial de principios del siglo xxi opera de maneras cualitativamente distintas a como lo hacía hace un siglo. Como todo lo demás en la historia, los estados cambian en el tiempo, y la globalización ha sido una ocasión clave en sus recientes transformaciones.

En primer lugar, porque el rango de influencia de los estados nacionales en el mundo global actual supera a menudo los límites estrictamente territoriales. Así, por ejemplo, las políticas que un estado adopta en asuntos como el cambio de divisas, las emisiones de gases de efecto invernadero, las epidemias o los flujos de comercio pueden afectar —y a menudo lo hacen— a individuos que viven fuera de la jurisdicción de dicho estado. Los grandes estados, en particular, tienen la capacidad de influir profundamente en la vida diaria de millones de personas que nunca han puesto un pie en sus territorios. Estas personas, además, no tienen voz a la hora de elegir a los gobiernos extranjeros que tanto afectan a su subsistencia.

Aunque los distritos electorales continúan siendo nacionales, los gobiernos actuales a menudo dirigen sus políticas a circunscripciones globales, en ocasiones incluso primando a éstas frente al público nacional. Por ejemplo, casi todos los estados ajustan hoy en día sus leyes sobre inversión, impuestos y empleo con vistas a satisfacer el capital global tanto como —o, a veces, por encima de— los negocios de ámbito nacional. En la era de las comunicaciones transplanetarias instantáneas y omnipresentes, la mayoría de los gobiernos también trata de cultivar una imagen positiva en los influyentes medios de comunicación globales (CNN, Financial Times, etc.), tanto como en la prensa nacional. Muchos estados, además, prestan hoy en día atención a agentes de la sociedad civil global como pueden ser los grupos defensores de los derechos humanos, las ONG o las asociaciones religiosas y de defensa del medioambiente. Éstas y otras son las maneras en que los estados del mundo global contemporáneo sirven a intereses que van más allá de los meramente nacionales.

La globalización también ha afectado al comportamiento de los estados en términos del crecimiento de las redes transgubernamentales. En épocas anteriores los estados nacionales se relacionaban entre sí casi exclusivamente mediante sus ministerios de Asuntos Exteriores y sus servicios diplomáticos. Sin embargo, la intensificación de las conexiones globales ha propiciado que otros departamentos de gobierno establezcan sus propias relaciones entre estados fuera de los cauces diplomáticos establecidos (Slaughter 2004). Así, por ejemplo, los principales directivos de los bancos centrales de diferentes países mantienen intercambios periódicos y se coordinan los unos con los otros en asuntos financieros globales. Las comunicaciones y los viajes globales también permiten contactos diarios y reuniones cara a cara entre funcionarios agrícolas, departamentos de educación, reguladores del medioambiente, ministros de Sanidad, servicios de inmigración y aduanas, fuerzas policiales y muchas otras divisiones del Estado. Ejemplos concretos de transgubernamentalismo incluyen el Grupo de los Ocho (G8), la Competition Policy Network (Red de Políticas sobre la Competencia), la Human Security Network (Red de Seguridad Humana) y el Nuclear Supplies Group (Grupo de Suministradores Nucleares, NSG). La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) coordina actualmente varios millares de comités intergubernamentales y grupos de trabajo al año. En muchas ocasiones, en el mundo globalizado actual, los funcionarios de un determinado ministerio tienen una relación más estrecha con sus homólogos de otros estados que con los de otros departamentos de su propio país. De esta forma, los estados contemporáneos han pasado a estar tan relacionados que a menudo es difícil saber si una medida pública determinada (un ajuste de los tipos de interés o una estrategia de prevención de una enfermedad, por ejemplo) han partido de este o aquel gobierno. En lugar de ello, las medidas surgen de una red intergubernamental. Para catalogar estas crecientes regulaciones los especialistas en leyes han empezado a desarrollar un nuevo campo llamado de ley administrativa global, para diferenciarlo del derecho internacional tradicional, que regula las aduanas y los tratados entre países (Kingsbury y Krisch 2006).

En muchos casos la necesidad de colaboración entre Estados en un mundo más globalizado ha conducido al establecimiento y la consiguiente expansión de agencias intergubernamentales permanentes. Por nombrar tres de las muchas que operan en la actualidad: el Banco de Pagos Internacionales o BIS gestiona las reglas de conducta de las finanzas globales, la Organización de la Conferencia Islámica (OIC) promueve la cooperación entre gobiernos de países de población mayoritariamente musulmana y las Naciones Unidas se ocupan de una amplia gama de cuestiones de políticas públicas globales. Al contrario que las redes transgubernamentales, las organizaciones intergubernamentales tienen sus sedes, presupuestos, personal y asesorías legales propios, independientemente de los países que las conforman. Con el tiempo estas instituciones han adquirido una relativa autonomía respecto a los estados que las crearon en primer lugar. Su influencia en los estados miembros más débiles puede ser importante, como ilustra la autoridad que ejerce el Fondo Monetario Internacional en los gobiernos del hemisferio Sur.

Además de promover el desarrollo de instituciones intergubernamentales integradas por miembros de todos los continentes, la globalización ha fomentado también, desde mediados del siglo xx, la proliferación y el crecimiento de agencias de gobernanza regional. Muchos gobiernos nacionales han sabido apreciar las ventajas de abordar cuestiones como el comercio global, las finanzas globales, las migraciones globales, etcétera desde una perspectiva regional. Entre las mencionadas agencias figuran la Unión Europea, el Fondo Monetario Árabe (AMF) y la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN). Además, en las últimas décadas se ha producido el nacimiento de un nuevo multilateralismo regional, con mecanismos interregionales como la Zona de Paz y Cooperación del Atlántico Sur y el Foro Asia-Europa (ASEM) (Hänggi, Roloff y Rüland 2006). Al igual que ocurre con los organismos intergubernamentales que operan en el nivel estatal, estas organizaciones regionales han adquirido un grado notable de autonomía respecto a sus países miembros.

El gobierno de los asuntos globales se ha desarrollado también mediante instituciones subestatales. Así, ciertos gobiernos locales y provinciales han dado pasos respecto a cuestiones medioambientales globales, redes criminales globales, comercio global e inversión global, entre otros asuntos. Algunos gobiernos subestatales —en especial en Asia del Este, Europa y Norteamérica— han creado sus propios departamentos de asuntos exteriores, que en algunos casos tienen sedes permanentes en el extranjero. Ciertas autoridades subestatales han institucionalizado también algunas de sus colaboraciones globales, independientes de los estados nacionales, en organizaciones como Ciudades y Gobiernos Locales Unidos (UCLG) y el Foro de Gobierno Local de la Mancomunidad de Naciones (CLGF).

Apoyada en agencias oficiales con competencias globales, regionales, nacionales, provinciales y locales, la gobernanza contemporánea de asuntos globales tiene un marcado carácter multiplicador. Hasta mediados del siglo xx las regulaciones sociales derivaban casi exclusivamente de y eran ejecutadas por instituciones nacionales. Por el contrario, las políticas públicas trabajan actualmente en varias redes simultáneas, en las cuales se formulan, administran y revisan las reglas mediante combinaciones de entidades supraestatales, estatales y subestatales. Así, la gobernanza de las relaciones transplanetarias incluye, por lo general, instituciones globales y vínculos entre ellas, aparatos regionales e interregionales, agencias nacionales y transgubernamentales, acuerdos locales y translocales y comunicación y colaboración entre los diferentes ámbitos. Esta situación ha llevado a muchos analistas a hablar de regulaciones policéntricas (Enderlein, Wälti y Zürn, en prensa). Sin embargo, el concepto de gobernanza trans-escalar tal vez recoja mejor las densas interconexiones entre jurisdicciones y cómo éstas a menudo se solapan entre sí.

La complejidad institucional de la gobernanza global aumenta cuando se toman en consideración cualidades transectoriales. Muchos asuntos globales están hoy en día regulados en parte fuera del sector público (por asociaciones de negocios u organizaciones sociales, por ejemplo). A este respecto, la globalización contemporánea ha sido escenario de numerosos casos de privatización de la gobernanza (Cutler, Haufler y Porter 1999; Graz y Nölke 2008). Por ejemplo, varios aspectos de las finanzas globales están regulados por entidades relacionadas con la industria, como la Asociación Internacional del Mercado de Capitales (ICMA), el Hedge Fund Standards Board (HFSB) y el Grupo Wolfsberg (contra el blanqueo de dinero). La autorregulación también se ha extendido en el terreno del comercio y la inversión globales, con el establecimiento de códigos de conducta voluntarios para la llamada responsabilidad social corporativa. Entre los agentes del sector privado importantes en el gobierno de las comunicaciones globales figuran el Grupo de Tareas Especiales de Ingeniería en Internet (IETF) y el Consorcio World Wide Web (W3C). El movimiento a favor del comercio justo se gobierna básicamente a través de instituciones civiles como la Organización Mundial por el Comercio Justo (WFTO) y la Asociación del Sello de Productos de Comercio Justo (FLO). Otras iniciativas de la sociedad civil gestionan programas de certificación no oficiales para promover la sostenibilidad ecológica, incluido el Consejo de Administración Forestal (FSC) y el Consejo para la Administración Marina (MSC). En todos estos casos, y en otros, los agentes no gubernamentales no han esperado a que los estados iniciasen la gobernanza global, y han emprendido tareas de regulación por sí mismos.

Hay otros casos en los que los acuerdos para el gobierno de algunos asuntos globales han adoptado una forma híbrida que incorpora elementos públicos y privados. Estas instituciones —en ocasiones llamadas multi-stakeholder forums o foros multilaterales entre partes interesadas— han sido construidas sobre la base de la colaboración entre círculos oficiales y representantes del mercado y la sociedad. Algunas de estas organizaciones datan de la primera mitad del siglo xx —entre ellas se encuentran la Organización Internacional del Trabajo (ILO), la Unión de Berna (que regula los créditos a la exportación) y la Organización Internacional para la Normalización (ISO)—. Sin embargo, los mecanismos híbridos de gobernanza global se han multiplicado desde finales de la década de los noventa. Entre los de nueva creación figura la Corporación de Internet para la Asignación de Nombres y Números o ICANN, que regula los protocolos y dominios de Internet en todo el mundo. La ICANN es un negocio con participación activa de la sociedad civil y supervisado por el Departamento de Comercio de Estados Unidos. Por su parte, el Fondo Global para Luchar contra el Sida, la Tuberculosis y la Malaria (GFATM) tiene un consejo de representantes que incluye donantes, gobiernos, fundaciones, el sector empresarial, ONG y víctimas de la enfermedad. Y el Proceso de Kimberley (KPCS) aúna los esfuerzos de sectores de los gobiernos, el mundo de los negocios y la sociedad civil para luchar contra el negocio de los llamados diamantes ensangrentados.

Dado su carácter transescalar y transectorial, el gobierno de los desafíos mundiales tiene unos límites muy difusos. Para cada cuestión global se emprenden iniciativas reguladoras en multitud de puntos distintos: a escala global, nacional, regional y local, y dentro de los sectores oficiales, comerciales y de la sociedad civil. A menudo las jurisdicciones de los diferentes acuerdos reguladores se solapan, y las jerarquías entre ellos no están claras. Por ejemplo, ¿quién gobierna Internet: los estados-nación, la Unión Internacional de Telecomunicaciones (ITU), la iniciativa privada W3C o el ICANN? Son muchos los que participan, pero ninguno está al cargo.

Por lo tanto, podríamos hablar de una transición, en el contexto de la intensa globalización contemporánea, de un modelo de gobernanza estatista a uno policéntrico (Scholte 2005, capítulo 6). El modelo estatista también se conoce como de Westfalia, en alusión al tratado de 1648 que articulaba los modernos principios de la soberanía estatal. En aquellas circunstancias, la gobernanza estaba altamente centralizada en un solo nivel (el nacional) y un único actor (el Estado). Por el contrario, la sociedad más global del siglo xxi está regulada de manera más policéntrica, con muchos puntos de toma de decisiones, y con jerarquías a menudo difusas y mal comunicadas entre sí. Aunque la metáfora dominante del modelo estatista de gobernanza era la pirámide, con el gobierno central nacional en la cúspide, para la situación actual se antoja más apropiada una corona con hojas de olivo o una rosquilla, donde multitud de elementos están entrelazados alrededor de una cuestión o un problema concretos, pero sin estar necesariamente vinculados, y sin un punto central que haga las veces de coordinador.

Otros analistas prefieren emplear un vocabulario distinto a la hora de describir la situación actual de gobernanza mediante acuerdos transescalares, transectoriales, difusos y en ocasiones coincidentes. En lugar del policentrismo, algunos hablan de un nuevo medievalismo, argumentando que en la Edad Media también había múltiples niveles de gobernanza y una combinación de autoridad pública y privada (Akihiko 2002; Friedrichs 2004). Otros han propuesto etiquetas como plurilateralismo, gobernanza de redes, multilateralismo complejo, cosmocracia, soberanía compleja y orden mundial desagregado (Cerny 1993; Reinicke 1999-2000; O’Brien et al. 2000; Keane 2003; Slaughter 2004; Grande y Pauly 2005).

Pero, independientemente de la terminología empleada para definir la gobernanza postestatista, la situación implica claramente importantes desafíos relativos a la coordinación, la responsabilidad y la democracia. Una situación policéntrica provoca inevitablemente problemas de coordinación cuando —como a menudo es el caso— distintos agentes dispersos abordan un problema global sin comunicarse o consultarse entre sí. Las cuestiones de responsabilidad surgen cuando —como sucede con frecuencia— no se puede identificar el origen de medidas que han resultado perjudiciales, ya que no está claro quién tomó la decisión. En cuanto a los problemas de índole democrática, surgen cuando los individuos afectados por acuerdos policéntricos tienen escasa conciencia, participación o control de las medidas tomadas para transformar sus vidas.

Hacia el bien global

Las cuestiones democráticas amplían la discusión sobre cómo gobernar un mundo más global: ya no se trata sólo de diseñar procesos reguladores, sino de garantizar que los acuerdos institucionales trabajen por el bien público. En pocas palabras, es importante preguntarse no sólo qué formas adopta la gobernanza global, sino también a qué propósitos debe servir.

Para evaluar si la gobernanza global consigue o no resultados positivos es necesario tener primero una visión de la sociedad ideal. Por supuesto, las teorías sobre lo que sería una buena sociedad (más global) son variadas. El liberalismo, el socialismo, el fascismo, la nueva religiosidad o el feminismo radical tienen cada uno su idea de lo que debería ser la gobernanza global. Además, las preferencias ideológicas difieren de una persona a otra dependiendo del contexto histórico o cultural, las circunstancias materiales, la disposición psicológica y la situación política. Por lo tanto, el siguiente marco normativo para evaluar la gobernanza global no aspira a ser la verdad definitiva, sino un estímulo para la reflexión y el debate.

Desde esta perspectiva particular (y preceptiva), el gobierno de un mundo globalizado debería tener como propósito principal mejorar las vidas humanas apoyándose en ocho valores básicos: dinamismo cultural, democracia, justicia distributiva, integridad ecológica, libertad individual, bienestar material, moralidad y solidaridad. Paso a explicar cada uno brevemente. Con dinamismo cultural me refiero a que la gobernanza global debería promover el desarrollo creativo y la libre expresión de estilos de vida diversos, además de apoyar el intercambio entre culturas y el enriquecimiento mutuo de éstas. Desde el punto de vista de la democracia, los individuos, en una sociedad global mejor, deberían poder tomar decisiones sobre sus vidas de manera colectiva, mediante debates abiertos, libres y responsables en los que todas las partes interesadas pudieran hacerse oír (Scholte 2008). Con la justicia distributiva, las ventajas y los perjuicios de la globalización serían repartidos de forma equitativa, evitando desigualdades arbitrarias derivadas de la casta, la clase social, el país, la cultura, la (dis)capacidad, el género, la generación, la raza, la sexualidad y la división rural/urbano. Con integridad ecológica, una gobernanza global fomentaría las condiciones naturales que les permitieran a las especies (la humana y las de otra clase) florecer. Con reglas que garantizasen la libertad individual en las relaciones sociales transplanetarias se asegurarían las posibilidades de cada individuo de determinar el curso de su vida. Con una gobernanza que buscara el bienestar material, todas las personas tendrían acceso a una alimentación, una asistencia sanitaria, una vivienda, una alfabetización, un trabajo y un tiempo libre de calidad. Con moralidad, la globalización se regularía de manera que la dignidad y los méritos de cada individuo fueran debidamente reconocidos. Con solidaridad, el mundo globalizado promovería el apoyo colectivo, la vida en comunidad, la confianza y la paz entre los habitantes del planeta en los niveles nacional, regional y local.

Como ya he dicho, estos ocho valores básicos se abordan aquí en conjunto. En otras palabras, se consideran aspectos de un solo paquete que se refuerzan mutuamente, en lugar de objetivos individuales que han de perseguirse por separado y siguiendo un orden determinado. De esta manera, el panorama sugerido difiere del liberalismo, que tiende a situar la libertad individual primero y el resto de los valores después. También difiere del socialismo, que tiende a concentrarse en la justicia distributiva, desatendiendo los otros valores. Es distinto igualmente del ecologismo, que persigue la integridad ecológica de forma unilateral, y de la nueva religiosidad, que se concentra en una visión moral particular del mundo. En lugar de todo eso, la perspectiva normativa aquí descrita sugiere que una sociedad mejor (y más global) es posible cuando se persiguen ocho valores fundamentales en una combinación holística.

Claro que pueden surgir tensiones entre los valores centrales en determinados contextos de la gobernanza global. Por ejemplo, la búsqueda del bienestar económico global puede en ocasiones convivir con dificultad con la búsqueda de la integridad ecológica global. De igual manera, la democracia en ocasiones requiere delicados equilibrios entre el gobierno de la mayoría, los derechos de las minorías y las libertades individuales. La diversidad cultural puede también desafiar determinados códigos de conducta. Cuando se produzcan estas tensiones, las partes afectadas deberán alcanzar compromisos mediante la deliberación pacífica.

Claro que para gobernar los asuntos globales será necesario primero despejar la ambigüedad que en muchos casos entrañan estos valores básicos. Por ejemplo, la ética del interculturalismo constructivo global dista mucho aún de estar clara. Ni tampoco sabemos a ciencia cierta qué forma deberá adoptar la democracia a la hora de aplicarla a la gobernanza global (BGD 2009). Faltan unos criterios precisos para determinar lo que es justo en una sociedad global, y las herramientas políticas capaces de poner en marcha una redistribución global progresiva no están aún perfeccionadas. Las definiciones de lo que constituye bienestar en un contexto global tampoco están claras, con indicadores que en ocasiones se contradicen entre sí, como el Índice de Desarrollo Humano (HDI), la Felicidad Interior Bruta (GNH) o el Índice de Progreso Genuino (GPI). También los códigos morales son a menudo difusos y discutibles cuando se trata de determinar cuál es la conducta apropiada en las relaciones globales. En suma, todavía hace falta una gran cantidad de exploración teórica y experimentación práctica para desarrollar marcos normativos viables que guíen las relaciones sociales globales.

Pero, aun cuando se superasen estas dificultades, es obvio que las condiciones actuales de un mundo más global distan mucho de esa sociedad mejor sustentada en ocho pilares a la que hemos aludido. Los asuntos globales contemporáneos están marcados por la destrucción cultural, los gobiernos autoritarios, la desigualdad estructural, los daños ecológicos, la represión de la libertad, el empobrecimiento material, las afrentas a la dignidad humana y la desintegración social. En general, estos males existen a escala global en formas y grados que no se tolerarían hoy en día a escala nacional o local. Por esta razón los llamados movimientos por la globalización alternativa argumentan que son necesarias —y posibles— otras formas de conectividad social transplanetaria (Fisher y Ponniah 2003).

Sin duda, las perspectivas llamadas neoliberales que dominaron la teoría y la práctica a finales del siglo xx han perdido toda credibilidad. Su visión general mantiene que el propósito principal, si no el único, de la regulación global es promover la libertad individual en un mercado de proporciones planetarias. Con ese fin, el neoliberalismo prescribe la maximización de la iniciativa privada y la minimización de la intervención estatal. Este enfoque asume —implícita, si no explícitamente— que un mercado libre globalizado generará por sí solo la prosperidad, la democracia, la sostenibilidad ambiental y la paz (Legrain 2004; Wolf 2004). El enfoque neoliberal, por lo general, tiene poco que decir sobre la justicia distributiva («la desigualdad es una realidad inevitable»), la cultura («no es un verdadero problema»), la solidaridad («la gente actúa siempre por su propio interés») o la ética («una cuestión personal»).

Pero a finales de la década de los noventa cundió el descontento por las consecuencias reales de los enfoques neoliberales de la gobernanza global. En primer lugar, sus principios se aplicaban de manera selectiva. Por ejemplo, se animaba a los países pobres a que abrieran sus mercados a las transacciones globales, mientras que los ricos a menudo mantenían cerrados sus sectores clave. Mientras tanto, las medidas para liberalizar los flujos globales de capital no venían acompañadas de pasos equivalentes para liberalizar los movimientos globales de los trabajadores. Inconsistencias como ésta alimentaron el escepticismo, y se extendió la opinión de que el neoliberalismo era en la práctica un instrumento ideológico empleado por los fuertes para defender sus ya ventajosos intereses.

Además, dos décadas de lo que se ha dado en llamar el consenso de Washington sobre neoliberalismo han demostrado que las promesas no siempre se cumplen. A pesar de los reajustes estructurales y la flexibilización, cientos de millones de personas de todo el mundo seguían sumidas en la pobreza llegado el fin del milenio. Al mismo tiempo, los mercados globales liberalizados hicieron inmensamente rica a una minoría. Aunque es cierto que en las décadas de los ochenta y los noventa hubo elecciones legislativas nacionales multipartidistas en más países, las credenciales de la gobernanza global en su conjunto seguían siendo más bien pobres. Lejos de proporcionar sostenibilidad, dos décadas de neoliberalismo elevaron la destrucción ecológica global a cotas sin precedentes. Mientras tanto, el neoliberalismo abogaba por una ética de competencia global, claramente en detrimento de la solidaridad, la confianza y la paz. Pasaron los años, y más y más detractores del neoliberalismo hacían público su descontento en las calles. Incluso muchos directivos de negocios que previamente habían apoyado las soluciones de libre mercado a los problemas del planeta admitían en torno al año 2000 que el neoliberalismo puro era una fórmula del todo deficiente para mejorar la sociedad en un mundo globalizado.

Como reacción, algunos de quienes criticaban el neoliberalismo desde la década de los noventa han adoptado posturas neomercantilistas frente a los mercados globales liberalizados. Estos escépticos afirman que la globalización es per se incompatible con el dinamismo cultural («globalización es igual a homogenización»), la democracia («globalización es igual a imperialismo»), la integridad ecológica («la globalización destruye el medioambiente»), la libertad individual («la globalización es opresiva»), la moralidad («la globalización protege a los pederastas y los evasores de impuestos») y la solidaridad («la globalización mina la vida en comunidad»). Si la globalización es intrínsecamente mala, entonces la única respuesta, dicen los neomercantilistas, es restringir los vínculos con los espacios globales y concentrarse en las esferas regionales, nacionales o locales, desde las que sí es posible construir una sociedad mejor. A tal fin, los neomercantilistas defienden medidas tales como fuertes controles de los flujos globales, incentivos a la producción local, protección de las divisas nacionales, defensa de las identidades nacionales, etcétera. Las tendencias neomercantilistas han sido evidentes, por ejemplo, en los fracasos ocurridos desde 1999 a la hora de liberalizar aún más el comercio global a través de la Organización Mundial del Comercio. El neomercantilismo también ha sido el responsable de restricciones estatales sobre migración e iniciativas para crear fondos monetarios regionales alternativos al FMI.

El neomercantilismo ha acertado a la hora de señalar los principales defectos del neoliberalismo, pero su problema es que se asienta en supuestos erróneos. Uno de ellos es que la globalización es sinónimo de liberalización, de manera que la única solución posible es desglobalizar, implantando medidas que obstruyan los flujos transplanetarios. Hay otros enfoques posibles del mundo globalizado, como en seguida veremos. El segundo error del neomercantilismo es dar por hecho que los espacios regionales, locales o nacionales son por sí mismos más proclives a albergar una sociedad mejor que los globales. La experiencia ha demostrado una y otra vez que los escenarios regionales, locales y nacionales pueden ser lugares de gran infelicidad cuando reina el autoritarismo, la desigualdad, la contaminación o la violencia. No existe una correlación directa entre la escala geográfica de una sociedad y la calidad de vida que proporciona a sus habitantes. Un tercer error fundamental del neomercantilismo es que asume que los individuos necesariamente definen sus comunidades en términos territoriales. Muy al contrario, para algunas personas la solidaridad puede tener mucho más que ver con la edad, la casta, la clase, la discapacidad, la fe, el género, la raza o la sexualidad que con las localidades, las regiones o los países. Por último, el neomercantilismo se apoya en la premisa insostenible de que cincuenta o sesenta años de enorme expansión de la conectividad social transplanetaria son fácilmente reversibles. Un giro de la historia de estas características requeriría, simultáneamente: (a) negar los profundos vínculos globales de los cambios ecológicos; (b) poner fin a las relaciones capitalistas que subyacen a las finanzas y las cadenas de producción globales; (c) suprimir las tecnologías digitales y de otra índole que están detrás de las comunicaciones globales; (d) desarmar los complicados acuerdos de gobernanza policéntrica arriba descritos y (e) borrar la globalización del imaginario de la humanidad entera, prácticamente. Esta eliminación exhaustiva de las estructuras sociales existentes es tan improbable que podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que la desglobalización es una opción a descartar.

Sin embargo, como ya se ha señalado, la desvinculación no es la única alternativa al neoliberalismo como marco de actuación para gobernar un mundo globalizado. Las opciones son mucho más amplias que la clásica dicotomía entre libre mercado y proteccionismo. Por ejemplo, muchos de quienes antes defendían el neoliberalismo han cambiado de postura en la última década para defender lo que podría denominarse un paradigma de mercado social global. Esta versión corregida o aumentada del consenso de Washington afirma que la gobernanza de la globalización basada en el mercado podría, convenientemente revisada, dar lugar a una sociedad mejor (Stiglitz 1998; Rodrick 2001). Mientras que el neoliberalismo sugiere que los libres mercados pueden hacer maravillas por sí solos, el enfoque del mercado social global sanciona la intervención de los círculos oficiales y la sociedad civil para corregir posibles fallos u omisiones. Esta intervención contempla cosas tales como iniciativas anticorrupción, redes de seguridad social para programas de ajustes macroeconómicos, el programa un trabajo decente promovido por la Organización Internacional del Trabajo, el fomento activo de la alfabetización de las mujeres, las multas por contaminación, los planes de responsabilidad social corporativa, la colaboración entre partes interesadas (stakeholders), la mejora del acceso a los medicamentos de los países desfavorecidos y el concepto de bienes públicos globales. En todos estos casos, las medidas estatales serían un añadido encaminado a controlar la globalización dirigida por el mercado y mantener a éste alejado de sus potenciales peligros.

Los enfoques de mercado social global tienen, ciertamente, la ventaja de hacer frente a las realidades de la globalización en lugar de limitarse, en lo que sería una reacción propia del neomercantilismo, a negar los profundos vínculos transplanetarios que, tal y como apuntan las cosas, están aquí para quedarse. Sin embargo, es poco probable que estas modestas reformas sean suficientes. Transcurridos diez años de la proclamación de un consenso post-Washington, la globalización sigue estando tan lastrada como antes por la degradación medioambiental, la inestabilidad financiera, la crisis económica, la desigualdad, la opresión, la violencia armada, las imperfecciones de la democracia y el adormecimiento cultural producto del consumismo descontrolado. No hay apenas indicios de que reformas basadas en el mercado tales como la sustitución del carbón puedan por sí mismas corregir el calentamiento del globo. Parece muy difícil que los muy loables Objetivos de Desarrollo del Milenio anunciados en 2000 puedan alcanzarse con estrategias basadas sólo en las dinámicas del mercado. La autorregulación mediante la responsabilidad social corporativa no ha logrado contener el inmenso poder del gran capital. El fomento a gran escala de la transparencia no ha vuelto a los mercados más estables ni más equitativos.

De hecho, el colapso financiero de 2008 ha llevado a preguntarse a muchos antiguos defensores de las políticas de mercado social global si un enfoque basado en los mercados puede por sí solo resultar en una sociedad mejor. ¿Puede una visión exclusivamente económica englobar las dimensiones culturales, ecológicas, políticas y psicológicas de las vidas humanas? ¿Acaso no existen tensiones entre el capitalismo (con su lógica de acumulación) y la justicia distributiva que las fuerzas de mercado no sólo no son capaces de resolver, sino que, por el contrario, exacerban? De igual modo, ¿no existe una inconsistencia inherente entre la integridad ecológica y la subordinación de la naturaleza que impone el capitalismo con sus fines de acumulación? ¿Es que la libertad y la democracia no son algo más que donar dinero a víctimas anónimas mediante instituciones de caridad?

Preguntas como éstas han empujado a algunos críticos de la globalización centrada en los mercados a adoptar una postura anticapitalista (Bircham y Charlton 2001; Broad 2002; Kingsnorth 2003). Los socialistas globales, por ejemplo, han sugerido que una lucha de clases a escala planetaria podría generar un modelo de producción poscapitalista basado en la justicia distributiva y la solidaridad. Las feministas radicales, por su parte, defienden una reconstrucción de la globalización sobre la base de una ética del cuidado (del otro y la naturaleza) enmarcada en una lógica de la generosidad mutua. Otros críticos —llamados posestructuralistas, posmodernistas o poscolonialistas— promulgan una reorientación de la globalización lejos del materialismo económico y hacia políticas culturales de identidad y conocimiento. Los ecologistas, los movimientos por la liberación de los animales y las epistemologías aborígenes subrayan la necesidad de revisar de forma exhaustiva las relaciones entre sociedad y naturaleza que habitan en el corazón del mundo globalizado. Los defensores de la nueva trascendencia dicen que una sociedad mejor (más global) pasa por desplazar el foco de atención del mercado laico a las relaciones de la humanidad con lo espiritual y lo divino. Todas estas visiones transformadoras de una sociedad mejor coinciden en que la globalización puede y debe ser impulsada por otras fuerzas que no sean las capitalistas.

Cada una de estas propuestas de una reinvención completa de la globalización tiene sus defectos, claro. Por ejemplo, algunas reemplazan el economismo de la actual gobernanza global basada en el mercado por un culturalismo, un ecologismo o un moralismo de caracteres no menos unidimensionales. Además, estas visiones transformadoras tienen aún que demostrar en detalle tanto la naturaleza de la alternativa que proponen como el proceso por el cual el cambio propuesto sería puesto en práctica. Sin estos detalles es difícil evaluar seriamente los atractivos y las desventajas de lo que plantean. Un camino apenas esbozado e incierto tiene escasas posibilidades de recabar apoyos. De hecho, las transformaciones imaginadas por estas propuestas poscapitalistas pueden ser tan poco realistas que sería difícil que viesen la luz antes de, al menos, dos generaciones.

Si el modelo de sociedad global basada en el mercado es inaceptable, y si las fórmulas para su transformación son inalcanzables a corto o medio plazo, entonces la alternativa plausible puede estar en un paradigma de democracia social y ecológica. Un marco normativo para la gobernanza global de esta índole partiría del modelo democrático occidental, con su énfasis en la potenciación de la justicia dentro del capitalismo mediante una redistribución progresiva y determinada colectivamente (Held 2004). Sin embargo, tal y como aquí se concibe, una democracia social global y ecológica para el siglo xxi habrá por fuerza de someter determinados principios a una reinterpretación ecológica y una renegociación cultural. El programa de medidas resultante es más holístico, y tiene un rango de influencia que va más allá de los países occidentales.

Con las prioridades puestas en compartir de manera equitativa los frutos de un capitalismo que operara a escala global, una democracia global social y ecológica implicaría una serie de reformas sustanciales implementadas de manera firme y sistemática con objeto de asegurar la redistribución progresiva de los recursos globales. Las medidas del orden predominante actual, centrado en el mercado, para promover una mayor igualdad son más bien pobres: ayudas (limitadas) al desarrollo, condonación (lenta) de la deuda y restricciones (tardías) a los paraísos fiscales. Con semejante enfoque laissez faire, el coeficiente de Gini ha permanecido cercano a 65, por encima de la desigualdad de la renta per cápita en todos los países excepto Namibia, y muy superior al margen de 25-35 existente en casi todos los países europeos (Sutcliffe 2002; Milanovic 2005; CIA 2009). Hacer realidad una asignación más global y equitativa de los beneficios y oportunidades pasa por reconstruir las reglas existentes (las relativas al acceso al crédito o la propiedad intelectual, por ejemplo) y las instituciones reguladoras (el Fondo Monetario Internacional o La Organización Mundial del Comercio). También requeriría introducir nuevas agencias de gobernanza tales como una Agencia Global de Inversiones (que, entre otras cuestiones, regulara la competencia a escala planetaria) y una Organización Global de Movilidad (que supervisara de manera justa y transparente las migraciones intercontinentales). La justicia global distributiva también saldría beneficiada de la creación de un sistema tributario progresivo para actividades globales —que hasta el momento han favorecido de manera desproporcionada a los círculos más ricos— tales como las transacciones con divisas, los mercados de valores, los viajes aéreos o el acceso a Internet. El dinero recaudado de estos impuestos, distribuido mediante una Autoridad Tributaria Global, podría invertirse en programas de bienestar para las regiones desfavorecidas.

Huelga decir que sería necesario actuar con extremo cuidado para asegurar que esa justicia distributiva global regulada por instituciones también globales se lograra por medios exclusivamente democráticos. La gobernanza imperante basada en el mercado dista de ser del todo democrática, y la introducción de nuevos acuerdos reguladores sería la ocasión idónea para corregir este defecto, en lugar de agravarlo. Una mayor democracia en la gobernanza global se conseguiría en parte empleando los mecanismos existentes de participación y control estatal. Así se mejorarían, entre otras cosas, la transparencia informativa, los errores parlamentarios, los procesos judiciales, la investigación periodística y el compromiso de la sociedad civil. Una democracia global también se beneficiaría de una mayor información a los ciudadanos acerca de lo que supone la globalización, de manera que las personas afectadas estuvieran más preparadas para evaluar sus circunstancias y tomar decisiones respecto a asuntos globales. Además, la democratización de la gobernanza global requeriría una serie de reformas institucionales que dieran voz a todos los colectivos. Ello implicaría a su vez que los países más débiles tuvieran voz y voto en la toma de decisiones globales. Por otra parte, también implicaría incluir a colectivos tradicionalmente marginales como los parias de las distintas sociedades, las personas con discapacidad, los grupos religiosos y el campesinado. Tomados conjuntamente, todos estos pasos conducirían a la reconstrucción de una democracia para un mundo más global.

Sin embargo, y por ambiciosas que fueran, esas reformas en las áreas de la justicia distributiva y la democracia no bastarían por sí solas para conseguir una sociedad global mejor en las próximas décadas. Para que resulten sólidos, los cimientos de la nueva democracia requerirán un tercer elemento tan importante como los dos ya mencionados. La democracia nacional del siglo xx debe transformarse en el siglo xxi en una democracia social, global y ecológica. Una reorientación semejante implicaría, por ejemplo, que todas las políticas públicas globales fueran cuidadosamente evaluadas en términos de sus repercusiones en las condiciones de vida sobre la Tierra (en la atmósfera, la biosfera, la geosfera y la hidrosfera). Dentro de los gobiernos nacionales, los ministros de Ecología deberían tener igual o mayor importancia que los de Economía o Comercio. En lugar del pequeño y marginal Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), se crearía una Organización Ecológica Global con autoridad similar al FMI o la OMC. Dicha organización facilitaría, entre otras cosas, estrategias globales en asuntos como el cambio climático o la pérdida de la biodiversidad. También elevaría las energías renovables a la categoría de prioridad mundial, y supervisaría el tratamiento de los residuos tóxicos globales. Mientras tanto, una serie de impuestos globales redistributivos (sobre las emisiones de carbono o el comercio con productos forestales, por ejemplo) contribuiría a hacer de la integridad ecológica un asunto de primera importancia.

Una segunda cualidad que distinguiría a una sociedad global y ecológica de sus predecesoras sería su interculturalidad constructiva. El gobierno de los asuntos globales desarrollado hasta la fecha ha tenido como modelo, casi exclusivamente, el estilo de vida occidental. La visión del mundo de Occidente puede resultar, desde luego, digna de elogio, pero no es ni de lejos la única fuente de sabiduría e innovación necesaria para construir los ocho valores básicos que deben cimentar una sociedad mejor, ya explicados más arriba. Al contrario, las tradiciones occidentales podrían aprender mucho de otras visiones del mundo, sobre todo en cuestiones de integridad ecológica, solidaridad y ética intercultural. Y, sin embargo, en el pasado las culturas de Occidente han mostrado a menudo indiferencia ante lo otro, negándose incluso a reconocer, y mucho menos explorar, la diversidad. En lugar de ello, las políticas interculturales coloniales y poscoloniales han tendido siempre a rechazar con actitudes imperialistas las formas de vida no occidentales. La democracia social a la vieja usanza, por su parte, también tiene un bagaje histórico bastante triste respecto a las relaciones interculturales, habiendo afirmado poco menos que la superioridad occidental abriría la puerta al progreso de la humanidad, y que los otros, menos desarrollados, deberían aceptarla sumisos y dejarse guiar por ella.

Una democracia social global y ecológica sería la ocasión de alterar este histórico patrón de (a menudo violento) unilateralismo occidental. Proporcionaría un escenario alternativo en el que los principios de justicia social, vitalidad ecológica y democracia evolucionarían mediante prácticas interculturales marcadas por el reconocimiento mutuo, el diálogo, el intercambio de enseñanzas y la negociación respetuosa de las diferencias. Con semejante ética de pluriversalidad, diferentes mundos culturales podrían cohabitar en paz en un único escenario global. Esta interculturalidad constructiva no sólo generaría innovaciones legislativas muy necesarias: también garantizaría —al reconocer, acomodar y promover la diversidad— la legitimidad de la gobernanza global en todas las comunidades afectadas. Tal y como la imagino, esta democracia global social y ecológica supondría una reevaluación exhaustiva de las políticas de identidad, donde la diversidad cultural pasaría de ser fuente de división y conflicto a ámbito de codependencia solidaria.

Es obvio que las ideas y herramientas arriba descritas requieren ser estudiadas con mayor detalle de lo que permite este breve ensayo. Además, es necesario reflexionar cuidadosamente sobre las estrategias políticas necesarias para poner en práctica esta visión de futuro. No cabe duda de que muchas serían acogidas con escepticismo, si no clara oposición, en especial por parte de esos círculos poderosos que en las últimas décadas se han beneficiado de manera desproporcionada de la globalización centrada en los mercados. Haría falta persuadir a estos grupos privilegiados de que una democracia global social y ecológica sería una sociedad mejor también para ellos. El debate debe continuar. Y lo hará.

Conclusión

En este ensayo he presentado la globalización contemporánea como una transformación sin precedentes de la geografía social en la que las conexiones transplanetarias entre las personas han crecido en número, alcance, frecuencia, velocidad, intensidad e influencia. Esta transcendental re-espacialización de la vida social se ha producido de forma paralela a la reconfiguración de la gobernanza, la cual se ha alejado de la regulación estatal y ha evolucionado hacia una disposición policéntrica. Gobernar el mundo más global del siglo xxi pone en tela de juicio cuestiones normativas seculares referidas a cómo debe ser una sociedad y cómo se pueden fomentar valores básicos tales como el dinamismo cultural, la democracia, la justicia distributiva, la integridad ecológica, la libertad individual, el bienestar material, la moralidad y la solidaridad.

Construir una gobernanza policéntrica legítima que haga posible una sociedad mejor se ha convertido en una tarea urgente. Los desafíos culturales, ecológicos, económicos, políticos y psicológicos de la globalización contemporánea son de gran calado, hasta el punto de que han creado algo parecido a una crisis permanente y generalizada. Las finanzas globales han desencadenado implosiones económicas continuas desde la década de los ochenta. Las epidemias han provocado un pánico tras otro en el mismo periodo. Las alarmas internacionales por escasez de alimentos o energía y la proliferación de las armas nucleares y el terrorismo han traído la inseguridad a la vida cotidiana. La tendencias demográficas globales y los cambios ecológicos globales supondrán a largo plazo nuevas crisis.

Por lo tanto, resulta imprescindible comprender cómo puede gobernarse un mundo más global. Es una tarea tanto analítica (en el sentido de diseñar cómo debe operar una gobernanza policéntrica) como normativa (en el sentido de elaborar conjuntos de valores que guíen las políticas públicas globales). El desafío, entonces, será vincular los conocimientos analíticos y normativos de manera que promuevan una práctica legítima y efectiva de la gobernanza global. Este ensayo ha sugerido que ninguno de los modelos hasta ahora existentes —neoliberalismo, neomercantilismo y mercado global social— sirve para lograr una sociedad mejor. Por lo tanto, son necesarias innovaciones más ambiciosas de gobernanza, orientadas en concreto a una democracia global social y ecológica.

Los escépticos tacharán, sin duda, estas ambiciones de utópicas e impracticables, y no hay duda de que será necesaria una lucha política prolongada y a gran escala para hacerlas realidad. Y, sin embargo, ¿quién habría predicho en la década de los cuarenta que llegado el año 1960 gran parte de Asia y África estarían descolonizadas? ¿Quién, en la década de los sesenta, podía suponer que la Guerra Fría terminaría en la de los ochenta? ¿Quién imaginaba en los años ochenta que Internet sería tan importante para la sociedad veinte años después? Visto esto, la construcción de una democracia global social y ecológica a medio plazo puede parecer una meta plausible, una vez que los ciudadanos del mundo sean conscientes de la necesidad de actuar.

Bibliografía

Akihiko, T. The New Middle Ages: The World System in the 21st Century. Tokio: International House of Japan, 2002.

Bello, W. Deglobalization: Ideas for a New World Economy. 2.ª ed. Londres: Zed, 2004.

BGD. Página web del programa Construyendo una Democracia Global. Disponible en www.buildingglobaldemocracy.org (consulta: 28 de septiembre de 2009).

Bhagwati, J. N. In Defense of Globalization. Nueva York: Oxford University Press, 2004.

Bircham, E., y J. Charlton, eds. Anti-Capitalism: A Guide to the Movement. Londres: Bookmarks, 2001.

Broad, R., ed. Global Backlash: Citizen Initiatives for a Just World Economy. Lanham (Maryland): Rowman & Littlefield, 2002.

Cerny, P. G. «Plurilateralism: Structural Differentiation and Functional Conflict in the Post-Cold War World Order». Millennium 22, núm. 1 (primavera de 1993): 27-51.

CIA. «Distribution of Family Income – Gini Index». En The World Factbook. Disponible en www.cia.gov/library/publications/the-world-factbook/fields/2172.html (consulta: 3 de octubre de 2009).

Cutler, A. C., V. Haufler y T. Porter, eds. Private Authority in International Affairs. Albany (Nueva York): State University of New York Press, 1999.

Davis, G. World Government, Ready or Not! Sorrento (Maine): Juniper Ledge, 1984.

Enderlein, H., S. Wälti y M. Zürn, eds. Handbook on Multilevel Governance. Cheltenham: Elgar (en prensa).

Fisher, W., y T. Ponniah, eds. Another World Is Possible: Popular Alternatives to Globalization at the World Social Forum. Londres: Zed, 2003.

Friedrichs, J. «The Neomedieval Renaissance: Global Governance and International Law in the New Middle Ages». En I. F. Dekker y W. G. Wouter, eds.Governance and International Legal Theory. Dordrecht: Kluwer, 2004, 3-36.

Grande, E., y L. W. Pauly, eds. Complex Sovereignty: Reconstituting Political Authority in the Twenty-First Century. Toronto: University of Toronto Press, 2005.

Graz, J.-C., y A. Nölke, eds. Transnational Private Governance and Its Limits. Londres: Routledge, 2008.

Hänggi, H., R. Roloff y J. Rüland, eds. Interregionalism and International Relations. Londres: Routledge, 2006.

Held, D. Global Covenant: The Social Democratic Alternative to the Washington Consensus. Cambridge: Polity, 2004.

Held, D., y A. McGrew. Globalization/Anti-Globalization: Beyond the Great Divide. 2.ª ed. Cambridge: Polity, 2007.

Keane, J. Global Civil Society? Cambridge: Cambridge University Press, 2003.

Khan, L. A. The Extinction of Nation-States: A World without Borders. La Haya: Kluwer Law International, 1996.

Kingsbury, B..W., y N. Krisch, eds. «Symposium on Global Governance and Global Administrative Law in the International Legal Order». European Journal of International Law 17 (2006): 1-278.

Kingsnorth, P. One No, Many Yeses: A Journey to the Heart of the Global Resistance Movement. Londres: Free Press, 2003.

Legrain, P. Open World: The Truth about Globalization. Chicago: Dee, 2004.

Milanovic, B. Worlds Apart: Measuring Global and International Inequality. Princeton: Princeton University Press, 2005.

O’Brien, R., A. M. Goetz, J. A. Scholte y M. Williams. Contesting Global Governance: Multilateral Economic Institutions and Global Social Movements. Cambridge: Cambridge University Press, 2000.

Reinicke, W. H. «The Other World Wide Web: Global Public Policy Networks». Foreign Policy 117 (invierno de 1999-2000): 44-57.

Rodrik, D. The Global Governance of Trade as if Development Really Mattered. Nueva York: Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, 2001.

Scholte, J. A. Globalization: A Critical Introduction. 2.ª ed. Basingstoke: Palgrave Macmillan, 2005.

—. «Reconstructing Contemporary Democracy». Indiana Journal of Global Legal Studies 15, núm. 1 (invierno de 2008): 305-350.

Shiva, V. Earth Democracy: Justice, Sustainability, and Peace. Cambridge (Massachussetts): South End Press, 2005.

Slaughter, A.-M. A New World Order. Princeton: Princeton University Press, 2004.

Stiglitz, J. Globalization and Its Discontents. Nueva York: Norton, 2002 [ed. esp.: El malestar en la globalización. Madrid: Taurus, 2003].

—. More Instruments and Broader Goals: Moving toward the Post-Washington Consensus. Helsinki: Universidad de las Naciones Unidas, Instituto Mundial para la Investigación del Desarrollo Económico, 1998.

Strange, S. The Retreat of the State: The Diffusion of Power in the World Economy. Cambridge: Cambridge University Press, 1996.

Sutcliffe, B. A More of Less Unequal World? World Income Distribution in the 20th Century. Hegoa, Documento de Trabajo 31. Bilbao: Universidad del Pais Vasco, 2002.

Vieira, A. Entrevista del autor con el secretario general del Grupo de Trabalho Amazônico en Manaos, 17 de agosto de 2005.

Wolf, M. Why Globalization Works. New Haven (Connecticut): Yale University Press, 2004.

Citar esta publicación
Escuchando
Mute
Cerrar

Comentarios sobre esta publicación

El nombre no debe estar vacío
Escribe un comentario aquí…* (Máximo de 500 palabras)
El comentario no puede estar vacío
*Tu comentario será revisado antes de ser publicado
La comprobación captcha debe estar aprobada