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Inicio La última década y el futuro de la gobernanza y la democracia: desafíos populistas a la democracia liberal
Artículo del libro ¿Hacia una nueva Ilustración? Una década trascendente

La última década y el futuro de la gobernanza y la democracia: desafíos populistas a la democracia liberal

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No todo en esta «década trascendental» nos conduce hacia una nueva Ilustración. La gobernanza y la democracia en concreto se enfrentan a una serie de desafíos procedentes de la elección de líderes populistas. Estas voces de disensión pueden hablar en idiomas distintos, pero transmiten el mismo conjunto de mensajes y canalizan su indignación de maneras similares, usando estrategias retóricas que rechazan el conocimiento experto, vituperan a los medios de comunicación y satanizan a los políticos y los partidos convencionales. Estas voces de disensión, durante mucho tiempo aisladas en los márgenes, constituyen hoy una amenaza existencial al consenso tradicional sobre cómo hacer política y gestionar la economía en las democracias liberales. Ponen en peligro los compromisos institucionales y una gobernanza tolerante, equilibrada, así como las preferencias ideológicas del neoliberalismo económico por las fronteras abiertas y el libre comercio

No todo en esta «década trascendental» nos lleva a una nueva Ilustración. La gobernanza y la democracia se enfrentan a especiales desafíos. El auge de lo que a menudo se llama «populismo» constituye la máxima amenaza a la estabilidad política y la democracia desde las décadas de 1920 o 1930 (Müller, 2016; Judis, 2016; Levitsky y Ziblatt, 2018; Eichengreen, 2018).

El voto británico a la salida de la Unión Europea, seguido de la elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos cogió por sorpresa al mundo de la política (y a los expertos en la misma). Y aquello fue solo el principio del tsunami que desde entonces azota Europa continental. La victoria de Emmanuel Macron en las elecciones presidenciales francesas resultó no ser más que una tregua momentánea, después de la cual los extremismos populistas se convirtieron en mayoría en los gobiernos de Europa Central y del Este, Austria e Italia, y ganaron terreno en el resto. En algunos países, con Hungría y Polonia como casos más notables, los gobiernos populistas están socavando las instituciones fundacionales de la democracia liberal. Y con ello buscan emular el giro antidemocrático y autoritario de sus vecinos del Este, incluidos Turquía y Rusia.

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Simpatizante de FIDESZ, el partido ultraderechista presidido por el actual primer ministro húngaro, Viktor Orban, en la manifestación convocada en Budapest el 25 de abril de 2010 para celebrar su vuelta al poder tras una aplastante victoria en las elecciones generales

Las voces de disconformidad populista hablan en muchas lenguas distintas, pero transmiten el mismo conjunto de mensajes: mensajes contra la inmigración y las fronteras abiertas, la globalización y el libre comercio, la europeización y el euro. Se nutren de las mismas fuentes: la situación económica de quienes se sienten «olvidados», la sociología de a quienes preocupa «el rostro cambiante de la nación» o la política de los que buscan «recuperar el control». La mayoría también expresa su indignación de maneras similares, usando estrategias retóricas que hacen uso de lenguaje «incívico» y de las «noticias falsas» para crear contextos de «posverdad» que rechazan a los expertos, vituperan a los medios de comunicación establecidos y satanizan a las elites y partidos políticos convencionales. Estas voces disconformes, durante mucho tiempo aisladas en los márgenes, constituyen hoy una amenaza existencial al consenso establecido sobre cómo hacer política y gestionar la economía en las democracias liberales. Ponen en peligro los compromisos institucionales y una gobernanza tolerante, equilibrada y también las preferencias ideológicas del neoliberalismo económico por las fronteras abiertas y el libre comercio.

En resumen, durante la última década, los que durante mucho tiempo habían parecido grupos dispares de ciudadanos insatisfechos marginados de la vida política mayoritaria que apoyaban a líderes antisistema variopintos y a pequeños partidos extremistas se han unido y tomado por asalto la democracia liberal y el capitalismo democrático. La pregunta más importante, en consecuencia, es: ¿Por qué y cómo han conseguido hoy los populistas canalizar el miedo y la ira de los ciudadanos hasta acumular una influencia sin precedentes e incluso catapultar al poder a algunos de sus partidos antisistema?

El voto británico a la salida de la Unión Europea, seguido de la elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos cogió por sorpresa al mundo de la política. Y aquello fue solo el principio del tsunami que desde entonces azota Europa continental

Son muchas las respuestas potenciales. Para algunos «es por la economía, tonto», en especial después de la crisis financiera estadounidense de 2008 y de la crisis de deuda soberana de la Unión Europea en 2010. Para otros, se trata de «clamor popular» de ciudadanos que temen perder su estatus social y a quienes preocupa la inmigración. Y también hay quien considera el auge de los populismos como consecuencia de la ineficacia de las instituciones políticas y partidos políticos convencionales, unida a la frustración política de ciudadanos que tienen la sensación de que los políticos de sus países y los tecnócratas supranacionales ni les escuchan ni atienden sus reclamaciones. Entonces ¿quién tiene razón?

Todas estas explicaciones dan pie, de hecho, a interesantes reflexiones sobre las múltiples y variadas razones del tsunami populista. Pero, si bien estos análisis ayudan a comprender el origen de la indignación de los ciudadanos, no explican por qué el populismo ha resurgido hoy con tanta intensidad y con formas tan distintas en tantos contextos nacionales diferentes. Para responder a por qué ahora, así y de esta manera, necesitamos escarbar más profundo en la naturaleza y el alcance del fenómeno. Esto significa tomarse en serio el contenido de las ideas y discursos populistas que defienden al «pueblo» frente a las elites, al tiempo que cuestionan la experiencia institucionalizada. Exige desentrañar los procesos discursivos de interacción populista, tales como sus estrategias de comunicación que usan los nuevos medios para consolidar movimientos de activismo social y redes de partido, así como los canales tradicionales para divulgar más ampliamente sus mensajes. Pero una explicación del triunfo populista exige también considerar las promesas electorales por lo común llenas de protestas antisistema, pero vagas en cuanto a políticas concretas (al menos cuando no están en el poder), investigar cómo pueden afectar las campañas electorales populistas a la política mayoritaria y, por supuesto, examinar qué sucede cuando los populistas llegan al gobierno.

Este capítulo empieza con una reflexión sobre las causas económicas, socioculturales y políticas del descontento populista, así como el papel desencadenante de las recientes crisis. Continúa con un análisis de los rasgos que definen el populismo hoy y los peligros existenciales que han supuesto para la democracia liberal. Estos rasgos incluyen el estilo de los discursos de los líderes populistas, el contenido de las posverdades, los procesos de comunicación populistas y la relación entre las promesas de los populistas y sus acciones. A modo de conclusión, se pregunta si el populismo es un fenómeno pasajero o un nuevo capítulo de la historia e indaga sobre cuáles son las fuerzas que determinan sus posibilidades futuras.

Los orígenes del populismo

¿Cómo explicar el ascenso meteórico del populismo en la última década? Para ello necesitamos primero considerar las razones del descontento. Hay razones económicas, resultantes del aumento de la desigualdad y de las privaciones socioeconómicas desde la década de 1980; sociológicas, relacionadas con preocupaciones por el estatus, la identidad y la identidad nacional en un contexto de tasas de inmigración cada vez más elevadas, y políticas, generadas por la creciente insatisfacción de los ciudadanos con los partidos y políticas mayoritarias y con la pérdida de confianza en los gobiernos y en las elites políticas.

Razones económicas del descontento

Las razones económicas del populismo son muy variadas. Incluyen el aumento de la desigualdad debido a la acumulación de capital por parte del famoso «uno por ciento» investigado por Tomas Picketty (2014), acompañado del aumento de la pobreza resultado de planes fiscales regresivos y recortes de gastos que han transformado el estado del bienestar posterior a las guerras mundiales en un sistema menos generoso, con pensiones más bajas y menos seguridad (Hacker, 2006; Hemerijck, 2013). Además, la globalización ha creado un amplio espectro de «perdedores» en áreas desindustrializadas y generado una sensación de inseguridad en las clases medias, a las que les preocupa perder sus empleos y su estatus (Prosser, 2016) o unirse al «precariado» (Standing, 2011). Las disrupciones económicas de la globalización, en particular el cambio industrial en países avanzados y en desarrollo, ha conducido a que más personas se sientan «olvidadas» (Hay y Wincott, 2012) y dado lugar a una «carrera por los puestos más bajos» de la escala laboral de grupos de escasas cualificaciones, en especial hombres jóvenes (Eberstadt, 2016).

En la base de estos problemas socioeconómicos está la resiliencia de las ideas neoliberales (Schmidt y Thatcher, 2013). Estas empezaron promoviendo el libre comercio global y la liberalización de los mercados en la década de 1980 y terminaron con el triunfo del capitalismo financiero y la «hiperglobalización» (Stiglitz, 2002; Rodrik, 2011). La crisis financiera que empezó en 2008 hizo poco por moderar estas ideas, mientras que, en la crisis de la eurozona, las ideas «ordoliberales» que promovían medidas de austeridad han tenido consecuencias especialmente dañinas, incluidas tasas de crecimiento lento, desempleo elevado (sobre todo en el sur de Europa) y desigualdad y pobreza crecientes (Scharpf, 2014).

Las razones económicas del descontento populista son, pues, múltiples. Pero dejan sin responder una serie de preguntas. Por ejemplo, ¿por qué creció el populismo en Europa del Este a pesar de un auge económico sin precedentes impulsado por la globalización y la integración en Europa? ¿Por qué en Suecia no surgieron los populistas después de la drástica crisis de 1992, pero sí en el curso de una de las recuperaciones económicas más notables de Europa? También Italia ha vivido crisis económicas peores antes, entonces ¿por qué ahora? Por último, los «perdedores» de la globalización llevan indignados por su pérdida de renta y estatus consecuencia del triunfo del neoliberalismo desde la década de 1980, ¿por qué han trasladado hoy su insatisfacción a este conjunto de actitudes y/o acciones políticas? ¿Por qué, a la vista de todo esto, no se produjo antes la amenaza populista?

Razones socioculturales del descontento

Las razones del populismo no son solo económicas; también son socioculturales. El resentimiento populista se ha visto impulsado por otro aspecto de la globalización neoliberal: la movilidad transfronteriza y el aumento de la inmigración. La nostalgia del pasado junto con el miedo al «otro» han resultado en la culpabilización de grupos de inmigrantes (Hochschild y Mollenkopt, 2009). Ciertos grupos consideran que su identidad nacional o su soberanía están amenazadas por el flujo creciente de inmigrantes (Berezin, 2009; McClaren, 2012). Y esto a menudo llega acompañado de crecientes resentimientos vinculados a percepciones del tipo: «los otros» —inmigrantes, no blancos, mujeres— están «saltándose las colas» y quedándose con las prestaciones sociales que solo ellos merecen (Hochshild, 2016). El «patriotismo» o «chovinismo» de las prestaciones sociales lleva asomando la cabeza no solo en la derecha del espectro político de Estados Unidos, Reino Unido o Francia, también en la izquierda del mismo en países nórdicos, sobre todo Dinamarca.

Las voces de disconformidad populista hablan en muchas lenguas distintas, pero transmiten los mismos mensajes contra la inmigración y las fronteras abiertas, la globalización y el libre comercio, la europeización y el euro

El descontento frente a la inmigración puede deberse también sin duda a los problemas socioeconómicos de los «olvidados», a quienes preocupa que los inmigrantes les arrebatan sus puestos de trabajo y no aprueban que sean beneficiaros de prestaciones sociales. Son las personas —mayores, con bajo nivel de estudios, blancas, del género masculino— cuya visión del mundo se ve amenazada por una demografía cambiante que resulta en poblaciones inmigrantes más numerosas. A menudo son las mismas personas a las que también preocupan los cambios intergeneracionales hacia valores posmaterialistas como el cosmopolitismo y el multiculturalismo (Inglehart y Norris, 2016). Pueden ser individuos que gozan de buena posición económica, pero que suscriben filosofías socialmente conservadoras y/o se oponen a programa de políticas sociales liberales. Individuos que, aunque puedan estar a favor del liberalismo económico en lo relativo a la responsabilidad individual en el ámbito económico, rechazan el liberalismo social.

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Miles de emigrantes son escoltados por la policía en su marcha a lo largo de la frontera entre Eslovenia y Croacia mientras se dirigen al campo de tránsito de la localidad eslovena de Dobova, en octubre de 2015. Ese año Europa vivió la mayor crisis de refugiados desde la Segunda Guerra Mundial

El liberalismo social subyace en las ideas sobre el derecho del individuo a la autodeterminación, que incluyen estándares de respeto a las diferencias no solo de raza y etnia sino también de género, y que han venido acompañadas de estándares de «corrección política» en el lenguaje. Particularmente polémicas han sido las cuestiones relativas a los derechos de la mujer en lo referido al derecho al aborto y a los derechos LGTB referentes al matrimonio homosexual y a la adopción. Estas cuestiones han tenido mucho recorrido en Estados Unidos, con las «guerras de cuartos de baño» en institutos (el debate sobre qué baño pueden usar los transexuales y las personas de género no binario). En ocasiones se ha culpado a estas «políticas identitarias» la deriva populista hacia la izquierda y hacia extrema derecha de los conservadores de derechas (por ejemplo, Lilla, 2017).

La distintas contrapolíticas de identidad sociocultural son otra explicación plausible del auge del populismo. Pero aquí también la pregunta de ¿por qué ahora? queda sin respuesta. Esta postura existe desde hace mucho tiempo, alimentada por definiciones etnocéntricas de «nosotros» frente a «ellos», teorizadas sobre todo por Carl Schmitt. Después de todo, los miedos concretos y las percepciones negativas ligados a la inmigración existen desde hace décadas, por lo menos desde el comienzo del declive demográfico, el auge del terrorismo y la migración en masa de millones de europeos del Este pobres (incluidos casi un millón de musulmanes procedentes de Bosnia y Albania). Pero además, ¿por qué es tan marcada la demanda social de populismo en algunos países afectados por la migración en masa (por ejemplo, Alemania, Suecia, Dinamarca, Francia), pero no en otros (por ejemplo, España)?

Razones políticas del descontento

Por último, el descontento es también político, porque las personas tienen la sensación de que sus opiniones ya no cuentan en el proceso político. En algunos casos, los ciudadanos sienten que han perdido el control como resultado de la globalización y/o la europeización; piensan que hay unas personas poderosas que, en la distancia, toman decisiones que afectan a su vida diaria que ellos ni comprenden ni aprueban (Schmidt, 2006, 2017). Estas personas están no solo en organismos de decisiones globales o regionales, también en grandes negocios con capacidad para manipular el sistema político en beneficio propio, ya sea no pagando impuestos (por ejemplo, Apple) u obteniendo legislación a su medida, con independencia de los efectos que tenga después en las políticas sociales y ambientales (Hacker y Pierson, 2010).

La insatisfacción popular también se genera a nivel local y está dirigida a sistemas políticos nacionales. Algunas cuestiones tienen que ver con políticas. Los partidos parecen cada vez más indiferentes a las preocupaciones de sus votantes, aprobando medidas que dan la impresión de favorecer a las elites en lugar de al ciudadano ordinario (Berman, 2018). Otras surgen de cambios estructurales en las instituciones políticas. La capacidad de los ciudadanos de expresar su desencanto se ha visto, por contradictorio que parezca, amplificada por la «democratización» de las reglas electorales. Al ampliar el acceso mediante elecciones primarias y referendos, donde los más insatisfechos tienden a estar más motivados para votar, las disputas por el liderazgo dentro de los partidos políticos a menudo han dado la victoria a los representantes de las posturas más extremas. Esto a su vez ha debilitado los partidos políticos como instituciones representativas, al tiempo que ha hecho más difícil formar alianzas bipartidistas (Rosenbluth y Shapiro, 2018). Además, la supranacionalización de toma de decisiones en las instituciones globales y/o europeas ha hecho mella en la política de partidos mayoritarios, socavándola. Los líderes políticos se encuentran con que tienen que elegir entre escuchar a los ciudadanos que los han elegido democráticamente representantes suyos o actuar de manera responsable cumpliendo con compromisos supranacionales (Mair, 2013).

La política pura y dura también importa, claro. Los partidos políticos mayoritarios han dado la impresión de no saber responder a las amenazas populistas de derechas y de izquierdas. La estrategia política de centro derecha se ha traducido, hasta fechas relativamente recientes, en una negativa a gobernar con la extrema derecha al tiempo que ha copiado a menudo los discursos de esta en un intento por recuperar apoyos electorales, sobre todo en materia de inmigración. De manera que mientras el centro derecha ha dado la impresión de querer acercarse a la extrema derecha en las cuestiones candentes, el centro izquierda ha dado a menudo la impresión de querer acercarse al centro derecha en esas mismas cuestiones.

Todas las formas de populismo son una expresión de descontento de quienes se sienten desposeídos, manifestada por unos líderes cuyos discursos disidentes coinciden con la indignación de esas personas respecto al statu quo

La Unión Europea se enfrenta a la complicación añadida de la naturaleza supranacional de su toma de decisiones y cómo afecta esta a la política de los distintos países. Los nuevos mapas electorales han cambiado la estructura de las políticas nacionales de toda Europa. Se dan, por un lado, divisiones transversales ente posturas políticas tradicionales basadas en la adherencia a partidos de izquierda o de derecha y divisiones nuevas de tipo identitario basadas en la adherencia a valores más cerrados, xenófobos y autoritarios frente a valores más abiertos, cosmopolitas y liberales (Hooghe y Marks, 2009; Kriesi et al., 2012) El primer desencadenante del lado xenófobo y autoritario de esta división fue la inmigración (Hooghe y Marks, 2009). Pero, con los años, la Unión Europea se ha ido convirtiendo en una cuestión igualmente politizada, a medida que los ciudadanos han pasado del «consenso permisivo» del pasado a las actuales «disensiones limitadoras» (encuestas Pew y del Eurobarómetro, 2008-2018). Las encuestas de opinión pública y las urnas reflejan claramente la pérdida de confianza en las elites políticas y de fe en sus democracias nacionales, y aún mucho más en la Unión Europea (Schmidt, 2006).

La capacidad de los ciudadanos de expresar su desencanto, por contradictorio que parezca, se ha visto amplificada por la «democratización» de las reglas electorales. Elecciones primarias y referendos, donde los más insatisfechos tienden a estar más motivados para votar, a menudo han dado la victoria a los representantes de las posturas más extremas

En la Unión Europea, la gobernanza multinivel supone gran presión para las democracias de los Estados miembros, aunque por razones históricas, culturales y políticas distintas (Schmidt, 2006). Nótese, sin embargo, que los sentimientos (y las realidades) de pérdida de derechos no se deben solo al sistema político multinivel de la Unión Europea. Aunque el Brexit fue probablemente el summum de la agitación populista de la Unión Europea (hasta las elecciones italianas de marzo de 2018, que llevaron al gobierno a los partidos euroescépticos), la elección de Trump en Estados Unidos estuvo impulsada por sentimientos muy parecidos. En gran medida son consecuencia de la creciente supranacionalización de la toma de decisiones en una era de globalización en la que los gobiernos han renunciado a la autonomía nacional a favor de una autoridad supranacional compartida con el fin de recuperar el control de las fuerzas que ellos mismos desataron mediante políticas nacionales de liberalización y desregulación (ver, por ejemplo, Schmidt, 2002). Y con la liberalización y la desregulación, espoleadas por filosofías neoliberales (Schmidt y Thatcher, 2013) llegó también la toma de decisiones tecnocrática, que promovió la despolitización de regulaciones y de procesos, así como el desprestigio de la política en general (De Wilde y Zürn, 2012; Fawcett y Marsh, 2014). Como resultado, el sistema político tradicional se ha visto atacado por dos frentes: por un lado, el auge de los partidos populistas y el auge de la tecnocracia, por otro (Caramani, 2017). Lo único que tienen en común estas dos fuerzas es su rechazo de la política de partidos convencional, su creciente impacto negativo en dicha política y sus efectos dañinos en la democracia liberal (Hobolt, 2015; Kriesi, 2016; Hooghe y Marks, 2009). El peligro, tal y como argumenta Yascha Mounk, es que las democracias liberales terminen convertidas en democracias iliberales gobernadas por demagogos populistas o en liberalismos no democráticos gobernados por élites tecnócratas (Mounk, 2018).

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Carteles rasgados y superpuestos de los dos candidatos a las elecciones presidenciales de Francia en 2017: Marine Le Pen, del Frente Nacional, y Emmanuel Macron, de En Marché!

En suma, los efectos despolitizadores de la supranacionalización de la toma de decisiones y la debilitación de los partidos con representación institucional constituyen explicaciones igualmente poderosas de por qué se ha convertido el populismo en una amenaza de primer orden para la política y los partidos mayoritarios. Pero, de nuevo, la pregunta aquí es por qué, dado que se trata de un proceso iniciado hace tiempo, los ciudadanos agraviados no votaron antes a partidos populistas de extrema derecha. Cas Mudde sugiere que puede tratarse de un problema de escasez de oferta, es decir, de ausencia de líderes carismáticos atractivos para el votante (Mudde, 2017, p. 615), a pesar del «carisma de camarilla» que activistas de núcleo duro atribuyen a algunos líderes (Earwell, 2017). De ser así, entonces la segunda pregunta es por qué estos líderes populistas —y los hay nuevos, pero bastantes llevan en la política muchos años— no han arrasado hasta ahora.

Los líderes populistas articulan muchas más quejas antisistema sobre lo que está mal que propuestas sobre cómo arreglarlo, al menos hasta que acceden al poder, momento en el cual, o bien dan marcha atrás, o bien aceleran la implementación de políticas antiliberales

Para encontrar la respuesta, tenemos que centrarnos primero en el populismo en sí. Hasta el momento hemos analizado los orígenes del descontento populista hurgando en las causas del descontento ciudadano en tres áreas distintas: la económica, la social y la política. Al centrarse en las fuentes del problema, el debate tiende a pasar por alto la naturaleza del populismo. Pero solo tomándonos en serio las ideas y el discurso de los movimientos y líderes populistas podemos empezar a comprender por qué han sido capaces de explotar el creciente malestar ciudadano en beneficio propio.

Una conceptualización del populismo y sus efectos

El interés público y académico en el desarrollo del populismo ha dado lugar a una verdadera subindustria de libros y artículos sobre el tema. Desde el punto de vista conceptual, los estudiosos han proporcionado importantes reflexiones sobre la naturaleza y alcance del populismo en Europa y Estados Unidos (por ejemplo, Mudde y Kalwasser, 2012; Müller, 2016; Judis, 2016; Mudde, 2017). Desde el punto de vista empírico, los analistas han documentado el auge del populismo en las extremas derecha e izquierda, aunque la gran mayoría se centran en los partidos antinmigración, euroescépticos, antieuro y anti Unión Europea de extrema derecha (por ejemplo, Kriesi, 2014, 2016; Mudde, 2017). Los observadores también han puesto de relieve que los problemas generados por el populismo son patentes no solo en las propuestas políticas que van en contra de principios consensuados hace tiempo sobre derechos humanos, procesos democráticos y el orden mundial liberal, también en el nuevo lenguaje político «incívico» (Mutz, 2015; Thompson, 2016), la política de las «patrañas» y los peligros de las «noticias falsas» que circulan por los medios sociales para crear un mundo hecho de «posverdades» (Frankfurt, 2005; Ball, 2017; D’Ancona, 2017).

Lo numeroso y variado de las publicaciones sugiere que no existe una manera consensuada de explicar el populismo, sino muchas, la mayoría con connotaciones negativas. Algunas incluso se remontan a la descripción de Richard Hofstädter en la década de 1960, que definía a lo populistas como «agitadores de tendencias paranoicas» (Hofstädter, 1964). Aunque esa visión estrictamente negativa del populismo puede ser criticada, en concreto porque no diferencia entre las versiones de izquierda y de derecha, todas las formas de populismo tienen algo en común: son una expresión de descontento por parte de quienes se sienten desposeídos, manifestada por unos líderes cuyos discursos de disidencia coinciden con la indignación de esas personas respecto al statu quo. Pero, más allá de esto, el populismo puede seguir muchas sendas distintas, dependiendo del contexto político, social, histórico, institucional y cultural.

Teniendo en cuenta esta complejidad, podemos identificar cuatro características clave del populismo. En primer lugar, los líderes populistas se consideran representantes únicos del «pueblo» frente a las elites y otras «amenazas». En segundo, se embarcan en una lucha sin cuartel contra los «hechos» informados y objetivos y contra la verdad, usando un lenguaje y un comportamiento «incívicos» que constituyen una amenaza a la tolerancia liberal y al compromiso con la información imparcial y el conocimiento científico. En tercer lugar, difunden sus mensajes mediante nuevas estrategias de comunicación hechas posible por nuevos medios sociales como Twitter o Facebook, así como en la prensa hablada y escrita tradicional. Y en cuarto y último, articulan muchas más quejas antisistema sobre lo que está mal que propuestas sobre cómo arreglarlo, al menos hasta que acceden al poder, momento en el cual, o bien dan marcha atrás, o bien aceleran la implementación de políticas antiliberales.

Estilo discursivo de los líderes populistas

Gran parte de la literatura sobre populismo se centra en el primer rasgo antes descrito, la atracción que siente «el pueblo» por líderes cuyos discursos culpan a las elites «corruptas» y a las instituciones injustas de todos sus problemas, a la vez que enumeran una amplia gama de amenazas al bienestar nacional, con independencia de lo que se entienda por este (Canovan, 1999; Weyland, 2001; Albertazzi y Mudde, 2005, 2017). Los análisis del populismo más recientes describen este tipo de liderazgo discursivo como una amenaza para la democracia liberal. Jan-Werner Müller, por ejemplo, da una definición bastante restrictiva del populismo como una peligrosa filosofía política antielitista, antidemocrática y antipluralista en la que los líderes se arrogan la representación exclusiva del «pueblo», pero solo algunas personas cuentan como «auténtico pueblo» al que afirman dirigirse los líderes populistas en nombre del pueblo entero (Müller, 2016). Esta definición se acerca a la de Pierre André Taguieff, en su estudio clásico del Frente Nacional como «partido nacional-populista», en el que el discurso del líder demagógico está marcado por una retórica que se identifica con «el pueblo», afirmando que las ideas de este son las suyas y sus ideas son las de este, sin interés ninguno por la verdad y con el único objetivo de persuadir mediante fórmulas propagandísticas (Taguieff, 1984; ver también el análisis en Jäger, 2018).

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Wink Watson, de cincuenta y dos años, vecino de Lincoln, Inglaterra, celebra en el pub Britannia el resultado del referéndum sobre el Brexit el 25 de junio de 2016

Similar a este enfoque, pero de otra tradición filosófica, es el de Ernesto Laclau (Laclau, 2005, p. 39). Según Laclau, el populismo se define no tanto por sus contenidos o por la identificación de un enemigo, como por su anclaje conceptual («significante vacío»), que se convierte en representación universal de todas las reivindicaciones de las que es visto como equivalente (ver también Paniza, 2005). Ejemplos de esto pueden ser alusiones a algo tan general como la «globalización», frases o eslóganes como «recuperar el control» de los partidarios del Brexit, «Que América vuelva a ser grande» de Donald Trump (Schmidt, 2017). Sin embargo, podría también consistir en una retahíla de palabras que indican un conjunto de valores concreto, como en el discurso del ministro del Interior italiano y líder de la Liga Matteo Salvini cuando declaró, en un mitin en Pontida: «Las elecciones (al parlamento europeo) del año que viene serán un referéndum entre la Europa de las élites, los bancos, las finanzas, las migraciones en masa y la precariedad contra la Europa del pueblo, del trabajo, la tranquilidad, la familia y el futuro» (Politico, 19 de julio de 2018).

Para muchos, el populismo es un fenómeno inconfundiblemente negativo: antidemocrático, antipluralista y moralista de maneras muy peligrosas. Sobre todo en los casos de auge de «nuevos populismos» de partidos de extrema derecha y sus vínculos con ideas nacionalistas xenófobas (por ejemplo, Taggart, 2017). Estos incluyen partidos de extrema derecha bastante longevos, como el Frente Nacional francés (hoy Agrupación Nacional), el Partido de la Libertad de Austria, el Partido Popular danés y el Partido por la Libertad holandés (Elinas, 2010; Mudde, 2017); relativamente recién llegados como los Verdaderos Finlandeses, los Demócratas de Suecia y la Alternativa para Alemania (AfD) en el norte del Europa, así como la variedad de partidos populistas, nuevos y viejos, repartidos por Europa central y oriental, incluyendo la República Checa y Eslovaquia (Minkenberg, 2002; Mudde, 2005), sin olvidar, por supuesto, a los gobiernos iliberales de Hungría y Polonia (Kelemen, 2017).

Según Laclau, el populismo se define por su anclaje conceptual, que se convierte en representación universal de todas las reivindicaciones de las que es visto como equivalente. Ejemplos de esto pueden ser eslóganes como «recuperar el control» de los partidarios del Brexit

Para otros, el populismo puede tener un lado positivo. Esto incluye a los gobiernos populistas de Latinoamérica (en especial en la década de 1990 y principios de la de 2000) y los populismos inclusivos del sur de Europa, sobre todo los de España y Grecia (Weyland, 2001; Panizza, 2005; Mudde y Kaltwasser, 2012). Tal y como han argumentado filósofos de izquierdas como Chantal Mouffe (Mouffe, 2018) y como han subrayado numerosos miembros de las propias formaciones políticas de izquierda radical (por ejemplo, Podemos en España y France Insoumise en Francia), algunos partidos políticos radicales de izquierdas abrazan el populismo como técnica de adquirir poder. La consideran la única alternativa eficaz que tiene la izquierda a la «capitulación por consenso» implementada por una socialdemocracia desacreditada por la Tercera Vía.

Los efectos positivos del populismo incluyen dar voz a grupos poco representados, movilizar y representar a sectores marginados de la sociedad y aumentar la transparencia democrática al poner sobre la mesa cuestiones ignoradas o arrinconadas por los partidos mayoritarios. Los extremistas de izquierda en particular, al promover las movilizaciones basadas en la justicia social y los derechos humanos, y además en contra de la desigualdad como consecuencia de la creciente predominancia del capitalismo financiero con sus correspondientes auges y caídas o por la ausencia de fiscalidad progresiva, pueden actuar de contrapeso para los partidos mayoritarios tanto de derechas como de izquierdas. Un ejemplo es el caso del movimiento Occupy Wall Street. Sin embargo, hay muchos menos partidos de extrema izquierda con un seguimiento popular significativo que de extrema derecha, y a menudo están en países de la Unión Europea con una influencia política o económica menor, en concreto aquellos que estuvieron sujetos a una condicionalidad formal vinculada al rescate financiero durante la crisis del euro (Grecia) (Vasilopoulou, 2018) o a una condicionalidad informal (España es el ejemplo más claro). De media, los partidos de extrema derecha son los que parecen haber ejercido mayor influencia en los debates y la agenda política hasta el momento, al atraer a los partidos mayoritarios de centro derecha a sus posturas extremas, en especial en lo referido a la oposición a la inmigración, a la libre movilidad o a los derechos de las minorías.

Los efectos positivos del populismo incluyen dar voz a grupos poco representados, movilizar y representar a sectores marginados de la sociedad y aumentar la transparencia democrática al poner sobre la mesa cuestiones ignoradas o arrinconadas por los partidos mayoritarios

La existencia de distintos tipos de movimientos populistas en un espectro que va de izquierda a derecha al margen de su fortaleza sugiere, por tanto, que el populismo es algo más que un estilo de discurso con un mensaje antielites. Aunque los populistas puedan presentar estilos similares —como hablar en nombre del pueblo frente a las élites—, el contenido importa. Si es más progresista e inclusivo, puede ejercer una influencia positiva en partidos mayoritarios que, en última instancia, sirva de refuerzo a la democracia liberal. Si es más regresivo y xenófobo, puede ejercer una influencia negativa. No todos los populistas son iguales, aunque sus estilos puedan parecerse. Las diferencias ideológicas entre izquierda y derecha siguen siendo de gran importancia, tal y como concluye un estudio Pew reciente sobre el apoyo ciudadano al populismo frente al apoyo a partidos mayoritarios de izquierda, derecha y centro (Simmons et al., 2018).

Posverdad populista

El siguiente rasgo del populismo tiene que ver con valorar las experiencias personales por encima del conocimiento y las habilidades expertas. Los populistas tienden a desacreditar a los expertos, intelectuales y aquellos que tradicionalmente afirman basarse en los «hechos» y en la verdad. Esta lucha contra los expertos también está en la raíz de muchos debates sobre posverdades y noticias falsas, tanto las acusaciones de los populistas a los canales de noticias que generan noticias falsas cada vez que la verdad es un obstáculo para sus propósitos, como la diseminación de noticias falseadas por parte de los populistas mismos tanto en los medios sociales como en los tradicionales (Ball, 2017; D’Ancona, 2017). Nótese, sin embargo, que este enfoque parece ser mucho más cierto en el caso de los populistas de derechas contemporáneos que en los de izquierdas.

El cuestionamiento populista de los expertos se refiere al hecho de que tienden a negar conocimientos científicos o académicos usados por los partidos políticos tradicionales y a generar sus propios datos y fuentes de conocimiento «alternativos», a menudo valorando la experiencia personal por encima de la pericia «tecnocrática». Por poner solo un ejemplo, el húngaro Jobbik cuenta con sus propios «institutos», en los que se hibridan datos estadísticos sobre inmigración sin contrastar con mitos políticos sacados de teorías de la conspiración que después cuelgan en YouTube productores anónimos.

El problema de que se desdibujen así las fronteras entre la realidad y la ficción, tal y como han señalado los psicólogos, es que se socavan las nociones mismas de verdad o falsedad de las personas, ya que las mentiras que se repiten muchas veces se consideran «ciertas» incluso cuando se sabe que no lo son. Aquí podemos aprender mucho del trabajo de psicólogos que se centran en las maneras en que el encuadre y la heurística pueden afectar las percepciones de las personas (por ejemplo, Kahneman, 2011; Lackoff, 2014), incluido cuando la exageración o la hipérbole sobre, pongamos, el número de inmigrantes que entran en la Unión Europea o lo que le cuesta diariamente la Unión Europea al Reino Unido da a los oyentes la sensación de que se trata de cifras muy altas, aunque no lo sean tanto. Incluso los patrones del habla, tales como las frases sin terminar y las repeticiones pueden ser mecanismos discursivos eficaces para recalcar un mensaje, ya sea creando una sensación de intimidad cuando el público tiene que completar la frase mentalmente o apelando a mecanismos cognitivos inconscientes que sirven para reforzar la aceptación por parte del público de lo que se dice incluso (o sobre todo) cuando se trata de mentiras o de exageraciones (Lackoff, 2016; ver análisis en Schmidt, 2017).

Este tipo de enfoque del mundo basado en la posverdad es parte integrante del lenguaje «incívico» combativo y del estilo de una interacción discursiva en la que apabullar, gritar y violar abiertamente las reglas de «corrección política» mediante un lenguaje intolerante contribuye a dar la sensación de que lo que importa no es lo que se dice, sino la agresividad con la que se dice, con independencia de la validez de las reivindicaciones. El peligro aquí es que se socavan los valores mismos —de tolerancia, justicia e incluso de información imparcial — que han sido la base de la democracia liberal desde la Segunda Guerra Mundial. Tal y como argumenta Diane Mutz, el incivismo en los medios de comunicación, en particular en programas de confrontación directa, deteriora especialmente el respeto a los puntos de vista políticos opuestos y también los niveles de confianza de los ciudadanos en los políticos y en el proceso político (Mutz, 2015).

Coordinación política a través de los nuevos medios sociales

El populismo contemporáneo viene también acompañado de nuevas maneras de usar los nuevos medios sociales para hacer circular sus mensajes y ampliar sus redes de apoyo y sus recursos. De hecho, los nuevos medios han sido fundamentales para la creación de redes populistas de disconformidad. Solo las publicaciones en Facebook, por ejemplo, crean cámaras de resonancia de apoyo, sobre todo porque muchas personas acceden a las noticias (tanto reales como falsas) a través de lo que comparten sus «amigos». Los populistas usan más los nuevos medios (por ejemplo, YouTube y blogs) y los medios sociales (por ejemplo, Twitter y Facebook) que los partidos tradicionales. Por ejemplo, en España, Podemos contrarrestó la hostilidad de los periódicos y la televisión con un uso intensivo de Facebook y de canales de YouTube. Los medios sociales facilitan el descubrimiento de personas de ideas similares en todo el país y el mundo, permitiendo que los activistas y partidos populistas aumenten exponencialmente su número de «seguidores» y partidarios potenciales. Las redes transnacionales de comunicación fomentan la diseminación de ideas populistas, reforzando el sentimiento de indignación y antiestablishment. Pero lo más importante es que esto ocurre no solo de manera virtual, también «en carne y hueso», por ejemplo, cuando líderes de extrema derecha se reúnen en Europa para trazar estrategias para elecciones al Parlamento Europeo o para agrupaciones parlamentarias. Así, el «intelectual orgánico» del presidente Trump, Steve Bannon, viajó por Europa para reunirse con y apoyar a otros líderes populistas, como Nigel Farage y Marine Le Pen en sus batallas electorales y planea crear una fundación que proporcione asesoramiento y ayuda económica.

El populismo encuentra apoyo de activistas y movimientos sociales tanto de derechas como de izquierdas. Aunque suele asumirse que las redes activistas defienden causas sobre todo izquierdistas, las redes de derecha también son activas. En Estados Unidos, el Tea Party es el ejemplo más claro, que ha conseguido desplazar a bastantes congresistas en las primarias y ganar elecciones hasta transformar el Partido Republicano (Skocpol y Williamson, 2012). En Gran Bretaña, el Partido de la Independencia de Reino Unido (UKIP) consiguió imponer su programa en el Partido Conservador y, en última instancia, en el país entero mediante el referéndum sobre la salida de la Unión Europea. En algunos países europeos, como Dinamarca (Rydgren, 2004) y Alemania (Berbuir et al., 2015), los movimientos sociales han sido cruciales a la hora de impulsar y normalizar el populismo de extrema derecha (ver también Bale et al., 2010). Dicho esto, el populismo también ha sido útil a los activistas de extrema izquierda que buscan revitalizar sus bases (March y Mudde, 2005). En las primarias del Partido Demócrata de 2016, en ocasiones se llamó populista a Bernie Sanders por su habilidad a la hora de movilizar a los jóvenes a través de los medios sociales a pesar de, o quizá debido a promesas que, en opinión de los demócratas mayoritarios, ni siquiera eran realistas.

Comunicación política a través de los medios tradicionales

La diseminación de las ideas populistas no se produce solo a través de los medios sociales, que crean nuevos canales de coordinación para las redes activistas. Los populistas también han explotado los medios tradicionales para hacer llegar sus mensajes, más allá de sus «incondicionales», al público más general. Si Twitter es una vía posmoderna que pueden usar los líderes populistas para hablar directamente al «pueblo», los medios tradicionales también sirven para divulgar sus mensajes de desconfianza hacia los partidos mayoritarios y la política, así como hacia los medios mismos. Tal y como demuestra la lingüista Ruth Wodak, con las «políticas del miedo» los populistas de derechas han pasado de ser voces marginales a persuasivos actores políticos que dictan el programa y definen los debates en los medios de comunicación mediante una normalización de una retórica nacionalista, xenófoba, racista y antisemita (Wodak, 2015). Dicho esto, la diseminación del discurso populista tiene sus limitaciones, puesto que determinados contenidos se pierden por el camino, como cuando activistas de la derecha alternativa estadounidense quisieron usar la rana Freddy para reforzar el sentimiento de extrema derecha en Francia antes de las elecciones presidenciales sin darse cuenta de que la «rana» es desde hace tiempo un estereotipo negativo aplicado a los franceses en Estados Unidos y por tanto no llamaría la atención.

En muchos países, los medios de comunicación tradicionales están tan fragmentados que las personas oyen informativos distintos con sesgos también distintos. Y aquí de nuevo la extrema derecha suele superar con mucho a la izquierda en presencia en los medios, ya sea en tertulias en la radio o en la televisión por cable, como Radio María en Polonia o Fox News en Estados Unidos. Es más, incluso la prensa tradicional y la televisión conspiran a favor de los extremos en la derecha, aunque sea de manera involuntaria. Magnifican la audiencia de líderes populistas convirtiendo sus tuits políticamente «incorrectos» en noticia del día o refuerzan mensajes derechistas cuando, en un intento por parecer «imparciales», invitan a un político de la extrema derecha y a uno de centro, sin espacio para la izquierda (Baldwin, 2018). Naturalmente, allí donde los populistas gobiernan y controlan los medios de comunicación públicos, el mensaje populista es el que más se oye, como ocurre en Hungría, pero también, podría decirse, en Italia, con la versión, algo más benigna, de populismo de Berlusconi.

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Seguidores de Occupy Wall Street en un concierto callejero del grupo Rage Against the Machine en Foley Square, Nueva York, durante la celebración del primer aniversario de este movimiento ciudadano, que nació el 17 de septiembre de 2011

Los medios también han cambiado de maneras que benefician los mensajes populistas. Los ciclos cortos de noticias, combinados con la presión por hablar en intervenciones de treinta segundos, favorecen los mensajes sencillos, que «venden», lo que a su vez beneficia al discurso populista con sus «soluciones» simples al problema de la inmigración, el freno al libre comercio para proteger el empleo dentro de las fronteras, etcétera. A los líderes políticos mayoritarios les lleva mucho más tiempo explicar por qué han aprobado determinadas medidas y a menudo se trata de explicaciones complejas y aburridas, sobre todo comparadas con los eslóganes concisos de los populistas.

El discurso populista tiende más a enumerar agravios e injusticias que a proponer soluciones legislativas o a detallar programas políticos. Por ese motivo suele dar mejor resultado cuando los populistas están en la oposición

Esta «mediatización» de la comunicación política plantea, por lo general, problemas significativos a los partidos políticos mayoritarios y a los gobiernos, sobre todo porque socava el control de estos de la esfera pública y también su capacidad de fijar la agenda política. Más allá del hecho de que ahora se oyen en una multiplicidad de canales muchas otras voces de aquellos que no pertenecen al establishment y también que se oponen a él, los líderes mayoritarios han creado sus propios problemas, al adoptar estilos de comunicación más populista, y los medios no han hecho más que empeorar las cosas con su tendencia a centrarse en rasgos de la personalidad de los líderes y convirtiendo las noticias en entretenimiento. Más allá de esto, los medios sociales, los movimientos sociales y los exogrupos han subvertido cada vez más la función de los partidos de fijar la agenda política (Caramani, 2017). La comunicación política, por tanto, en la diseminación de ideas y discursos populistas a través de las «patrañas» de las noticias falsas y las posverdades en un paisaje mediático fragmentado, es otro elemento clave del populismo actual.

Relación entre discursos populistas y actuaciones

La última faceta del populismo que trataremos es la tendencia de sus líderes a centrarse más en denunciar el statu quo que a proponer soluciones, hasta que obtienen poder político. El populismo a menudo implica, tal y como hemos dicho, un discurso ideológicamente débil caracterizado más por la ardiente expresión de resentimiento que por la consistencia de los programas (también se habla de «ideología de núcleo débil»; Mudde y Kaltwasser, 2012, p. 8, 2013). El discurso populista tiende más, por lo tanto, a enumerar agravios e injusticias que a proponer soluciones legislativas o a detallar programas políticos. Por ese motivo suele dar mejor resultado cuando los populistas están en la oposición. Estar en el gobierno ha implicado tradicionalmente rebajar o incluso echarse atrás en políticas antes defendidas (Mudde, 2017), como ocurrió con el partido de izquierdas Syriza en Grecia. Pero en los últimos tiempos estos cambios de estrategia política se han vuelto menos frecuentes.

A medida que aumenta el número de partidos populistas en coalición con partidos mayoritarios (por ejemplo, en Austria), o incluso en el gobierno (Italia, Hungría y Polonia), han empezado a diseñar e implementar hojas de ruta políticas que son la plasmación práctica de sus ideas antiliberales, a menudo con los tribunales como única salvaguarda del estado de derecho. Es más, a medida que las oportunidades de gobernar aumentan para los populistas de toda Europa, sus partidos se han vuelto más específicos en cuanto a políticas y programas. Y lo hacen incluso (o especialmente) cuando dichas políticas no son de fácil implementación en el orden político existente porque contravienen requisitos para una economía sólida (por ejemplo, prometer una subida de la renta básica y un sistema tributario sin tramos, como en el programa de la nueva coalición populista que gobierna Italia) o para una política liberal (por ejemplo, expulsar a los refugiados, algo a lo que se comprometen todos los partidos populistas de derecha).

Así pues, ¿cuáles son exactamente los peligros potenciales de que los populistas accedan al poder? David Art ha argumentado que la estrategia política de «domesticar el poder», incorporando a los populistas a los gobiernos para forzarlos a asumir responsabilidades cediendo en sus posturas, puede tener el efecto contraproducente de «normalizar» sus propuestas, allanando así el camino para que ideas iliberales ganen influencia en democracias liberales (Art, 2006; ver también Mudde, 2017). Müller va más allá y aduce que antes que fomentar una democracia más participativa, los populistas en el poder «se apoderarán del Estado, cultivarán el clientelismo y la corrupción y suprimirán todo lo que se parezca a una sociedad civil crítica» (Müller, 2016, p. 102). Steve Levitsky y Daniel Ziblatt secundan este análisis e insisten en que las «democracias mueren» en manos de líderes populistas electos que, una vez en el gobierno, se dedican a subvertir los procesos democráticos mismos que los llevaron al poder» (Levitsky y Ziblatt, 2018). Pero incluso antes de la victoria populista, cuando los populistas todavía no gobiernan, existe el peligro de contagio. Los líderes mayoritarios son cada vez más culpables de introducir elementos populistas en la política normal, practicando un «electoralismo» que los lleva a centrarse en objetivos cortoplacistas en respuesta al estado de ánimo del público que reflejan las encuestas (Caramani, 2017). Esto sugiere que no basta con seguir los discursos de los líderes y las maneras en que circulan sus ideas. También necesitamos ver si o cómo influyen en las democracias liberales.

Conclusión

Tenemos varias preguntas sin respuesta. ¿Estamos viviendo un momento de profunda transformación en el que un nuevo paradigma surgirá de las cenizas del orden liberal, en el que la economía neoliberal, al liberalismo social y político sucumbirán al cierre de fronteras a los inmigrantes, al proteccionismo creciente, al conservadurismo social y a la democracia iliberal (expresión que es, en sí, un oxímoron)? ¿Prevalecerán los compromisos institucionales más equilibrados y tolerantes del liberalismo político junto con, quizá, un liberalismo económico modificado en el que las fronteras abiertas y el libre comercio se moderen con una mayor atención a los desfavorecidos? De momento no podemos saberlo. Lo que sí sabemos es que, cuando los líderes populistas acceden al poder, tratan de cumplir sus promesas electorales en detrimento del consenso liberal democrático.

Así pues, ¿cuál es la alternativa? La gran pregunta para los progresistas que buscan la supervivencia de las democracias liberales es cómo contrarrestar el auge populista con ideas innovadoras que vayan más allá de una economía neoliberal, a la vez que promueven la renovación de la democracia y una sociedad más igualitaria. Pero esto requiere no solo ideas factibles capaces de dar solución a una amplia gama de problemas económicos, políticos y sociales. También exige líderes políticos con discursos convincentes que lleguen a un electorado cada vez más descontento y vulnerable a los cantos de sirena del populismo. Por el momento seguimos esperando no tanto ideas —en muchos sentidos ya sabemos cuáles son—, como un discurso de líderes políticos nuevos que transmitan ideas progresistas de maneras inspiradoras y que ofrezcan visiones de futuro con capacidad de cerrar las brechas que hacen prosperar los populismos. Sin esto, las esperanzas de una «nueva Ilustración» se estrellarán contra las rocas del iliberalismo.

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