En septiembre de 2002, el astronauta Buzz Aldrin salía de un hotel en Beverly Hills (California) cuando fue abordado por Bart Sibrel, un teórico de la conspiración conocido por su tesis de que los seis alunizajes de las misiones Apolo fueron montajes orquestados por la NASA y la CIA. “Usted es el que dijo que pisó la Luna cuando no lo hizo”, le espetó Sibrel a Aldrin, para acusarle a continuación de ser un “cobarde” y un “mentiroso”. La respuesta del astronauta no fue precisamente diplomática: le encajó a Sibrel un derechazo en la mandíbula.
Cuando Aldrin siguió a su compañero Neil Armstrong al exterior del módulo Eagle del Apolo 11 para hollar por primera vez el suelo lunar, aquel 21 de julio de 1969, poco podían imaginar ambos que su logro daría pie a una de las teorías de la conspiración más populares y duraderas de la historia moderna. Las estimaciones de prosélitos de la llamada conspiración lunar varían en diferentes países. En Rusia, una encuesta reciente sitúa la cifra en un 57%. Y ello a pesar de que, en su momento, la potencia perdedora de la carrera espacial no puso en duda el éxito de su rival, como corroboraba el cosmonauta ruso Georgy Grechko: “Cuando recibíamos señales desde la Luna, las estábamos recibiendo desde la Luna, no desde Hollywood”.

Lo cierto es que pocos hitos históricos de tal trascendencia están tan diversa y firmemente documentados como la llegada del ser humano a la Luna. Y paradójicamente, tal vez este sea un factor que ha alimentado las teorías de la conspiración, en la opinión personal del científico planetario David Williams, que se ocupa del archivo de los datos lunares —incluyendo los de las misiones Apolo— en el Centro de Vuelos Espaciales Goddard de la NASA: “Un hecho tan abrumadoramente documentado ofrece más oportunidades de buscar presuntas anomalías en las fotografías o en los datos”, sugiere a OpenMind.
Una señal que procedía de la Luna
Las comunicaciones que citaba Grechko son solo una de las pruebas, de la que también puede dar fe el español Carlos González Pintado, antiguo jefe de operaciones de la Estación Apolo de Madrid (España). El control de la misión en el Centro Espacial Johnson en Houston contaba con una red de apoyo para el seguimiento formada por tres estaciones en Madrid, Goldstone (California) y Canberra (Australia); las tres separadas entre sí por 120 grados de longitud, de modo que siempre alguna de ellas tuviera línea visual con la Luna para las comunicaciones.
Durante el alunizaje del Apolo 11, la Luna solo era visible desde la estación de Madrid, por lo que González y sus compañeros fueron los primeros en escuchar de labios de Armstrong: “Houston, aquí base de la Tranquilidad. El Eagle ha alunizado”. Y como Grechko, González certifica que la señal procedía de la Luna: “Nuestras antenas parabólicas son extraordinariamente direccionales. Una desviación de tan solo 0,15 grados del origen de la señal haría que se perdiera la misma, y para poder recibir las señales de los Apolo, nuestras antenas tenían que apuntar a la Luna”, explica a OpenMind.

Mientras, en Houston, el ingeniero Jerry Woodfill era el responsable de los sistemas de alerta de todas las misiones Apolo. Conviene recordar que, si bien la conspiración lunar suele centrarse en el Apolo 11, cinco misiones más repitieron la misma proeza –“si se consigue engañar al mundo entero con el Apolo 11, ¿para qué repetirlo cinco veces más?”, razona González–. Solo una de ellas fracasó, Apolo 13. Woodfill fue el primero que a las 21:08 del 13 de abril de 1970 vio encenderse en su consola el indicador de la alarma principal, justo antes de que en sus auriculares resonaran las palabras de los astronautas: “Houston, hemos tenido un problema”. Aquella nave no conquistó la Luna, pero pudo devolver a sus tres tripulantes sanos y salvos a la Tierra.
“Si las misiones Apolo hubieran sido una farsa, también lo habría sido toda la misión Apolo 13, el accidente y el rescate”, dice Woodfill a OpenMind. Sin embargo, la explosión del tanque de oxígeno del Apolo 13 fue observada y fotografiada desde la Tierra. “Además, hay incontables imágenes de las naves Apolo reentrando en la atmósfera terrestre como proyectiles llameantes”, añade Woodfill. “¿Puedes imaginar que la NASA simulara tales reentradas para producir esos fenómenos falsos? Hacer esto sería mucho más difícil que llevar humanos a la Luna y devolverlos a la Tierra”.

Testimonios fotográficos
Las imágenes son quizá las pruebas más evidentes y accesibles de las misiones lunares. Infinidad de astrónomos profesionales y aficionados en todo el mundo siguieron y fotografiaron el recorrido de las naves en el firmamento. En décadas posteriores otras sondas han recogido valiosos testimonios fotográficos. Según señala a OpenMind Steve Garber, analista y responsable de la web de la división de Historia de la NASA, “la Lunar Reconnaissance Orbiter ha fotografiado los lugares de alunizaje de las Apolo”. En las imágenes se distinguen los artefactos y los rastros dejados por los astronautas y los rovers. La japonesa SELENE/Kaguya, la india Chandrayaan-1 y la china Chang’e 2 también han captado huellas de las misiones y paisajes lunares idénticos a los fotografiados por sus tripulantes.
Pero para Williams, “la prueba en particular más convincente de que realmente fuimos a la Luna son las muestras lunares, cientos de kilos de roca y suelo”. El científico arguye que habría sido imposible recoger tal cantidad de material con sondas robóticas. Asimismo, todo el proceso de recolección fue fotografiado. “Cómo esto podría haberse falsificado es algo que me supera, pero añade a eso el hecho de que casi inmediatamente dimos muestras a la Unión Soviética para que sus científicos las examinaran”. Y ninguno de ellos protestó, a pesar de que, sugiere Williams, “les habría encantado decir que eran falsas para alegar que no ganamos la carrera; estuvieron de acuerdo en que procedían realmente de la Luna”.
Datos científicos recogidos
A todo ello, Williams añade los más de siete años de datos científicos recogidos de la Luna; datos auténticos y consistentes que no habrían podido engañar a los cientos de investigadores de todo el mundo que desde entonces los han utilizado en sus estudios. Durante décadas, los científicos se han servido de los retrorreflectores depositados allí por los astronautas, espejos que sirven para reflejar rayos láser emitidos desde la Tierra con el fin de medir la distancia a la Luna. “La inmensa cantidad de gente con formación científica que tendría que haber estado implicada en semejante engaño sería algo abrumador”, concluye Williams.

Por su parte, Woodfill pone cifras a esta inmensa cantidad: “Medio millón de científicos, ingenieros, astronautas, controladores de vuelo y trabajadores industriales que contribuyeron a los alunizajes de las Apolo”. “Una mentira de ese calibre podría sustentarla una sola persona, pero no 400.000”, añade González. Y no solo se trataría de que esta ingente masa de conspiradores hubiera guardado celosamente el secreto durante cinco décadas sin una sola filtración; innumerables científicos que hoy trabajan sobre los datos de aquellas misiones ni siquiera habían nacido entonces, por lo que, bromea Woodfill, “tendrían que ser descendientes de los defraudadores originales, comprometidos a continuar una saga ancestral de conspiradores”.
En definitiva, es difícil reprocharle a Aldrin su reacción hacia Sibrel cuando él y sus compañeros arriesgaron sus vidas para culminar aquel “gigantesco salto para la humanidad”, en las célebres palabras de Armstrong. Tres de ellos la perdieron, los tripulantes del Apolo 1. Y pese a todo, es improbable que la teoría de la conspiración cese. “Mi pastor me ha enviado un correo esta semana, quiere que refute a un grupo que malinterpreta la Biblia y dice que la Tierra es plana”, comenta Woodfill. “Si es así, nunca habríamos llegado a la Luna, y yo no he tenido empleo durante los últimos 53 años”.
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