Introducción
En el contexto de un incipiente mundo multipolar, Europa y Asia son dos regiones que desempeñan un importante papel en la forma en que se está redefiniendo la política mundial. Dada la magnitud y la relevancia de sus respectivas economías, así como la importancia de sus intercambios comerciales, tanto la Unión Europea como sus socios asiáticos tienen mucho que decir en el orden económico internacional y, en consecuencia, comparten también un interés común por la estabilidad y el crecimiento económico. En reconocimiento de ello, la UE ha establecido alianzas estratégicas con las principales potencias de Asia –China, India, Japón y Corea del Sur– y, en los últimos años, ha aunado esfuerzos para adquirir más visibilidad en la región Asia-Pacífico, entre otras cosas en respuesta al “giro” de Estados Unidos hacia Asia y a la posibilidad de que el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica impulsado por EE. UU. reúna en torno a este a una serie de países clave de la cuenca del Pacífico.
La UE ha aunado fuerzas en los últimos años para adquirir más visibilidad en la región Asia-Pacífico en respuesta al giro de Estados Unidos hacia Asia
El interés de la UE en Asia y el de Asia en Europa es fundamentalmente comercial. La UE es el mayor socio comercial de China y, para muchas economías asiáticas, también constituye el socio más importante después de esta. Como consecuencia, existe un elevado grado de interdependencia entre las economías europeas y las asiáticas, un hecho que puso de manifiesto el impacto de la crisis financiera, que golpeó a Europa con mucha más fuerza que a Asia. Para la UE, las exportaciones a China se consideraron una salida a la crisis económica, mientras que China y otros países asiáticos se dieron cuenta de que la disminución de la demanda de sus productos suponía una amenaza para su modelo de crecimiento, totalmente orientado a las exportaciones. También en respuesta a tales sucesos, se produjo en Europa un aumento de la afluencia de inversiones extranjeras directas procedentes de Asia, en parte para aprovechar la oportunidad estratégica, pero contribuyendo también a la recuperación económica de Europa.
Así pues, el comercio y las inversiones son factores clave que determinan las relaciones entre la UE y Asia. Sin embargo, también desempeñan un papel cada vez más importante las cuestiones de seguridad, en particular en la etapa posterior a la Guerra Fría y tras los atentados del 11 de septiembre, una época en la que el panorama de la seguridad mundial se ha vuelto menos estable, y es en este sentido donde la distancia geográfica entre Europa y Asia provoca algunos efectos curiosos. En primer lugar, dada la importancia del comercio para ambas partes, el problema que plantea la defensa de las rutas comerciales constituye una preocupación compartida. Por ese motivo, la operación Atalanta –la misión de la UE de crear una fuerza naval para combatir la piratería en el Cuerno de África, protegiendo así el tráfico marítimo entre Asia y Europa– ha sido uno de los escasos ejemplos de colaboración militar activa entre China y la UE. En segundo lugar, la distancia geográfica entre la UE y Asia implica que ninguna de las dos partes cuenta con una presencia militar significativa en la otra región. Esto supone una cierta irrelevancia como interlocutor en materia de seguridad, pero también implica que ninguna de las dos percibe a la otra como una amenaza. La relación entre ambas regiones presenta una notable diferencia con aquella entre China y Estados Unidos, por ejemplo, o la que mantiene Rusia con la Unión Europea.
Europa ha estado alineada con Estados Unidos, mientras que en Asia hay división entre aquellos que son fieles aliados y otros que mantienen una relación hostil con Washington
Por tanto, las relaciones entre la UE y Asia descansan sobre los favorables cimientos de la interdependencia económica, sin la amenaza de los perversos argumentos de seguridad. La UE y las principales potencias de Asia se consideran mutuamente socios, más que rivales, y sin duda, no adversarios. Sin embargo, en el contexto más amplio de los alineamientos geopolíticos de ambas regiones, esta relación se torna un tanto más compleja: históricamente, Europa ha estado firmemente alineada con Estados Unidos, mientras que en Asia hay división entre aquellos países que son fieles aliados de EE. UU. y otros, en particular China, que mantienen una relación fundamentalmente hostil con Washington. China, en concreto, lleva tiempo desafiando el aparente dominio occidental de la gobernanza económica mundial, mientras que Estados Unidos ha tratado de reorientar su atención diplomática y militar hacia el Pacífico en respuesta a la manifiesta autoafirmación de China: un conflicto de intereses que tiene una dimensión económica (la suscripción de acuerdos de libre comercio que rivalizan entre sí) y otra de seguridad (el enfrentamiento entre China y los aliados de EE. UU. en los mares de China Meridional y China Oriental). En consecuencia, las relaciones de la UE con Asia discurren siempre entre la insoslayable relevancia de la Alianza Atlántica y la creciente hostilidad entre EE. UU. y China.
El intento por parte de Europa de desempeñar un papel destacado en Asia oriental debe observarse en este contexto global más amplio. Una alianza entre Europa y Asia supondría grandes ventajas, así como la posibilidad de ejercer una considerable influencia a escala mundial; pero, al mismo tiempo, semejante colaboración tendría serias limitaciones que les impedirían influir de forma efectiva en la definición de lo que está por venir. Esto se debe en gran medida a las desfavorables circunstancias del contexto global, a las complicaciones derivadas de las relaciones con las restantes potencias mundiales –esto es, Estados Unidos y Rusia–, y en parte a las diferencias intrínsecas, a la par que esenciales, que continúan impidiendo una colaboración más sólida y eficaz entre ambas regiones.
Al mismo tiempo, el intento de la UE de establecer una relación más estrecha con Asia llega en un periodo difícil de su propio desarrollo, pues se produce en un momento, mediados de la década de 2010, en que Europa ha tenido que afrontar importantes desafíos políticos, económicos, sociales e institucionales, incluidos los trascendentales cambios ocurridos en países vecinos. Si en 2004 los líderes europeos demostraron la suficiente confianza para firmar un “Tratado por el que se establece una Constitución para Europa” y en 2012 la UE fue galardonada con el Premio Nobel de la Paz, tan solo unos pocos años más tarde el panorama se ha transformado de forma radical. En 2015, la UE sigue presa de la crisis, distraída con problemas a corto plazo y debilitada por las diferencias internas. Para muchos, la Europa del siglo xxi no es solo un continente en decadencia, sino también una Unión en crisis.
Con el fin de arrojar algo de luz sobre esta problemática situación “doméstica” de las relaciones de la UE con Asia, el presente capítulo comienza con una breve explicación de la situación de la Unión Europea, poniendo de relieve tanto sus rasgos distintivos como sus actuales problemas. A continuación, analiza el carácter institucionalizado de la cooperación interregional entre la UE y Asia, antes de identificar los obstáculos a los que se enfrenta la relación. El artículo finaliza con una perspectiva de la evolución futura de estas relaciones.
La naturaleza híbrida de la Unión Europea
A lo largo de los últimos sesenta y cinco años, Europa ha visto gestarse un proyecto único de integración regional que aglutina a un número cada vez mayor de Estados miembros, ha dado paso a un sistema de gobierno supranacional y, con el tiempo, ha adquirido importantes competencias en la formulación de políticas y la asignación de recursos. Como consecuencia de ese proceso, la Unión Europea es más que un simple “bloque” o alianza de veintiocho países. Se caracteriza por la existencia de una serie de poderosas instituciones supranacionales que persiguen el interés común de la Unión, con independencia de los Estados individuales. De estas, las principales son la Comisión Europea, el poder ejecutivo de la Unión, en el que trabajan unos 35.000 funcionarios liderados por una directiva política formada por 28 comisarios; el Parlamento Europeo, compuesto por 751 eurodiputados elegidos directamente que representan a los habitantes de todo el continente; el Banco Central Europeo, con poder para fijar de forma autónoma los tipos de interés y gestionar la masa monetaria de la moneda única europea, el euro; y el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, que es el árbitro último en las disputas entre los Estados miembros y las instituciones comunes.
La UE es una entidad híbrida que combina novedosos elementos supranacionales con el mantenimiento del poder de los estados
La existencia de estas instituciones es el rasgo distintivo de la Europa integrada, como también lo es el hecho de que participen en la toma de decisiones jurídicamente vinculantes que resultan directamente aplicables en toda la UE. La creación de instituciones independientes y su poder para promulgar leyes de obligado cumplimiento con un rango superior a las de los Estados constituyen cambios fundamentales respecto de las relaciones entre los países que solían regir Europa con anterioridad, y que siguen predominando en otros lugares del planeta. Un marco cuasiconstitucional para la toma de decisiones, unas políticas comunes que abarcan todo el abanico de la actividad de gobierno, una representación externa común de los intereses de la UE por medio de un servicio diplomático europeo, e incluso misiones militares conjuntas en otras partes del globo son muestras de hasta qué punto la UE ha desarrollado un nuevo tipo de política.
Destacar estos rasgos distintivos de la Europa integrada no implica negar el poder que aún conservan los Estados individuales, pues estos siguen siendo los actores clave de la Unión Europea; de hecho, hay quienes sostienen que ganan poder a medida que el continente se ha enfrentado a una serie de retos en la década de 2010. Es evidente que la Unión Europea no ha reemplazado a los Estados que la componen y, hasta cierto punto, incluso se puede decir que los ha fortalecido, a pesar de proporcionar un marco que ha transformado las relaciones entre ellos y con el resto del mundo. Esto se debe a que la UE es una entidad híbrida que combina los novedosos elementos supranacionales anteriormente mencionados con el mantenimiento del poder de los Estados de Europa. Pese a la imagen que con frecuencia se ofrece en los medios de comunicación, la UE no se ha creado para competir con los Estados, sino que ha sido creada por estos para servirse de ella, para llevar a cabo actividades que resulta más eficiente realizar conjuntamente o para proyectar sus intereses comunes con mayor eficacia sobre terceros países. Si bien esto puede implicar que, de cuando en cuando, la UE haya de enfrentarse a uno o varios Estados miembros que no están de acuerdo con una decisión o política concreta, no significa que exista un conflicto fundamental entre los intereses nacionales y el bien común europeo que se persigue a través del marco institucional de la UE.
Por consiguiente, el resultado de la coexistencia de los Estados nacionales y el gobierno europeo integrado no es una contradicción o una paradoja, pero sí provoca tensiones con cierta frecuencia. La Unión difícilmente puede encontrar un equilibrio entre las esperanzas puestas en ella y la capacidad que posee para abordar un problema concreto. A menudo, las expectativas sobrepasan aquello que la UE puede proporcionar, mientras que, en otras ocasiones, se considera que se excede en sus atribuciones y va más allá de lo que los Estados miembros o la opinión pública están dispuestos a consentir. Ese desequilibrio ha dejado desprotegida a la UE ante una serie de crisis –la eurozona, Ucrania y los refugiados– que han alcanzado un punto crítico a mediados de la década de 2010. En vista de las posibles repercusiones que estas crisis podrían tener en las relaciones entre la UE y Asia, la siguiente sección analizará brevemente la naturaleza de estos acontecimientos.
Europa: ¿un continente en crisis?
En la crisis de la eurozona, la UE hubo de enfrentarse a las limitaciones impuestas a su estructura de gobierno como consecuencia de una política monetaria sumamente integrada y una política fiscal fuertemente descentralizada. Eso supuso que los Estados miembros siguieran siendo relativamente libres de acumular deuda pública, aunque estuvieran unidos por una moneda única administrada por el Banco Central Europeo (BCE). Tras la crisis financiera global de 2008, la situación se agravó por unas medidas de estímulo nacionales basadas en un aumento del gasto a costa del déficit presupuestario, lo cual llevó a varios Estados miembros de la eurozona al borde del impago de la deuda pública. Semejante situación dio lugar a una nueva crisis en la UE, ya que no se habían previsto ni rescates financieros centralizados ni la salida formal de un Estado miembro de la moneda única, lo cual dejaba a la UE sin una forma de ayudar o sancionar a aquellos Estados que se enfrentaban al impago.
La salida de la crisis requirió interminables negociaciones entre los miembros de la eurozona sobre rescates ad hoc para países concretos, acuerdos sobre programas de reformas estructurales, una serie de tratados intergubernamentales para crear nuevos sistemas institucionales para monitorizar la disciplina fiscal y la estabilidad macroeconómica, y la concesión de poderes adicionales a las instituciones europeas para supervisar a los bancos. Ha sido un proceso amargo que también ha socavado la confianza pública en la UE, ha politizado las transferencias fiscales en el seno de la eurozona, y ha hecho surgir partidos políticos y movimientos sociales que se muestran escépticos acerca de una mayor integración.
El culmen de esa crisis han sido las dificultades surgidas entre Grecia y sus socios de la Unión Europea. Después de que dos abultados programas de ayuda financiera, con los correspondientes proyectos de reformas estructurales, no mejoraran, sino que empeoraran el nivel de hartazgo social y económico del país, el pueblo griego eligió a un gobierno comprometido con una plataforma contraria a la austeridad y que se oponía a la condicionalidad y a los mecanismos institucionales inherentes a los distintos programas de rescate.
La elección, en febrero de 2015, del Gobierno encabezado por Alexis Tsipras y el rechazo a las condiciones del programa de rescate no solo pusieron a Grecia en contra del resto de la eurozona, o a las doctrinas antiausteridad en contra de la ortodoxia neoliberal del establishment político, sino que también generó la sensación de que las decisiones institucionales pueden ser distintas, si no contrarias, a la voluntad popular, de que la tecnocracia europea está reñida con la democracia nacional. También puso sobre la mesa, por primera vez en la historia de la moneda única, la amenaza de la salida de la eurozona de uno de sus Estados miembros, algo que no estaba previsto que ocurriera tras la fijación “irrevocable” de unos tipos de cambio nacionales.
Por el camino, la posibilidad de un grexit –la salida de Grecia del euro–, ya fuera elegido por el Gobierno electo de Grecia, o forzado por los restantes socios de Grecia en la eurozona que no estaban dispuestos a avalar más deuda, o ya se produjera de forma accidental, se convirtió en una posibilidad muy real durante ese periodo. Fueron necesarios mucho tiempo, energía y capital político para evitar unas consecuencias tan negativas: muchos de los responsables de la toma de decisiones habían ligado su propio futuro político a la idea de que “el euro no puede fracasar”. Esta circunstancia explica por qué, incluso tras el voto en contra en el referéndum popular, el Gobierno griego acabó aceptando las condiciones de un nuevo programa de rescate y, aun así, salió reelegido en octubre de 2015.
En 2015 se logró preservar la integridad de la eurozona y evitar la más que probable crisis que provocaría un posible grexit, pero eso no significa que se haya encontrado una solución a largo plazo a los problemas estructurales tanto de Grecia como de la eurozona. De hecho, en 2015 las élites de la UE han presentado ambiciosas propuestas de reforma sobre la manera en que será necesario reforzar el marco institucional e incorporar una serie de tratados intergubernamentales en la legislación europea con el objeto de hacer que la futura gobernanza de la eurozona resulte adecuada para su fin, propuestas que tienen pocas probabilidades de ponerse en práctica en un futuro próximo.
La UE quedó marginada por la diplomacia internacional que trató de alcanzar una resolución entre Ucrania y Rusia, pues este último es un socio estratégico
La crisis de Ucrania ha planteado a la UE un sinfín de desafíos. Irónicamente, la tentativa del Gobierno ucraniano, al ser repentinamente abandonado por el entonces presidente Yanukovich, de negociar un acuerdo de asociación con la UE fue lo que alimentó una rebelión popular que aupó al poder a un nuevo ejecutivo prooccidental y acarreó la ruptura de la alianza de Ucrania con la Rusia postsoviética. Sin embargo, cuando Rusia, en respuesta, se anexionó Crimea y decidió apoyar una sublevación contra el Gobierno en las regiones fronterizas de Dombás, en el este de Ucrania, la UE tuvo dificultades para responder con rapidez y eficacia a las cambiantes circunstancias. El apoyo al nuevo Gobierno ucraniano, incluida una masiva ayuda financiera, vino de la mano de unas limitadas sanciones contra Rusia, que solo se hicieron más severas después de que un avión de pasajeros procedente de Ámsterdam fuera derribadpor un misil ruso sobre territorio del este de Ucrania en poder de los rebeldes, con la consiguiente pérdida de 298 vidas, la mayoría de ellas de personas holandesas.
No obstante, más allá de la asistencia económica y las limitadas sanciones, la UE quedó en gran medida marginada por la diplomacia internacional que trató de alcanzar una resolución al conflicto entre Ucrania y Rusia, pues este, al fin y al cabo, ha sido tradicionalmente un “socio estratégico” de la Unión. En el alto el fuego que finalmente acordaron en Minsk las partes en conflicto en febrero de 2015, actuaron como mediadores los líderes de Francia y Alemania, en lugar de hacerlo la UE en su conjunto, demostrando una vez más que, en los momento críticos, cuando están en juego cuestiones de seguridad, son los Estados miembros de mayor tamaño los que verdaderamente importan a la hora de tratar con terceros países. Sobre todo, en el momento de escribir este artículo, a finales de 2015, no parece que la UE, ni tampoco Occidente en general hayan hallado un modo de hacer frente a la agresiva política exterior de la “nueva Rusia”, mientras comienzan a surgir polémicas en torno a su participación en la guerra civil en Siria.
En respuesta a estos y otros desafíos a los que se enfrenta Europa, la alta representante de la de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Federica Mogherini, puso en marcha en 2014 un proceso de revisión de la estrategia de seguridad europea, concebida originalmente en 2003. Si bien es de todos sabido que la estrategia de seguridad original está un tanto anticuada, la pregunta es si, en las circunstancias actuales, la UE podrá ver más allá de los problemas del entorno más inmediato y concentrarse en los objetivos a largo plazo y en el pensamiento estratégico.
Fue la guerra en Siria la que contribuyó a provocar la tercera de las crisis a que debe enfrentarse la UE en 2015, a saber, la llegada de cientos de miles de refugiados a centroeuropa. Con el recrudecimiento de los combates en aquel país y el fin de la esperanza de una pronta salida del atolladero, un caudal constante de refugiados abandona la nación: muchos permanecen en campos de refugiados en países vecinos, pero un número cada vez mayor atraviesa Turquía, el mar Egeo y los Balcanes para solicitar asilo en Alemania y en otros países de Europa central y del norte. Esto sin duda ha sido una crisis humanitaria para el pueblo sirio, un desafío logístico para las autoridades de los países de tránsito y receptores, y una fuente de controversia política entre movimientos de toda Europa a favor y en contra de acoger a los refugiados, lo que también ha sumido a la UE en un serio conflicto político.
Para numerosos observadores, la impresión generalizada de la UE en verano de 2015 era la de un experimento político fallido
La crisis de los refugiados se ha convertido en un problema para el conjunto de la UE –por contraposición a algunos de sus Estados miembros– porque amenaza el consolidado triunfo de una Europa sin fronteras dentro del espacio Schengen. Cuando varios Estados miembros trataron de cerrar sus fronteras en respuesta a la llegada de un gran número de refugiados, la UE tuvo que enfrentarse a tres desafíos claramente diferenciados, pero en el fondo, relacionados: el esfuerzo por mantener un régimen sin fronteras interiores (un objetivo que está, en sí mismo, estrechamente ligado al funcionamiento del mercado único), la aparente necesidad de aumentar la protección de las fronteras exteriores comunes de la UE, y el deseo de Estados miembros como Alemania de establecer un mecanismo para compartir entre todo ellos la gravosa carga de aceptar grandes cantidades de refugiados. De nuevo, en su respuesta inicial a la crisis, el proceso de toma de decisiones de la UE ha evidenciado una serie de deficiencias y, en el momento de escribir este artículo, a finales de 2015, no se vislumbra una solución clara a este interrogante.
Cada una de estas crisis ha demostrado que la UE, pese a su dilatada experiencia a la hora de afrontar problemas complejos y alcanzar soluciones de compromiso entre diferentes posturas nacionales, encuentra serias limitaciones para hacer frente a la necesidad de una actuación rápida y unificada. Estos retos han propiciado las condiciones para la aparición de enconados desacuerdos públicos entre gobiernos nacionales, han proporcionado oportunidades para la movilización de grupos antieuropeos y de partidos políticos euroescépticos, y han traído consigo la amenaza de la desintegración de políticas fundamentales que se habían desarrollado a lo largo de las décadas anteriores, aunque la crisis de la eurozona también demostrara que, en último término, su gestión eficaz requería el fortalecimiento del marco institucional.
Más allá de estos problemas internos, los acontecimientos descritos se aliaron para dañar asimismo la reputación de la UE de cara al exterior: las imágenes de reuniones de crisis aparentemente interminables; la percepción de un continente sumamente dividido, con países y pueblos que velaban por sí mismos, en lugar de perseguir intereses comunes; y la apariencia de una estructura institucional incapaz de aglutinar la voluntad política para actuar de forma conjunta. Para numerosos observadores de Europa y de otros lugares, la impresión generalizada de la UE en verano de 2015 era la de un experimento político fallido, no exitoso; la de un continente unido tan solo nominalmente, más que en la práctica; la de una Unión Europea en crisis.
Además de la dificultad para hacer frente a estos desafíos, la UE también se ha visto obligada a encarar la perspectiva de una mayor fragmentación. El Gobierno del Reino Unido ha prometido a sus ciudadanos un referéndum para decidir sobre el futuro de su permanencia en la UE, despertando el fantasma de la salida de Gran Bretaña de la Unión, el brexit. Si bien hace ya tiempo que el Reino Unido está considerado un miembro un tanto particular de la UE, el abandono por primera vez de un Estado miembro supondría un enorme trastorno, y un nuevo síntoma de crisis y decadencia. Para complicar aún más las cosas, aparte de la propia UE, también algunos de sus Estados miembros se enfrentan a la amenaza de la desintegración, con partidos políticos separatistas que ganan terreno en importantes regiones como Escocia y Cataluña.
No obstante, aunque la imagen de una Unión Europea en crisis nos puede resultar familiar a la luz de las experiencias descritas, no es del todo exacta. Concentrarse en el pobre historial de la UE en lo que respecta a gestión de crisis puede hacer que olvidemos los importantes logros conseguidos en muchos otros empeños de mayor proyección futura. El Mercado Único Europeo continúa funcionando bien y constituye el mercado interno más notable del planeta. Asimismo, la UE se encuentra a la cabeza del mundo en términos de comercio e inversión extranjera directa, y está negociando acuerdos comerciales y transacciones con numerosos socios económicos de todo el mundo, incluidos EE. UU. y China. La UE ha estado siempre a la vanguardia de las campañas en favor de un acuerdo global para limitar las emisiones de CO2 y luchar contra el cambio climático, y durante mucho tiempo ha sido el principal donante de ayuda al desarrollo mundial. Y, si bien en general la UE no ha logrado crear un espacio de paz y estabilidad entre los vecinos de la región, al menos sí ha desterrado los conflictos violentos de su propio territorio.
En sus inicios, la UE era un proyecto político, más que económico: su base era la búsqueda de una reconciliación duradera entre Francia y Alemania. La integración de los mercados y la creación de instituciones supranacionales fueron los medios utilizados para alcanzar ese fin superior, y no un fin en sí mismas. La concesión del Premio Nobel de la Paz a la UE en 2012 fue un recordatorio de ese propósito original del proceso de integración, un logro que tendemos a olvidar en el contexto actual de crisis económica, agitación política e inestabilidad regional.
Este análisis necesariamente breve de la actual situación de la Unión Europea ha esbozado los cimientos sobre los que han de discurrir sus relaciones con Asia, y pone de manifiesto la complicada situación en que se encuentra la UE en estos primeros compases del siglo xxi, así como los problemas a que se enfrenta, al margen de sus éxitos pasados. También pone de relieve las dificultades que entraña dar prioridad a un esfuerzo coordinado por desarrollar unas mejores relaciones con Asia, pese a la relevancia de esa región para Europa y, en general, para la gobernanza mundial.
Las relaciones entre la UE y Asia: la
institucionalización del diálogo interregional
El análisis previo ha evidenciado la preocupación de Europa por los problemas internos y los conflictos existentes en sus países vecinos, lo cual suscita la pregunta de si los actuales desafíos “domésticos” podrían distraer a los líderes de la UE de la necesidad de concentrarse en cuestiones globales y en el desarrollo de relaciones estructuradas con sus socios más lejanos. Más concretamente, esas preocupaciones corren el riesgo de dejar en un segundo plano el establecimiento de unas relaciones más sólidas con Asia, pese a los esfuerzos realizados en décadas anteriores.
Desde un punto de vista histórico, la UE “llegó tarde” a Asia, dado que mantenía relaciones estables con Estados Unidos por medio del Tratado del Atlántico Norte, con los Estados de África y el Caribe en virtud del Convenio de Lomé, y –desde la adhesión de España y Portugal en 1986– también con América Latina. Sin embargo, con la creciente importancia económica y geopolítica de Asia a partir de la década de 1980, la UE respondió a los cambios en la tectónica global y, a lo largo de los últimos veinte años, ha desarrollado unos lazos más estrechos con sus socios de Asia, incluyendo tanto asociaciones con países concretos como acuerdos multilaterales con agrupaciones regionales.
Los acuerdos comerciales de la UE con Asia suelen incluir referencias a la buena gobernanza, al estado de derecho y al respeto de los convenios internacionales
Uno de los rasgos característicos del intercambio de la UE con Asia es la institucionalización de esas relaciones interregionales. En el contexto de las “asociaciones estratégicas” bilaterales de la UE con países asiáticos como China o India, los socios han creado toda una arquitectura de diálogo que abarca un amplio espectro de temas y que formaliza el contacto regular en todas las esferas de la administración. Al máximo nivel, la asociación estratégica prevé cumbres regulares entre los líderes políticos de ambas partes, celebra reuniones ministeriales, comités de alto nivel y un gran número de grupos de trabajo que discuten cuestiones relacionadas con diversos “pilares”: temas políticos, asuntos económicos y comerciales, y los denominados “diálogos entre los pueblos”. Por ejemplo, en el caso de la asociación estratégica entre la UE y China hay activos más de cuarenta foros de diálogo.
Si bien el contenido de cada una de esas asociaciones depende del país en cuestión, existen formatos y elementos comunes. La arquitectura de diálogo puede ser más o menos compleja y, en algunos casos, llega a adoptar la forma de acuerdos jurídicamente vinculantes. Así, la UE firmó acuerdos de libre comercio con Corea del Sur en 2011 y con Singapur en 2014, y en 2013 entabló negociaciones con China para la suscripción de un Acuerdo de Inversión y Asociación.
Para la UE, el propósito de esa política de institucionalizar de tal modo las relaciones es asegurarse de que hay algo más que relaciones puramente económicas. Si bien las relaciones de la UE con sus socios asiáticos están, en general, presididas por el interés mutuo que ambas partes tienen por fomentar y regular los intercambios comerciales –facilitar el acceso a los mercados, resolver cualesquiera disputas comerciales, proteger los derechos de propiedad intelectual–, las relaciones exteriores de la UE también están motivadas por cuestiones normativas. Una de las consecuencias más inmediatas de ese afán por promover una política exterior basada en los valores es la insistencia de la UE en incluir elementos políticos en sus acuerdos y diálogos con terceros países. Así pues, por regla general los acuerdos comerciales, de inversión y asociación de la UE suelen incluir referencias a la buena gobernanza, al Estado de derecho y al respeto de los convenios internacionales. Por ese mismo motivo, se han establecido diálogos sobre derechos humanos con socios estratégicos que proporcionan un foro en el que dichos asuntos serán objeto de debate entre funcionarios de la UE y representantes de los países asiáticos, aun cuando dichos “diálogos” no consistan necesariamente en deliberaciones en toda regla, sino más bien en la realización de declaraciones (discrepantes) de principios.
Más allá de su confianza en los acuerdos bilaterales, la UE ha hecho mucho hincapié en la diplomacia multilateral con Asia. La Unión tiene una larga trayectoria de colaboración con la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN, por sus siglas en inglés), que a menudo se considera el ejemplo de cooperación regional más ambicioso fuera de Europa. La ASEAN ha creado una serie de instituciones que, al menos en apariencia, están hechas a imagen y semejanza de la UE, y también aspira a crear un mercado interno –la Comunidad Económica de la ASEAN– que es fiel reflejo del de la UE. La Unión Europea, por su parte, lleva tiempo apoyando a las instituciones de la ASEAN por medio de ayuda financiera y asesoramiento técnico y, tradicionalmente, las relaciones entre grupos de los dos bloques han sido estrechas.
En 2007 hubo un intento de negociar un acuerdo de libre comercio UE-ASEAN, pero el proyecto fracasó por la incapacidad de la ASEAN como organización para comprometer jurídicamente a sus Estados miembros con obligaciones internacionales, un indicio de que la simetría entre la capacidad institucional de ambas partes tiene sus limitaciones. Sin embargo, ha habido una larga y eficaz colaboración en materia de seguridad mediante la adhesión de la UE al Foro Regional de la ASEAN (ARF, por sus siglas en inglés). Esto ha proporcionado oportunidades para la consulta sobre cuestiones políticas y de seguridad, para fortalecer su confianza y para la diplomacia preventiva: desde el punto de vista de la UE, una forma ideal de tomar parte en los debates sobre seguridad en Asia, teniendo en cuenta su, por lo general, escasa presencia en la región en ese sentido.

Para Europa, la estructura institucional por antonomasia a la hora de relacionarse con el conjunto de Asia es la reunión Asia-Europa (ASEM, por sus siglas en inglés); un proceso relativamente informal que consta de reuniones, diálogos e iniciativas, y que concluye en una cumbre anual. Se trata de un enfoque global en el que participan más de cincuenta países de ambos continentes, incluidos los Estados miembros de la UE y de la ASEAN, y un gran número de otras naciones. De hecho, uno de los problemas de la ASEM es su popularidad, pues recibe constantemente nuevas solicitudes de adhesión y el número total de miembros hace que la relación entre ellos resulte cada vez más complicada y engorrosa (además de generar una considerable carga administrativa y problemas logísticos para aquellos Estados más pequeños que han de presidir reuniones y organizar eventos).
Los participantes son representantes europeos y asiáticos (jefes de Estado y cargos del gobierno), la Comisión Europea y la Secretaría de la ASEAN. En todo momento, dos países –uno europeo y uno asiático– comparten la presidencia, y la celebración de las cumbres y reuniones ministeriales se reparte por turnos entre Europa y Asia.
Desde su concepción en 1996, la ASEM y sus actividades paralelas mantienen un enfoque informal entre sus miembros, ya que la intención que había tras la colaboración interregional era que Europa y Asia se “redescubrieran” la una a la otra. Las deliberaciones, debates y sesiones plenarias tienen como finalidad principal promover el diálogo entre sus miembros. La ASEM utiliza un enfoque basado en tres pilares (político, económico y social) para determinar el abanico de temas que pueden tratarse; cuando daba sus primeros pasos, el diálogo político era el elemento clave del proceso, pero, a medida que ha crecido en magnitud e importancia, ha pasado a hacer también hincapié en el desarrollo de los pilares económico y social.
En ocasiones, se han escuchado críticas al enfoque de la ASEM por ser más una “tertulia” que un mecanismo que verdaderamente obtenga resultados. Estas opiniones reflejan, en general, la frustración existente en algunos círculos por el hecho de que la UE participe en esos escenarios de diálogo tan institucionalizados. Sin embargo, no tienen en cuenta ni los objetivos a largo plazo de la UE al interaccionar con (grupos de) terceros países ni la naturaleza de tal diplomacia, que tiene más que ver con la confianza y la concienciación que con unos objetivos concretos.
Si bien muchas de estas iniciativas de cooperación institucional han sido idea bien de Europa o bien del sudeste asiático, China también se ha mostrado activa en lo que respecta a la creación de instituciones. Un ejemplo perfecto de esa tendencia es la creación del Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras (AIIB, por sus siglas en inglés). Fundado con la excusa de financiar su expansión económica por medio de iniciativas tales como “Un cinturón, una ruta” o la “nueva Ruta de la Seda”, que proporcionan financiación a proyectos de construcción de infraestructuras, el AIIB constituye asimismo un desafío más amplio a lo que China considera instituciones de gobernanza económica mundial dominadas por EE. UU., tales como el FMI, el Banco Mundial y su filial, el Banco Asiático de Desarrollo. Además de numerosos países de la región Asia-Pacífico, incluidos aliados tradicionales de EE. UU. como Australia, Nueva Zelanda y Corea del Sur, la mayoría de los Estados miembros de la UE decidieron formar parte del AIIB. Este hecho demuestra la atracción que ejercen las instituciones multilaterales auspiciadas por China en el ámbito de la gobernanza económica regional y mundial. También pone de relieve la importancia que los Estados miembros de la UE atribuyen a su participación en este proyecto, aun a riesgo de discrepar de su tradicional aliado en Norteamérica.
El Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras desafía lo que China considera instituciones de gobernanza económica global: el FMI y el Banco Mundial
Por medio de estos variados mecanismos, la UE ha logrado tener una fuerte presencia en Asia que en ocasiones cuenta con el respaldo –pero también en algunos casos con la oposición– de Estados miembros de la UE que buscan promover su propia agenda nacional con países concretos de Asia. Este hecho refleja la naturaleza híbrida de la UE que comentamos anteriormente. En cualquier caso, la institucionalización de las relaciones interregionales descrita en este artículo proporciona una sólida base a la UE para interaccionar con los principales actores de la región de Asia en un amplio abanico de cuestiones, ya sean económicas, sociales o de seguridad.
No obstante, los diversos esfuerzos mediante los cuales la UE trata de comunicarse con los socios asiáticos en múltiples niveles también tienen que afrontar una serie de desafíos, no solo debido a los actuales problemas que aquejan a la propia UE y que ya hemos comentado, sino también como consecuencia de una serie de diferencias que subyacen en la actitud de los actores de un lado y de otro. La siguiente sección analizará brevemente una serie de obstáculos en las relaciones entre la UE y Asia que podrían interponerse en el camino hacia una colaboración más estrecha.
La UE y Asia: intereses contradictorios y visiones contrapuestas
Por más que haya un interés mutuo en el comercio y las inversiones que sirve de nexo de unión entre Europa y Asia, también existen numerosas diferencias y posibles conflictos que dificultan una colaboración más estrecha. Incluso en lo que respecta al propio comercio, la UE y sus socios asiáticos a menudo no se ponen de acuerdo. En Europa hay firmes y arraigadas dudas acerca de la (ausencia de) protección de los derechos de propiedad intelectual en China y en otras jurisdicciones asiáticas, así como frecuentes trifulcas por causa de supuestas prácticas de dumping, con las correspondientes medidas proteccionistas. El litigio de 2013 en torno a unos paneles solares entre China y la UE es un buen ejemplo de ello.
El verdadero problema es que el antiguo modelo según el cual Asia exportaba a Europa mercancías de escaso valor añadido y Europa, a su vez, exportaba a Asia artículos de lujo y alta tecnología está cada vez más amenazado como consecuencia del desarrollo de cadenas de producción de mayor valor añadido en las economías emergentes de Asia. Sucede que la UE en su conjunto, y la mayoría de sus Estados miembros, registra un creciente déficit comercial con China. Tras el éxito basado en las exportaciones de Japón primero y, posteriormente, de los denominados “los cuatro tigres asiáticos” –las economías de Taiwán, Corea del Sur, Singapur y Hong Kong–, ahora los fabricantes europeos se enfrentan a la competencia, cada vez más feroz, de los productores chinos en sus mercados tradicionales. En consecuencia, la simbiótica relación comercial del pasado podría dar paso a una mayor competitividad, algo que también inhibe el deseo de Europa de respaldar la reivindicación china del estatuto de economía de mercado en la Organización Mundial del Comercio y la negociación de un acuerdo de libre comercio entre la UE y el gigante asiático.
Sin embargo, se podría decir que lo que complica las relaciones entre la UE y Asia, más que unos intereses materiales contrapuestos, son unas diferencias de raíces más profundas en cuanto a valores y normas. Dos ejemplos destacados de tales diferencias son las disputas en torno a los derechos humanos y los desacuerdos sobre las normas medioambientales. Tal y como se mencionó anteriormente, la UE tiene por costumbre tratar siempre de promover como parte de su política exterior estándares como los derechos humanos y el Estado de derecho; esto provoca frecuentes conflictos a la hora de tratar con los gobiernos autoritarios asiáticos e insistencia por su parte para que no se interfiera en sus asuntos internos. Hay una tensión intrínseca entre la promoción de lo que la UE considera valores universales y aquello que los gobiernos asiáticos a menudo califican de injerencia occidental en sus asuntos nacionales.
Las distintas respuestas a la represión del movimiento democrático y las violaciones sistemáticas de los derechos humanos en Birmania tras las elecciones generales de 1990 ilustran esas diferencias de actitud: mientras que la UE (junto con Estados Unidos y otros) impuso sanciones al régimen militar, los socios de Birmania en la ASEAN siguieron tratando con sus dirigentes: una política que, de hecho, provocó ciertas tiranteces en las, por lo demás, buenas relaciones entre la UE y la ASEAN.
En lo que respecta al ecologismo, uno de los principales “campos de batalla” han sido las negociaciones internacionales sobre el cambio climático, en las que la UE se ha enfrentado a las potencias emergentes de Asia, en particular a grandes generadores de emisiones, como China e India. Mientras que la UE ha promovido el establecimiento de compromisos vinculantes de reducción de las emisiones de CO2, los grandes países asiáticos han resaltado su situación demográfica y de desarrollo, alegando que no se les debería obligar a reducir sus emisiones con tanta rapidez como a Europa (aunque, en la Conferencia de París sobre el Clima de 2015, China pareció aproximarse un poco más a la postura europea).
Pese a que las desavenencias sobre derechos humanos y cambio climático pueden estar relacionadas también con los distintos niveles de desarrollo económico, son ante todo síntomas de unas profundas diferencias en la respectiva forma de ver el mundo de cada parte en relación con principios clave como la soberanía del Estado y la primacía del derecho internacional. Para la Unión Europea, la idea de que la soberanía del Estado se pueda fusionar y compartir o, incluso, se pueda renunciar a ella constituye una realidad evidente. El propio sentido de la integración europea implica la injerencia de una autoridad externa en los asuntos internos de sus Estados miembros. Si bien es posible que los gobiernos nacionales de Europa no estén de acuerdo con el resultado en todas las ocasiones y, con frecuencia, protesten contra las “imposiciones” de Bruselas, básicamente los Estados miembros de la UE han aceptado que leyes de obligado cumplimiento, que tienen un efecto directo en sus ciudadanos, gobiernos y empresas, se promulguen en un plano superior al del Estado nacional. Esta idea constituye una práctica cotidiana en la Unión Europea y, como tal, así lo promueve en sus relaciones exteriores.
La experiencia asiática es muy distinta, y se puede decir que diametralmente opuesta, a la europea. Los Estados asiáticos consideran la soberanía del Estado como algo innegociable, y el principio de no injerencia deriva de esa firme creencia en la relevancia de la soberanía. Esta postura sienta unas bases totalmente distintas de cara a la diplomacia internacional. En el caso de la cooperación regional a través de la ASEAN, por ejemplo, quiere decir que los Estados confían en la toma de decisiones por consenso, el respeto mutuo entre los gobiernos y los acuerdos informales, más que en la imposición de una ley vinculante. En Asia, los Estados están dispuestos a colaborar, pero sin renunciar a la idea de mantener su soberanía y el control de sus propios asuntos.
Estas actitudes tan distintas hacia la soberanía del Estado y el derecho internacional conducen a opiniones bastante dispares acerca del multilateralismo: aun cuando los socios europeos y asiáticos han formalizado numerosas modalidades de cooperación institucionalizada, tal y como se comentó en la sección anterior, parten de unos supuestos muy distintos sobre la finalidad de tales instituciones: mientras que, para la UE, las instituciones multilaterales se consideran como una ampliación de la gobernanza internacional basada en reglas, los socios asiáticos tales como China tienden a verlas, en el contexto de su concepción geoestratégica, como una forma de “equilibrio blando” frente a EE. UU.
Semejantes diferencias complican las relaciones entre la UE y Asia, y es posible que sean causa de mayores dificultades en el futuro, pero no son un obstáculo para una colaboración más estrecha en el contexto actual. En ciertos temas, la tendencia secular contribuye a equilibrar los desacuerdos existentes en principio: China, por ejemplo, se ha vuelto más colaboradora en las negociaciones globales sobre el cambio climático como consecuencia de su propia lucha nacional contra la contaminación, y la UE, en vista de sus crisis internas, se ha tornado más moderada en sus esfuerzos por promover sus propias normas y valores. Pero, si bien subsisten ciertas diferencias de principio, estas no socavan un sentimiento generalizado de que la UE y los Estados asiáticos tienen mucho que ofrecerse y que pueden ser socios en un mundo en transformación.
Perspectiva de futuro: las relaciones
entre la UE y Asia en una época de cambio
Este artículo ha tratado de analizar las oportunidades y los desafíos a que se enfrentan las relaciones entre la UE y Asia en una época en que la política mundial pasa por un periodo de inestabilidad. Hemos visto que las perspectivas de futuro de las relaciones entre la UE y Asia están sujetas a la evolución de distintos acontecimientos en varios planos: en el caso de los Estados individuales, dado que estos toman decisiones acerca de su orientación económica y sus alianzas políticas; en el plano regional, en particular por el lado europeo, ya que la UE está atenazada por multitud de crisis que hacen de este un momento difícil para mantener los principios normativos y establecer relaciones estratégicas con socios lejanos de Asia; y a escala mundial, porque tanto los países europeos como los asiáticos necesitan asimilar la naturaleza cambiante e imprevisible del incipiente mundo multipolar. Los acontecimientos en cada uno de estos niveles de la formulación de políticas tienen la posibilidad de influir en las relaciones entre la UE y Asia, ya sea para favorecerlas o para perjudicarlas.
La distancia geográfica entre la UE y Asia puede limitar la confrontación y permitir que se mantenga la asociación que se ha venido fraguando en el pasado
Si bien todo esto hace que resulte difícil aventurarse en predicciones acerca de la evolución futura de las relaciones entre la UE y Asia, parece seguro que las condiciones subyacentes continúan halagüeñas para mantener unas buenas relaciones en tiempos venideros, y de hecho hacen presagiar que habrá una colaboración más estrecha en el futuro. La institucionalización de la cooperación interregional tiene visos de continuar por medio de nuevos acuerdos bilaterales y convenios multilaterales, uniendo aún más a la UE y a sus socios asiáticos. La confianza en el comercio, por parte tanto de Europa como de Asia, para favorecer su crecimiento económico también supone que ambas partes tienen un firme interés en la estabilidad regional y en una gobernanza mundial eficaz. Es probable que subsistan las diferencias sobre cuál es la mejor forma de lograr esa estabilidad, pero, a fin de cuentas, a los europeos y a los asiáticos les interesa enormemente buscar soluciones negociadas o acuerdos de cooperación en lugar de la confrontación.
Sin embargo, también es preciso recordar que la UE y Asia no se relacionan la una con la otra en el vacío: la naturaleza de la cooperación interregional también está sujeta a la influencia de otros actores a escala mundial. Ya se ha mencionado la importancia de EE. UU. como tradicional aliado de Europa y como potencia causante de divisiones en Asia. Queda por ver cómo afectará la diplomacia estadounidense a las relaciones entre la UE y Asia en el futuro, en particular una vez que concluya el mandato presidencial de Barack Obama, ya que ninguno de sus posibles sucesores inspira la seguridad de confraternizar tanto con Asia como lo ha hecho su administración. El resurgir de Rusia bajo la férula de Vladímir Putin añade aún más incertidumbre a estos cálculos: proporciona una nueva base para una colaboración más intensa entre Rusia y China, pero también puede justificar un giro de la atención norteamericana desde el Pacífico hacia Europa.
La política mundial está cambiando, creando un contexto que alberga tanto desafíos como oportunidades para las relaciones entre la UE y Asia, potencias que se han acercado mucho la una a la otra a lo largo de las dos últimas décadas, a medida que su interdependencia económica ha crecido y sus relaciones se han vuelto cada vez más institucionalizadas. Se están haciendo esfuerzos, por ambas partes, para salvar la distancia geográfica y favorecer aún más el comercio, la inversión y la cooperación política. Sin embargo, tal vez sea esa lejanía entre la UE y Asia la que limite las posibilidades de una confrontación y permita a sus actores mantener la asociación que se ha venido fraguando en el pasado. La UE y Asia mantienen estrechos lazos, que ahora se han hecho más fuertes a causa de la distancia que media entre ellas.
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