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06 abril 2021

¿Qué fue de… el agujero de la capa de ozono?

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Cuando en 1974 los investigadores Frank Sherwood Rowland (28 de junio 1927 – 10 de marzo de 2012) y Mario Molina (19 de marzo de 1943 – 7 de octubre de 2020) contaron al mundo que los espráis de laca para el pelo dañaban el componente de la atmósfera que nos protege de la radiación ultravioleta solar, las reacciones no fueron de simple incredulidad: un alto cargo de la química DuPont calificó la teoría de “cuento de ciencia ficción”, “montón de basura” y “absoluta idiotez”. Sin embargo, poco después el llamado agujero de ozono pasaba a convertirse no solo en una preocupación global, sino también en uno de los símbolos del activismo verde de los años 80. La rápida reacción para atajar el problema, prohibiendo los compuestos nocivos, representa el mayor éxito logrado por un acuerdo internacional en materia de medio ambiente. Pero también se trata de un ejemplo de cómo el progreso tecnológico busca soluciones más sostenibles a los problemas que el propio progreso tecnológico ha ocasionado.

El acierto de Rowland y Molina, químicos de la Universidad de California en Irvine, consistió en atar cabos que habían pasado inadvertidos a otros. A comienzos de los años 70 se sabía que el cloro y otras sustancias pueden catalizar la destrucción del ozono, un compuesto formado por tres átomos de oxígeno que está presente en mayor proporción en una capa de la estratosfera terrestre, y que detiene gran parte de la dañina radiación UV. Sin embargo, nadie había ligado este fenómeno con los clorofluorocarbonos (CFC), gases que empezaron a producirse industrialmente en los años 30 y que se empleaban extensivamente como propelentes de aerosoles, como refrigerantes y para fabricar espumas plásticas. Los CFC son inertes, por lo que pueden permanecer en la atmósfera durante tiempo indefinido. Rowland y Molina propusieron que la degradación de los CFC por la luz solar liberaba cloro, lo que podía resultar en un deterioro considerable de la capa de ozono.

Pese a las reacciones iniciales al estudio de los dos químicos, de inmediato tanto los experimentos como las mediciones atmosféricas confirmaron que estaban en lo cierto. En 1985, un estudio del British Antarctic Survey descubrió algo que sorprendió a la comunidad científica, un descenso especialmente acusado de la concentración de ozono sobre la Antártida, cuando lo esperado era que el declive se distribuyera por igual en todo el planeta. Al año siguiente, la investigadora de la Administración Oceánica y Atmosférica de EEUU (NOAA) Susan Solomon aportaba la explicación: el frío de los inviernos en los polos forma nubes estratosféricas polares, en las cuales se favorece la degradación de los CFC y otros halocarburos –compuestos de carbono y elementos halógenos como el cloro, el flúor, el bromo o el yodo–, generándose más cloro libre, que en la primavera austral acentúa la destrucción del ozono.

El acuerdo medioambiental más exitoso de la historia

El consenso científico sobre el agujero de ozono llevó a algunos países a adoptar medidas unilaterales, y en 1987 un total de 46 naciones firmaron el Protocolo de Montreal, destinado a abandonar la producción de sustancias destructoras del ozono. Sin embargo, la industria aún se resistía a ceder: en 1988 el presidente de DuPont, Richard Heckert, escribía al Senado de EEUU: “En este momento, la evidencia científica no apunta a la necesidad de una drástica reducción de las emisiones de CFC. No hay ninguna medición disponible de la contribución de los CFC a ningún cambio observado en el ozono”.

El Protocolo de Montreal, en vigor desde 1989, es a menudo contemplado como el acuerdo internacional de protección del medio ambiente más exitoso de la historia. De hecho, según la ONU, es hasta ahora el único tratado de esta organización que ha sido ratificado por todos los países del planeta, los 197 estados miembros. De forma transitoria, los CFC han sido reemplazados por hidroclorofluorocarbonos (HCFC), presuntamente menos dañinos para la capa de ozono, con el objetivo de sustituirlos en su totalidad por hidrofluorocarbonos (HFC) y otros compuestos. Estos son más inestables en la baja atmósfera, por lo que su impacto sobre el ozono estratosférico se supone bajo o nulo. Gracias a la reducción de los CFC, en 2018 la NASA mostró por primera vez que la destrucción de ozono había disminuido en un 20% con respecto a 2005, y las previsiones hablaban de una desaparición casi completa del agujero antártico entre 2060 y 2080.

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Sin embargo, incluso si se logra este objetivo, el camino no estará exento de altibajos debido a los ciclos estacionales. En 2019 el tamaño del agujero antártico alcanzó su mínimo histórico, pero en cambio el invierno austral de 2020 trajo temperaturas especialmente frías a la capa de ozono sobre la Antártida, favoreciendo la formación de las nubes estratosféricas polares descritas por Solomon. El resultado fue que a mediados de agosto el agujero comenzó a crecer hasta alcanzar en septiembre una extensión de más de 24 millones de kilómetros cuadrados, superior a la media de la última década y que cubría la mayor parte del continente. 

El fenómeno cesó por fin a finales de diciembre, pero 2020 trajo también una nueva preocupación cuando en marzo de ese año se abrió en el Ártico un agujero de proporciones históricas, triplicando el tamaño de Groenlandia. Este agujero sobre el polo norte, un suceso más raro que no se observaba desde 2011, se cerró durante el mes de abril. Según los expertos, estas variaciones no tuvieron relación con el parón de la actividad por la pandemia de COVID-19, sino que obedecen únicamente a la dinámica atmosférica.

Soluciones más sostenibles y viables

Pero las implicaciones son más complejas: además de su efecto sobre el ozono, los CFC son también gases de efecto invernadero mucho más potentes que el CO2. Un reciente estudio dirigido por el experto en dinámica atmosférica y climática de la Universidad de Columbia (EEUU) Lorenzo Polvani ha determinado que las sustancias destructoras del ozono, como los CFC, han sido responsables de la mitad del calentamiento del Ártico y el derretimiento del hielo del Polo Norte durante la segunda mitad del siglo XX. “La prohibición de los CFC por el Protocolo de Montreal mitigará el calentamiento del Ártico y la pérdida del hielo marino en las próximas décadas”, señala Polvani a OpenMind, si bien aclara que la tendencia general no se revertirá sin las necesarias reducciones de CO2, el principal responsable del cambio climático.

Un primer problema es que las soluciones alternativas al CFC no solo deben ser más sostenibles, sino también viables. En 2018, un equipo dirigido por el investigador de la NOAA Stephen Montzka descubrió un inesperado aumento del 25% en las emisiones de CFC-11 (el segundo CFC más abundante) a partir de 2012, ralentizando en un 50% el declive en la concentración de este gas, y ello a pesar de que el Protocolo de Montreal estableció el cese de la producción mundial para 2010. “Identificamos a China como el responsable de la mitad de ese aumento de las emisiones globales”, apunta Montzka a OpenMind.

Un estudio posterior ha determinado que el aumento del CFC-11 fue transitorio y que, según los autores, “se ha evitado cualquier retraso sustancial en la recuperación de la capa de ozono, quizá debido a la rápida notificación y a posteriores acciones del gobierno y la industria de China”.. Pese a todo, se ha apuntado que quizá las alternativas al CFC podrían resultar demasiado caras o inasequibles para algunos países.

Existe, además, un segundo problema: los HFC, inocuos para el ozono, también contribuyen al cambio climático. En los últimos años se ha detectado un aumento en las emisiones de HFC-23, subproducto de la fabricación de HCFC-22; este compuesto es el mayor causante de calentamiento global entre los HFC y debería haberse reducido radicalmente según la versión actual del Protocolo de Montreal. Sin embargo, la discrepancia entre los niveles detectados y los esperados es de tal magnitud que equivale a las emisiones totales de gases de efecto invernadero de un país como España en un año. La mayor parte de este aumento proviene de China e India. En resumen, encontrar un modo práctico de refrigerarnos y propulsar nuestros aerosoles sin destruir la capa de ozono ni agravar el cambio climático es aún un reto tecnológico pendiente.

Javier Yanes

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