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05 julio 2022

Andrew Crosse, el señor del rayo y el trueno

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No importa cuánto se divulgue o se eduque en la ciencia, el tópico del científico loco nunca ha desaparecido, y probablemente nunca lo hará. Desde Frankenstein a Marvel, el personaje del investigador excéntrico y obsesivo es un favorito de la ficción, pero también de las historias sensacionales sobre personajes reales. Uno de los que gozan de esta aureola es el británico Andrew Crosse (17 de junio de 1784 – 6 de julio de 1855), cuyos experimentos pioneros con la electricidad atemorizaban a sus vecinos hasta el punto de que algunos veían en ellos alguna clase de magia demoníaca. Pero si no cabe duda de que Crosse se ganó a pulso su leyenda, su figura ha proliferado en el mundo del misterio y lo oculto a costa de exagerarse su biografía con proclamas dudosas, como que inspiró el libro de Frankenstein, o directamente falsas, como que creó vida a partir de la nada.

Dos años después de la muerte de Crosse, en 1857, su segunda esposa Cornelia publicaba un libro titulado Memorials, Scientific and Literary, of Andrew Crosse, the Electrician, en el que desgranaba la vida y obra de su marido. Allí contaba que en una ocasión, durante una sesión política de aquellas en las que Andrew solía participar, su intervención fue acogida por los granjeros con pitos y abucheos. Alguien preguntó quién era aquel caballero, y un granjero respondió: “Crosse, el hombre del trueno y el relámpago; no puedes pasar cerca de su casa maldita por la noche sin peligro para tu vida; quienes han estado allí han visto demonios rodeados de relámpagos, bailando en los cables que ha colocado por sus tierras”.

Un jardín convertido en laboratorio

Si la escena nos recuerda a otro estereotipo del cine de terror, el anciano que alerta sobre el peligro que amenaza a quien no le escuche, esto evidencia hasta qué punto los experimentos de Crosse, a quien llamaban también el “mago de Quantocks” —por las Quantock Hills—, debían de ser aparatosos y aterradores. Y no era para menos: en su finca de Fyne Court, cerca de Broomfield en Somerset, llegó a tender hasta 2 kilómetros de cable de cobre entre postes fijados a los árboles más altos, conectados a dos grandes bolas de metal, una fuera y otra dentro de la sala de música, en cuya galería del órgano se situaban 50 botellas de Leyden, los primeros condensadores; se estima que cada botella de Leyden cargada podía producir hasta 60.000 voltios. A todo ello se sumaba un monstruoso conjunto de más de 2.000 pilas voltaicas.

BBVA-OpenMind-Yanes-Andrew Crosse_1 Crosse convirtió el jardín de Fyne Court en un inmenso laboratorio. Crédito: Wikimedia Commons
Crosse convirtió el jardín de Fyne Court en un inmenso laboratorio. Crédito: Wikimedia Commons

En la Universidad de Bristol, los arqueólogos Stuart Prior y Tim Mowl se dedicaron hace unos años a indagar en Fyne Court, hoy abierta al público a través de la organización de conservación histórica National Trust, y cuyo edificio principal ardió en 1894. Allí encontraron restos que aún persisten de aquel inmenso laboratorio de jardín. “Cuando las condiciones atmosféricas eran favorables, el aporte de fuerza eléctrica, literalmente de los cielos, era tan grande que las baterías se cargarían y descargarían cada vez con un relámpago monstruoso y una masiva explosión de sonido”, escribían en la revista Garden History. “Lo que impresionaba a los muchos visitantes de Crosse era la facilidad con la que manipulaba estas fuerzas letales con su barra aislante, dirigiéndola hacia sus baterías y botellas experimentales, o inofensivamente hacia tierra”. El tinglado podía cargarse y descargarse 20 veces por minuto, cada una de ellas con el ruido de un cañón; desde luego, incluso siendo Fyne Court una propiedad extensa y relativamente apartada, Crosse no era el vecino que cualquiera desearía.

Una temprana pasión por la electricidad

Esta podría haber parecido una improbable ocupación para un estudiante de leyes en la Universidad de Oxford, hijo de familia pudiente, que se preparaba para ser abogado cuando a sus 21 años se quedó huérfano y heredó las propiedades de sus padres. Y sin embargo, la afición por la ciencia en general, y por la electricidad en particular, fue para él una inclinación temprana, desde que a los 12 años asistió a un curso de ciencias naturales. En el colegio fabricó su primera botella de Leyden, y ya como dueño y señor de Fyne Court dejó sus estudios para entregarse a la experimentación en química, mineralogía y, sobre todo, electricidad, el gran avance de moda en su época.

Esta obra de arte replica el experimento de electrocristalización de Crosse. Crédito: Hui Wai-Keung
Esta obra de arte replica el experimento de electrocristalización de Crosse. Crédito: Hui Wai-Keung

Así, Crosse invirtió la fortuna familiar en su pasión eléctrica. En 1807 emprendió sus primeros experimentos de electrocristalización, en los que trataba de estimular eléctricamente la formación de estructuras calcáreas similares a las que había observado en una cueva de la región. Pero fueron sus experimentos sobre la polaridad eléctrica de la atmósfera los que primero dieron a conocer su nombre a través de su amigo y colega George Singer, quien los describió en su obra de 1814 Elements of Electricity and Electro-chemistry, un tratado muy leído por sus contemporáneos. Estos hallazgos popularizaron su nombre y atrajeron el interés no solo de la comunidad científica: pese a la mala fama entre sus convecinos, y según contaba su esposa en su biografía, “los pobres del vecindario solían ir a Fyne Court a ser electrificados para la parálisis y el reumatismo, y en casi todos los casos el efecto era muy beneficioso”.

Durante aquella época, Crosse no tenía contacto con la comunidad científica: “No tenía amigos científicos con los que comunicarse; vivía en Broomfield en perfecto aislamiento intelectual”, escribía Cornelia. Dedicaba su tiempo a la ciencia y a escribir poesía, y no salía mucho, aunque era activo políticamente; admirador de Napoleón y liberal, defendía la difusión del conocimiento y la educación de las clases pobres. Su relativo aislamiento contribuía a su leyenda, aunque posteriormente fue forjando relaciones con otros prestigiosos científicos: trabó amistad con Michael Faraday, quien, como él, no tenía estudios formales de ciencia. El eminente maestro de este, el químico Humphry Davy, también visitó Fyne Court. Otra visitante frecuente fue Ada Lovelace, de quien se dice que mantuvo un romance con John, el hijo mayor de Crosse, aunque por entonces ella estaba casada.

La leyenda de Frankenstein

Sin duda el verdadero cañonazo que multiplicó la resonancia del nombre de Crosse, desde su época hasta hoy, fue un experimento de electrocristalización de 1836 en el que observó la aparición entre los polos del circuito de algo del todo inesperado: diminutas criaturas, insectos o ácaros, “bajo condiciones habitualmente fatales para la vida animal, en soluciones altamente cáusticas y sin contacto con el aire atmosférico”, escribió Cornelia, subrayando que este fenómeno solo se producía en unas condiciones concretas y no en otras. Crosse comentó estos resultados en una reunión con amigos entre los cuales se encontraba el director de un periódico, y este lo publicó sin permiso. La noticia corrió desde Gran Bretaña al continente y, según Cornelia, “el mundo quedó sobrecogido”.

Pero si la noticia satisfacía “la credulidad de aquellos que aman lo sorprendente”, algo que es aplicable en nuestros tiempos, también suscitó reacciones que hoy nos resultan igualmente familiares: las de los haters. Crosse fue vilipendiado, recibiendo una carta en la que alguien le llamaba “perturbador de la paz de las familias” y “agraviador de nuestra sagrada religión”. Sin embargo, Crosse nunca pretendió afirmar que los ácaros surgieran de la nada. Aunque aún faltaba un cuarto de siglo para que Louis Pasteur refutara definitivamente la generación espontánea, en una carta a una señora que se interesó por su experimento, Crosse escribía: “Nunca he dado a nadie, ya sea de pensamiento, palabra u obra, el menor derecho a suponer que los he considerado [los ácaros] como una creación, o ni siquiera una formación, a partir de materia inorgánica”. De hecho, en la misma carta relataba que los ácaros habían aparecido en otros de sus experimentos. Hoy se asume que se debían a una contaminación de sus instrumentos.

La falsa idea de que Crosse logró crear vida pudo haber inspirado el Frankenstein de Mary Shelley. Crédito: Universal Studios
La falsa idea de que Crosse logró crear vida pudo haber inspirado el Frankenstein de Mary Shelley. Crédito: Universal Studios

La falsa idea de que el experimento de Crosse logró crear vida ha embellecido aún más su leyenda al atribuirle la inspiración para el Frankenstein de Mary Shelley. Sin embargo, la novela se publicó en 1818, 18 años antes de los ácaros de Crosse. Lo cierto es que Mary y su prometido, el poeta Percy Bysshe Shelley, tenían amigos comunes con Crosse, como Davy y el poeta Robert Southey. Según Stuart Prior, el arqueólogo, el 28 de diciembre de 1814, antes de que Mary escribiera su obra inmortal, Crosse pronunció una conferencia en la sala Garnerin’s de Londres, alentado por Davy. El diario de Mary confirma que ella y Percy asistieron: “Vamos a Garnerin’s. Conferencia sobre electricidad; los gases y la Fantasmagoría, volvemos a las 9 y media y Shelley se va a dormir”. 

Pero por desgracia, ni siquiera detallaba el nombre del conferenciante, ni en ningún lugar dejó reflejada ninguna impresión al respecto. Por aquella época la pareja estaba vivamente interesada en el fenómeno de la electricidad y mantuvo conversaciones sobre ello con algunos científicos de su época; pero no con Crosse, que conste. Tampoco Cornelia Crosse mencionaba en absoluto esta posible inspiración, que no habría dejado escapar de haber tenido la menor noción sobre ella, en una obra tan laudatoria de los logros de su esposo; en el arranque del libro, la viuda presumía de cómo su marido había vaticinado el telégrafo en 1816, décadas antes de su invención: “Profetizó que, por medio de la electricidad, podremos comunicar nuestros pensamientos instantáneamente con los rincones más remotos de la Tierra”. 

Sin duda Crosse merece por derecho propio su lugar en la historia de la ciencia; como escribió en la dedicatoria de su obra de 1844 Lectures on Electricity su colega y amigo Henry Minchin Noad, por ser alguien con quien “la ciencia eléctrica está en deuda por tan rica acumulación de valiosos datos”. Y sin necesidad de disfrazarlo de Frankenstein.

 

Javier Yanes

@yanes68

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