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Artículo del libro ¿Hacia una nueva Ilustración? Una década trascendente

La última década y el futuro de la cosmología y la astrofísica

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En la última década se han hecho progresos espectaculares en la exploración del cosmos. Los hitos incluyen estudios detallados de los planetas y lunas de nuestro sistema solar y la constatación (más espectacular aún), de que la mayoría de las estrellas están orbitadas por planetas y de que en nuestra galaxia hay millones de planetas similares a la Tierra. A una escala todavía mayor, hemos mejorado nuestro entendimiento de cómo se han desarrollado las galaxias a lo largo de 1.380 millones de años de historia cósmica, desde las fluctuaciones primigenias. Es posible que estas fluctuaciones se generaran por efectos cuánticos cuando todo el cosmos era de tamaño microscópico. La teoría de Einstein se vio de nuevo confirmada con la detección de la onda gravitacional, un monumental logro tecnológico. Los avances futuros dependerán de la disponibilidad de instrumentos más potentes, que podrían arrojar pruebas de que hay vida en los exoplanetas y brindar una mejor comprensión del big bang, el hecho científico por excelencia de nuestro cosmos.

Introducción

La astronomía es la más ambiciosa de las ciencias ambientales y la más universal: el cielo es, de hecho, el único elemento de nuestro entorno común que ha maravillado por igual a todas las culturas a lo largo de la historia. Hoy es un campo de estudio que comprende una amplia variedad de disciplinas: matemáticas, física e ingeniería, por supuesto. Pero también otras.

Los astrónomos buscamos cartografiar y examinar las distintas entidades —planetas, estrellas, galaxias, agujeros negros, etcétera— presentes en el cosmos. A continuación usamos nuestros conocimientos de física para intentar comprender los objetos exóticos que revelan nuestros telescopios. Un objetivo más ambicioso es comprender cómo el cosmos en su totalidad, del que somos parte, surgió de los inicios densos y ardientes del universo.

El ritmo de progreso se ha acelerado antes que ralentizado; los instrumentos y la capacidad informática han mejorado de manera inmensa y veloz. En la última década en concreto se han producido avances asombrosos. Y la promesa del futuro es más esplendorosa aún: la astronomía brinda excelentes oportunidades a los jóvenes investigadores que quieren entrar en un campo vibrante.

En este capítulo me centraré en tres temas: en primer lugar, los planetas y exoplanetas relativamente «locales» a una escala cósmica; en segundo, en la gravedad y los agujeros negros del ámbito extragaláctico, y en tercer y más hipotético lugar, en algunos conceptos que buscan comprender el cosmos en su totalidad.

Planetas, exoplanetas y vida

Los vuelos espaciales humanos han languidecido hasta cierto punto desde aquellos años en los que quienes hoy somos de mediana edad nos sentimos inspirados por el programa Apollo y los aterrizajes en la Luna.

Pero en lo referido a comunicación, monitorización ambiental, navegación por satélite, etcétera, la tecnología espacial ha madurado. Dependemos de ella cada día. Y para los astrónomos ha abierto nuevas «ventanas»: telescopios en el espacio nos muestran un remoto cielo de rayos infrarrojos, UVA, X y gamma. Aunque los seres humanos no se han aventurado más allá de la Luna, sondas no tripuladas a otros planetas nos han devuelto imágenes de mundos variados y peculiares.

Entre los momentos estelares de la pasada década, la misión Rossetta de la Agencia Espacial Europea logró aterrizar una pequeña sonda alrededor de un cometa para comprobar, por ejemplo, que las mediciones isotópicas del hielo del cometa eran las mismas que las del agua de la Tierra. Esto es crucial para averiguar el origen de esa agua. La sonda New Horizons de la NASA ha dejado ya atrás Plutón y se dirige ahora al cinturón Kuiper, repleto de planetas menores.

Rossetta tardó cerca de diez años en llegar a su destino y fueron necesarios casi otros diez para planearla y construirla. Su tecnología robótica data de la década de 1990, lo que es fuente de gran frustración para el equipo que desarrolló el proyecto, porque los diseños actuales tendrían capacidades mayores. Lo mismo puede decirse de New Horizons, que sin embargo nos devolvió imágenes en alta definición de Plutón, diez mil veces más lejos de la Tierra que la Luna. Y la sonda Cassini, que estuvo trece años explorando Saturno y sus lunas, es más antigua todavía: entre su lanzamiento y su llegada a Saturno, a finales de 2017, transcurrieron veinte años.

La expansión cósmica puede continuar incluso tras la muerte del Sol. La hipótesis más probable es que tenemos por delante casi una eternidad: un cosmos más frío y más vacío todavía.
BBVA-OpenMind-ilustración-Martin-Rees-La-ultima-decada-futuro-de-la-cosmologia-y-astrofisica-3-Bahía Principal 3 dentro del edificio de Ensamblaje de Vehículos del Centro Espacial Kennedy de la NASA, en Florida, Estados Unidos. La plataforma recién instalada completara el segundo de los diez niveles de plataformas de trabajo que rodearán y darán acceso al cohete SLS y la nave espacial Orión para la Misión de Exploración 1
Bahía Principal 3 dentro del edificio de Ensamblaje de Vehículos del Centro Espacial Kennedy de la NASA, en Florida, Estados Unidos. La plataforma recién instalada completara el segundo de los diez niveles de plataformas de trabajo que rodearán y darán acceso al cohete SLS y la nave espacial Orión para la Misión de Exploración 1

Sabemos cómo han cambiado los teléfonos móviles en los últimos quince o veinte años, así que imaginemos lo sofisticado que puede llegar a ser hoy la continuación de estas misiones. Durante este siglo el sistema solar en su totalidad —los planetas, las lunas y los asteroides— serán explorados y cartografiados por flotillas de diminutas tripulaciones robóticas que interactuarán igual que bandadas de pájaros. Fabricadores robóticos gigantes serán capaces de construir, en el espacio, inmensos captadores solares y otros artefactos. Los sucesores del telescopio Hubble, con enormes espejos tan delgados como una gasa ensamblados en gravedad cero, ampliarán aún más nuestra visión de las estrellas, las galaxias y el cosmos en general. El paso siguiente podría ser la minería y fabricación espacial (y fabricar en el espacio supondría un uso más eficiente de los materiales extraídos de asteroides que traerlos hasta la Tierra).

Serán robots, no seres humanos, los que construirán estructuras gigantescas en el espacio. Y estos sofisticados robots explorarán planetas exteriores; tendrán que emplear técnicas de aprendizaje profundo e inteligencia artificial para tomar decisiones autónomas: el tiempo que tarda en viajar una señal de radio a los planetas exteriores se mide en horas, e incluso días, así que el control directo desde la Tierra no es posible. Estos robots no serán humanoides. Los humanos están adaptados al entorno de la Tierra. Para la gravedad de Plutón o de los asteroides, en cambio, sería más práctica una apariencia más arácnida.

Pero ¿habrá un papel para los humanos en estas empresas? No se puede negar que Curiosity, el vehículo de la NASA del tamaño de un coche pequeño que lleva recorriendo los cráteres de Marte desde 2011 puede pasar por alto importantes descubrimientos que sí detectaría un geólogo humano. El aprendizaje de las máquinas avanza a gran velocidad, lo mismo que la tecnología por sensores; sin embargo, la diferencia de costes entre misiones tripuladas y no tripuladas sigue siendo abismal.

Los avances en robótica sin duda reducirán la necesidad de viajes espaciales tripulados por humanos. No obstante tengo la esperanza de que a los robots los sigan hombres, aunque habrán de ser aventureros movidos por el amor al peligro antes que por un objetivo práctico. Los avances más prometedores están impulsados por compañías privadas. Por ejemplo, SpaceX, liderado por Elon Musk, que también fabrica los coches eléctricos de Tesla, ha lanzado cohetes con carga útil sin tripular y que se han acoplado con la estación espacial. Musk confía en poder ofrecer pronto viajes orbitales a pasajeros de pago.

Serán robots, no seres humanos, los que construirán estructuras gigantescas en el espacio. Y estos sofisticados robots explorarán planetas exteriores; tendrán que emplear técnicas de conocimiento profundo e inteligencia artificial para tomar decisiones autónomas

De hecho, creo que el futuro de los viajes espaciales tripulados, incluso a Marte, está en manos de aventureros con financiación privada, preparados para participar en programas de bajo coste mucho más arriesgados de los que autorizaría ningún gobierno con participación de civiles, quizá incluso viajes solo de ida (La expresión «turismo espacial» debe sin duda evitarse. Anima a la gente a creer que emprendimientos de estas características son algo rutinario y poco peligroso y, de ser esa la percepción, los inevitables accidentes serán tan traumáticos como lo fueron los del transbordador espacial estadounidense. En lugar de ello, estas aventuras de bajo coste deben «venderse» como deportes peligrosos o exploraciones intrépidas).

BBVA-OpenMind-ilustración-Martin-Rees-La-ultima-decada-futuro-de-la-cosmologia-y-astrofisica-b-Las observaciones de la agrupación Phoenix, situada a alrededor de 5.700 millones de años luz de la Tierra, se han realizado con el Observatorio Chandra de Rayos X de la NASA, el telescopio Polo Sur de la Fundación Nacional de Ciencias de Estados Unidos y otros ocho observatorios internacionales de primera fila
Las observaciones de la agrupación Phoenix, situada a alrededor de 5.700 millones de años luz de la Tierra, se han realizado con el Observatorio Chandra de Rayos X de la NASA, el telescopio Polo Sur de la Fundación Nacional de Ciencias de Estados Unidos y otros ocho observatorios internacionales de primera fila

Para 2100 es posible que grupos de pioneros hayan establecido bases independientes de la Tierra, en Marte o quizá en asteroides. Pero no debemos esperar emigraciones en masa de la Tierra. Ningún punto de nuestro sistema solar cuenta con un entorno tan clemente como la Antártida o la cima del Everest. El espacio no es una solución a los problemas de la Tierra. Abordar el cambio climático en la Tierra es un juego de niños comparado con la terraformación de Marte.

¿Cuáles son las esperanzas a largo plazo de los viajes espaciales? El obstáculo crucial ahora mismo deriva de la ineficiencia intrínseca del combustible químico, que obliga a transportar una carga de combustible que excede con mucho la carga útil. Pero mientras dependamos de combustibles químicos, los viajes interplanetarios seguirán siendo un desafío. Un ascensor espacial ayudaría. Y la energía nuclear podría ser transformadora. Al permitir velocidades mucho mayores, recortaría de manera drástica los tiempos necesarios para llegar a Marte o a los asteroides (reduciendo no solo el aburrimiento de los astronautas, también su exposición a radiaciones nocivas).

La pregunta que con mayor frecuencia se hace a los astronautas es: «¿Hay vida ahí fuera? ¿Qué pasa con los extraterrestres de la ciencia ficción?». En este sentido, el panorama en nuestro sistema solar se presenta desolador, aunque el descubrimiento de formas de vida siquiera muy vestigiales —en Marte, en océanos bajo el hielo de Europa (una de las lunas de Júpiter) o en Encélado (una luna de Saturno)— sería de crucial importancia, sobre todo si se demostrara que esta vida tiene un origen independiente.

Pero las perspectivas mejoran si ampliamos nuestro horizonte a otras estrellas, mucho más allá del alcance que cualquier sonda actual permite imaginar. Ahora mismo el tema candente en astronomía es la constatación de que muchas otras estrellas —quizá incluso la mayoría de ellas— cuentan con un séquito de planetas que orbitan a su alrededor, lo mismo que el Sol. Estos planetas no se han observado directamente, pero su existencia se deduce a partir de mediciones precisas de su estrella anfitriona. Existen dos métodos:

  1. Si la estrella tiene un planeta orbitando a su alrededor, entonces tanto el planeta como la estrella se mueven alrededor de su centro de masa, el baricentro. La estrella, al ser de mayor tamaño, se mueve más despacio. Pero los diminutos cambios periódicos en el efecto Doppler de las estrellas pueden detectarse con un espectroscopio de alta precisión. A estas alturas se ha deducido con este método la existencia de más de quinientos planetas exosolares. Podemos inferir su masa, la longitud de su «año» y la forma de su órbita. Esta información se limita a planetas «gigantes», objetos del tamaño de Saturno o de Júpiter. Detectar planetas semejantes a la Tierra, es decir, cientos de veces más pequeños, es extremadamente difícil, puesto que provocan movimientos de meros centímetros por segundo en su estrella anfitriona.
  2. Existe una segunda técnica que funciona mejor con planetas de menores dimensiones. Una estrella se atenúa levemente cuando un planeta «transita» delante de ella. Un planeta del tamaño de la Tierra que transitara delante de una estrella similar al Sol causaría un oscurecimiento mínimo, de cerca de una parte por cada 10.000, que se repetiría una vez cada órbita. La nave espacial Kepler estuvo más de tres años apuntando a un área de cielo de 7 grados de diámetro, registrando la luminosidad de más de 150.000 estrellas, al menos dos veces cada hora, con una precisión de una parte por cada 100.000. Ha encontrado más de 2.000 planetas, muchos de ellos no mayores que la Tierra. Y por supuesto solo detecta el tránsito de aquellos cuyo plano orbital casi coincide con nuestra línea de visión. Nos interesan de modo especial posibles «gemelos» de la Tierra, planetas del mismo tamaño que el nuestro, en órbitas con temperaturas en las que el agua ni hierva ni esté siempre congelada. Ya se han identificado algunos en la muestra tomada, lo que sugiere que en la galaxia hay miles de millones de planetas similares a la Tierra.
BBVA-OpenMind-ilustración-Martin-Rees-La-ultima-decada-futuro-de-la-cosmologia-y-astrofisica-Autorretrato del robot explorador de la NASA Curiosity, tomado en la jornada Sol 2082 (15 de junio de 2018). Una tormenta de polvo en Marte ha reducido la luz solar y la visibilidad en el cráter Gale, donde se encuentra el robot. En la roca situada a la izquierda de Curiosity se ve un agujero, resultado de la perforación de este en un objetivo llamado Duluth
Autorretrato del robot explorador de la NASA Curiosity, tomado en la jornada Sol 2082 (15 de junio de 2018). Una tormenta de polvo en Marte ha reducido la luz solar y la visibilidad en el cráter Gale, donde se encuentra el robot. En la roca situada a la izquierda de Curiosity se ve un agujero, resultado de la perforación de este en un objetivo llamado Duluth

El verdadero reto es ver los planetas directamente, en lugar de deducir su existencia a partir de su estrella anfitriona. Pero eso es difícil. Para ilustrar la dificultad, imaginemos un astrónomo extraterrestre observando la Tierra con un telescopio desde (digamos) 30 años luz, la distancia a que está una estrella cercana. Nuestro planeta sería, en palabras de Carl Sagan «un punto azul pálido»,1 muy cercano a una estrella (nuestro Sol) que tiene un resplandor miles de millones de veces mayor que él: como una luciérnaga comparada con una linterna. El tono de azul variaría ligeramente dependiendo de si lo que estaba delante era el océano Pacífico o la masa terrestre de Eurasia. Los astrónomos alienígenas deducirían la duración de nuestro «día», las estaciones, la topografía general y el clima. Al analizar esa luz tenue, deducirían que tenía una biosfera.

En un plazo de diez a quince años, el Telescopio Extremadamente Grande (ELT, por sus siglas en inglés) que está construyendo el Observatorio Europeo del Sur en una montaña de Chile con un espejo principal segmentado de 39 metros de diámetro, hará deducciones de este tipo respecto a planetas del tamaño de nuestra Tierra que orbiten alrededor de estrellas similares a nuestro Sol. Pero lo que la mayoría de la gente quiere saber es: ¿Podría haber en ellos vida? ¿Vida inteligente incluso? A este respecto, seguimos aún en el ámbito de la ciencia ficción.

Sabemos demasiado poco de cómo empezó la vida en la Tierra para formular hipótesis fiables. ¿Qué desencadenó la transición de moléculas complejas a entidades capaces de metabolizar y reproducirse? Es posible que interviniera un azar tan anómalo que solo se ha dado una vez en toda la galaxia. Por otro lado, esta transición crucial pudo ser casi inevitable, dado lo «favorable» del entorno. Lo cierto es que lo desconocemos, como tampoco sabemos si la composición química ADN-ARN de la vida terrestre es la única posibilidad, o solo una base química de entre muchas posibles que podrían darse en otra parte.

Más aún, incluso si existe vida simple, no podemos calcular las posibilidades que tiene de evolucionar a una biosfera compleja. E incluso si lo hiciera, podría ser distinta, hasta el punto de resultar indetectable. No quiero hacerme demasiadas ilusiones, pero el programa de Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre (SETI, por sus siglas en inglés) es una apuesta que merece la pena, porque, de tener éxito, nos traería el estimulante mensaje de que los conceptos de lógica y física no se limitan a lo que puede contener el cerebro humano.

Ahora mismo el tema candente en astronomía es la constatación de que muchas otras estrellas —quizá incluso la mayoría de ellas— cuentan con un séquito de planetas que orbitan a su alrededor, lo mismo que el Sol

Y, por cierto, es demasiado antropocéntrico limitar el interés a planetas similares a la Tierra, aunque empezar por ellos sea una estrategia prudente. Los autores de ciencia ficción tienen ideas distintas: criaturas semejantes de globos que flotan en las densas atmósferas de planetas tipo Júpiter, enjambres de insectos inteligentes, etcétera. Quizá la vida pueda prosperar incluso en un planeta catapultado a la gélida oscuridad del espacio interestelar, cuya principal fuente de calor procede de radioactividad interna (el proceso que calienta el núcleo terrestre). También deberíamos tener en cuenta que señales en apariencia artificiales podrían proceder de ordenadores superinteligentes (aunque no necesariamente conscientes), creados por una raza de seres alienígenas ya extinta. De hecho, esta es la hipótesis más viable.

Es posible que en este siglo averigüemos si la evolución biológica es algo exclusivo de nuestra Tierra o si el cosmos en su totalidad rebosa de vida, de inteligencia incluso. No podemos calcular las probabilidades de que esto ocurra. Incluso si la vida simple está extendida, sus probabilidades de evolucionar a algo que podemos identificar como inteligente o complejo es algo bien distinto. Podría ocurrir a menudo. O casi nunca. Esta última opción sería deprimente para los investigadores. Pero nos permitiría ser menos modestos desde un punto de vista cósmico: la Tierra, aunque diminuta, podría ser la entidad más compleja e interesante de toda la Galaxia.

El Telescopio Extremadamente Grande descubrirá exoplanetas, pero solo como puntos de luz. Pero para mediados de siglo es posible que haya espejos gigantescos en el espacio capaces de proporcionarnos una imagen de mundos del tamaño de nuestra Tierra orbitando otra estrella. Quizá haya en ellos indicios de vegetación o de otra forma de vida. Hemos tenido, desde 1968, la famosa imagen —icónica entre los ambientalistas desde entonces— de nuestra Tierra tomada por los astronautas del Apollo orbitando la Luna. Quizá para cuando llegue su centenario, en 2068, tengamos una imagen aún más asombrosa: la de otra Tierra, es posible incluso que con biosfera.

Gravedad fuerte y el cosmos a gran escala

Vayamos ahora al mundo, mucho más sencillo e inanimado, de la física y la química. Lo que más ha sorprendido de los sistemas planetarios recién descubiertos es su gran variedad. No nos ha sorprendido, en cambio, la ubicuidad de los exoplanetas. Hemos aprendido que las estrellas se forman mediante la contracción de nubes de gas y polvo; y si la nube tiene algún tipo de impulso angular, rotará a la misma velocidad a la que se contrae y saldrá de ella un disco polvoriento que girará alrededor de la protoestrella. En este disco, el gas se condensará en las partes exteriores, más frías; en las zonas más cercanas al polvo menos volátil, se aglomerará hasta formar rocas y planetas. Este debería ser el proceso genérico de la mayoría de protoestrellas.

La fuerza crucial que permite que se formen las estrellas y mantiene a los planetas en órbita a su alrededor es, por supuesto, la fuerza de la gravedad. Y la descripción más precisa del comportamiento de la gravedad hay que buscarla en la teoría de la relatividad de Einstein. Einstein no «destronó» a Newton, pero su teoría tenía una aplicación más amplia que la de este y ofrecía una comprensión más profunda de la gravedad en términos de espacio y tiempo. En palabras del gran físico J. A. Wheeler, «El espacio le dice a la materia cómo moverse; la materia le dice al espacio cómo curvarse».2 Esta magnífica teoría se propuso en 1915, pero durante los cincuenta años siguientes a su descubrimiento la relatividad estuvo de alguna manera aislada de la física y la astronomía convencionales. Los efectos gravitacionales que gobiernan las estrellas y las galaxias corrientes eran tan débiles que podían describirse mediante la teoría newtoniana. La relatividad general no era más que una enmienda minúscula.

Esta situación cambió en 1963 con el descubrimiento de los cuásares, cuerpos hiperluminosos situados en el centro de algunas galaxias, lo bastante compactos para variar en horas o días, pero que brillan mucho más que su galaxia anfitriona. Los cuásares revelaron que las galaxias contenían algo más que estrellas. Ese «algo» es un inmenso agujero negro situado en su centro. Los cuásares son tan brillantes porque, tal y como ahora sabemos, reciben energía de la emisión de gas magnetizado que se desplaza en un remolino hacia un agujero negro central.

BBVA-OpenMind-ilustración-Martin-Rees-La-ultima-decada-futuro-de-la-cosmologia-y-astrofisica-1-El ingeniero de la NASA Ernie Wright supervisa la instalación de los seis primeros espejos primarios segmentados del telescopio espacial James Webb para empezar la última ronda de pruebas criogénicas en el Centro Marshall de Vuelos Espaciales de la NASA
El ingeniero de la NASA Ernie Wright supervisa la instalación de los seis primeros espejos primarios segmentados del telescopio espacial James Webb para empezar la última ronda de pruebas criogénicas en el Centro Marshall de Vuelos Espaciales de la NASA

Los cuásares fueron un importante estímulo para el nacimiento de la «astrofísica relativista», pero no el único. En concreto, otra sorpresa fue la detección de estrellas de neutrones. Otro de los objetos mejor conocidos del cielo es la Nebulosa del Cangrejo: restos en expansión de una supernova identificados por astrónomos chinos en el 1054 d.C. Durante mucho tiempo fue un rompecabezas sin resolver que no dejaba de brillar, azul y reluciente. La respuesta llegó cuando se descubrió que la estrella de aspecto inocuo que había en su centro era cualquier cosa menos normal. En realidad se trataba de una estrella de neutrones que giraba a 30 revoluciones por segundo y emitía un viento de electrones rápidos, responsable de generar la luz azul. En las estrellas de neutrones, los efectos de la relatividad son del 10-20%, lo que supone algo más que una minúscula enmienda a la teoría de Newton.

Las supernovas son de crucial importancia para nosotros; de no ser por ellas no estaríamos aquí. Para cuando concluye la vida de una estrella gigante, la fusión nuclear ha dado lugar a una estructura de piel de cebolla, con capas interiores más calientes en puntos cada vez más altos de la tabla periódica. Este material sale despedido durante la explosión de la supernova. La basura espacial a continuación se mezcla en el medio interestelar y se recondensa en nuevas estrellas orbitadas por planetas.

El concepto lo desarrollaron primero Fred Hoyle y sus colaboradores. Analizaron las reacciones nucleares específicas del proceso y lograron comprender cómo habían nacido la mayoría de los átomos de la tabla periódica y por qué el oxígeno y el carbono (por ejemplo) son abundantes, mientras que el oro y el uranio escasean. Algunos elementos se forman en entornos más exóticos, por ejemplo, el oro se forma en las colisiones cataclísmicas de estrellas de neutrones, un fenómeno que no se observó hasta 2017, cuando una señal de onda gravitacional, interpretada como la fusión de dos estrellas de neutrones, se observó mediante telescopios que detectaron el fenómeno en muchas bandas distintas.

Nuestra galaxia es un gigantesco sistema ecológico donde el gas se recicla mediante generaciones sucesivas de estrellas. Cada uno de nosotros contenemos átomos forjados en docenas de estrellas distintas dispersas por la Vía Láctea que vivieron y murieron hace más de 4.500 millones de años contaminando la nube interestelar en la que se condensó el sistema solar.

En la década de 1960 se hicieron por primera vez verdaderos progresos en la comprensión de los agujeros negros desde que Julius Robert Oppenheimer y sus colaboradores aclararon, a finales de la de 1930, lo que ocurre cuando algo cae en un agujero negro y desaparece del mundo exterior (y es interesante hacer conjeturas sobre cuánto habría avanzado el trabajo de Oppenheimer si la Segunda Guerra Mundial no hubiera estallado exactamente el mismo día, el 1 de septiembre de 1939, que se publicó su artículo en Physical Review).

Los teóricos de la década de 1960 se sorprendieron cuando sus cálculos demostraron que todos los agujeros negros que se habían instalado en un estado estacionario eran objetos «estándares», definidos tan solo por dos números: su masa y su momento cinético. Ningún otro parámetro. Esta constatación impresionó mucho al gran teórico Subrahmanyan Chandrasekhar, quien escribió: «En toda mi vida científica, la experiencia más abrumadora ha sido constatar que la solución exacta a las ecuaciones de Einstein […] proporciona la representación absolutamente exacta del número incalculable de agujeros negros que pueblan el universo».3

En el centro de la mayoría de las galaxias hay un cuásar muerto: un gigantesco agujero negro inactivo. Lo que es más, existe una correlación entre la masa del agujero y la de su galaxia anfitriona. Nuestra galaxia alberga un agujero de alrededor de cuatro millones de masas solares, un tamaño modesto comparado con los agujeros que hay en el centro de gigantescas galaxias elípticas, que pesan miles de millones de masas solares.

Einstein saltó a la fama mundial en 1919. El 29 de mayo de ese año hubo un eclipse solar. Un grupo encabezado por el astrónomo de Cambridge Arthur Eddington observó que durante el eclipse aparecían estrellas cerca del Sol. Las mediciones mostraban que dichas estrellas eran desplazadas de sus ubicaciones habituales y que la gravedad de Sol curvaba la trayectoria de su luz. Esto confirmaba una de las predicciones clave de Einstein. Cuando se informó de los resultados a la Royal Society londinense, la prensa mundial difundió la noticia. «El cielo se llena de estrellas torcidas; Newton ha sido destronado»4 fue el desmesurado titular de The New York Times.

Y en febrero de 2016, casi cien años más tarde, se produjo otro anuncio igual de crucial, esta vez desde el Club de la Prensa de Washington, que proporcionaba la defensa más reciente y sólida de la teoría de Einstein. Se trataba de la detección de ondas gravitacionales por parte del Observatorio de Interferometría Láser de Ondas gravitacionales (LIGO, por sus siglas en inglés). Einstein había concebido la fuerza gravitatoria como una «curvatura» del espacio. Cuando los objetos gravitatorios cambian de forma, generan perturbaciones. Cuando una de estas perturbaciones atraviesa la Tierra, el espacio de alrededor «vibra»: se estira y se contrae alternativamente a medida que lo cruzan las ondas gravitacionales. Pero el efecto es minúsculo. Por esta razón, básicamente, la gravedad es una fuerza tan débil. La fuerza gravitatoria entre objetos de la vida diaria es diminuta. Si movemos dos mancuernas emitiremos ondas gravitacionales, pero de potencia infinitesimal. Ni siquiera planetas que orbitan alrededor de estrellas o parejas de planetas que orbitan uno alrededor del otro emiten a un nivel detectable.

En febrero de 2016 se produjo un anuncio crucial: la detección de ondas gravitacionales por parte del Observatorio de Interferometría Láser de Ondas Gravitacionales (LIGO) que proporcionaba la defensa más reciente y sólida de la teoría de Einstein

Los astrónomos coinciden en que las fuentes que el LIGO pueda detectar deben tener una gravedad mucho mayor que la de los planetas y estrellas corrientes. Los candidatos más probables son los agujeros negros y las estrellas de neutrones. Si dos agujeros negros forman un sistema binario, poco a poco empezarán a girar juntos. A medida que se acercan, el espacio que los rodea se va distorsionando hasta que se fusionan en un único agujero rotatorio. Este agujero se bambolea y «silba», generando nuevas ondas hasta que se estabiliza, convertido en un único agujero negro estático. Este «chirrido», una sacudida del espacio que se acelera y cobra fuerza hasta el momento de la fusión, y a continuación muere, es lo que detecta el LIGO. Estos cataclismos ocurren menos de una vez en un millón de años en nuestra galaxia. Pero aunque se produzcan a una distancia de miles de millones de años luz, emitirían una señal detectable por el LIGO y hay millones de galaxias que están más cerca que eso.

Detectar los fenómenos más importantes requiere instrumentos asombrosamente sensibles y muy costosos. En los detectores LIGO, rayos láser de gran intensidad se proyectan a lo largo de brazos de cuatro kilómetros de longitud y se reflejan en espejos situados al final de ellos. Analizando los rayos de luz, es posible detectar cambios en la distancia entre los espejos, que aumenta y decrece a medida que el «espacio» se expande y se contrae. La magnitud de esta vibración es pequeñísima, de alrededor de 0,0000000000001 centímetros, es decir, millones de veces menor que un átomo. El proyecto del LIGO prevé dos detectores similares separados entre sí unos tres mil kilómetros, uno en el estado de Washington, el otro en Luisiana. Un único detector podría registrar acontecimientos microsísmicos, tráfico de vehículos, etcétera, y con objeto de excluir estas falsas alarmas, los experimentadores tomarán nota solo de los acontecimientos que aparezcan en los dos detectores.

Esta detección es de suma importancia, uno de los grandes descubrimientos de la década. El escepticismo residual sobre la validez de las ecuaciones de Einstein se disipó cuando LIGO detectó acontecimientos atribuibles a la fusión de dos agujeros negros. Los «chirridos» detectados, complejos patrones de oscilaciones, encajan a la perfección en modelos computacionales basados en la teoría de Einstein.

Los agujeros detectados por LIGO suman hasta 30 masas solares, restos de estrellas de gran tamaño. Pero se esperan acontecimientos aún más enérgicos. Cuando se fusionen dos galaxias (tal y como harán Andrómeda y la Vía Láctea dentro de aproximadamente 4.000 millones de años), los agujeros negros en el centro de las mismas orbitarán juntos en espiral formando un sistema binario, que se encogerá liberando radiación gravitacional y emitirá un fuerte chirrido cuando los dos agujeros se fusionen. La mayoría de las galaxias han crecido mediante una sucesión de fusiones y adquisiciones. Las coalescencias fruto de estos agujeros negros supergigantescos pueden liberar ondas gravitacionales de frecuencias mucho más bajas de las que pueden captar detectores terrestres como LIGO. Pero hay acontecimientos de primer orden a los que sí podrían ser sensibles detectores orbitando en el espacio. Y la ESA tiene un proyecto llamado LISA destinado a detectar estas poderosas «alteraciones» de baja frecuencia en el espacio-tiempo.

Más allá de las galaxias. Horizontes cósmicos

Sabemos que las galaxias —con forma de disco algunas, similares a nuestra Vía Láctea o a Andrómeda, otras «elipses» amorfas— son los componentes básicos de nuestro universo en expansión. Pero ¿hasta qué punto podemos en realidad comprender de esas galaxias? Los físicos que estudian las partículas pueden testarlas y hacerlas chocar en aceleradores del CERN. Los astrónomos no pueden hacer chocar galaxias. Y las galaxias cambian tan despacio que, en el transcurso de una vida humana, solo vemos una instantánea de cada una. Pero ya disponemos de opciones: podemos llevar a cabo experimentos en un «universo virtual» mediante simulaciones informáticas que incorporan gravedad y dinámica de gases.

Podemos rehacer estas simulaciones partiendo de distintas hipótesis respecto a la masa de estrellas y gas de cada galaxia, etcétera, y ver cuáles casan mejor con los datos. Lo importante es que este y otros métodos nos permiten descubrir que todas las galaxias se mantienen unidas por la gravedad de no solo lo que vemos. Están insertas en un enjambre de partículas que son invisibles, pero que juntas aportan unas cinco veces la masa del átomo ordinario: se trata de la materia oscura.

Y podemos poner a prueba ideas sobre cómo evolucionan las galaxias observándolas cuando eran jóvenes. Se han empleado telescopios gigantes, en el espacio y en la Tierra, para estudiar «campos profundos», cada uno de los cuales abarca un sector diminuto de cielo. Un sector de un diámetro de solo unos pocos minutos de arco, ampliado por estos telescopios, revela cientos de leves manchas: son galaxias, algunas iguales a la nuestra, pero situadas tan lejos que su luz empezó a viajar hace más de 10.000 millones de años. Las estamos viendo recién formadas.

Pero ¿qué ocurrió antes de eso?, ¿antes incluso de que hubiera galaxias? La prueba clave aquí se remonta a 1965, cuando Penzias y Wilson descubrieron que el espacio intergaláctico no es completamente frío. Lo calientan hasta 3º C unas débiles microondas, de las que ahora sabemos que tienen un espectro que coincide casi exactamente con un cuerpo negro. Se trata del «eco de la creación», el vestigio adiabáticamente enfriado y diluido de una era en que todo era caliente y denso. Es una de las varias líneas de evidencia científica que nos han permitido suscribir el modelo del «big bang caliente».

BBVA-OpenMind-ilustración-Martin-Rees-La-ultima-decada-futuro-de-la-cosmologia-y-astrofisica-Este objeto celestial parece una delicada mariposa, pero nada más lejos. Lo que serían las alas de la mariposa son chorros de gas calentado a una temperatura que supera los 200.000 ºC. El gas atraviesa el espacio a alrededor de un millón de km/h, lo bastante rápido para viajar de la Tierra a la Luna en 24 minutos. Esta imagen fue tomada por la Gran angular 3 (WFC3 en inglés), una nueva cámara instalada por la NASA en el telescopio espacial Hubble, en mayo de 2009
Este objeto celestial parece una delicada mariposa, pero nada más lejos. Lo que serían las alas de la mariposa son chorros de gas calentado a una temperatura que supera los 200.000º C. El gas atraviesa el espacio a alrededor de un millón de km/h, lo bastante rápido para viajar de la Tierra a la Luna en 24 minutos. Esta imagen fue tomada por la Gran angular 3 (WFC3 en inglés), una nueva cámara instalada por la NASA en el telescopio espacial Hubble, en mayo de 2009

Pero abordemos una cuestión que puede parecer desconcertante. Nuestro complejo cosmos actual presenta un amplísimo abanico de temperaturas y densidades: desde las estrellas ardientes a la oscuridad del cielo nocturno. Hay personas a quienes les preocupa cómo pudo surgir esta intricada complejidad de una bola de fuego amorfa. La hipótesis parece violar la segunda ley de la termodinámica, que describe una tendencia inexorable de patrones y estructuras a desintegrarse o dispersarse.

La respuesta a esta paradoja parece residir en la fuerza de la gravedad. La gravedad acentúa los contrastes de densidad antes que eliminarlos. Cualquier región surgida con una densidad ligeramente superior a la media podría desacelerarse más porque acusa más la gravedad; su expansión se retrasa más y más, hasta que llega un momento en que deja de expandirse y se separa. Se han hecho numerosas simulaciones de partes de un «universo virtual»: creando un modelo de un ámbito lo bastante grande para generar miles de galaxias. Los cálculos, cuando se exponen como si fueran una película, ilustran con claridad cómo estructuras incipientes aparecen y evolucionan. Dentro de cada cúmulo de escala galáctica, la gravedad acentúa aún más los contrastes, atrae gas que se comprime hasta formar estrellas.

Y hay algo muy importante. Las fluctuaciones iniciales que se introducen en los modelos informáticos no son arbitrarias, sino derivadas de las variaciones que se registran en el cielo de la temperatura de la radiación de fondo de microondas, recogida con hermosa precisión por el satélite artificial Planck del ESA. Este cálculo, que tiene en cuenta las dinámicas de la gravedad y del gas, revela, una vez se ha producido la expansión por 1.000 después de la última dispersión de fotones, un cosmos que encaja bastante desde el punto de vista estadístico con las estructuras visibles actuales y permite calcular la densidad promedio, la edad y la tasa de expansión del universo con un escaso porcentaje de error.

La coincidencia entre el espectro de fluctuación medido por el satélite espacial Planck (en escalas angulares de hasta pocos minutos de arco) y un modelo de seis parámetros —así como la constatación de que estas fluctuaciones evolucionan, por acción de las dinámicas de gravedad y gas, hasta convertirse en galaxias y cúmulos con propiedades que coinciden con nuestro cosmos habitual— supone un inmenso triunfo. Cuando se escriba la historia de la ciencia de estas décadas, este será uno de los grandes hitos, y me refiero a un hito de toda la ciencia: a la misma altura de la tectónica de placas, el genoma y muy pocas más.

El universo temprano: más hipótesis

¿Y qué hay del futuro lejano? Las criaturas que asistan a la muerte del Sol dentro de 6.000 millones de años no serán humanas; se parecerán a nosotros lo mismo que se parece un hombre a un insecto. La evolución poshumana, aquí en la Tierra y más allá, podría prolongarse tanto como la evolución darwinista que ha conducido hasta nosotros… y ser más asombrosa aún. Y por supuesto la evolución se produce ahora más deprisa, a una escala temporal tecnológica, opera a mayor rapidez que la selección natural y está impulsada por avances en genética y en inteligencia artificial (AI). No sabemos si el futuro a largo plazo residirá en vida orgánica o en vida basada en el silicio.

Pero ¿qué sucederá más adelante todavía? En 1998 los cosmólogos se llevaron una gran sorpresa. Por entonces se sabía bien que la gravedad de la materia oscura dominaba a la de la materia ordinaria, pero también que la materia oscura sumada a la materia ordinaria aportaba solo alrededor del 30% de la llamada densidad crítica. Se creía que esto suponía que vivíamos en un universo cuya expansión se estaba desacelerando, aunque no lo bastante para detenerse por completo. Pero, en lugar de desacelerarse, la relación entre corrimiento al rojo y distancia para una categoría concreta de estrella en explosión —una supernova de tipo Ia— reveló precisamente que la expansión se estaba acelerando. La atracción gravitacional parecía superada por una fuerza nueva y misteriosa latente en el espacio vacío que aleja a unas galaxias de otras.

La expansión cósmica puede continuar incluso después de la muerte del Sol. Las predicciones a largo plazo rara vez son fiables, pero la hipótesis más segura y «conservadora» es que tenemos por delante casi una eternidad: un cosmos más frío y más vacío todavía. Las galaxias se separan y desaparecen detrás de un «horizonte de sucesos», más o menos al revés de lo que sucede cuando las cosas caen en un agujero negro. Todo lo que quedará serán los restos de nuestra galaxia, Andrómeda y sus vecinas de menor tamaño. Es posible que los protones se degraden, las partículas de materia oscura se destruyan y que haya algún que otro resplandor a medida que se evaporen los agujeros negros. A continuación, silencio.

Es muy posible que dentro de una década se conozca la naturaleza de la materia oscura, pero esta energía —latente en el espacio vacío mismo— plantea un misterio más profundo aún. No será entendida hasta que no tengamos un modelo de la microestructura del espacio. No tengo demasiadas esperanzas de que esto ocurra pronto: todos los teóricos sospechan que implicará fenómenos en la llamada «longitud de Planck», la escala a la que se superponen los efectos cuánticos y la gravedad. La escala es un billón de billones más pequeña que un átomo. La energía negra puede ser el interrogante más importante que presenta ahora mismo el universo.

Pero volvamos al pasado. La radiación de fondo es un mensaje directo de una era en que el universo solo tenía unos pocos cientos de años (desde entonces los fotones han viajado en gran medida sin interrupción, sin dispersarse). Pero tenemos sólidos conocimientos que nos permiten hacer extrapolaciones a épocas aún más remotas, a eras más calientes y densas. Sin duda podemos extrapolar hasta el primer segundo, porque las proporciones calculadas de helio y deuterio producidas (para una densidad nuclear que se ajuste a otros datos) casan a la perfección con lo observado. De hecho, probablemente podemos extrapolar hasta el primer nanosegundo: fue entonces cuando cada partícula tenía 50 gigaelectronvoltios, una energía que puede replicarse en el GCH o Gran Colisionador de Hadrones del CERN de Ginebra, y el universo entero tenía el tamaño de nuestro sistema solar.

Pero preguntas tales como ¿de dónde vinieron las fluctuaciones? O ¿por qué contenía el universo primordial la mezcla que observamos de protones, fotones y materia oscura? nos retrotraen a los aún más breves instantes en que nuestro universo estaba todavía más comprimido, en un contexto de energía ultraelevada en el que los experimentos no ofrecen una guía directa a la física pertinente.

Durante cerca de cuarenta años hemos tenido el llamado «paradigma inflacionario», que propone una era en que el radio de Hubble era mil millones de veces más pequeño que un núcleo atómico. Se trata de una extrapolación al pasado de lo más audaz, a una era en que la física era extrema y no puede ser testada mediante experimentos. Ya existen algunas pruebas que parecer apoyan este paradigma. Sea como sea, puede resultar útil resumir los requisitos esenciales que es necesario explicar si queremos comprender la aparición de nuestro cosmos complejo y estructurado a partir de unos orígenes amorfos:

  1. El primer requisito es, por supuesto, la existencia de la fuerza de la gravedad que (tal y como ya se ha explicado), acentúa los contrastes de densidad a medida que el universo se expande, permitiendo que estructuras cohesionadas se condensen a partir de irregularidades de pequeña amplitud inicial. Se trata de una fuerza muy débil. A escala atómica, es 1040 veces más débil que la fuerza eléctrica entre el electrón y el protón. Pero en cualquier objeto de gran tamaño, las cargas positiva y negativa se anulan entre sí casi exactamente. En cambio, todo tiene el mismo «signo» de carga gravitatoria, de manera que cuando se unen los átomos suficientes, la gravedad gana. Pero las estrellas y los planetas son tan grandes porque la gravedad es débil. Si fuera más fuerte, aplastaría objetos del tamaño de los asteroides (o incluso de un terrón de azúcar). Así pues, aunque la gravedad es crucial, también es crucial que sea muy débil.
  2. Tiene que haber un exceso de materia frente a antimateria.
  3. Otro requerimiento para que haya estrellas, planetas y biosferas es que la química no sea trivial. Si el hidrógeno fuera el único elemento, la química sería aburrida. Una tabla periódica de elementos estables requiere un equilibrio entre las dos fuerzas más importantes del micromundo: la fuerza de cohesión nuclear (las «interacciones fuertes») y la fuerza de repulsión eléctrica responsable de separar los protones.
  4. Tiene que haber estrellas: átomos ordinarios suficientes frente a materia oscura (de hecho, tiene que haber al menos dos generaciones de estrellas: una para generar los elementos químicos y la segunda para estar rodeada de planetas).
  5. El universo debe expandirse al ritmo «adecuado», no implosionar demasiado pronto ni expandirse tan deprisa que impida a la gravedad dar cohesión a las estructuras.
  6. Tiene que haber fluctuaciones que permitan actuar a la gravedad: de la suficiente amplitud que favorezcan la aparición de estructuras. De otro modo, el universo sería hidrógeno ultradifuso. No habría estrellas, no habría elementos pesados ni planetas ni personas. En nuestro universo actual, las fluctuaciones iniciales en la curvatura cósmica tienen una amplitud de 0,00001. Según los modelos inflacionarios, dicha amplitud la determinan fluctuaciones cuánticas. Su valor concreto depende de los detalles del modelo.

Otra pregunta fundamental es la siguiente: ¿Cómo de grande es la realidad física? Solo tenemos capacidad de observar un volumen finito. El ámbito que está en contacto causal con nosotros está limitado por un horizonte, una cáscara que nos rodea y que define la distancia a la que la luz (si no se dispersara) habría viajado desde el big bang. Pero esa cáscara no tiene mayor significado que el círculo que define nuestro horizonte cuando estamos en medio del mar. Cabría esperar que más allá del horizonte haya más galaxias. En el universo visible no se percibe una inclinación, lo que sugiere condiciones similares en un ámbito que se extiende miles de veces más allá. Pero eso es solo un mínimo. Si el espacio se extendiera lo suficiente, entonces se repetirían todas las posibilidades combinatorias. Mucho más allá del horizonte todos podríamos tener avatares, ¡y quizá nos consuele pensar que algunos han tomado la decisión correcta cuando nosotros nos hemos equivocado!

Pero incluso ese volumen inmenso puede no ser todo lo que existe. «Nuestro» big bang puede no ser el único. La física de la era inflacionaria sigue sin estar cimentada. Pero algunas de las opciones podrían conducir a una situación de «inflación eterna», en la que las consecuencias de «nuestro» big bang podrían ser una mera isla de espacio-tiempo en un archipiélago cósmico ilimitado.

En un postulado así, el desafío para la física del siglo XXI es dar respuesta a dos preguntas. La primera: ¿hay muchos big bangs o solo uno? Y la segunda, todavía más interesante: si hay muchos ¿están todos gobernados por la misma física? ¿O hay una cantidad enorme de espacios vacíos distintos con microfísicas distintas?

Aunque la respuesta a la primera pregunta sea «sí», habrá leyes generales que gobiernen el universo, tal vez una versión de la teoría de cuerdas. Pero lo que hemos llamado siempre «leyes de la naturaleza» no serán más que ordenanzas municipales en nuestro tramo cósmico. Muchos ámbitos podrían haber nacido muertos o ser estériles: estar gobernados por leyes que no permitan ninguna clase de complejidad. De ser así, no esperaríamos encontrarnos en un universo típico. Más bien estaríamos en un miembro típico del subconjunto en el que podría evolucionar un observador. Entonces sería importante explorar el espacio paramétrico para todos los universos. Esto no será posible hasta que (y la espera puede ser muy larga) una teoría como la de cuerdas futura resulte creíble y que haya sido puesta a prueba proponga una manera de asignar una medida de probabilidad a cada parte del espacio paramétrico.

Hay quienes aseguran que las entidades no observables no forman parte de la ciencia. Pero muy pocos lo creen de verdad. Por ejemplo, sabemos que las galaxias desaparecen detrás del horizonte a medida que se alejan acelerándose. Pero (a no ser que ocupemos una posición central especial y el Universo tenga un «borde» justo a continuación del horizonte actual), habrá galaxias más allá. Y si la aceleración cósmica continúa, siempre estarán más allá. Ni el astrónomo más conservador negaría que estas galaxias nunca observables forman parte de nuestra realidad física. Estas galaxias son parte de las consecuencias de nuestro big bang. Pero ¿por qué deberíamos asignarles un estatus epistemológico mayor que a objetos no observables consecuencia de otros big bangs?

«Nuestro» big bang puede no ser el único. La física de la era inflacionaria sigue sin estar cimentada. Pero algunas de las opciones podrían conducir a una situación de «inflación eterna», en la que las consecuencias de «nuestro» big bang podrían ser una mera isla de espacio-tiempo en un archipiélago cósmico ilimitado

Por proponer una analogía: no podemos observar el interior de los agujeros negros, pero creemos lo que dice Einstein sobre lo que ocurre allí, porque su teoría ha ganado credibilidad al concordar con datos obtenidos de muchos contextos que sí podemos observar. De igual modo, si tuviéramos un modelo que describiera la física de las energías en que se propone que ha ocurrido la inflación y si ese modelo ha sido corroborado de otras maneras, entonces si predice múltiples big bangs, deberíamos tomar en serio esa predicción.

Si hay un único big bang, entonces aspiraríamos a determinar por qué los números que describen nuestro Universo tienen los valores que medimos (los números de «modelo estándar» de física de partículas además de los que caracterizan la geometría del universo). Pero si hay muchos big bangs —la inflación eterna, el paisaje, etcétera—, entonces la realidad física es muchísimo mayor de como la hemos siempre imaginado.

Es posible que dentro de cincuenta años sigamos igual de despistados que hoy respecto al universo ultraprimigenio. Pero es posible que una teoría física cercana a la «energía de Planck» haya para entonces ganado credibilidad. Quizá «prediga» un multiverso y determine en principio algunas de sus propiedades: las medidas de probabilidad de parámetros clave, las correlaciones entre ellas, etcétera.

Hay a quienes no les gusta el multiuniverso; es decir, creen que nunca tendremos explicaciones satisfactorias para los números fundamentales, que, en esta perspectiva más amplia, pueden ser meros accidentes ambientales. Esto, por supuesto, decepciona a los teóricos más ambiciosos. Pero lo que nosotros prefiramos no afecta a la realidad física, de manera que debemos mantener una mentalidad abierta.

Sin duda, esto tiene una ventaja intelectual y estética. El multiverso supondría una cuarta y grandiosa revolución copernicana. Ya hemos tenido la revolución copernicana, luego hemos sabido que hay miles de millones de sistemas planetarios en nuestra galaxia y, a continuación, hemos constatado que hay miles de millones de galaxias en el universo observable.

Pero entonces nos daríamos cuenta de que no solo nuestro ámbito observable es una fracción minúscula de las consecuencias de nuestro big bang, sino que nuestro big bang es parte de un conjunto infinito e inimaginablemente diverso.

Esto es física especulativa, pero física, no metafísica. Hay esperanzas de poder darle credibilidad. El estudio más en profundidad de las fluctuaciones en la radiación de fondo dará pistas. Pero, sobre todo, si los físicos desarrollaran una teoría unificada de fuerzas fuertes y electromagnéticas y esa teoría se testara o corroborara en nuestro mundo de baja energía, entonces nos tomaríamos en serio sus predicciones sobre una fase inflacionaria y sobre las verdaderas respuestas a las dos preguntas formuladas más arriba.

He empezado este capítulo describiendo planetas recién descubiertos que orbitan alrededor de otras estrellas. Me gustaría retrotraerme a la ciencia planetaria de hace 400 años, anterior incluso a Newton. En aquel tiempo Kepler creía que el sistema solar era único, y que la órbita terrestre estaba relacionada con los otros planetas mediante hermosas fórmulas matemáticas en las que participaban los sólidos platónicos. Ahora sabemos que hay miles de millones de estrellas, cada una con su sistema planetario. La órbita de la Tierra es especial solo en la medida en que está en el rango de alcance de radios y excentricidades compatibles con la vida (por ejemplo, no está ni demasiado fría ni demasiado caliente, por lo que puede haber agua).

Quizá estemos abocados a un cambio conceptual análogo a una escala mucho mayor. Nuestro big bang puede no ser único, como no lo son los sistemas planetarios. Sus parámetros pueden ser «accidentes ambientales», como los detalles de la órbita terrestre. Aspirar a explicaciones precisas en cosmología puede ser una empresa tan inútil como la cruzada numerológica de Kepler.

La existencia de un multiverso llevaría más lejos aún el «destronamiento» de Copérnico: nuestro sistema solar es uno de los miles de millones de sistemas planetarios de nuestra galaxia, que es una de los miles de millones de galaxias accesibles mediante nuestros telescopios, pero todo este panorama puede no ser más que una fracción minúscula de las consecuencias de «nuestro» big bang, que en sí mismo puede ser uno de entre miles de millones. A algunos físicos les puede decepcionar que algunos de los números clave que intentan explicar resultan no ser más que contingencias ambientales, no más «fundamentales» que los parámetros de la órbita terrestre alrededor del Sol. Pero para compensar, nos daríamos cuenta que el espacio y el tiempo tienen una gran complejidad, pero a escalas tan vastas que los astrónomos son tan conscientes de ella como sería consciente de la topografía y la biosfera del mundo un plancton cuyo «universo» fuera una cucharada de agua.

Hemos hecho avances impresionantes. Hace cincuenta años los cosmólogos no sabían si había habido un big bang. Ahora podemos hacer deducciones bastante precisas remontándonos a un nanosegundo. Así que dentro de cincuenta años, debates que hoy parecen especulaciones poco consistentes tendrán cimientos más sólidos. Pero es importante subrayar que el progreso seguirá dependiendo, como lo ha hecho hasta ahora, en el 95% del perfeccionamiento de los instrumentos y la tecnología y en menos del 5% de la teoría contemplativa o de sillón, pero que esa teoría será aumentada por la inteligencia artificial y por la capacidad de hacer simulaciones.

Consideración final

Para terminar quiero apartarme del cosmos —incluso de lo que puede ser una amplia diversidad de cosmos gobernados por leyes distintas— y centrarme en el aquí y ahora. A menudo me preguntan si los astrónomos podemos ofrecer una perspectiva especial a la ciencia y a la filosofía. Vemos el planeta en que vivimos en un vasto contexto cósmico. Y en las décadas venideras sabremos si hay vida ahí fuera. Pero lo que es más importante aún, los astrónomos podemos ofrecer la conciencia de un futuro inmenso.

El darwinismo nos enseña que nuestra biosfera actual es el resultado de más de 4.000 millones de años de evolución. Pero la mayoría de las personas, aunque aceptan que nuestros orígenes son producto de la selección natural, siguen creyendo que, de alguna manera, los humanos somos por fuerza la culminación del árbol genealógico evolutivo. Es algo difícil de creer para un astrónomo, de hecho, lo más probable es que estemos más cerca del principio que del final de ese árbol. Nuestro Sol se formó hacer 4.500 millones de años, pero aún faltan 6.000 para que se le acabe el combustible. Entonces arderá y engullirá los planetas interiores. Y el universo en expansión continuará —quizá para siempre— destinado a ser un lugar cada vez más frío, más vacío incluso.

Pero mi última reflexión es esta: incluso con esta cronología «tipo acordeón», que se extiende miles de millones de años hacia el futuro y también hacia el pasado, este siglo puede ser decisivo. Durante la mayor parte de la historia, las amenazas a la humanidad han procedido de la naturaleza: enfermedades, terremotos, inundaciones, etcétera. Pero este siglo es especial. Es el primero en el que una especie, la nuestra, tiene en sus manos el futuro de la Tierra y puede poner en peligro el inmenso potencial de vida. Hemos entrado en un periodo geológico llamado «antropoceno».

Nuestra Tierra, ese «punto azul pálido» del cosmos, es un lugar especial. Puede que sea también único. Y nosotros somos sus timoneles en un periodo especialmente crucial. Se trata de un mensaje importante para todos nosotros, nos interese o no la astronomía.

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