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El jardín del edén amenazado: ecología y biología de la conservación

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Naciones Unidas ha declarado 2009 como Año Internacional de la Biodiversidad, para homenajear así el bicentenario del nacimiento de Charles Darwin (12 de febrero de 1809-19 de abril de 1882), cuyo libro Sobre el origen de las especies por la selección natural (1859) fija el arranque de la ciencia de la biodiversidad. Por fin todo parecía tener sentido: las sutiles diferencias entre especies similares, los coloridos plumajes de las aves y las flores, las numerosas adaptaciones de los animales a su entorno, y los fracasos, reflejados en fósiles de animales fabulosos que, a falta de una explicación, la Iglesia tachó durante décadas de argucias del demonio para confundir a los creyentes. La ciencia había formulado una explicación racional para lo que hasta entonces sólo se podía explicar como el resultado de acciones sobrenaturales. Huelga decir que las revolucionarias tesis de Darwin fueron combatidas con energía durante años. En nuestro país, el biólogo cántabro Augusto G. de L. (Valle de Cabuérniga, Cantabria, 1845-Santander, 1 de mayo de 1904) perdió su cátedra de Historia Natural en la Universidad de Santiago de Compostela por enseñar las teorías de Darwin.

La obra de Darwin, conjugada con las Leyes de Mendel (del monje Gregor J. Mendel, 20 de julio de 1822-6 de enero de 1884) que describen las leyes básicas de la herencia genética, es la semilla de la que germina la biología moderna, y de ella se desprenden con una imparable secuencia lógica descubrimientos fundamentales como el del ADN y la genómica moderna. Los 150 años que nos separan de la publicación de El origen de las especies han estado jalonados de hitos que han conformado una nueva ciencia, la Ecología, que se ocupa de desentrañar las claves del funcionamiento de la biosfera y el papel de la biodiversidad en el equilibrio de la naturaleza, traspasando las fronteras del conocimiento para profundizar, en un momento de crisis aguda, en el pilar sobre el que se asienta el bienestar presente y futuro de la humanidad.

En este capítulo ofrezco un repaso por estos hitos y desarrollos para documentar el camino recorrido para comprender las claves del funcionamiento de la naturaleza y apunto los desafíos que hemos de afrontar durante el siglo xxi. Por vez de seguir un orden cronológico, que ofrecería una visión desordenada del progreso en este campo, he optado por una organización temática en la que señalo los hitos y desafíos más importantes, estructura que supongo más cómoda para el lector.

Origen y diversificación de la vida

El océano es la cuna de la vida sobre la tierra. Los fósiles más antiguos existentes se hallaron en Australia, datados en torno a 3.500 años antes del presente, y corresponden a consorcios de microorganismos con Arqueas y cianobacterias fotosintéticas que formaban estructuras de carbonato similares a los estromatolitos que se pueden visitar en distintas zonas del planeta, como en la misma Australia (figura 1).

Los organismos más antiguos existentes son los mi-croorganismos pertenecientes al dominio de las Arqueas que aún representan una fracción importante de las comunidades biológicas del océano profundo. El descubrimiento de las Arqueas es un hito reciente que ha revolucionado nuestra concepción de la organización de la diversidad biológica. En 1977 el microbiólogo estadounidense Carl R. Woose observó, utilizando por primera vez la técnica del RNA ribosómico para establecer las relaciones entre microorganismos, que las comunidades de microorganismos de suelos incluían microorganismos que representaban un nuevo dominio, tan distinto de las bacterias como de los propios eucariotas. El desarrollo de sondas moleculares capaces de discriminar entre bacterias y Arqueas, que son indistinguibles al microscopio, ha permitido detectar que este grupo está presente en todo el planeta, y que son particularmente prominentes en el océano profundo, donde hay hábitats con condiciones semejantes a las existentes cuando las Arqueas aparecieron, pero también en lagos polares. El descubrimiento de las Arqueas llevó a una revisión de los dominios de la vida, para reconocer tres dominios: Bacteria, Archaea y Eukarya, transformando completamente la concepción tradicional.

La atmósfera terrestre primitiva era una atmósfera carente de oxígeno, muy reductora, y carente de ozono, con lo que la radiación ultravioleta penetraba hasta la superficie del planeta Tierra con una intensidad incompatible con la vida. Sólo en el océano, donde la radiación ultravioleta se atenúa fuertemente en profundidad, fue posible que la vida prosperase en este planeta Tierra fuertemente irradiado. La biota marina alteró de forma profunda e irreversible la atmósfera del planeta Tierra y, con ella, las condiciones para la vida en los continentes. En concreto, la aparición de la fotosíntesis oxigénica, por ejemplo, que produce oxígeno por fotolisis del agua (el proceso fotosintético característico de las plantas) en microorganismos marinos, las cianobacterias, produjo un cambio fundamental en la composición de la atmósfera terrestre, con la aparición del oxígeno, que comprende el 21% de la atmósfera terrestre y que al reaccionar con la radiación ultravioleta en la estratosfera (cerca de 12.000 m sobre la superficie terrestre), genera el ozono que absorbe la radiación ultravioleta más dañina y posibilita la vida en los continentes. Disminuyó, además, la concentración de CO2 en la atmósfera, pues el incremento de O2 sólo es posible por el consumo proporcional de CO2 por el proceso de fotosíntesis, almacenado en forma orgánica en el agua oceánica, en suelos, en organismos, detritus y depósitos de petróleo y gas. El cambio de una atmósfera reductora a una atmósfera oxidante es fundamental y condiciona completamente toda la química planetaria y con ella el funcionamiento de la biosfera y la evolución de la vida.

El origen de las cianobacterias, responsables de este cambio de régimen en el planeta Tierra, que el registro fósil conocido marca como un episodio relativamente abrupto, sigue siendo un misterio y no se puede descartar un origen extraterrestre. De hecho, la aparición de la vida en el océano transformó de forma determinante no sólo la biosfera, el océano y la atmósfera, sino también la litosfera, ya que la formación de carbonato y otros minerales por los organismos marinos es la base de la formación de muchas rocas sedimentarias.

Se conocen fósiles de animales de 800 millones de años de antigüedad, aunque los primeros animales complejos aparecieron hace unos 640 millones de años, de nuevo en Australia. La primera ocupación animal de los continentes se sitúa hace poco más de 400 millones de años durante los que aparecen fósiles de ciempiés y arácnidos. De hecho, la ocupación de los continentes por la vida no hubiera sido posible sin la alteración de las condiciones que ofrecía el planeta Tierra derivada de la actividad de los organismos marinos primitivos.

La historia evolutiva de la vida tiene, por tanto, un recorrido mucho más largo en el océano que en tierra, lo que se refleja en la mayor diversidad de formas de vida presentes en el océano comparadas con las existentes en tierra. Aunque el océano contiene una proporción modesta de las especies que pueblan la Tierra, en él se encuentra el repertorio casi completo de toda la diversidad genómica que la evolución ha generado. La diversidad genómica se refiere a la diversidad de maquinaria genética, integrada por genes que codifican proteínas que intervienen en distintas funciones. Por ejemplo, basta considerar que los genomas de un gusano o de la mosca de vinagre difieren en menos de un 50% de las secuencias del genoma humano, de forma que el recorrido de diversidad genómica de los animales terrestres es relativamente corto.

El árbol de la vida, que refleja la diversificación de las formas de vida en la Tierra, tiene sus raíces en el océano. Así, se conocen treinta filos, las grandes ramas del árbol de la vida, en el mar, trece de ellos exclusivos del océano. En comparación, únicamente se han censado quince filos terrestres, de los que sólo uno es exclusivo de estos ambientes. De hecho, la diversidad de formas de vida en el océano nos causa frecuentemente perplejidad. Por ejemplo, muchos organismos sésiles y coloridos, parecidos a las flores que adornan los paisajes terrestres, son de hecho animales, como anémonas, o mezclas de animales y plantas, como los coloridos colares tropicales, cuyo color se debe a los pigmentos de algas fotosintéticas que habitan los pólipos coloniales que forman el coral. De hecho, las divisiones sencillas entre animal y planta que son útiles en tierra son frecuentemente engañosas en el océano, pues muchos animales son en realidad consorcios de especies fotosintéticas y animales y muchos organismos unicelulares tienen capacidades propias de ambos.

¿Cuántas especies hay en el planeta?

Desde que el científico sueco Carl Linnaeus sentó, con la publicación en 1735 de su obra Systema Naturae, los fundamentos de la taxonomía con un sistema de nomenclatura para clasificar los seres vivos, el número de especies descritas ha venido aumentado sin pausa hasta alcanzar cerca de dos millones de especies descritas en la actualidad. El inventario del número de especies en la biosfera parece no tener fin, aunque es evidente que el número de especies existente ha de ser, necesariamente, finito. En los últimos años se han hecho esfuerzos importantes para ofrecer una estima fiable del número de especies que la biosfera puede contener.

A pesar de la extensa historia evolutiva de la vida en el océano, los océanos albergan tan sólo unas 230.000 especies conocidas, casi cincuenta veces menos que el número de especies conocidas en tierra, que alcanza los 1,8 millones (Jaume y Duarte 2006; Bouchet 2006), lo que ha intrigado a los científicos durante muchos años, dando lugar a diversas hipótesis para explicar esta paradoja. Se ha hablado del enorme potencial de dispersión de los propágulos (huevos y larvas) de los animales marinos, que evitaría la segregación genética por la separación de las poblaciones. Por ejemplo, hay sólo 58 especies de plantas superiores, con semillas y frutos (angiospermas) marinos, frente a unas 300.000 en los continentes, y prácticamente no existen insectos en el océano, cuando los artrópodos (que incluyen insectos, crustáceos, arácnidos, ácaros y otros grupos menores) representan el 91% del inventario de especies en tierra.

Se han utilizado distintas aproximaciones para estimar cuál puede ser el número de especies totales, como extrapolaciones desde los taxones mejor conocidos a los menos conocidos asumiendo una proporcionalidad de especies, extrapolaciones basadas en el número de especies nuevas que aparecen por unidad de área examinada a la superficie total ocupada por distintos hábitats y estimaciones estadísticas basadas en la progresión de la tasa de descubrimiento de nuevas especies. Estas estimas apuntan a que el número total de especies podría situarse en torno a los doce millones, dominadas por insectos con casi diez millones y nemátodos con un millón. El número de especies marinas podría ser ligeramente superior a un millón, algo más de un 10% del número total de especies (Bouchet 2006).

Hallazgos en la exploración de la biodiversidad

Cada año se describen en torno a 16.000 especies nuevas, de las que unas 1.600 son marinas (Bouchet 2006). El crecimiento anual del inventario de biodiversidad se aproxima al 1%. Dado que se piensa que el número de especies descritas en el presente representa cerca de un 10% del total, al ritmo actual de descubrimiento serán necesarios más de doscientos años para completar el inventario, posiblemente más tiempo aún en el caso del inventario de especies marinas, que progresa más lentamente que el inventario de las terrestres. El proyecto internacional Censo de la Vida Marina (www.coml.org) coordina los esfuerzo de miles de investigadores en todo el mundo con el objetivo de llegar a un inventario de todas las especies existentes en el océano. Cada año se describen 1.635 nuevas especies marinas, en su gran mayoría crustáceos y moluscos por parte de 2.000 taxónomos marinos en activo (Bouchet 2006). Sin embargo, se ha estimado que a este ritmo de descubrimiento necesitaremos de 250 a 1.000 años para finalizar el inventario de biodiversidad marina, que podría situarse en torno al millón y medio de especies, seis veces las descritas actualmente (Bouchet 2006).

Esta labor de inventario reporta importantes sorpresas, no sólo en organismos microscópicos, sino en vertebrados relativamente grandes como monos (el mono mangabey Lophocebus kipunji descubierto en Tanzania en 2005) o peces. Aunque el número de especies que se descubre cada año en tierra supera de largo al de especies marinas, los descubrimientos en tierra se limitan a nuevas especies de géneros o familias conocidas, mientras que el rango taxonómico de innovaciones en el océano es muy superior. El conocimiento de la diversidad de la vida en el océano es aún muy limitado, y la tasa de descubrimientos es aún sorprendentemente elevada.

Algunos de los descubrimientos dentro de los organismos microscópicos suponen, también, importantes hitos en nuestro conocimiento. Por ejemplo, las diminutas cianobacterias fotosintéticas de los géneros Synechococcus (aproximadamente 1 µm de diámetro) y Prochloroccocus (aproximadamente 0,5 µm de diámetro) fueron descubiertas a finales de los años 1970. Estudios posteriores pusieron de manifiesto que estos organismos dominan el plancton de los grandes desiertos oceánicos, que representan casi un 70% de la extensión del océano abierto y son responsables de casi un 30% de la producción fotosintética en el océano. La magnitud de este descubrimiento y lo que nos dice sobre el grado de desconocimiento del océano se puede comprender considerando que el desconocimiento de estos organismos hasta finales de los años 1970 equivale a que hubiésemos desconocido la existencia de las selvas tropicales en tierra hasta esa fecha. El océano sigue asombrándonos a niveles taxonómicos elevados, incluso se descubren nuevos filos —cosa que no ocurre en tierra—, y algunos de los animales más grandes del planeta, como los calamares gigantes Magnapinnidae de enormes aletas, que se han avistado varias veces en el océano profundo (> 2,000 m), el tiburón de boca ancha, Megachasma pelagios —de 4,5 m de longitud— descubierto en aguas del Indopacífico en 1983, o el pequeño rorcual Balaenoptera omurai que alcanza los 9 m de logitud —descubierto en la misma zona en 2003.

Las mayores oportunidades de lograr hallazgos en biodiversidad marina se dan en los hábitats remotos o extremos. En tierra la mayor parte de los descubrimientos más espectaculares provienen frecuentemente de selvas tropicales en lugares remotos y relativamente inexplorados de Asia (Vietnam), África (Tanzania) y Oceanía (Papua Nueva Guinea). En el océano, son las zonas remotas del Sureste Asiático y Oceanía, centros de gran diversidad en especies de todos los grupos marinos, y los hábitats extremos —como fosas oceánicas, cuevas submarinas, ambientes hipersalinos y anóxicos, fuentes hidrotermales, y bolsas de aguas hipersalinas y anóxicas— las que reportan mayores sorpresas (Duarte 2006), junto con el interior de organismos que albergan simbiontes, un término que engloba a comensales, mutualistas y parásitos, y que no están restringidos a especies de pequeño tamaño. Por ejemplo, el mayor gusano marino conocido, que alcanza 6 m de longitud, es un parásito de ballenas.

Los hallazgos sobre biodiversidad marina en el océano van mucho más allá de la descripción de nuevas especies, por sorprendentes que éstas sean, para incluir hallazgos de ecosistemas con comunidades y procesos metabólicos desconocidos hasta la fecha. A finales de los años 1970 los científicos a bordo del sumergible norteamericano de investigación Alvin descubrieron los ecosistemas de fuentes hidrotermales mientras realizaban estudios geotérmicos en la dorsal de las Galápagos (Lonsdale 1977; Corliss et al. 1979). Encontraron un extraordinario paisaje de chimeneas negras de las que emanaba un fluido con aspecto de humo, compuesto de metales y otros materiales que al enfriarse precipitaban haciendo crecer estas chimeneas, que estaban colonizadas por densas masas de animales hasta entonces desconocidos, como el gusano tubícola gigante Riftia pachyptila, cangrejos albinos, peces y otros muchos organismos, todos ellos nuevos para la ciencia.

Este descubrimiento no sólo supuso un importante impulso al inventario de especies marinas, sino un desafío completo a nuestra creencia de que la luz solar era la fuente de energía que, a partir de la actividad fotosintética de las plantas, permitía la producción de materia orgánica que mantiene los ecosistemas. En los arrecifes llenos de vida de las fuentes hidrotermales no eran las plantas quienes transformaban la energía en la materia orgánica que alimentaba el ecosistema, sino que este trabajo lo hacían bacterias y Arqueas quimioautotróficas que sintetizan materia orgánica a partir de compuestos inorgánicos reducidos que fluyen del interior de la Tierra en los fluidos hidrotermales (Karl, Wirsen y Jannasch 1980; Jannasch y Mottl 1985). Estos nuevos hábitats donde la vida prospera sin necesidad de energía solar son conocidos como ecosistemas quimiosintéticos, en los que los microorganismos establecen relaciones simbióticas con los invertebrados. Desde su descubrimiento, en 1977, se han descrito cerca de 600 especies de organismos que los habitan. Desde entonces se ha descubierto que otros hábitats reductores del lecho marino, como las surgencias frías de fluidos hidrotermales (descubiertas en 1983 a 500 m en el Golfo de México), los restos de ballenas y zonas con mínimos de oxígeno, también albergan comunidades que dependen de la energía química, parecidas a las de los animales de las fuentes hidrotermales.

Estos descubrimientos suponen un hito revolucionario en cuanto que modifican completamente nuestras ideas sobre el funcionamiento y organización de ecosistemas. Los microorganismos encontrados en las fuentes hidrotermales han supuesto también una pequeña revolución de la biología y la biotecnología, pues muchos de ellos tienen proteínas que son estables a 100ºC de temperatura y que catalizan reacciones a una velocidad vertiginosa. Pyrococcus furiosus es una especie de Archaea descubierta en fondos marinos de la isla de Vulcano (Italia) que se destaca por tener una temperatura de crecimiento óptimo de 100ºC que le permite duplicarse cada 37 minutos y posee enzimas que contienen tungsteno, un elemento que rara vez se encuentra en las moléculas biológicas. A esta temperatura las polimerasas del ADN de Pyrococcus furiosus (Pfu ADN) operan a una enorme velocidad, por lo que se utilizan a menudo en la reacción en cadena de la polimerasa (PCR), que permite producir masivamente copias de fragmentos de AND y es el fundamento de la mayoría de aplicaciones biotecnológicas que requieren secuenciación de ADN.

Los nuevos descubrimientos en biodiversidad marina también dependen de desarrollos en técnicas moleculares que permiten establecer la posición taxonómica de organismos a partir del análisis de secciones de su genoma. Por ejemplo, el uso de técnicas de secuenciación masiva permitió al biólogo americano Craig Venter, que lideró el proyecto de Celera Gemonics que secuenció por primera vez el genoma humano, secuenciar fragmentos de ADN de 1 m3 de agua superficial del Mar de los Sargazos. Este ejercicio arrojó un sorprendente inventario de nuevos genes, 1.214.207, y cerca de 1.800 nuevas especies de microorganismos microbianos (Venter et al. 2004). Lamentablemente estas técnicas no permiten averiguar la identidad de esas nuevas especies, pero sí están revelando que muchas especies marinas anatómicamente similares resultan ser especies distintas. Por otro lado, estas técnicas también están demostrando que algunas especies consideraras distintas en base a sus diferencias morfológicas resultan ser, en realidad, variantes de una misma especie sometidas a condiciones ambientales muy distintas.

La biosfera bajo presión: el Antropoceno

La Revolución Industrial, con el aumento de la capacidad del ser humano de transformar su entorno, supone un hito no ya en la historia de nuestra especie, sino en la del planeta, que se ha visto transformado por la actividad humana. Cualquier examen objetivo del planeta Tierra, su clima, la configuración y dinámica de sus ecosistemas, sus procesos funcionales básicos, muestra que éstos se encuentran afectados por la actividad humana. La importancia del impacto de la actividad humana sobre los procesos esenciales de la biosfera se refleja en algunos indicadores como el hecho de que el 45% de la superficie terrestre se ha transformado ya por la actividad humana, pasando de ecosistemas salvajes a ecosistemas domesticados, como campos de cultivo, pastizales o zonas urbanas. La humanidad utiliza más de la mitad del flujo disponible de agua dulce global, modificando no sólo la cantidad de agua que fluye por ríos sino también alterando su calidad, que resulta enriquecida en nutrientes, nitrógeno y fósforo, materia orgánica y contaminantes tras su uso por la humanidad. De hecho, la actividad humana acelera de forma notable los ciclos de los elementos en la biosfera, habiendo movilizado más de 420 Gigatoneladas de carbono desde la Revolución Industrial y fijando, a través de la reacción de Haber, patentada en 1908 por Fritz Haber, 154 Megatoneladas anuales de nitrógeno, gas atmosférico en forma de amonio para su uso en fertilizantes, más nitrógeno atmosférico que los procesos de fijación de nitrógeno que ocurren a través de la actividad nitrogenasa presente en plantas y microorganismos terrestres y marinos. Las emisiones de dióxido de carbono por el uso de combustibles fósiles, producción de cemento y fuegos, junto con la liberación de otros gases con efecto invernadero como el metano, están incrementando la temperatura del planeta y, al disolverse en el océano, acidificando el océano, procesos que tienen consecuencias importantes para el clima de la Tierra y sobre los ecosistemas que contiene. Se ha calculado también que la humanidad se apropia, a través de la explotación agrícola, forestal y pesquera, de aproximadamente 40% de toda la producción fotosintética terrestre y el 20% de la producción fotosintética costera del planeta.

Estos datos, a los que se podrían añadir muchos más, bastan para sustanciar la afirmación de que nuestra especie se ha erigido en un motor esencial de cambio en los procesos básicos de la biosfera, lo que llevó al químico atmosférico y premio Nobel Paul Crutzen a proponer, junto con su colega E. Stoermer, en el año 2000 el nombre Antropoceno para designar una nueva Era geológica en la historia del plantea en la que la humanidad ha emergido como una nueva fuerza capaz de controlar los procesos fundamentales de la biosfera (Crutzen y Stoermer 2000), causando un Cambio Global.

La capacidad de la humanidad para alterar el planeta se inicia con el Holoceno, al finalizar el último período glaciar hace cerca de 10.000 años, que fue seguido por el desarrollo y rápida expansión de la agricultura, la ganadería y los primeros núcleos urbanos. Los primeros indicios de esta nueva fuerza emergente son las extinciones de grandes mamíferos y aves, cazados por los primeros pobladores de islas y continentes. El desarrollo de la agricultura y la ganadería condujo a la transformación del territorio, transformando bosques y otros ecosistemas en campos de cultivo y pastizales, cambios favorecidos por la capacidad de trabajo que generaron la domesticación de animales de trabajo (bueyes, caballos, etc.) y desarrollos tecnológicos como el arado y la rueda. La capacidad de la humanidad para transformar el planeta experimentó un notable impulso con la Revolución Industrial, que aumentó la capacidad de utilizar energía para transformar el planeta, generando a la vez residuos, como gases y compuestos sintéticos, que alteran los procesos naturales. La humanidad ha transformado el territorio del planeta de forma radical, transformando cerca del 45% de la superficie terrestre en pastizales, que ocupan en torno al 30% de la superficie terrestre, campos de cultivo, que ocupan cerca del 10% de la superficie, y zonas urbanas que ocupan aproximadamente el 2% de la superficie terrestre. Otras infraestructuras, como embalses, carreteras, tendidos eléctricos, ferroviarios, etc., ocupan en torno a un 3% adicional de la superficie del planeta. Las zonas costeras están experimentando las tasas de crecimiento demográfico más altas del planeta. Cerca del 40% de la población humana vive a menos de 100 kilómetros de la costa, con una densidad de población tres veces superior a la de territorios continentales, y la población costera está creciendo mucho más rápido que la continental debido a la migración, aumento de la fertilidad en las zonas costeras y aumento de los flujos turísticos a estas áreas (Millenium Assessment 2005b), y la línea de costa está siendo rápidamente ocupada por infraestructuras (urbanizaciones, calles y carreteras, puertos, etc.).

La actividad humana ha acelerado los ciclos de los elementos en la biosfera, que constituyen uno de los procesos centrales en la regulación del funcionamiento de este sistema y de la vida. La aceleración de los ciclos elementales afecta prácticamente a todos los elementos químicos, pero sus consecuencias son más importantes sobre aquellos que participan de procesos esenciales en la regulación de procesos vitales, como son el carbono, nitrógeno, fósforo, hierro, calcio y otros oligoelementos, y los que participan en procesos de regulación climática, como es el carbono, a través del CO2 y el metano, y el nitrógeno, a través del óxido nitroso. La transformación del territorio desde bosques a pastizales y campos de cultivo supone una aceleración del ciclo de carbono, que pasa de estar atrapado en biomasa de bosques, a reciclarse rápidamente en cosechas anuales. Los suelos agrícolas tienen menor capacidad de retención de carbono que los suelos forestales, y la destrucción de humedales ha puesto en circulación el carbono retenido en estos sistemas, que son sumideros importantes de carbono. La extracción de combustibles fósiles y gases supone igualmente una movilización de carbono acumulado durante épocas en las que la biosfera generaba un exceso de producción primaria.

El uso de combustibles fósiles, junto con la producción de CO2 durante la producción de cemento, la deforestación y los fuegos forestales han emitido alrededor de 450 Gt de CO2 a la atmósfera, lo que ha llevado a un rápido aumento de la concentración de CO2, acompañada de la de otros gases con efecto invernadero, como el metano y el óxido nitroso, en la atmósfera. La actividad humana genera también un exceso de movilización de nitrógeno, fundamentalmente a partir de la producción de unos 154 millones de toneladas anualmente en forma de fertilizantes a partir de nitrógeno gas atmosférico. Este nitrógeno se moviliza a través de su transporte en ríos, transporte atmosféricos y también por la contaminación por nitratos de los acuíferos. El transporte atmosférico permite el transporte a larga distancia del nitrogeno, que se deposita también en el océano abierto. La producción de fertilizantes requiere de la extracción, a partir de depósitos mineros, de una cantidad de fósforo proporcional a la cantidad de nitrogeno producida en fertilizantes. La aceleración de los ciclos de los elementos tiene importantes consecuencias sobre los ecosistemas, que se ven alterados a través de un proceso conocido como eutrofización, causado por el aporte excesivo de nutrientes a los ecosistemas, y que tiene consecuencias importantes sobre éstos.

La humanidad usa actualmente el 50% del agua dulce disponible en la biosfera, extrayendo, en 1995, más de 3.000 km3 de agua para irrigación de campos de cultivos. La producción de alimento, incluidos los pastizales, consume anualmente en torno a 14.000 km3 de agua. Como consecuencia de este uso de agua para la agricultura, grandes lagos, como el Mar de Aral, en Asia Central, han perdido gran parte de su extensión y volumen de agua, reduciéndose su nivel en 0,6 m cada año, y la superficie ocupada por el lago Chad, en África, se redujo en veinte veces en tan sólo quince años. El uso del agua por la humanidad y la transformación del territorio han resultado en importantes cambios en el ciclo del agua. Aproximadamente el 60% de las zonas húmedas europeas existentes en 1800 se han perdido. El número de embalses construidos ha crecido rápidamente durante el siglo xx, a un ritmo de un 1% anual, reteniendo un volumen de agua de aproximadamente 10.000 Km3, equivalente a cinco veces el volumen de agua contenida en los ríos.

La actividad humana ha sintetizado millones de nuevos compuestos químicos inexistentes en la biosfera que se comportan, en muchos casos, como contaminantes dañinos para los organismos, incluida nuestra propia especie, o presentan actividades que interfieren con otros procesos, como pueden ser los freones y halones, gases utilizados en procesos industriales y refrigeración, responsables de la destrucción de la capa de ozono, que decayó aproximadamente un 4% anual durante las últimas dos décadas causando la ampliación del agujero de ozono sobre el hermisferio Sur. Mientras estos compuestos han sido ya controlados, a través del Protocolo de Montreal de 1987, cada año siguen liberándose a la biosfera miles de nuevas sustancias sin que existan pruebas previas que indiquen cuáles pueden ser sus impactos sobre la salud humana y la biosfera. Algunos de estos gases se comportan como gases de efecto invernadero y agravan el proceso de calentamiento global. Muchos de estos compuestos son volátiles o semivolátiles, transportándose por la atmósfera hasta lugares alejados miles de kilómetros de sus fuentes, de forma que no existe lugar en la biosfera al que no hayan llegado estos compuestos.

Las emisiones de gases de efecto invernadero están causando un fuerte aumento de la temperatura del planeta, que se ha calentado ya más de 0,7ºC y se prevé que pueda suponer un calentamiento de entre 2 y 5 grados adicionales durante el siglo xxi (Trenberth et al. 2007, Meehl et al. 2007). Además del incremento de la temperatura otros componentes del sistema climático se verán igualmente afectados. Así se esperan cambios importantes en el régimen hídrico, con un aumento de la precipitación en algunas zonas del plantea, así como una disminución de la precipitación en otras y eventos extremos (sequías e inundaciones) más frecuentes y prolongados (Meehl et al. 2007). La intensidad del viento aumentará y se espera que eventos extremos como ciclones tropicales aumenten en intensidad y se extiendan a áreas hasta ahora libres de este tipo de fenómenos (Meehl et al. 2007).

El calentamiento global ha supuesto un aumento promedio de unos 15 cm durante el siglo xx, y un aumento adicional de entre 30 y 80 cm proyectado para el siglo xxi (Bindoff et al. 2007). El aumento de la presión parcial de CO2 en la atmósfera y su penetración en el océano llevan a la disminución del pH del océano, que se puede cuantificar en aproximadamente 0,15 unidades que, dado que la escala de pH es logarítmica, supone un incremento de la acidez del océano en un 60%. El aumento de la presión parcial de CO2 previsto para el siglo xxi llevará a una disminución adicional de entre 0,3 y 0,4 unidades, lo que supone que para entonces la acidez del océano se habrá triplicado.

Impacto del Cambio Global sobre los ecosistemas

La transformación del territorio por la expansión de los pastizales, campos de cultivo y zonas urbanas e industriales se ha llevado a cabo a costa de la pérdida de ecosistemas, como humedales —muchos de los cuales han sido drenados—, bosques tropicales y otros hábitats críticos para la conservación de la biodiversidad. Los humedales representan un 6% de la superficie de la Tierra, habiéndose perdido más del 50% del área de humedales en Norteamérica, Europa, Australia y Nueva Zelanda, con una extensión importante degradada en estas y otras regiones. En la cuenca Mediterránea se perdieron más del 28% de los humedales durante el siglo xx. Los bosques han sufrido pérdidas importantes que han supuesto la desaparición de aproximadamente el 40% del área forestal del planeta en los últimos tres siglos. Los bosques han desaparecido por completo de 25 países, y otros 29 han perdido más del 90% de su cubierta forestal. Aunque las áreas forestales se están expandiendo actualmente en Europa y Norteamérica, continúan perdiéndose en los trópicos a un ritmo de 10 millones de hectáreas por año, o aproximadamente un 0,5% por año (Millenium Assessment 2005b). La intensa ocupación de la zona costera está causando importantes pérdidas de ecosistemas costeros, que están experimentando las mayores tasas de pérdida: aproximadamente un 35% del área de manglares se ha perdido, cerca de una tercera parte de los arrecifes de corales han sido destruidos (Millenium Assessment 2005b), y las praderas submarinas se están perdiendo a un ritmo en torno al 2-5% anual (Duarte 2002).

El calentamiento del planeta está llevando a cambios espectaculares en el área ocupada por superficies heladas en nuestro planeta, tales como la extensión del hielo marítimo en el Ártico, que sufrió una disminución catastrófica en 2007, y la extensión de glaciares alpinos en clara recesión por el calentamiento del planeta.

El aumento de la presión parcial de CO2 incrementará las tasas de fotosíntesis, sobre todo de organismos fotosintéticos acuáticos, ya que la enzima responsable de la fijación de CO2 evolucionó cuando la concentración era mucho mayor que la actual, y su actividad resulta relativamente ineficiente a las concentraciones actuales de CO2. El aumento de la temperatura también contribuye al aumento de la actividad fotosintética, al acelerar todos los procesos metabólicos. Sin embargo, la respiración es un proceso mucho más sensible al aumento de temperatura y se prevé que la respiración en la biosfera, que está dominada por procesos microbianos, podría incrementarse hasta un 40% con el calentamiento previsto, mientras que la producción primaria aumentaría en torno a un 20% (Harris et al. 2006). Esto podría llevar a una producción neta de CO2 en los ecosistemas acuáticos, incluido el océano, que vendría a agravar el efecto invernadero.

El proceso de eutrofización, que resulta de la movilización de grandes cantidades de nitrógeno y fósforo por la actividad humana, está llevando a un incremento de la producción primaria terrestre y acuática. La eutrofización conlleva el deterioro de la calidad del agua, la pérdida de vegetación sumergida, el desarrollo de proliferaciones algales, algunas de ellas tóxicas, y, cuando concurren otras circunstancias, como una pobre ventilación de las aguas, la proliferación de fenómenos de hipoxia. El fenómeno de eutrofización no sólo se limita a los continentes sino que además afecta al océano abierto, para el que los aportes de nitrógeno por vía atmosférica se han duplicado, con consecuencias sin duda importantes, pero pobremente establecidas aún, sobre el funcionamiento de los océanos.

Las huellas del cambio climático son particularmente evidentes en los patrones fenológicos de los organismos. Los patrones de comportamiento y reproducción también están sufriendo y sufrirán alteraciones, con floraciones más tempranas en latitudes templadas y alteraciones en los periodos de migración de aves. Las actividades que los organismos inician en primavera en latitudes templadas se están anticipando. El aumento de temperatura está causando ya cambios en los rangos biogeográficos de los organismos, desplazándose hacia latitudes más altas. Estos desplazamientos incluyen a organismos patógenos, con lo que se espera que el rango de enfermedades de carácter tropical o subtropical se extienda a latitudes más altas. Además de desplazamientos latitudinales, estos desplazamientos también se extienden a cambios en el rango de elevación en los que ocurren distintos organismos. El límite de los bosques en alta montaña se está ampliando a elevaciones más altas y los organismos alpinos vienen aumentando su límite superior entre 1-4 m por década. Como consecuencia de esto se están dando cambios relativamente importantes en la composición de las comunidades prácticamente en todos los ecosistemas del planeta.

El Cambio Global parece conducir, a partir de la conjunción de múltiples efectos (calentamiento y eutrofización), a un aumento de la hipoxia como un problema en aguas costeras, con un incremento de un 5% anual en las áreas que experimentan hipoxia (Vaquer-Sunyer y Duarte 2008). La hipoxia supone la caída, temporal o permanente, de la concentración de oxígeno de las aguas costeras por debajo de entre 2 y 4 mg/L de oxígeno, lo que conlleva la mortalidad de muchos grupos de animales y plantas y la liberación de fósforo del sedimento. El fenómeno de hipoxia requiere el concurso de tres circunstancias: (a) un exceso de producción fotosintética que sedimenta a las aguas en contacto con el fondo marino; (b) la estratificación, mediante un gradiente de densidad debido a un gradiente térmico, un gradiente de salinidad o ambos, entre las aguas superficiales en contacto con la atmósfera y las aguas costeras más profundas en contacto con el sedimento marino, de forma que esta estratificación supone una barrera a la ventilación del agua y la renovación de su contenido en oxígeno; y (c) el aumento de la respiración en la capa de agua profunda. Estos tres procesos se encuentran afectados por el proceso de Cambio Global: el proceso de eutrofización global está incrementando la producción costera, a partir del incremento de los aportes de nitrógeno y fósforo; el aumento de temperatura aumentaría la estratificación de la columna de agua, reduciendo la ventilación de las aguas subyacentes, e incrementaría la tasa de respiración. Así se prevé que el Cambio Global aumenté notablemente la extensión e intensidad de los problemas de hipoxia, y la mortalidad de organismos marinos que ésta ocasiona, en el océano costero (Vaquer-Sunyer y Duarte 2008).

La acidificación del océano afecta, principalmente, a los organismos que tienen esqueletos carbonatados. Los organismos de océanos fríos son particularmente vulnerables a este proceso, de forma que es en los océanos polares donde la acidificación causará antes problemas en el desarrollo de organismos con estructuras calcificadas, dificultades que más adelante afectarán también a los organismos de mares templados y eventualmente a los organismos tropicales.

Los arrecifes de coral son particularmente vulnerables al aumento de la temperatura, pues los simbiontes fotosintéticos que contienen, y de los que dependen para un adecuado crecimiento, mueren cuando la temperatura del agua supera los 29ºC, lo que ocurrirá con mayor frecuencia en el futuro. De hecho los arrecifes de coral del Sureste Asiático han experimentado recientemente episodios masivos de blanqueamiento (pérdida de zooxantelas simbiontes). Se teme que los arrecifes de coral, que además sufren las consecuencias de la eutrofización global y la acidificación del agua de mar, se encuentren entre los ecosistemas más impactados por el Cambio Global.

Finalmente, la pérdida acelerada de superficie de hielo en verano en el Ártico está colocando en serio peligro a las especies, como osos polares, focas y morsas, que dependen del hielo como hábitat.

La respuesta de los ecosistemas a estas presiones simultáneas conlleva, frecuentemente, cambios abruptos en las comunidades, que se conocen como cambios de régimen y que suponen transiciones bruscas entre dos estados (lagos someros dominados por vegetación enraizada en el fondo a lagos dominados por fitoplancton con la eutrofización; fondos marinos con vegetación y fauna a fondos marinos dominados por tapetes microbianos con la hipoxia). Estas transiciones se producen tras un pequeño incremento en las presiones suficientes para cruzar un umbral que dispara el cambio. Las primeras especulaciones teóricas sobre estos saltos bruscos de régimen en el estado de ecosistemas data de los años 1970 (May 1977). Desde entonces se ha constatado que estos cambios no son la excepción, sino la respuesta más frecuente de ecosistemas sometidos a presiones (Scheffer y Carpenter 2003, Andersen et al. 2008). También se ha constatado que una vez cruzados estos umbrales que disparan el cambio de régimen es muy difícil revertir el sistema al estado anterior. De ahí la importancia de determinar la posición de estos umbrales de presiones. Lamentablemente, hoy en día sólo somos capaces de identificar estos umbrales una vez que los hemos cruzado (Strange 2008).

¿Hacia la sexta extinción?: extinciones y la crisis de biodiversidad

El que las especies se extingan es tan natural como el que surjan como resultado del lento proceso evolutivo. El registro fósil aporta evidencias de que ha habido cinco grandes extinciones en el turbulento pasado de nuestro planeta: la primera hace cerca de 440 millones de años, aparentemente y debido a un cambio en el clima que supuso la pérdida del 25% de las familias existentes. La segunda gran extinción, con la pérdida del 19% de las especies, ocurrió hace 370 millones de años, posiblemente debido a un cambio en el clima global. La tercera gran extinción, la mayor de ellas, tuvo lugar hace 245 millones de años posiblemente por un cambio climático causado por el impacto de un gran meteorito, y supuso la pérdida de 54% de las familias existentes. La cuarta gran extinción, hace 210 millones de años, causó la pérdida de 23% de las familias, y sus causas son motivo de especulación, incluyendo un posible incremento de la radiación ultravioleta debido a una supernova. La quinta, y más famosa de las grandes extinciones tuvo lugar hace 65 millones de años, provocada por el impacto de un gran meteorito seguido de una cadena de grandes erupciones volcánicas que causaron la pérdida del 17% de las familias existentes, incluidos los dinosaurios.

La base de datos de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (IUCN, www.iucnredlist.org) reporta 850 especies actuales ya extintas, la mayor parte de ellas (583 especies) terrestres y de agua dulce (228 especies), con tan sólo 16 especies marinas extinguidas. El número de especies clasificadas por la IUCN en estado crítico es de 3.124 y otras 4.564 especies se encuentran en peligro de extinción.

Estas estimas del número de especies en peligro son conservativas pues necesariamente sólo pueden considerar las especies conocidas, que suponen aproximadamente una de cada diez especies existentes, y porque para que una especie se considere extinta han de transcurrir más de diez años de búsqueda intensa sin avistamientos tras la última vez en la que el organismo fue observado, con lo que pueden haber especies extintas hace varios años que aún no se hayan consignado como tales. Cada año se documenta la desaparición de cerca de doscientas especies en todo el mundo, aunque se estima que este número pueda ser muy superior si se tienen en cuenta las extinciones de especies antes de que sean descritas. Algunas autoridades, incluído el biólogo E. O. Wilson, padre de la biología de la conservación, consideran que cada año se extinguen varias decenas de miles de especies. Esto significa que, al ritmo actual, a finales del siglo xxi habrá desaparecido entre una tercera parte y la mitad del total de especies de la Tierra. Es indudable que estamos viviendo —y causando— una grave crisis de biodiversidad (Eldredge 1998). La extinción de especies por la actividad humana no es, sin embargo, un fenómeno reciente, pues los registros fósiles contienen información abundante sobre muchas especies, en particular grandes mamíferos y aves, que se extinguieron tras la llegada del hombre, particularmente en América y Australia, así como la extinción de fauna del Pleistoceno por la caza.

La transformación del territorio es uno de los principales motores de extinciones, al causar una enorme pérdida de hábitat que ha llevado a la extinción de muchas especies. La pérdida de humedales, en particular, ha tenido un efecto devastador sobre las numerosas especies de árboles, plantas, aves, peces, anfibios e insectos que habitan en estas zonas. Muchas de las extinciones contemporáneas afectan a especies en ambientes insulares, donde los procesos de especiación habían sido particularmente importantes, dando lugar a un elevado número de endemismos que resultan más vulnerables a la actuación humana. Las introducciones de especies con compartimiento invasor por la actividad humana ha sido también un proceso importante en la pérdida de especies. Así, la introducción del zorro y el gato en el continente australiano diezmó los pequeños marsupiales, muchos de ellos ya extintos y otros en grave peligro de extinción. Las especies invasoras afectan a la biodiversidad local, desplazando especies autóctonas; su comportamiento agresivo se explica frecuentemente por la ausencia de predadores y parásitos en las nuevas áreas donde se han introducido. La actividad humana ha introducido, por ejemplo, más de 2.000 especies de plantas en Estados Unidos y Australia, y unas 800 en Europa (Vitousek et al. 2003). En algunos casos las especies invasoras pueden tener efectos positivos sobre el ecosistema, así, por ejemplo, la presencia del mejillón cebra, que invade ríos y estuarios en Europa y Norteamérica, puede atenuar los efectos de la eutrofización sobre estos ecosistemas.

La actividad humana también ha afectado de forma importante la biodiversidad marina. En particular, la sobrepesca ha reducido la biomasa de peces en el océano a la décima parte de la existente a principios del siglo xx (Millenium Assessment 2005). La creciente presión sobre los ecosistemas costeros está derivando en una crisis de biodiversidad de dimensiones globales reflejada en una pérdida de hábitats de gran valor ecológico (arrecifes de coral, marismas, manglares y praderas submarinas), junto con la biodiversidad que albergan.

Los análisis disponibles apuntan a que un aumento de la temperatura de más de 2ºC causaría extinciones de anfibios y corales, y que un aumento de la temperatura por encima de 4ºC, dentro de las predicciones de las proyecciones climáticas para este siglo, podría causar una mortalidad masiva, que podría afectar a una de cada tres especies (Fischlin et al. 2007), comparable a las grandes extinciones del pasado. Un análisis reciente (Mayhew et al. 2007) ha comparado la tasa de extinciones con el cambio de temperatura promedio global, mostrando cómo existe una correspondencia entre cuatro de las cinco grandes extinciones del pasado y cambios climáticos. Esta correspondencia refuerza las predicciones que apuntan a que el cambio climático actual podría causar una nueva extinción masiva (Thomas 2004).

La acción sinérgica de las distintas fuerzas responsables del Cambio Global es la fuerza que impulsa la notable erosión de la biodiversidad. Por ejemplo, los anfibios parecen estar en declive a escala global por causas aún mal definidas pero que parecen relacionadas con una conjunción de causas: la pérdida de hábitat, la lluvia ácida, la contaminación ambiental, el incremento de radiación ultravioleta y el cambio climático. De hecho, el ritmo actual de extinciones de especies ha alcanzado niveles suficientemente altos como para que se pueda pensar que algunos investigadores hayan postulado que hemos entrado ya en la sexta gran extinción.

Ecología y biología de la conservación: claves de nuestro futuro

La constatación de la pérdida de especies y ecosistemas a escalas que van desde fenómenos locales a globales ha impulsado una intensa actividad de investigación en los últimos veinte años para evaluar las consecuencias de las extinciones, el papel de la biodiversidad en el funcionamiento de los ecosistemas y, eventualmente, los beneficios que la biodiversidad reporta a la sociedad. A la vez, un mayor conocimiento de la biología de las especies ha permitido mejorar las posibilidades de conservarlas. Nacía la ecología y la biología de la conservación.

A través de experimentos a gran escala se ha podido verificar que, en general, una mayor biodiversidad se corresponde con una mayor producción biológica, un reciclado de nutrientes más eficiente y una mayor resistencia de los ecosistemas frente a perturbaciones (Schwartz et al. 2000). Se han valorado los bienes y servicios que los ecosistemas reportan a la sociedad, estimándose el valor añadido de estos bienes y servicios (provisión de alimento, depuración de aguas, reciclado de nutrientes, regulación de los gases atmosféricos y el clima, polinización, control de patógenos y sus vectores, etc.) en más del doble del producto bruto de todas las naciones (Costanza et al. 1988). La pérdida de estas funciones por el deterioro de los ecosistemas y pérdida de biodiversidad supone una reducción del capital natural que conlleva un grave impacto económico y la pérdida de nuestra calidad de vida.

La Convención para la Diversidad Biológica (www.cbd.int), firmada en Río de Janeiro en 1992 por la mayor parte de las naciones, con notables excepciones, supone una reacción frente a esta crisis de biodiversidad. La Convención parte del reconocimiento del valor intrínseco de la biodiversidad y su importancia para mantener los sistemas de soporte vitales de los que depende la sociedad, y de la evidencia de que la biodiversidad está siendo erosionada por la actividad humana. La Convención persigue asegurar la conservación de la biodiversidad en el planeta y la distribución equitativa de la riqueza que su uso genera. Uno de sus objetivos es llegar a proteger un 10% de la superficie del planeta. Con este impulso, las áreas protegidas han proliferado y, aunque en tierra se acercan poco a poco a este objetivo, en el océano aún permanecen muy lejos de él.

La protección del territorio se complementa con medidas de protección especial de especies en peligro. Muchas de éstas son especies carismáticas para cuya conservación no se escatiman esfuerzos a través de planes de reproducción cada vez más sofisticados y costosos, que incluyen ya la consideración de la aplicación de avances en técnicas de clonación para su conservación. La clonación es una técnica que se desarrolló en primer lugar usando anfibios y que podría contribuir a la conservación de estos organismos, que se encuentran en una grave situación de riesgo de extinción (Holt et al. 2004). Una iniciativa reciente ha sido la inauguración, en una isla noruega del Ártico, de la Bóveda Global de Semilla de Svalvard, un banco mundial que preserva semillas de especies de interés agrícola de todo el mundo frente a posibles catástrofes (véase www.nordgen.org/sgsv/). Tanto esta infraestructura como el riesgo al que atiende pertenecían, hasta hace poco, al ámbito de la ciencia ficción catastrofista.

El ritmo de extinciones y pérdida de ecosistemas progresa imparable, a pesar de los avances en la protección de áreas naturales y la conservación de especies concretas. Es cada vez más claro que las áreas protegidas o los esfuerzos de conservación de especies individuales sólo pueden entenderse como soluciones parciales frente a los impactos responsables de la pérdida de ecosistemas y biodiversidad, y que han de completarse con otras estrategias y técnicas. Es necesario comprender mejor las causas de las pérdidas de especies, la relación entre las distintas presiones que las provocan, la posibilidad de efectos dominó en las extinciones de especies (Rezende et al. 2007) y la relación entre el deterioro de ecosistemas y pérdida de biodiversidad para poder así formular estrategias de conservación más efectivas. Un mayor conocimiento de las bases de la resistencia de los ecosistemas frente a presiones es imprescindible para actuar directamente, reforzar esta capacidad de resistencia y para, cuando los impactos ya se han producido, catalizar y reforzar la capacidad de los ecosistemas y especies para recuperarse.

El impulso del conocimiento científico es imprescindible para formular nuevas estrategias de conservación, pero no es suficiente. El éxito de cualquier estrategia pasa por la reducción de las presiones derivadas de la actividad humana. Nuestra sociedad está actuando de forma seriamente irresponsable, erosionando y dilapidando la base de capital natural sobre la que se asienta nuestra calidad de vida presente y el futuro de nuestra especie. El conocimiento científico ha de traspasar el ámbito de la comunidad científica para informar a la sociedad y contribuir a formar ciudadanos mejor informados y más responsables. Hemos de traspasar las fronteras del conocimiento y las que lo separan de nuestra sociedad. En el éxito en este empeño nos jugamos en buena medida nuestro futuro.

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