Desde que en el siglo XIX comenzó a estudiarse la presencia normal de microbios en el cuerpo humano, se entendió que los muchos microorganismos que hacen de nosotros su hogar nos prestan servicios esenciales en procesos como la digestión. Pero en las últimas décadas, y sobre todo con el lanzamiento en EEUU del Proyecto Microbioma Humano (HMP) en 2007, la ciencia ha descubierto que su importancia en nuestro cuerpo es infinitamente mayor, hasta el punto de que un microbioma sano hace una persona sana. ¿Deberíamos considerarlo un órgano vital más, como el corazón o el cerebro, una parte de nosotros que debería recibir su propio cuidado en la salud y en la enfermedad?
Podemos imaginar la sorpresa del neerlandés Antonie van Leeuwenhoek, el primer microscopista, cuando en 1681 descubrió bajo su lente “más de 1.000 animálculos vivos” en una muestra de sus propias heces. La observación quedó pendiente de explicación durante más de un siglo y medio. Y cuando en el siglo XIX la teoría microbiana de la enfermedad empezó a tomar forma, la detección de microorganismos en el tubo digestivo humano suscitó un debate entre quienes alegaban que esto era una causa de dolencias, y los visionarios que ya entonces intuían su función beneficiosa en las personas sanas.
Clave para la salud y la enfermedad
Ha transcurrido casi otro siglo y medio desde el descubrimiento de la flora intestinal. Hoy sabemos que aunque el tubo digestivo es su sede mayoritaria, el microbioma o la microbiota humana —términos sobre cuya equivalencia hay debate— está extendido por el organismo, superando en número a nuestras propias células: solo en bacterias, 38 billones (3,8×1013) frente a 30 billones de células nuestras, según una estimación reciente. El calculó que nos habitan más de 10.000 especies. Debido al pequeño tamaño de sus células solo suman un 1-3% de nuestro peso, pero sus genes superan en 360 veces a los nuestros.

Conocemos el papel de la alteración del microbioma en numerosas enfermedades. Las relacionadas con el metabolismo digestivo son las más obvias, como la diabetes de tipo 2, la obesidad o la enfermedad inflamatoria digestiva, junto con las que afectan al sistema respiratorio, la piel o los órganos reproductores. Pero la conexión entre el intestino y otros muchos órganos sugiere implicaciones mucho más profundas. La influencia del microbioma se extiende a campos diversos como la salud inmunitaria o el cáncer, y su papel en la regulación de los neurotransmisores y en el eje intestino-cerebro ha impulsado estudios sobre su involucración en trastornos neurodegenerativos o mentales como la depresión o la ansiedad.

Todo ello ha llevado a defender su calificación como un órgano vital, en cierto modo oculto o virtual, con una función endocrina propia. Pero aunque no todos los científicos apoyan esta definición, lo cierto es que la visión actual obliga a reconsiderar factores clásicos de salud desde la óptica del microbioma: ¿cómo le afecta la dieta? ¿Y el consumo de antibióticos? ¿O de medicamentos en general? ¿O incluso la cirugía? ¿Sabemos lo suficiente como para traducir esta comprensión a terapias?
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