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Artículo del libro ¿Hacia una nueva Ilustración? Una década trascendente

La última década y el futuro de la globalización

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Para que la globalización desarrolle todo su potencial, es necesario que todos los gobiernos se tomen más en serio la lección de economía según la cual los mercados abiertos han de ir acompañados de políticas que moderen la disrupción de su impacto y sean más inclusivas en la población en general. Hay que identificar y solucionar los verdaderos problemas, no eludirlos, algo que ocurre cuando se proponen retoques en las políticas comerciales como herramienta para abordar males sociales inaceptables.

Este capítulo se escribe una década después de la peor crisis ocurrida en la economía global en más de setenta y cinco años. El colapso del mercado de las hipotecas subprime durante el verano de 2007 en Estados Unidos se convirtió en una crisis en toda regla cuando Lehman Brothers cayó en la madrugada del 15 de septiembre de 2008. El pánico financiero que se vivió aquellos días marcó no solo el final de la llamada «gran moderación», también el comienzo de un periodo, si no de ocaso, sí de expectativas seriamente mermadas para la globalización moderna.

La década que precedió la gran crisis de 2008-2009 fue, en muchos sentidos, una edad de oro de la globalización, cuidadosamente reconstruida a lo largo de cincuenta años después de que la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial la destruyeran. A pesar de la crisis asiática de 1997-1998 y otras crisis financieras en otros países emergentes, la globalización se intensificó de forma marcada en la década de 1990 hasta el punto de que, para finales del siglo XX, había superado, al menos en los frentes comercial y financiero, la edad dorada de casi un siglo antes.

En el transcurso de esta mini edad de oro de la globalización contemporánea, crecieron hasta niveles sin precedentes no solo el comercio de bienes y servicios y los flujos trasfronterizos de capital, también se inició, por fin, un proceso de convergencia económica entre las economías desarrolladas, las emergentes y las todavía en desarrollo.

Durante más de cien años, el grupo de países conocido en la historia reciente como avanzados —con Estados Unidos, Europa occidental y Japón a la cabeza— había generado de manera consistente el 60% o más de la producción global. Daba la impresión de que la alta aportación de este grupo de países a la producción mundial se mantendría a perpetuidad. Su superioridad económica no se vio afectada ni por la industrialización de la Unión Soviética ni por el despegue, en la década de 1960, de algunos países previamente subdesarrollados.

En 1950, la aportación de los países avanzados al PIB global era del 62% en términos de paridad de poder adquisitivo (PPP) y del 22% en términos de población mundial. Dos décadas después, esa aportación a la producción global seguía siendo la misma y para 1990 se mantenía, a pesar de que la población de esos países había caído hasta suponer solo el 15% de la mundial (Addison, 2001). De hecho, la convergencia económica de los países en desarrollo con los industrializados pareció implausible durante todo el siglo XX. Los países que concentraban el grueso de la población del planeta parecían condenados a una aportación mínima al PIB global.

La década que precedió la gran crisis de 2008-2009 fue, en muchos sentidos, una edad de oro de la globalización, cuidadosamente reconstruida a lo largo de cincuenta años después de que la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial la destruyeran

Esa aparente regularidad histórica terminó en la década anterior a la crisis. Ahora, desde mediada la primera década de este siglo, los países emergentes o en desarrollo son responsables de más de la mitad de la producción mundial (Buiter y Rahbari, 2011). Huelga decir que la renta per cápita de los países más ricos sigue superando por un margen sustancial a la de los países emergentes de crecimiento más acelerado. Pero la brecha histórica se ha cerrado significativamente. Parte de la explicación de esta convergencia económica es que, durante las últimas décadas, el grupo de países ricos ha registrado un crecimiento más lento.

Pero, en su mayor parte, la convergencia se ha debido a la aceleración del crecimiento de países en desarrollo, y este crecimiento ha estado impulsado precisamente por aquellos países que, después de ser economías cerradas hasta hace pocas décadas, alrededor de la de 1980 hicieron esfuerzos por integrarse en la economía global. Así, en menos de un cuarto de siglo, un grupo de países en desarrollo —que suman más del 55% de la población mundial— doblaron su ratio comercio-PIB y se abrieron a la inversión extranjera directa (IED), con lo que lograron aumentar su PIB per cápita a un ritmo dos veces superior al de los países ricos. Y lo que es más importante, a pesar del crecimiento demográfico, también redujeron tanto el número como la proporción de sus habitantes que vivían en pobreza extrema.

Se trata de países que han logrado acelerar su industrialización insertando sus capacidades productivas en las cadenas de suministro globales nacidas de la revolución de las tecnologías de la información (TI) (Baldwin, 2014).

Antes de esta revolución, la industrialización dependía de economías de escala, así como de la integración vertical y de la concentración o clustering de los procesos de producción. En consecuencia, construir una industria competitiva requería una base industrial bien cimentada, una situación que, históricamente, había logrado solo un número pequeño de países.

Por su parte, el comercio internacional tenía que ver con la especialización en la producción de bienes o materias primas y en esencia consistía en vender las mercancías producidas en un país a clientes de otro; es decir, que se trataba, en la práctica, de un comercio bilateral.

A medida que las capacidades de computación y telecomunicación se fueron haciendo más baratas y potentes, y con los ya reducidos costes de transporte y la disminución de impedimentos al comercio trasfronterizo, empezó a resultar económicamente atractivo separar procesos de producción que antes habían estado integrados y concentrados. La dispersión de la producción en cadenas de suministro internacionalizadas empezó a ser rentable y, en muchos casos, terminó convirtiéndose en la única manera de ser competitivo.

Los antiguos clústers de fabricación han ido poco a poco dando paso a una fragmentación geográfica de producción apoyada en flujos incesantes de inversión, tecnologías, experiencia personal, información, finanzas y transportes y servicios de logística de alta eficacia, ninguno de los cuales sería posible a la velocidad y la fiabilidad requeridas sin las TI modernas. Esta revolución hace que sea relativamente barato coordinar actividades complejas repartidas por todo el globo en forma de cadenas de suministro internacionales factibles y rentables.

Las consecuencias de esta transformación en la división interna del trabajo son de amplio alcance. Por una parte, al deslocalizar segmentos de las actividades de producción, las compañías de los países desarrollados ahora pueden combinar sus tecnologías más avanzadas con la mano de obra de bajo coste para aumentar su competitividad. Por otra, los países en desarrollo, al asimilar eslabones deslocalizados de la cadena de suministro, pueden industrializarse más rápidamente aunque carezcan de la base industrial bien cimentada que era necesaria antes. Gracias a esta disociación y deslocalización de actividades, las naciones pueden industrializarse, no construyendo, sino uniéndose a una cadena de suministro, lo que acelera y facilita el proceso.

Tres trabajadores caminan por el interior de Piaggio Vietnam, en abril de 2015. Situada a las afueras de Hanói, la fábrica de la icónica Vespa celebra la producción de medio millón de escúters desde que la empresa cambió su sede en Asia de Singapur a Vietnam en 2009

La nueva organización de la producción, impulsada por internet y las otras herramientas de las TI, no es, en contra de lo que se cree, patrimonio exclusivo de las grandes corporaciones. Internet está impulsando transformaciones que abarcan toda la cadena de valor, en casi todos los sectores y en empresas de casi cualquier tipo. De hecho, su impacto ha sido más significativo en pequeñas y medianas empresas y en start-ups. En la actualidad es posible para una compañía pequeña tener alcance global casi desde su fundación.

En el frente del comercio internacional, la ventaja comparativa de los países cada vez está menos vinculada a los productos terminados o las materias primas, y más a las tareas concretas que conforman los procesos industriales, comerciales y financieros necesarios para fabricar y distribuir los bienes que demandan los consumidores. Lo interesante es que los servicios o tareas que son anteriores o posteriores a la fabricación misma de cada producto ahora constituyen una importante proporción de su valor; es la llamada curva de la sonrisa (smile curve).

Cada producto que se vende al final de una cadena de suministro es el resultado de la conjunción de capital, mano de obra, tecnología, infraestructuras, finanzas y transacciones comerciales de muchos países. Esto ha conducido a una profunda transformación en la manera en que miramos, estudiamos y medimos la evolución de la economía global.

Claro que el hecho de que el progreso tecnológico esté desencadenando un cambio fundamental en los patrones de producción y comercialización, y, con él, una redistribución del poder económico en todo el mundo no es algo nuevo en la historia de la humanidad. Ocurrió ya con la Revolución Industrial. En solo unas décadas se produjeron un profundo desplazamiento y una concentración del poder económico en unos pocos países y esos países que supieron desenvolverse mejor con las nuevas reglas del juego pasaron a ser los avanzados, no solo en el siglo XIX, también en el XX.

En el reordenamiento económico actual son muchos los países en desarrollo que han alcanzado tasas de crecimiento económico superiores a las de los países ricos, pero el caso de China destaca sobre todos los demás. Gracias a lo elevado de la tasa media de crecimiento de su PIB durante más de dos décadas, hace ya diez años que China es la segunda economía mundial, cuando, en fecha tan reciente como 1990, era la décima, con un PIB inferior incluso al de España ese mismo año.

En vísperas ya de la crisis financiera, China también había pasado de ser un actor marginal en los flujos de comercio global a segundo importador mundial de bienes, así como importador de servicios comerciales con mayor crecimiento, el tercero del mundo. También se convirtió en receptor de los mayores flujos de IED, superando incluso los flujos netos que entran en Estados Unidos.

Los servicios o tareas que son anteriores o posteriores a la fabricación de cada producto ahora constituyen una importante proporción de su valor; es la llamada curva de la sonrisa (smile curve)

El crecimiento chino ha acelerado el nuevo patrón de producción y comercio internacional que ha creado oportunidades sin precedentes para otros países en desarrollo, lo que, a su vez, ha permitido a las naciones desarrolladas disponer de canales comerciales nuevos y cada vez más amplios para sus productos, inversiones y tecnologías. Ese crecimiento, por su parte, ha ampliado las reservas de ahorros globales y ayudado así a relajar las restricciones financieras, en especial para Estados Unidos. La paradoja es que este último aspecto del éxito chino fue también en parte lo que condujo a la crisis financiera que interrumpió la mini edad de oro de la globalización. Hoy la creencia generalizada es que la crisis estuvo causada únicamente por la imprudencia de instituciones financieras privadas, sobre todo estadounidenses, pero también europeas, y se olvida que, en realidad, el desastre tuvo como causas primarias importantes desequilibrios macroeconómicos y políticas erróneas.

Políticas fiscales y monetarias laxas favorecieron la aparentemente insaciable capacidad de absorción de Estados Unidos de las vastas reservas de ahorro extranjero, que a su vez fueron posibles por la rigidez de las políticas económicas de otros países importantes, entre ellos China, ciertamente, pero también Alemania y Japón. La infravalorización de activos de alto riesgo fue resultado no solo de una ingeniería financiera defectuosa, sino sobre todo de un exceso de liquidez a la búsqueda de pocas oportunidades de inversión sólidas. Aparte del bien documentado comportamiento incompetente y temerario de una serie de instituciones financieras, sin el endeudamiento masivo de algunos países y el préstamo masivo de otros y, por supuesto, sin las políticas y los factores estructurales que subyacían en esos desequilibrios, no se habría producido un desastre económico tan descomunal.

Tal y como han advertido repetidas veces algunos observadores, era cuestión de tiempo que los desequilibrios macroeconómicos globales causaran problemas, y así fue. Aunque la crisis se originó y extendió desde los mercados financieros de Estados Unidos, pronto se hizo evidente que todas las economías de cierta envergadura la sufrirían y también que no estaban exentas de culpa, al haber permitido que las raíces de la crisis se hundieran tan profundamente. Durante un tiempo, los miembros de la eurozona se proclamaron víctimas y no culpables del desastre, con el argumento de que habían conseguido mantener una balanza por cuenta corriente casi equilibrada para la Unión Europea en su conjunto. Se les olvidaba reconocer que dentro del Instituto Monetario Europeo (IME) existían graves desequilibrios macroeconómicos, a saber, entre los miembros de Europa del Norte, Alemania sobre todo, y los de Europa del Sur. Lo cierto es que los superávits de la balanza por cuenta corriente de Alemania estaban, entre otras cosas, alimentando una fiebre de consumo en Grecia, apoyando auges de la construcción desproporcionados en España e Irlanda, financiando déficits fiscales insostenibles en Portugal e incluso contribuyendo a inflar la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos, como más tarde revelarían los balances de no pocos bancos alemanes. Japón fue otro de los países que no tuvo en cuenta el efecto de sus amplios superávits en sus socios comerciales.

También algunos países importantes de América Latina afirmaron sin razón haberse desvinculado de las penalidades de la economía estadounidense. El superciclo de materias primas que sobrevivió hasta más o menos 2014 fue el opio que llevó a los líderes de dichos países a dormirse en los laureles y no identificar la enfermedad que había infectado sus economías mucho antes de la crisis. La consecuencia principal de la autocomplacencia latinoamericana de hace unos años fue que, cuando la economía global cobró impulso para dejar atrás la Gran Crisis, en esta región ocurrió precisamente lo contrario.

El entonces presidente de Estados Unidos recibe a la canciller Angela Merkel en la Casa Blanca antes de la cena ofrecida a los participantes en el G20 de noviembre de 2008

Los líderes del G20 actuaron con sensatez —aunque tarde— cuando, en su primera cumbre en Washington, el 15 de noviembre de 2008, identificaron la insuficiente coordinación de las políticas macroeconómicas en la raíz de la crisis que se había desencadenado con fuerza aquel otoño. Admitieron que sus economías nacionales se habían hecho más interdependientes, algo que había sido positivo para el crecimiento, pero que esta interdependencia también exigía soluciones políticas, entre ellas, una mayor coordinación en cuestiones macroeconómicas. Por desgracia, esa constatación y el compromiso de solucionar el problema llegaron demasiado tarde y tuvieron una vida efímera.

El mundo no es y no será igual después de otro Lunes Negro, el del 15 de septiembre de 2008. En primer lugar, la Gran Crisis no solo provocó caídas significativas de producción durante los años de su fase aguda, también tuvo un impacto negativo en la trayectoria de la producción mundial, el cual, además, ha resultado ser permanente. La persistente desaceleración del crecimiento global es hoy parte de la nueva realidad. Vivimos un periodo, y es probable que dure mucho tiempo, de expectativas defraudadas o reducidas.

Es evidente que el pronóstico para la mayoría de las economías, incluso a la vista de las relativamente benignas cifras de crecimiento de la producción de 2017 y 2018, son muy distintas de las que había hace solo poco más de una década (FMI, informe WEO, varias fuentes).

Aunque la lista de factores que se sospecha contribuyen a la erosión de las perspectivas de crecimiento económico es extensa, entre otras cosas porque incluye tanto el misterio de la reducción del crecimiento de la productividad como el envejecimiento demográfico de los países avanzados, debe prestarse especial atención a la cuestión de si es posible que la globalización —un motor de crecimiento importante— haya alcanzado ya su punto máximo y pueda estar incluso en peligro de revertir. Como es lógico, la atención a la cuestión de una posible desglobalización se ha centrado en el comercio (Hoekman, 2015; FMI, 2016). La ratio comercio global-crecimiento del PIB aumentó de cerca del 25% en 1960 al 60% en 2008. Esto ocurrió porque, desde 1960 hasta la víspera de la crisis en 2007, el comercio global de bienes y servicios creció a una tasa media real cercana al 6% anual, más o menos el doble del crecimiento real del PIB en ese mismo periodo. Después de una marcada caída durante la crisis y un breve repunte justo después, el crecimiento del comercio ha sido muy débil comparado con el pasado; de hecho, hasta 2017 incluso estuvo varios años por detrás del crecimiento de la producción global. De continuar esta tendencia, la ratio comercio-PIB del 60% resultaría ser un pico y daría credibilidad a la hipótesis de que la globalización se está estancando e incluso corre el peligro de revertir.

Que se confirmara esta suposición debería ser gran motivo de alarma para aquellos que, como yo, creen que la expansión del comercio ha sido, en general, favorable no solo al crecimiento mundial de países tanto desarrollados como emergentes, también al aumento de la renta per cápita, la reducción de las tasas de pobreza y la aceleración del desarrollo de muchos países. De esta preocupación nos consuelan un poco quienes aducen pruebas empíricas de que, en su mayor parte, la desaceleración del comercio se ha debido a factores cíclicos, tales como la debilitación de la demanda agregada producto de la necesaria reconstrucción de los balances, algo que sin duda ha sido el caso de la eurozona durante bastantes años y, más recientemente, incluso de China y otras economías emergentes.

Aunque la lista de factores que contribuyen a la erosión de las perspectivas de crecimiento económico es extensa, debe prestarse especial atención a la cuestión de si es posible que la globalización haya alcanzado su punto máximo y esté incluso en peligro de revertir

Además está la duda de si el proceso de integración global puede estar estancándose a consecuencia de la desglobalización financiera ocurrida en los últimos diez años, en los que los flujos trasfronterizos de capital decrecieron en el 65% (MGI, 2017). Como en el caso del comercio, se nos dice que no hay motivo de alarma, pues la contracción crediticia internacional puede explicarse en su mayor parte por el retraimiento global de los bancos europeos y algunos estadounidenses, los cuales, para hacer frente a las pérdidas, tuvieron que recortar de manera sustancial el crédito y otros activos extranjeros. Desde esta perspectiva, la desglobalización financiera observada, lejos de ser un fenómeno extendido, reflejaría en su mayor parte un desapalancamiento cíclico, en sí mismo una evolución necesaria y en realidad benigna.

Sea como sea, incluso los análisis más partidarios de la naturaleza cíclica de la desaceleración del comercio reconocen que puede haber otros factores en juego y que no deben de ninguna manera pasarse por alto. Que factores no cíclicos sino estructurales puedan explicar en parte la desaceleración del comercio lo sugiere el hecho de que esta en realidad empezó antes de la crisis, hacia mediados de la década de 2000.

Algunos de esos factores no deben preocuparnos, puesto que reflejan evoluciones que eran de esperar. Uno es la culminación de la fase de rápida integración de China y de las economías de Europa central y del este en la economía global, una transición que, por definición, no podía prolongarse sine die. Otro sería que la fragmentación internacional de la producción impulsada por el desarrollo de cadenas de suministro globales se estancó cuando acabaron de ajustarse a las actuales tecnologías de IT y de transporte, una circunstancia que puede cambiar a medida que estas tecnologías sigan progresando en años venideros.

Pero hay otras circunstancias no cíclicas que deberían ser motivo de seria preocupación. Una es, por supuesto, que los esfuerzos multilaterales por liberalizar el comercio han fracasado estrepitosamente durante muchos años, como demuestra el ejemplo de la Ronda de Doha, hoy por completo difunta a pesar de los múltiples compromisos del G20 de cumplirla después de la crisis. Otra es el aumento del proteccionismo que, de manera bastante sigilosa —a hurtadillas, evitando aumentos a gran escala del nivel medio de protección de fronteras— se produjo a lo largo de varios años, de nuevo a pesar de los solemnes compromisos del G20 (Global Trade Alert).

El fracaso a la hora de aumentar la liberalización multilateral y el creciente proteccionismo ya eran en sí perjudiciales para el crecimiento global, pero ahora ha surgido un panorama aún peor como consecuencia de guerras comerciales que parece haber emprendido nada menos que el gobierno de la primera potencia económica mundial, Estados Unidos. Se trata de un horizonte, impensable hasta ahora, que parece estar materializándose.

La elección y las acciones de un gobierno anticuado, nacionalista y populista en Estados Unidos, el país que ha defendido y se ha beneficiado más de la globalización, es el peligro más serio al que se enfrenta la economía mundial, un peligro que los mercados financieros han pasado por alto hasta el otoño de 2018. El futuro de la globalización y del crecimiento global no deberían ser las únicas preocupaciones. Igual de inquietantes, si no más, tienen que ser la adopción de posturas nacionalistas y populistas en detrimento de la diplomacia multilateral a la hora de abordar graves problemas geopolíticos, un enfoque que no es descabellado suponer pueda conducir a situaciones de beligerancia de consecuencias devastadoras para la economía mundial.

Interior de una casa embargada tras la crisis de las hipotecas subprime en Los Ángeles, California. Miembros de varias organizaciones enseñan en un tour a los medios las condiciones de estas casas abandonadas para exigir que los bancos se hagan cargo de ellas.

La crisis y sus secuelas económicas y políticas han exacerbado un problema que ha acompañado siempre a la globalización: que se la culpe de cosas que han ido mal en el mundo y se reste importancia a los beneficios que ha traído consigo. La reacción antiglobalización parece estar acercándose a máximos históricos en muchos lugares, incluido Estados Unidos.

Parte de la oposición puede atribuirse al sencillo hecho de que el crecimiento del PIB mundial y el crecimiento de los salarios nominales —incluso teniendo en cuenta las tasas, algo más positivas, de 2017 y 2018— continúan por debajo de cómo estaban en los países más avanzados y también en los emergentes en los cinco años anteriores a la crisis de 2008-2009. Otras causas son el aumento de la desigualdad de renta y el fenómeno de la clase media «exprimida» en los países ricos, además de la preocupación que suscita la automatización, que es de esperar afecte a la estructura de sus mercados laborales.

Desde la formulación de Stolper-Samuelson del modelo Heckscher-Ohlin, la alteración de los precios de los factores y de la distribución de la renta como consecuencia del comercio internacional y de la movilidad de mano de obra y capital ha sido una realidad inevitable, reconocida incluso por los defensores acérrimos de los mercados abiertos. Las recomendaciones de liberalizar el comercio deben ir siempre acompañadas de propuestas regulatorias que mitiguen e incluso compensen los efectos distributivos de los mercados abiertos. Esta es la postura más extendida entre los economistas. Sin embargo, es curioso que los miembros de la profesión que son escépticos e incluso detractores del libre comercio y de la globalización en general no paren de «redescubrir» el teorema de Stolper-Samuelson y sus variantes, como si este corpus de conocimiento no formara ya parte de las herramientas que proporciona el campo de la economía.

Tampoco ha ayudado que, en ocasiones, de manera obviamente injustificada, se considere el comercio una herramienta todopoderosa de crecimiento y desarrollo con independencia de otras condiciones de la economía y las políticas de los países. Sí, el comercio global puede fomentar —y lo ha hecho— el crecimiento global. Pero, en ausencia de las políticas adecuadas, no será un crecimiento para todos.

La exageración de las consecuencias del libre comercio y la trivialización —o incluso en ocasiones la ausencia total de consideración— de la importancia crítica de medidas que prevengan resultados económicos y sociales perversos constituyen, cuando se dan de manera simultánea, un arma de doble filo. Los políticos han usado esta arma para impulsar la apertura de mercados cuando encajaba con su conveniencia o incluso sus convicciones. Pero se vuelve en contra, en ocasiones de forma drástica, cuando esos resultados pervesos —causados o no por la globalización— se vuelven intolerables para las sociedades. Cuando esto ocurre, se asigna indebidamente a los firmes defensores del libre comercio, conducido en un sistema basado en las reglas, la carga de la prueba de sus ventajas frente a efectos económicos y sociales que a nadie gustan, tales como una distribución de la renta más injusta, el estancamiento salarial y la marginalización de importantes sectores de la población de los beneficios de la globalización. Son situaciones estas que se han dado ya, sin duda, en algunas partes del mundo, aunque no siempre como consecuencia de la liberalización del comercio.

Los gobiernos prefieren culpar a las distintas dimensiones de la globalización —el comercio, las finanzas y la inmigración— de fenómenos como el crecimiento insuficiente del PIB, el estancamiento salarial, la desigualdad y el desempleo antes que admitir su fracaso a la hora de hacer su trabajo

Los mercados abiertos, defendidos en los tiempos de bonanza como la vía rápida a la prosperidad, se convierten en culpables de todos los males cuando las cosas se tuercen económica y políticamente. Políticos de todas las ideologías se apresuran a señalar con dedo acusador fuerzas externas, en primer lugar y sobre todo el libre comercio, como causas de la adversidad, en lugar de hacer acto de contrición sobre los errores u omisiones de política interna que subyacen en esos males. Los gobiernos prefieren culpar a las distintas dimensiones de la globalización —el comercio, las finanzas y la inmigración— de fenómenos como el crecimiento insuficiente del PIB, el estancamiento salarial, la desigualdad y el desempleo antes que admitir su fracaso a la hora de hacer su trabajo.

Por desgracia, incluso líderes políticos por lo común razonables caen en ocasiones en la tentación de blandir el arma de doble filo, un truco que puede dar resultados a corto plazo pero que entraña consecuencias potencialmente desastrosas. Sobrevender el comercio y restar importancia otros desafíos que implican decisiones políticas difíciles no solo es engañar a los ciudadanos, también es una acción arriesgada que puede volverse en contra de quienes la practican.

Los casos más extremos de esta dejación de responsabilidades son los políticos populistas. Más que ningún otro, el político populista tiene una tendencia marcada a culpar a los demás de sus problemas y fracasos. Los extranjeros que invierten en, exportan o emigran a su país son el blanco preferido de los populistas y la causa de todos los males nacionales. Por eso las restricciones, incluidas las draconianas, al comercio, a la inversión y a la inmigración son parte esencial del arsenal político del populista. El «paquete completo» del populista a menudo incluye medidas económicas antimercado, nacionalismo xenófobo y autárquico, desprecio por las reglas y las instituciones multilaterales, y políticas autoritarias.

De acuerdo, admitamos que muy rara vez casos individuales de experimentos populistas llegan a constituir una amenaza seria al proceso de interdependencia global. Cuando los países han jugado, democráticamente o no, con el liderazgo populista, el daño ha sido en gran medida autoinfligido y sus efectos colaterales se han circunscrito a sus vecinos más próximos.

Por ejemplo, en América Latina ha habido populismos duraderos, pero los daños causados se han limitado a los países que los padecían. Por desgracia, la excepción a esta regla puede ser Estados Unidos en la actualidad, pues el neomercantilismo de su dirigente podría tener graves repercusiones en la globalización, el crecimiento económico —incluido el suyo— y la paz y la seguridad internacionales.

Mientras se escribe este capítulo, la Administración estadounidense ha dado amplia muestra, y de manera bastante agresiva, de sus instintos proteccionistas y antiglobalización. Está, por supuesto, la temprana decisión de la Administración Trump de abandonar el Acuerdo Transpacífico (TPP, por sus siglas en inglés), un gesto para el que ni el presidente ni ningún miembro de su gabinete han ofrecido una explicación satisfactoria. La decisión resultó irónica, dado que el TPP era un acuerdo hecho en gran medida para favorecer los intereses estadounidenses, no solo comerciales, también en asuntos tales como los derechos de propiedad intelectual, el arbitraje de diferencias inversor-Estado y los estándares laborales.

También se observó la puesta en marcha de renegociaciones para el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, por sus siglas en inglés) sobre premisas falsas o, en el mejor de los casos, erróneas. En mayo de 2017, cuando se hizo el anuncio formal de que empezaba el proceso de renegociación, la Oficina del Representante del Comercio en Estados Unidos (USTR) argumentó que el acuerdo de un cuarto de siglo de antigüedad no reflejaba los nuevos estándares que exigían los cambios ocurridos en la economía. Esto podía sonar plausible de no ser porque la lista de medidas necesarias para actualizar el acuerdo ya se había abordado en el TPP, en el que están tanto México como Canadá. Si el NAFTA se había modernizado en la práctica mediante el TPP, ¿por qué pedir una renegociación del primero despreciando el segundo?

Las maniobras engañosas del gobierno estadounidense a la hora de tratar con sus aliados y socios comerciales se confirmaron cuando la Oficina del USTR publicó —tal y como estipula la ley— los objetivos para la renegociación (USTR, 2017). El documento asociaba falsamente NAFTA con el aumento drástico de los déficits comerciales de Estados Unidos, el cierre de miles de fábricas y la situación de desamparo de millones de trabajadores americanos. Para ser francos, los gobiernos mexicano y canadiense no deberían siquiera haberse sentado a la mesa de negociaciones sin recibir antes alguna clase de explicación o disculpa por parte de sus homólogos estadounidenses sobre estos argumentos infundados. Aceptar negociar sobre premisas engañosas puede explicar en parte por qué, después de casi un año de conversaciones, los progresos eran mínimos.

Mural en apoyo de Hugo Chávez, en Caracas. La fotografía se tomó durante las elecciones locales celebradas en Venezuela en noviembre de 2008, diez años después de la subida al poder del líder del socialismo del siglo XXI

Apostar en julio de 2018 por una fecha del término de las negociaciones del NAFTA, de acuerdo con el calendario previsto, habría sido una opción perdedora. Después de siete rondas de negociaciones, la última en febrero de 2018, en las que se avanzó poco o nada y que estuvieron seguidas de varios meses de estancamiento o, incluso, de enfrentamientos retóricos, las cosas empezaron a cambiar para bien hacia el mes de agosto. El estancamiento era comprensible. Los representantes comerciales de Estados Unidos no habían cedido un milímetro en sus exigencias más extravagantes, dando crédito a la idea de que buscaban un acuerdo que, lejos de promover, habría destruido el comercio y la inversión entre los socios del NAFTA. Por fortuna, los gobiernos canadiense y mexicano no cedieron a las pretensiones del gobierno americano. Los jefes de las negociaciones de ambos países expresaron con firmeza y en repetidas ocasiones que preferían la retirada unilateral de Estados Unidos del NAFTA a firmar un acuerdo que, en la práctica, habría tenido las mismas consecuencias.

Se desconoce lo que motivó al gobierno estadounidense a desistir de las posturas recalcitrantes que había mantenido durante casi un año (Zedillo, 2018 WP). Lo importante es que lo hizo, y firmó un acuerdo con México el 27 de agosto y, a continuación, con Canadá a última hora del 30 de septiembre de 2018.

Estados Unidos insistió en una cláusula de suspensión que pondría fin de manera automática al nuevo acuerdo comercial cada cinco años a no ser que los tres gobiernos acordaran otra cosa, algo que, de haberse aprobado, habría anulado la certidumbre para los inversores que este tipo de acuerdos busca generar. Al final se conformaron con una fórmula un tanto rebuscada que evita la muerte súbita del acuerdo y hace posible —y casi segura— su renovación.

Los negociadores estadounidenses habían pedido que el procedimiento de arbitraje de disputas inversor-Estado fuera opcional para Estados Unidos, con vistas a denegar esta medida de protección a sus propias compañías y disuadirlas así de invertir en socios del NAFTA. México rechazó esta demanda con el argumento razonable de que es importante dar a inversores extranjeros la garantía de que no estarán sujetos a acciones discriminatorias o arbitrarias si deciden invertir en el país.

Las maniobras engañosas del gobierno de Trump en lo referente al NAFTA se confirmaron cuando la Oficina del USTR publicó un documento en el que asociaba falsamente el acuerdo con el aumento de los déficits comerciales del país, el cierre de miles de fábricas y la situación de desamparo de millones de trabajadores

La Oficina del USTR no ocultó en ningún momento su antipatía hacia las reglas de inversión establecidas en el NAFTA, llegando incluso a cuestionar si convenía al gobierno de Estados Unidos fomentar el comercio en México. Existen, claro, muchas buenas respuestas a esta pregunta, entre ellas que, al invertir en México, las compañías estadounidenses abaratan algunos de sus procesos de fabricación y consiguen ser más competitivas no solo en la región, sino globalmente, a la vez que conservan y mejoran las oportunidades de empleo para los trabajadores americanos. En consecuencia, beneficia a ambos países que el mecanismo de protección de las inversiones estadounidenses en México se preservara a pesar de las intenciones originales de los negociadores americanos.

En la misma línea, Estados Unidos había buscado eliminar el procedimiento de arbitraje que protege a los exportadores de la aplicación injusta de leyes nacionales antidumping y de medidas compensatorias. Esto para Canadá era motivo de disolución del trato, pues en este país existe el sentimiento, justificado, de que Estados Unidos ha abusado en el pasado de dichas medidas en detrimento de exportadores canadienses. La perseverancia de Canadá dio resultado y sus exportadores podrán recurrir al sistema de arbitraje del NAFTA.

Estados Unidos también se había empeñado en que México aceptara, en el nuevo trato, un mecanismo por el cual podía aplicar con facilidad aranceles antidumping a exportaciones mexicanas de frutas y verduras de temporada. México no aceptó este mecanismo y el nuevo acuerdo no lo incluirá, algo que beneficiará tanto a los productores mexicanos como a los consumidores estadounidenses. De manera similar, los consumidores canadienses y los exportadores estadounidenses de productos lácteos se beneficiarán de que Canadá accediera, en última instancia, a la petición de Estados Unidos de abrir este mercado, al menos de forma modesta.

La única exigencia estadounidense significativa que aceptaron México y Canadá se refirió al sector automotriz, donde se van a adoptar normas de origen más restrictivas y engorrosas. Se ha acordado que cada coche o camión debe tener el 75٪ de componentes norteamericanos para estar exento de aranceles a las importaciones, cuando hasta ahora bastaba el 62,5%. Además, el 70% del acero y el aluminio usados en ese sector deben producirse en Norteamérica, y el 40% de un coche o camión tienen que estar montados por trabajadores que cobren al menos 16 dólares la hora, una medida evidentemente calculada para hacer mella en la ventaja comparativa de México. Por fortuna, los efectos destructivos de las nuevas normas de origen para el comercio y la inversión podrían mitigarse, en el caso de los coches, gracias a la cláusula según la cual los vehículos que no cumplan los requisitos pagarán simplemente el arancel de nación más favorecida, del 2,5%, siempre que las exportaciones totales no excedan un número razonable y acordado de vehículos.

Siendo esto así, es evidente que el nuevo régimen reducirá la competitividad tanto regional como global de la industria automotriz norteamericana, algo que no beneficiará a los trabajadores ni de Estados Unidos ni de Canadá ni de México. Claro que las cosas cambiarán si el gobierno estadounidense decide aplicar aranceles, tal y como ha amenazado, a vehículos producidos por compañías europeas o asiáticas. Si el gobierno de Estados Unidos impusiera esos aranceles, el peso del nuevo régimen recaería de forma aplastante en el consumidor americano.

Tal y como se anunció desde el primer momento, el acuerdo comercial estará sujeto a actualizaciones en una serie de puntos tales como el comercio digital, los derechos de propiedad intelectual, las políticas ambientales y las prácticas laborales. Lo curioso es que las nuevas cláusulas acordadas son en realidad un «corta y pega» del contenido del TPP, que fue rechazado al inicio de la Administración Trump, una decisión tan perjudicial para los intereses estadounidenses que constituye un misterio para los historiadores económicos y políticos.

En cualquier caso, los analistas atentos coincidirán en que las declaraciones del gobierno de Estados Unidos sobre lo positivo del nuevo acuerdo son erróneas, como lo eran sus afirmaciones sobre los efectos perjudiciales del NAFTA (Krueger, 2019). Como resultado de la marcha atrás de los negociadores estadounidenses de sus exigencias iniciales, habrá un mecanismo, si las ramas legislativas correspondientes lo aprueban, por el cual los mercados entre los tres países socios serán abiertos, pero en ningún caso será un instrumento mejor que el NAFTA para ninguna de las tres partes.

Al margen de las negociaciones del NAFTA, las hostilidades comerciales por parte de Estados Unidos aumentaron de forma significativa en 2018. En el mes de enero se anunciaron aranceles proteccionistas a paneles solares y lavadoras. A continuación, y aduciendo motivos de seguridad nacional (sección 232 de la Ley de Comercio de 1962), un argumento poco plausible para materias primas metálicas, el gobierno estadounidense impuso elevados aranceles a las importaciones de acero y aluminio de China (efectivos en marzo), así como de la Unión Europea, Japón, Turquía, Canadá y México (efectivos en julio de 2018). Como era de esperar, todos los socios comerciales afectados respondieron anunciando represalias.

El enfrentamiento con China se agravó con el anuncio (efectivo a principios de julio de 2018) de aranceles a las importaciones estadounidenses de ese país por importe de 34.000 millones de dólares. La razón aducida fueron prácticas comerciales injustas (sección 301 de la Ley de Comercio de 1974). En septiembre de 2018, el valor total de las importaciones chinas sujetas a los aranceles que prescribe la sección 301 de la ley ascendía a 250.000 millones de dólares, con amenaza de nuevos aranceles por valor de otros 236.000 millones.

China no tardó demasiado (de hecho, tardó horas) en responder a la acción estadounidense. En el momento de escribir este capítulo, la Administración Trump amenaza con aplicar aún más aranceles a las importaciones de países que cuestionen sus decisiones arbitrarias.

La agresividad comercial, en lugar de un uso inteligente de la diplomacia, contra China es difícil de comprender, no solo porque no se han aportado pruebas convincentes de la supuesta deslealtad de las prácticas comerciales del país asiático, que, de ser ciertas, requerirían llevar el caso ante el órgano de apelación de la Organización Mundial del Comercio, también porque parece pasar por alto otros aspectos de la ya significativa interdependencia entre las economías china y estadounidense. Entre otras cosas, el gobierno de Trump está haciendo caso omiso del papel que tienen las importaciones chinas en el crecimiento económico de Estados Unidos, así como del impacto favorable de los bajos precios de las exportaciones chinas en el salario real de los trabajadores americanos. También parece menospreciar el hecho de que el déficit comercial de Estados Unidos respecto a China ayuda a alimentar el superávit actual de este, que no es más que la consecuencia del exceso de ahorro en la economía china y de que Estados Unidos ha estado endeudándose alegremente durante muchos años para compensar su muy reducida tasa de ahorro.

Un empleado de una start-up ubicada en el Galaxy Soho de Pekín, que se dedica a la venta por internet, hace una pausa en el trabajo durante un turno de noche

Es difícil saber si la Administración estadounidense cree de verdad que tarde o temprano China y los otros países objeto de su política arancelaria sucumbirán a sus exigencias desmedidas y darán así la «victoria» al señor Trump en esta todavía incipiente confrontación. De ser cierta esta suposición —muy probablemente errónea—, la guerra comercial alcanzaría proporciones épicas y tendría daños irreversibles. Peor aún, las autoridades estadounidenses estarían contemplando una situación en la que las partes afectadas presentarían un recurso a la Organización Mundial del Comercio (OMC); y esto se consideraría una excusa para abandonar dicha institución, algo que el presidente Trump ha amenazado con hacer en varias ocasiones.

Es difícil creer que este episodio de neomercantilismo estadounidense termine bien, sencillamente porque se ha puesto en práctica sobre premisas del todo equivocadas y con objetivos muy cuestionables. La política actual del gobierno de Estados Unidos no solo pasa por alto la noción de ventaja comparativa y su encarnación moderna en cadenas de suministro complejas, también la enseñanza fundamental de la macroeconomía abierta de que la diferencia entre la renta nacional de un país y su nivel de gasto es lo que alimenta sus balanzas de cuenta corriente y comercial. Jugar con la política comercial sin tener en cuenta las variables subyacentes de renta y gasto es una actitud fútil y contraproducente. Y centrarse en las balanzas bilaterales para arreglar la agregada hace aún más inútil la empresa.

La negociación del NAFTA y las otras acciones comerciales del gobierno estadounidense son de gran pertinencia para una de las preguntas claves de este capítulo: la referida al futuro de la globalización. Como se ha dicho, el neomercantilismo estadounidense tiene el potencial de infligir enormes daños a la interdependencia económica global construida durante casi tres cuartos de siglo. El alcance y la profundidad del recién adoptado proteccionismo americano determinarán, más que cualquier otra circunstancia, si la globalización moderna está viviendo su ocaso o solo una recesión temporal. Por supuesto otros factores, que deben ser constatados, serán determinantes para el resultado final, pero el peso decisivo de las políticas estadounidenses ha de incorporarse a cualquier ejercicio de prognosis sobre la globalización.

Si la retirada caprichosa del TPP, la imposición arbitraria de fuertes aranceles a productos de sus principales socios comerciales y la retórica injustificada que acompañó la renegociación del NAFTA son indicadores del cariz que están tomando las políticas estadounidenses, sería prudente vaticinar una reducción drástica de la globalización para los próximos años. Se daría paso a un círculo vicioso de ojo por ojo de imposición de barreras arancelarias junto con la aniquilación, formal o de facto, de la OMC y de otros instrumentos de cooperación creados para gobernar el comercio y la inversión internacionales. Obviamente sería una situación, en lo económico y en otros aspectos, casi catastrófica para Estados Unidos, para sus principales socios comerciales y para el resto de actores de la economía global.

Puede imaginarse una situación menos disruptiva si tomamos como referente la evolución del NAFTA hacia un acuerdo entre Estados Unidos, México y Canadá (USMCA). Como se ha dicho, el nuevo acuerdo, de ratificarse, aunque no supondría una mejora significativa del NAFTA, al menos haría posible un grado razonable de integración beneficiosa para las tres partes interesadas. Por fortuna para estas, la retórica proteccionista exhibida por las autoridades estadounidenses no cristalizó en acciones para poner fin al acuerdo. De hecho, la disolución del NAFTA sería el único resultado en consonancia con las posturas agresivas y grandilocuentes mantenidas desde el principio y hasta el final de las conversaciones. Las igualmente grandilocuentes exageraciones usadas para anunciar las supuestas virtudes del nuevo acuerdo también pueden dar pistas. El guion seguido por el gobierno de Estados Unidos en las negociaciones del NAFTA pareció ser: Haz exigencias inadmisibles, negocia agresivamente, firma el acuerdo que puedas, declárate victorioso y pasa a otra cosa. Si este es el modelo que se propone usar el gobierno de Trump para reestructurar las relaciones comerciales de su país con el resto del mundo, entonces los daños, aunque importantes, podrán contenerse. Podría suceder, incluso, que cuando el comercio se resienta a consecuencia de las acciones proteccionistas de Estados Unidos y las represalias de sus socios, los daños en términos de puestos de trabajo, producción y caída de los salarios reales provoquen un cambio de actitud de la Administración Trump, en la que el sentido común prevalezca sobre los instintos populistas y erróneos exhibidos hasta el momento.

El neomercantilismo estadounidense tiene el potencial de infligir enormes daños a la interdependencia económica global construida durante casi tres cuartos de siglo

Pero incluso siendo optimistas, en los próximos años habrá que abordar otras cuestiones si queremos evitar un ocaso de la globalización contemporánea y asegurar que esta siga siendo, en su conjunto, un poderoso motor de prosperidad y paz y seguridad internacionales. En primer lugar, las potencias económicas mundiales deberían gestionar con inteligencia la actual situación estadounidense con el fin de contener la agresividad de las acciones de la Administración de dicho país, al tiempo que hacen lo posible por proteger el sistema internacional basado en reglas. Esas potencias deberían coordinar acciones que compensen el repliegue estadounidense de las instituciones multilaterales y la provisión de bienes públicos globales. Tendrán que ser más proactivas en su apoyo a instituciones y pactos tales como Naciones Unidas, los acuerdos de Bretton Woods o el Acuerdo de París sobre el cambio climático, por citar solo unos cuantos. Aunque será muy difícil, si no imposible, hacerlo sin la participación de Estados Unidos, la reforma y el fortalecimiento del sistema multilateral, no solo en sus aspectos puramente económicos, sino en su totalidad, es una condición necesaria para abordar de forma efectiva los desafíos de la interdependencia económica sin dejar de beneficiarse de ella. En el frente comercial, es necesario e inevitable, si bien triste, que continúen reaccionando con firmeza a las acciones comerciales restrictivas de Estados Unidos, pero siempre dentro del marco establecido por la OMC. También deben ser más explícitas en su apoyo a dicha institución, abandonando la pasividad o incluso la actitud interesada que han prevalecido en ocasiones pasadas, entre ellas la Ronda de Doha.

Estas potencias también deberán enfrentar con decisión algunos desafíos importantes dentro de sus fronteras. Por ejemplo, China, a la que el repliegue de Estados Unidos ha convertido en líder de la globalización, debería, por su propio bien, avanzar en sus reformas nacionales. La Unión Europea, ahora mismo el polo más benigno del mapa de potencias mundiales, debería acelerar su consolidación, una tarea que, entre otras muchas cosas, implica gestionar de manera adecuada el despropósito del Brexit y hacer lo necesario para que la Unión Monetaria Europea (UEM) sea incuestionablemente viable y resiliente.

Para que la globalización desarrolle todo su potencial, es necesario que todos los gobiernos se tomen más en serio la lección de economía según la cual los mercados abiertos han de ir acompañados de políticas que moderen la disrupción de su impacto y sean más inclusivas para la población en general.

Los defensores de la globalización también deberían ser más eficaces a la hora de enfrentarse al problema que supone el hecho de que hasta los estudiosos más serios se han acostumbrado a establecer, de manera casi mecánica, una relación causal entre mercados abiertos y numerosos males económicos y sociales, teniendo poco o nada en cuenta la influencia determinante de las políticas nacionales. Este problema de identificación tiene consecuencias adversas por muchas razones, pero sobre todo porque conduce a regulaciones pobres, insuficientes o, en el mejor de los casos, superfluas.

Vincular la desigualdad al comercio e incluso al progreso tecnológico, tal y como se ha puesto de moda hacer, equivale a caer en dos grandes equivocaciones. La primera es que se niega que esas desigualdades sean en gran medida consecuencia de políticas nacionales concretas y sin relación alguna con cuestiones comerciales. La segunda es que esta omisión favorece que se cometan graves errores regulatorios, con el resultado de que las desigualdades que se proponían como indeseables tienden a perpetuarse.

La política comercial nunca será el instrumento idóneo para abordar los problemas que, como era de esperar, han captado la atención de ciudadanos y dirigentes políticos en los países, tanto desarrollados como emergentes, como la pobreza, la desigualdad creciente y la marginación. Estos males no son tanto el resultado de unas condiciones históricas de partida como de decisiones políticas deliberadas hechas por gobernantes excesivamente influidos por quienes tienen el poder económico. Si quieren abordarse en serio, debe ser mediante instituciones y políticas explícitamente dirigidas a los objetivos buscados (Zedillo, 2018). Se trata de una elección que, como es obvio, implica renunciar a otros objetivos, tales como bajos impuestos, que pueden ser importantes para los intereses de determinados grupos políticos y económicos. Hay que identificar y solucionar los verdaderos problemas, no eludirlos, algo que ocurre cuando se proponen retoques en las políticas comerciales como herramienta para abordar males sociales inaceptables.

Bibliografía

—Baldwin, Richard (2014): «Trade and industrialization after globalization’s second unbundling: how building and joining a supply chain are different and why it matters», en Feenstra, Robert C. y Taylor, Alan M., Globalization in an Age of Crisis: Multilateral Economic Cooperation in the Twenty-First Century, University of Chicago Press.

—Buiter, Willem H. y Rahbari, Ebrahim (2011): «Global growth generators: moving beyond emerging markets and BRICs», en City Global Economics, 21 de febrero.

—Global Trade Alert. Disponible en https://www.globaltradealert.org

—Hoekman, Bernard (ed.) (2015): «The global trade slowdown: a new normal?», A VoxEU.org eBook, Center for Economic and Policy Research (CEPR).

—Fondo Monetario Internacional, World Economic Outlook, varios artículos.

—(2016): «Global trade: what’s behind the slowdown?», en «Subdued demand: symptons and remedies», World Economic Outlook, cap. 2, Washington, octubre.

—Krueger, Anne O. (2018): «Trump’s North American trade charade», en Project Syndicate, 12 de octubre.

—Maddison, Angus (2001): The World Economy: A Millennial Perspective, París, Development Centre Studies of the Organisation for Economic Cooperation and Development (OECD).

—McKinsey Global Institute (2017): The New Dynamics of Financial Globalization, Washington, McKinsey Global Institute.

—Oficina del Representante Comercial de Estados Unidos (2017): «Summary of objectives fort the NAFTA renegotiation», 17 de julio de 2017. Disponible en https://ustr.gov/sites/default/files/files/Press/Releases/NAFTAObjectives.pdf

—Zedillo, Ernesto (2017): «Don’t blame Ricardo-take responsibility for domestic political choices», en Simon Evenett (ed.), Cloth for Wine? The Relevance of Ricardo’s Comparative Advantage in the 21st Century, The Centre for Economic Policy Research (CEPR).

—(2018): «How Mexico and Canada saved NAFTA», en The Washington Post, 8 de octubre. Disponible en https://www.washingtonpost.com/news/theworldpost/wp/2018/10/08/nafta-2

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