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Artículo del libro Innovación. Perspectivas para el siglo XXI

Innovación financiera: una visión equilibrada

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La innovación financiera, considerada en el pasado como algo innegablemente positivo para toda economía, ha sido objeto de múltiples críticas desde el inicio de la crisis financiera en 2007 y la Gran Recesión subsiguiente. Algunos economistas de prestigio, en especial Paul Volcker (ex presidente de la Reserva Federal estadounidense), Paul Krugman (economista de la Universidad de Princeton galardonado con el premio Nobel y columnista de The New York Times) y Simon Johnson (ex economista principal del FMI), han expresado sus dudas con respecto al valor social de la innovación financiera en general, y muy justificadamente, ya que algunas de las innovaciones más recientes han contribuido a desencadenar la crisis. De manera más significativa, la muy drástica Ley Dodd-Frank de Protección de los Consumidores y Reforma de Wall Street promulgada en Estados Unidos en el verano de 2010 con el objeto de impedir crisis financieras o, al menos, de minimizar sus efectos dañinos, contiene numerosas disposiciones que, dependiendo del modo en que sean aplicadas por los futuros organismos reguladores, podrían disminuir el ritmo de la futura innovación financiera.

La tesis que aquí defiendo es que la innovación financiera no es merecedora de todas las culpas que se le han achacado. En realidad, durante los últimos años se han producido innovaciones bastante buenas, aunque sus detractores están en lo cierto cuando afirman que también las ha habido malas. En el presente artículo voy a intentar diferenciar unas de otras, concentrándome fundamentalmente en las innovaciones llevadas a la práctica en el mercado estadounidense desde los años sesenta, el periodo durante el cual el presidente Volcker en particular afirma que se produjo muy poca innovación de utilidad social. Concluyo este examen ofreciendo algunas sugerencias sobre cómo los responsables políticos y los reguladores pueden promover de manera óptima las futuras innovaciones financieras buenas y a la vez eliminar las malas antes de que causen demasiados perjuicios.

Posibles diferencias entre las innovaciones del sector real y las del sector financiero

Antes de empezar a abordar los temas principales de este artículo, es importante que nos ocupemos de una cuestión preliminar que está latente en las críticas a la innovación financiera, a saber, que de algún modo es distinta a las innovaciones hechas en la economía real y, por consiguiente, merecedora de mayor escepticismo. Muchas veces se han expuesto algunas de esas supuestas diferencias; ahora bien, cabría preguntarnos si tales acusaciones tienen algún fundamento.

Una opinión bastante generalizada, por ejemplo, es que la innovación financiera realmente es poco más que arbitraje, y que incluso las buenas estrategias de transacción bursátil no aportan ningún valor social neto, ya que por cada ganador siempre hay un perdedor. Ahora bien, pienso que esta opinión es incorrecta. Por propia definición, el arbitraje elimina las diferencias de precios de productos o activos similares en lugares distintos. Las innovaciones que permiten que esto se logre de manera más rápida y efectiva reducen los costes, ofrecen señales de precios más precisas en todo momento y, por lo general, hacen que los mercados sean más líquidos y eficaces. A su vez, el aumento de la liquidez y de la eficiencia hace que sea más fácil y menos costoso conseguir nuevos capitales por parte de las empresas.

Debemos admitir que esto tiene algo que ver con la crítica de suma cero que se hace a las innovaciones en materia de transacciones bursátiles. Sin embargo, como muy pronto veremos, muchas innovaciones financieras útiles llevadas a cabo durante los últimos años tienen muy poco o nada que ver con las transacciones bursátiles.

Una segunda diferencia fundamental entre las innovaciones en las finanzas y las habidas en el sector real consiste en que las primeras están mucho más apalancadas, esto es, se financian por medio de endeudamiento. Entre otras muchas cosas, la reciente crisis financiera ha puesto de manifiesto lo peligroso que puede ser un apalancamiento excesivo. Por ejemplo, las obligaciones de deuda colateral (CDO, según sus siglas en inglés), que permitieron la constitución y venta de demasiadas hipotecas de alto riesgo (con las equivocadas bendiciones de las agencias de calificación crediticia) y que intensificaron la burbuja inmobiliaria general de los diez últimos años, fueron un instrumento de endeudamiento que acabó teniendo unas consecuencias sumamente destructivas. Del mismo modo, los vehículos de inversión estructurada (SIV, según sus siglas en inglés) fueron uno de los mecanismos fundamentales por medio de los cuales los grandes bancos financiaron las CDO. Más adelante, volveré a referirme a ambas innovaciones.

Por el contrario, las innovaciones del sector real suelen financiarse más con recursos propios que con endeudamiento. Las denominadas empresas puntocom de finales de los años noventa, muchas de las cuales desaparecieron rápidamente cuando estalló la burbuja del mercado bursátil en abril de 2000, empezaron sus actividades principalmente con fondos propios aportados por inversores providenciales o de capital riesgo y más tarde pasaron a financiarse a través de la venta pública de acciones. Pese a que el hundimiento de los mercados bursátiles provocó enormes pérdidas a los accionistas (y no sólo a los titulares de inversiones en las puntocom), en su mayor parte esas pérdidas no se veían agravadas por el apalancamiento. Como consecuencia de ello, las secuelas en el sector real del hundimiento de las puntocom fueron mucho menos perniciosas que los daños causados por el estallido de la burbuja inmobiliaria.

La tercera diferencia presunta entre las innovaciones en el sector financiero y en el sector real es que a menudo se dice que el primero está motivado en gran parte por el deseo de burlar la reglamentación vigente, mientras que el segundo está supuestamente impulsado en su inmensa mayoría o incluso totalmente por personas innovadoras que buscan hacer o fabricar algo «más rápidamente, más barato y mejor». Sin embargo, esta distinción no es tan clara como podría pensarse. Tanto los financieros como los fabricantes y proveedores de servicios «juegan al gato y al ratón» con las autoridades reguladoras. Además, esos juegos no son obligatoriamente perniciosos desde una perspectiva social. Por el contrario, las iniciativas emprendidas para sortear normas malas o ineficaces (como los límites de la época de la Gran Depresión sobre los intereses que los bancos podían pagar a los depositantes) deben ser aplaudidas por todos. Otras iniciativas (como la creación de los SIV de carácter supuestamente extracontable por parte de los bancos) que pretenden sortear normas buenas, como las relativas a las necesidades mínimas de capital, merecen ser condenadas.

La conclusión a la que con esto llegamos es que cuando la innovación financiera produce un resultado mejor, más rápido o más barato, no se diferencia de la innovación en el sector real. Solamente cuando la innovación financiera se determina o se incrementa por medio del apalancamiento puede ser sustancialmente distinta a la innovación en el sector real y mucho más peligrosa.

Relevancia de la innovación financiera

Las instituciones, los mercados y los instrumentos financieros desempeñan cuatro funciones generales de carácter social y económico. Por definición, las innovaciones que mejoran el modo en que dichas funciones se llevan a cabo son útiles. Otras innovaciones, sin embargo, pueden ser consideradas como mejoras temporalmente, pero de hecho acaban teniendo efectos colaterales socialmente perniciosos. Antes de exponer ejemplos concretos de esas dos clases de innovación, es importante que sepamos cuáles son tales funciones.

La primera función de las finanzas es proporcionar medios de pago y de depósito de patrimonios. Lo que conocemos con el nombre de dinero estuvo al principio encarnado en monedas, ganado y productos alimenticios, posteriormente en papel y después en cuentas corrientes bancarias. Más recientemente, el dinero se ha digitalizado en forma de tarjetas de crédito multiuso (lanzadas por primera vez al mercado en 1958 por American Express y el Bank of America), y se transfiere electrónicamente en grandes cantidades al por mayor a través de cámaras de compensación automatizadas, de la red de transferencias y compensaciones electrónicas de la Reserva Federal estadounidense (que también desempeña un papel crucial en la compensación de talones y cheques extendidos por bancos comerciales) y entre grandes bancos de los Estados Unidos y de otros países desarrollados a través de la Cámara de Compensación Electrónica Estadounidense (CHIPS).

La segunda función consiste en proporcionar medios para obtener intereses, dividendos y ganancias de capital por el dinero invertido en las finanzas, de manera que las instituciones y los instrumentos financieros fomentan el ahorro. El ahorro es socialmente importante porque sirve para financiar las inversiones en capital físico y humano, que a su vez generan mayores ingresos en el futuro. Durante los años sesenta ya existía la mayoría de las grandes instituciones que aún hoy se dedican a facilitar el ahorro, a saber, bancos (cajas de ahorros y entidades de crédito, o bien bancos especializados que invertían los depósitos en créditos hipotecarios de viviendas), compañías de seguros, fondos de inversión (aunque no aún los fondos de inversión en activos del mercado monetario ni los cada vez más populares fondos índice, de los que hablaremos más adelante) y planes de pensiones a cargo de las empresas. Por otro lado, los inversores que tenían tiempo y dinero podían comprar directamente algunos instrumentos financieros como deuda pública, bonos de empresa o acciones de sociedades mercantiles.

En tercer lugar, las instituciones y los mercados financieros, siempre que actúen adecuadamente, transfieren el ahorro procedente de residentes nacionales o extranjeros a inversiones productivas. Mucho antes de los años sesenta era habitual que las empresas que querían construir nuevos edificios o comprar nuevos bienes de equipo, tomasen prestados los fondos de bancos o aseguradoras (cuya función principal como intermediarios financieros es canalizar los fondos depositados a inversiones del sector público y privado) o bien emitieran nuevos títulos de renta fija e incluso vendieran nuevas acciones. El gobierno estadounidense desempeñó un papel decisivo al facilitar la inversión en viviendas mediante su apoyo al mercado hipotecario. Así, en los años treinta, creó la Administración Federal de la Vivienda con objeto de asegurar las hipotecas contraídas por familias de rentas bajas o medias, así como el Sistema de Bancos Federales de Crédito Inmobiliario. Con posterioridad, el gobierno federal creó las entidades denominadas Ginnie Mae (Asociación Pública Nacional Hipotecaria), Fannie Mae (Asociación Federal Nacional Hipotecaria) y Freddie Mac (Entidad Federal de Crédito Hipotecario) a fin de ofrecer un mercado secundario para la mayoría de las hipotecas. Igualmente, facilitó las inversiones en educación o capital humano, garantizando préstamos para la educación superior. Además, lógicamente, el gobierno estadounidense financió algunas de sus propias inversiones, como la construcción de la red interestatal de autopistas y el respaldo a un gran porcentaje de la investigación científica, en parte mediante la emisión de títulos de renta fija (cuando los ingresos fiscales no eran suficientes para su total desembolso). No obstante, con la excepción de unas pocas y pequeñas sociedades limitadas de capital riesgo, de las que nos ocuparemos más adelante, el sistema financiero estadounidense tuvo que esperar hasta finales de los años sesenta para abrir una vía institucional fiable que financiase el proceso intrínsecamente arriesgado de constitución de empresas y su desarrollo inicial.

Finalmente, una función esencial de las finanzas, a veces pasada por alto, es la asignación de los riesgos a aquellas personas más deseosas y capaces de asumirlos. Algunas veces esta función se confunde con la creencia de que las finanzas reducen el riesgo global. Ni lo hacen ni podrán hacerlo. En lugar de eso, lo más que pueden hacer las finanzas es trasladar el riesgo a aquellos que más eficientemente pueden asumirlo y extenderlo de manera que no se concentre excesivamente en pocas manos. Una de las lecciones más importantes aprendidas de la crisis financiera es que las modalidades de titulización que hicieron posibles los préstamos de alto riesgo no consiguieron desconcentrar los riesgos de impago de los créditos hipotecarios subyacentes, tal como muchos participantes en el mercado y otros analistas —incluido el autor de estas líneas— sostenían o esperaban.

Durante los años sesenta las compañías de seguros controlaban la función de las finanzas de absorber y asignar el riesgo mediante el aseguramiento de algunos riesgos personales (automóvil, vivienda, vida y salud) y comerciales (fundamentalmente los asociados a los bienes inmuebles). Sin embargo, el aseguramiento de riesgos financieros era bastante reducido. Las aseguradoras aceptaban asumir el riesgo de impago de títulos municipales o estatales y de algunos otros instrumentos financieros, pero en general no otros riesgos financieros. Los contratos de futuros de algunas materias primas, que habían existido desde hacía mucho tiempo, eran posibles en los intercambios comerciales a plazo, pero no se utilizaban todavía de modo generalizado mecanismos que asegurasen contra otros tipos de riesgos financieros, como los debidos a fluctuaciones en los tipos de interés, en el valor de las divisas (cosa no necesaria, ya que los tipos de cambio entre las monedas eran fijos a tenor del acuerdo de Bretton Woods firmado tras la Segunda Guerra Mundial) o en los precios de las acciones (de sociedades individuales o de índices). Como examinaremos en el apartado siguiente, algunas innovaciones financieras de los últimos decenios han conseguido llenar este vacío.

Valoración de algunas innovaciones financieras recientes

Pasemos ahora a examinar y a valorar las innovaciones financieras específicas desde los años sesenta, época en la que se introdujeron en el sistema bancario estadounidense novedades como los cajeros automáticos, la única innovación financiera alabada por el presidente Volcker. Así, evaluamos las innovaciones cualitativamente en torno a tres elementos: el grado en que generalizan el acceso a un servicio financiero en concreto, el grado en que mejoran la comodidad y utilidad de los usuarios y el grado en que incrementan o disminuyen el PIB o la productividad. Seguidamente, otorgamos calificaciones a cada uno de esos elementos que van de — a ++ en función de lo que consideramos que son sus efectos netos. En el cuadro 1 se resumen los resultados de nuestras valoraciones, que a continuación describimos en relación con las innovaciones asociadas a cada una de las cuatro funciones financieras que expusimos anteriormente.

Cuadro 1. Resumen de calificaciones de los efectos netos de algunas recientes innovaciones financieras
BBVA-OpenMind-Innovacion-cuadro-1-robert-e-litan
* Las calificaciones positivas
eran provisionales.
Fuente: Análisis expuesto en el texto.

Innovaciones en materia de pagos

El cajero automático no es la única innovación financiera socialmente útil de los últimos años. Como dijimos anteriormente, las tarjetas de crédito (y de débito) multiuso (ambas lanzadas al mercado en los años sesenta) se han convertido en componentes fundamentales de los sistemas de pagos de las economías desarrolladas y, recientemente, de algunos mercados emergentes (China, en especial). En conjunto, y pese a algunas quejas constantes de revelaciones indebidas de datos de tarjetas de crédito y de determinadas prácticas de fijación de precios, ese dinero de plástico ha mejorado el bienestar social. Las tarjetas de crédito y de débito se han hecho más cómodas y, en algunos aspectos, más seguras que el dinero (en Estados Unidos los consumidores son responsables solo de 50 dólares por usos fraudulentos o tarjetas sustraídas, mientras que pueden perder todo el dinero que llevan en caso de ser robados). Las tarjetas de crédito también permiten a los usuarios tomar dinero prestado, lo cual ha ampliado el acceso de los consumidores al crédito no garantizado a un coste inferior al anteriormente disponible —en el caso de que fuera posible— en los mercados grises, las casas de empeño o los usureros. En Estados Unidos en particular, el endeudamiento a través de las tarjetas de crédito también ha permitido a muchos empresarios poner en marcha sus negocios a una escala mayor de la que hubiera sido posible solo con su patrimonio neto líquido. Quizá debido más a este motivo que a cualquier otro, esta utilización de las tarjetas de crédito ha contribuido positivamente al crecimiento económico a largo plazo.

Innovaciones en materia de ahorro

Hasta los años setenta, los inversores particulares estadounidenses (y los de fuera de Estados Unidos) tenían relativamente pocas elecciones en cuanto a la colocación de sus ahorros: en depósitos bancarios o sus equivalentes funcionales, en títulos de renta fija, en acciones de sociedades individuales cotizadas en Bolsa y en una reducida gama de fondos de inversión. A partir de entonces se produjeron algunas innovaciones financieras, en parte impulsadas por la liberalización de los tipos de interés y, en parte, por la aplicación comercial de nuevas ideas académicas, que han ampliado enormemente las opciones disponibles.

Entre las nuevas posibilidades destacan las siguientes: fondos de inversión en activos del mercado monetario (creados como medio para sortear los controles de tipos de interés en los depósitos bancarios, ejemplo claro de una mala reglamentación); fondos de inversión indexados (creados a partir de la idea académica de que los fondos gestionados activamente rara vez superan la evolución de los índices); fondos de inversión cotizados (una innovación para ahorrar costes ideada por el sector financiero); sociedades financieras comanditarias de responsabilidad limitada como los fondos de alto riesgo y los fondos de capital inversión (activos alternativos que hasta hace relativamente poco tiempo superaban en cuanto a resultados a las carteras de valores más líquidas, aunque muchas veces debido a que están apalancados), y bonos del Tesoro protegidos contra la inflación (promovidos por economistas académicos y adoptados por primera vez en Reino Unido en los años ochenta y unos diez años después en Estados Unidos).

En términos generales, estos instrumentos de ahorro han ampliado el acceso y la comodidad de los inversores, aunque han influido relativamente poco en la mejora de indicadores económicos como el PIB. Todo esto ocurrió en una época en que incluso, en Estados Unidos, la tasa de ahorro privado se redujo hasta casi cero, muy probablemente debido a que las familias confiaban en el valor constantemente creciente de sus viviendas, creencia que fue válida hasta que estalló la burbuja inmobiliaria en los años 2006 y 2007. Desde que se originó la recesión y se produjo un considerable descenso en el precio de las viviendas y de las acciones, las tasas de ahorro privado se han incrementado ligeramente. En el momento de escribir este artículo, a mediados de 2010, la más amplia gama de opciones de ahorro no parece haber tranquilizado demasiado a muchas familias recientemente contrarias al riesgo, exceptuando quizá el caso de los bonos del Tesoro protegidos contra la inflación y de algunos fondos de inversión cotizados relacionados con materias primas. Estos dos instrumentos han llegado a considerarse como sistemas de cobertura frente a la posible inflación que podría finalmente originarse como consecuencia de la gran flexibilidad monetaria adoptada por los bancos centrales en el periodo 2008-2009 a fin de evitar que las economías desarrolladas sufrieran una recesión aun más acusada que la provocada por la crisis financiera.

Innovaciones asociadas a la intermediación

Si preguntamos a los economistas acerca de la función de las finanzas que consideran más importante, probablemente la respuesta mayoritaria sería la transferencia efectiva del ahorro a inversiones socialmente productivas. Sin embargo, las innovaciones en materia de intermediación financiera son las que han demostrado ser las más controvertidas de todas las analizadas en este artículo, por lo cual creemos preciso dedicar más atención a estas innovaciones que a las demás.

Si miramos hacia atrás, comprobamos que las muy diversas opiniones existentes con respecto a las innovaciones asociadas a la intermediación se deben en gran medida a que estas acabaron volviéndose enormemente costosas para la financiación inmobiliaria en particular. Sin embargo, este resultado no fue accidental, ya que estuvo muy influido o incluso directamente provocado por las políticas del gobierno estadounidense que llevaron demasiado lejos el fomento de la propiedad de las viviendas, y también por las políticas y actitudes reguladoras que fracasaron a la hora de supervisar unas innovaciones obviamente improductivas. ¿A quién se debe culpar de ello: a unas innovaciones poco oportunas o a las políticas que las facilitaron o que directamente las promovieron? Evidentemente, la respuesta es que a ambas.

Por supuesto, hoy en día, todo el mundo sabe cómo ha sucedido esto. Durante decenios, desde la Gran Depresión, el gobierno estadounidense ha adoptado múltiples medidas para promover la propiedad de las viviendas, incluida la creación de agencias para asegurar, comprar y garantizar títulos respaldados por hipotecas de bienes inmuebles. Además, el régimen tributario federal ha permitido durante mucho tiempo a los contribuyentes deducir los intereses pagados en concepto de préstamos hipotecarios. En 1978 el gobierno federal animó a los bancos depositarios a ampliar los créditos a las familias de rentas más bajas así como a otros prestatarios residentes en barrios de rentas bajas.

Durante años, esa combinación de incentivos e imperativos legales logró incrementar sin cesar la tasa de propiedad de las viviendas hasta llegar a un 64-65% de todas las familias a mediados de los años noventa. Tanto la administración del presidente Clinton como la del presidente Bush, así como el Congreso, querían que dicha tasa siguiera creciendo, basándose fundamentalmente en la idea de que la propiedad de las viviendas tenía importantes efectos secundarios, ya que los propietarios de viviendas suelen cuidar mejor sus hogares y estar más preocupados por el bienestar de sus barrios que los arrendatarios. Además, la administración Bush consideraba que la propiedad de la vivienda era un elemento esencial de su interés más general en lograr una sociedad de la propiedad muy extendida. Conforme a esta opinión, cuanto mayor es el interés de las personas por la propiedad de múltiples activos (viviendas, empresas y otros bienes), mayor será su disposición a aceptar políticas orientadas al mercado.

Independientemente de cuáles sean la razón o las razones exactas, el amplio consenso de los dos partidos políticos estadounidenses en pro del aumento de la propiedad de las viviendas exigía que los créditos hipotecarios se ofrecieran en condiciones asequibles a las personas y familias con ingresos más bajos y menos estables que aquellas otras que en el pasado habían tomado dinero prestado para comprar una vivienda. A su vez, este resultado solo podría lograrse si se flexibilizaban las normas en materia de aseguramiento de hipotecas y los pagos iniciales aplicables a esos prestatarios de alto riesgo.

El sector financiero respondió entonces con diversas innovaciones, promovidas por la política federal, pero que solo fueron posibles gracias a una burbuja histórica en los precios de los inmuebles, a la que contribuyeron las innovaciones y las políticas aplicadas. En conjunto, esas innovaciones ofrecieron a millones de estadounidenses con antecedentes crediticios más bien dudosos, muchos de ellos —aunque no todos— con rentas bajas, la posibilidad de acceder a créditos hipotecarios, de modo que al final la tasa de propiedad de las viviendas llegó a ascender hasta el 69% de todos los hogares. Esta proeza no habría podido conseguirse si todas y cada una de las innovaciones que pasamos ahora a describir no se hubieran adoptado y comercializado eficazmente. De hecho, algunas de esas innovaciones eran inofensivas o ligeramente positivas en sí mismas, pero en su conjunto demostraron ser sumamente peligrosas para el sistema financiero y en última instancia para el resto de la economía:

  • A fin de ofrecer a prestatarios de alto riesgo un acceso a hipotecas aparentemente asequibles, el subsector de las entidades hipotecarias (hasta cierto punto los bancos, pero en mayor medida una nueva clase de prestamistas hipotecarios que no estaban adecuadamente supervisados o regulados por las autoridades federales) inventó una nueva variedad de hipotecas de tipos de interés variable por las que se aplicaban a los prestatarios unos tipos de interés iniciales muy bajos (el anzuelo) que, unos años después, se incrementaban hasta valores superiores a los tipos de referencia de bonos del Tesoro, cuando se suponía que los mayores precios de los inmuebles permitirían a los prestatarios refinanciar fácilmente su deuda. De hecho, esta especie de sistema Ponzi funcionó bien más o menos hasta 2006, cuando los precios de las viviendas dejaron de aumentar, lo cual provocó un incremento de los impagos de préstamos hipotecarios de alto riesgo y, al final, una crisis financiera en toda regla.
  • Las entidades hipotecarias no habrían evolucionado satisfactoriamente con la expansión de los préstamos de alto riesgo si no hubieran inventado y propagado a través de los grandes bancos comerciales y de inversión un nuevo instrumento financiero, la obligación de deuda colateral (CDO), que logró transformar lo que en el pasado había sido una innovación socialmente productiva —los títulos con garantía hipotecaria que estaban respaldados por hipotecas concedidas a prestatarios de primera calidad—, convirtiéndose así en una especie de Frankenstein financiero. Entre las principales innovaciones promovidas por la CDO destacaban la utilización de títulos más recientes respaldados por hipotecas de alto riesgo (y no de primera clase), que por lo común eran suscritas sin verificar los ingresos o el historial laboral de los prestatarios, así como el fraccionamiento de los flujos de caja generados por esos títulos en distintas clases o tramos (como acabaron denominándose), que habían sido concebidos para atraer a inversores con valoraciones distintas del riesgo. Aquellos inversores que preferían los instrumentos más seguros obtenían derechos preferentes con relación a los flujos de caja de las hipotecas, mientras que los inversores de tramos menos seguros, pero de mayor rentabilidad, obtenían derechos subjetivos secundarios. Las CDO fueron causantes principales del exceso de desarrollo del mercado de hipotecas de alto riesgo, porque permitieron que los creadores de las hipotecas se deshicieran de ellas sin importarles en absoluto su calidad, transmitiéndolas a los compradores de los diferentes tramos de los títulos.
  • Ahora bien, las CDO, y en concreto sus primeros tramos, supuestamente más seguros, no se habrían vendido sin el advenimiento de nuevos agentes y de otras innovaciones. A pesar de su derecho preferente sobre los flujos de caja, el primer tramo de las CDO no habría sido atractivo para los inversores enemigos del riesgo y ansiosos por la rentabilidad (que estaban sedientos de títulos más seguros y rentables, debido a los bajos tipos de interés impuestos por la Reserva Federal para apoyar la recuperación económica) de no ser porque las agencias de calificación crediticia otorgaron a esos títulos en concreto sus codiciadas calificaciones AAA (las calificaciones inferiores concedidas a los tramos de mayor riesgo eran menos importantes para los otros inversores con tolerancias al riesgo superiores). Cuando se crearon las primeras CDO, las agencias de calificación crediticia se mostraron reacias a ellas —con razón, ya que, en definitiva, las hipotecas eran de alto riesgo y las agencias carecían de datos actuariales sobre cómo se comportaban esas hipotecas durante un ciclo económico completo—, pero al final acabaron convenciéndose cuando los bancos y sus aliados hicieron uso de otra innovación reciente, la permuta de cobertura por incumplimiento crediticio (CDS, según sus siglas en inglés). Aunque este instrumento ha sido muy duramente criticado en la prensa popular y en algunos informes periodísticos sobre la crisis financiera, no existe nada intrínsecamente malo en torno a la CDS en sí misma, ya que después de todo es el equivalente funcional del seguro, y precisamente por esta razón, cuando los creadores de CDO añadieron la protección de las CDS —o incluso de seguros explícitos de valores— a los primeros tramos, las agencias les otorgaron sus calificaciones AAA. Posteriormente, las CDS se convirtieron en algo despreciable, no debido a su mala concepción, sino a que una de sus principales sociedades emisoras, AIG, no consiguió ofrecer suficientes garantías colaterales cuando llegó su vencimiento según lo dispuesto en el contrato. Sin embargo, no todos los tramos de las CDO (ni incluso todas las CDO) estaban protegidas con CDS o con seguros de valores, por lo que quienes habían invertido en ellas perdieron muchísimo dinero cuando las hipotecas de alto riesgo empezaron a ser impagadas debido a que los precios de la vivienda dejaron de subir y empezaron a caer en picado. En última instancia, por lo tanto, al facilitar la separación del otorgamiento de las hipotecas del riesgo de mantenerlas hasta su vencimiento, las CDO redujeron en gran medida —cuando no los destruyeron totalmente— los incentivos de las entidades crediticias para suscribir hipotecas de modo prudente.
  • Otra peligrosa innovación financiera contribuyó a que se produjese la debacle de las hipotecas de alto riesgo, esto es, la creación y la utilización muy generalizada del ya mencionado vehículo de inversión estructurada (SIV) por algunos de los mayores bancos comerciales dedicados a la constitución y comercialización de CDO y de otros títulos arriesgados respaldados por activos. Los SIV eran un mecanismo completamente legal y aparentemente extracontable en virtud del cual los bancos aparcaban sus CDO para venderlas al público sin tener que aumentar o mantener capital bancario adicional, tal como era exigido por la normativa vigente en materia de capitales bancarios. Sin embargo, los SIV tenían un talón de Aquiles, ya que se financiaban casi íntegramente (salvo una pequeña parte de capital aportada por los bancos y los inversores externos) por medio de papel comercial a corto plazo, que aunque estaba garantizado por las CDO y otros activos, demostró estar enormemente influenciado por el pánico de los acreedores. De hecho, esto es precisamente lo que ocurrió a mediados de 2007, cuando el valor de mercado de estas garantías prendarias empezó a disminuir a medida que bajaban los precios de la vivienda y los compradores de estos papeles comerciales con garantía de activos se negaron a refinanciarlos o a suscribir nuevas emisiones. Esto provocó el pánico general respecto a muchos SIV avalados por bancos, y tras un intento fallido del Tesoro estadounidense por organizar un rescate financiado por el propio sector de todos los principales SIV, los bancos redujeron paulatinamente estos y asumieron sus activos, y —lo que es más importante— sus pasivos.

En resumen, los SIV sirvieron como mecanismos temporales, aunque finalmente imperfectos, para la financiación de CDO antes de que pudieran transmitirse a inversores independientes. En este proceso, se les incorporaron las CDO, los créditos hipotecarios de interés variable (ARM) con anzuelo y otras innovaciones financieras en materia hipotecaria que durante un tiempo permitieron acceder a préstamos hipotecarios a un colectivo mayor de compradores de viviendas con antecedentes crediticios de riesgo. Al agruparse, esas innovaciones contribuyeron a inflar la burbuja de precios inmobiliarios, de manera que al final estalló e hizo que la práctica de concesión de hipotecas de alto riesgo se detuviese de forma brusca y sumamente dañina.

Ahora bien, las innovaciones asociadas a la intermediación, incluidos algunos préstamos hipotecarios pignorados, no han sido todas ellas socialmente perniciosas, por lo que este análisis no estaría completo si no mencionásemos aquellas otras que han hecho que la intermediación financiera sea más eficiente y que han mejorado el bienestar social durante los últimos años.

El mejor modo de empezar es hablando del proceso de titulización de activos, que se inició con las hipotecas a principios de los años setenta y más tarde se extendió a otros activos que actuaron como garantía prendaria o colateral. La idea fundamental en la que se basa la titulización —esto es, la normalización de los préstamos y su utilización para garantizar títulos que capten fondos de los mercados de capitales y no solo de los bancos— era y sigue siendo sólida: un conjunto más amplio de medios de financiación, incluso sin el aval implícito del gobierno, hace que se reduzcan moderadamente los tipos de interés y, por consiguiente, que se facilite la inversión. No obstante, el desastre causado por las hipotecas de alto riesgo puso de manifiesto un importante inconveniente de este nuevo modelo de préstamos basado en la concesión para su distribución. Al ser distintos aquellos que conceden los préstamos de los que al final los poseen, se reducen los motivos para que los primeros sean prudentes. Hasta cierto punto, los contratos de titulización hacen frente a este problema otorgando a los que compran los préstamos derechos para devolverlos a los que los han concedido, siempre que se cumplan determinadas condiciones. Pero estas condiciones son limitadas y muchas veces objeto de controversia. La mejor respuesta es que las entidades que conceden los préstamos y las que titulizan los activos retengan una parte del riesgo crediticio (la Ley Dodd-Frank exige el cinco por ciento, salvo para aquellos títulos que cumplen normas muy rigurosas en materia de aseguramiento), de modo que ambas partes se sientan más inclinadas a hacer un aseguramiento prudente.

Una segunda innovación financiera en este ámbito es la creación y el uso generalizado hoy en día de algoritmos de valoración crediticia aplicables a prestatarios individuales y empresariales. Estas valoraciones han mejorado la capacidad de las entidades prestamistas para prever y, por lo tanto, para poner un mejor precio al riesgo a través de los tipos de interés que cobran por los préstamos. Además, la valoración crediticia ha ampliado la disponibilidad de los préstamos y, al hacer que las calificaciones crediticias sean más objetivas, ha reducido —aunque no eliminado totalmente— la discriminación racial por parte de los acreedores crediticios.

En último lugar nos referimos a la que probablemente sea la innovación financiera más icónica de los últimos cuarenta años en Estados Unidos y que ha mejorado la transferencia del ahorro a la inversión productiva. Se trata de la formalización y posterior expansión del sector del capital riesgo y, en menor medida, de la inversión providencial (aportaciones de capital a empresas de nueva creación por parte de personas adineradas o de grupos de éstas). A las empresas de capital riesgo (sociedades comanditarias de responsabilidad limitada administradas por el socio o los socios capitalistas de riesgo) se les ha reconocido acertadamente el hecho de haber permitido la creación de algunas de las más famosas empresas estadounidenses como, por ejemplo, Google, eBay, Amazon y Genentech. Durante los últimos diez años, especialmente desde el estallido de la burbuja bursátil de Internet, los inversores de riesgo han abandonado la inversión semilla —mediante la cual se aportaba el capital inicial para ayudar a constituir nuevas sociedades— y se han centrado en otras rondas posteriores y menos arriesgadas del proceso de financiación. Como era de esperar, los beneficios obtenidos por los socios de las empresas de capital riesgo se han ido a pique, por lo que, después de los enormes éxitos de los años ochenta y noventa, el sector del capital riesgo se encuentra ahora en la encrucijada. No sólo son muy pocas las empresas de capital riesgo que aportan capital semilla, sino que el sector tiene miedo a financiar nuevas empresas intensivas en capital, como las que tratan de desarrollar terapias con nuevos medicamentos o alternativas de energía limpia a los combustibles de carbono. Por consiguiente, la financiación semilla constituye un terreno muy propicio para la innovación futura.

Innovaciones financieras y absorción de riesgos

La cuarta función básica de las finanzas es expandir o asignar el riesgo a aquellas partes que lo deseen y sean capaces de asumirlo. Durante los últimos decenios, han proliferado múltiples instrumentos financieros derivados —esto es, instrumentos financieros cuyo valor depende de algún otro activo subyacente— precisamente con ese objeto; así, destacan los contratos de opciones sobre acciones y de futuros financieros negociables en Bolsa y las modalidades de permutas financieras de los mercados extrabursátiles (relativas a intercambios de flujos de caja con tipos de interés diferentes, en monedas distintas, y a posibles incumplimientos de préstamos o permutas de cobertura por incumplimiento crediticio).

Estos instrumentos derivados también se han convertido en los principales culpables para los medios de comunicación de las supuestas causas de la crisis financiera. En general, ello se debe a que una de las mayores entidades vendedoras de instrumentos derivados de créditos hipotecarios fue AIG, que quebró en el otoño de 2008 y tuvo que ser absorbida en gran parte por el gobierno federal, mediante un rescate a gran escala dirigido por la Reserva Federal, con el fin de contener el riesgo sistémico cuando este estaba en su apogeo. Según parece, las permutas financieras por impago de créditos hipotecarios también hacen el papel de malo en el popular y muy analizado libro de Michael Lewis titulado The Big Short, que ha contribuido a incrementar la ira popular contra esta innovación financiera en concreto.

Debemos hacer algunas aclaraciones con respecto a los instrumentos financieros derivados para poder analizarlos desde una perspectiva adecuada. En primer lugar, estos productos no son nuevos en absoluto: los contratos de opciones (el derecho a comprar un producto o un instrumento a un precio fijo en una fecha concreta) y de futuros (que requieren a su titular comprar o vender el producto o el instrumento a un precio fijo en su fecha de vencimiento) tienen una antigüedad de siglos y ninguno de ellos ha estado implicado en la reciente crisis financiera. En segundo lugar, la inmensa mayoría de los cientos de billones de dólares —en valor nominal— de los instrumentos financieros derivados más recientes (aquellos cuyo valor está asociado a variaciones en los tipos de interés y los tipos de cambio de las monedas) no ha tenido nada que ver con la crisis. Además, esos instrumentos derivados han sido socialmente beneficiosos, ya que las permutas financieras de tipos de interés y de divisas permiten a las partes con distintas preferencias con relación al riesgo actuar al respecto sin tener que vender los instrumentos subyacentes —préstamos o bonos— a los que se refieren las permutas financieras.

En tercer lugar, incluso la permuta de cobertura por incumplimiento crediticio, quizá el más ajustado de todos los instrumentos financieros derivados, es básicamente una innovación constructiva. Al ser un mecanismo ideado para asegurar contra el incumplimiento crediticio, la CDS ofrece un medio a muchas de las partes implicadas (prestamistas, proveedores, clientes y otros) para cubrirse frente a un hecho adverso muy específico. Incluso cuando esas permutas financieras son compradas por especuladores o por otras partes sin interés económico en la deuda subyacente, desempeñan una función muy útil, siempre y cuando los que venden esos instrumentos hayan otorgado suficientes garantías secundarias o fianzas y tengan fondos suficientes para hacer frente a sus contratos (precisamente lo que le faltó a AIG). Sin especuladores —como ocurre en los mercados de opciones donde habitualmente los compradores no poseen el título subyacente sobre el que se basa la opción—, los operadores de cobertura tendrían muchas más dificultades para encontrar otras partes con las que negociar. Otro aspecto quizá igual de importante es que como los mercados de CDS son generalmente mucho más líquidos que los de préstamos o bonos subyacentes, los precios de las CDS —que reflejan las perspectivas de los operadores de cobertura y de los especuladores— ofrecen indicios más precisos y adecuadamente basados en el mercado acerca de la solvencia financiera de la empresa (u otra entidad emisora) cuya deuda está sujeta a la permuta respecto a los precios de mercado de la propia deuda.

En cuarto lugar, las CDS que tanta atención y mala fama han conseguido representan menos del 5% de todo el mercado de deuda. En la práctica, todas las demás CDS tienen que ver con bonos o préstamos de empresa.

Ahora bien, los mercados extrabursátiles (OTC) de instrumentos financieros derivados no son en absoluto perfectos, ya que están dominados por un puñado de intermediarios financieros; sus precios no son muy transparentes ni oportunos y, como ha demostrado la triste historia de AIG, están expuestos al hundimiento si uno o varios de los participantes principales no pueden cumplir sus obligaciones. Es preciso que esos problemas sean abordados, en gran parte o totalmente, una vez que se desarrolle y aplique toda la normativa en materia de instrumentos financieros derivados OTC contenida en la Ley Dodd-Frank de reforma financiera. En particular, la obligación impuesta en la Ley de que los instrumentos financieros derivados normalizados OTC de todo tipo se compensen en una cámara central debería eliminar los riesgos de impagos en cascada que se producen cuando los contratos de derivados son bilaterales y las partes implicadas solo dependen del cumplimiento de la otra parte y no de una organización central con capacidad para fijar y hacer observar las obligaciones en materia de garantías secundarias y fianzas. Además, la Ley exige que esos contratos normalizados sean negociados en cuasibolsas —plazas de ejecución de permutas financieras, un concepto todavía pendiente de definir por las autoridades reglamentarias— y que sus precios sean comunicados con más frecuencia que ahora. A su vez, el aumento de la transparencia hará más fácil especificar las obligaciones de garantías adecuadas y, por tanto, reducirá aún más —aparte de la cámara central de compensación— la posibilidad de un hundimiento de todo el sistema si uno o más de los principales participantes en el mercado de instrumentos derivados es incapaz de cumplir sus obligaciones.

En resumen, los instrumentos financieros derivados intensifican la capacidad de las partes financieras y no financieras de una economía para cubrir y controlar sus riesgos financieros. El hecho de que algunas partes puedan utilizar esos contratos para apostar con éxito en cuanto al incumplimiento de algunas empresas o de mercados enteros —como ocurrió con las hipotecas de alto riesgo— no desmiente esta premisa fundamental. En todos los mercados siempre hay ganadores y perdedores, pero el que existan ambos no sirve para condenar a los mercados como instituciones, y los instrumentos financieros derivados no constituyen una excepción a esta regla.

Sin embargo, los acontecimientos recientes han puesto de relieve que, precisamente porque los instrumentos financieros derivados han adquirido tanta relevancia y porque algunas de las partes que los negocian están muy relacionadas entre sí y con el resto del sistema financiero, es esencial contar con una infraestructura adecuada que garantice que las dificultades de cumplimiento de las obligaciones por una o varias partes no se extiendan y amenacen con destruir la viabilidad de todo el sistema. Las recientes reformas legislativas llevadas a cabo en Estados Unidos, que probablemente se imitarán en otros países, deberían reducir sustancialmente este riesgo.

Políticas públicas futuras con respecto a la innovación financiera

En el verano de 2010 el Congreso estadounidense aprobó y el presidente ratificó la Ley Dodd-Frank, que se convierte así en la legislación más radical en materia de reforma financiera promulgada en ese país desde la Gran Depresión, lo cual no es sorprendente, ya que la crisis financiera del periodo 2007-2009 ha sido la más grave desde los años treinta y habría sido sorprendente que el Congreso no hubiera hecho algo para solventarla.

Seguramente los debates se prolonguen durante años en cuanto a los méritos de la Ley Dodd-Frank en su formulación definitiva y, lo que es más importante, al modo en que se lleve a la práctica a través de los más de doscientos reglamentos de aplicación que finalmente convertirán su lenguaje jurídico generalmente ambiguo en directrices reglamentarias mucho más concretas. A medida que las autoridades reguladoras vuelvan a su trabajo habitual y que los legisladores futuros hagan pequeñas modificaciones —o tal vez grandes— a esta ley, sus actitudes con respecto a la innovación financiera serán de capital importancia.

Por ejemplo, si se impone un punto de vista escéptico respecto a la innovación financiera —debido a que las ventajas de la innovación se consideran presuntamente reducidas o a que se teme que los riesgos de daños catastróficos sean importantes—, entonces es probable que los responsables políticos (e incluso los votantes) exijan algún tipo de investigación preventiva y posiblemente impongan imperativos legales antes de autorizar la venta en el mercado de innovaciones financieras. Esta actitud haría que las autoridades reguladoras fueran responsables de examinar detenidamente, en lugar del mercado, la innovación, proceso que podría poner en peligro las propias innovaciones antes incluso de tener estas la oportunidad de ser probadas en el mercado. Por el contrario, un enfoque más abierto y paciente con respecto a la innovación esperaría a que las innovaciones surgieran y después solo las reglamentaría si generaran costes superiores a los beneficios. Este ha sido el planteamiento aplicado hasta ahora con relación a la innovación financiera y constituye el modo generalmente utilizado por la política estadounidense frente a la innovación en el sector real de la economía. Una política basada en esperar a ver qué pasa ofrece al mercado la primera ocasión de examinar detenidamente las innovaciones, pero a la vez se corre el riesgo opuesto al enfoque preventivo, es decir, si las autoridades reguladoras tardan en actuar —debido a su propia negligencia o a fuertes presiones políticas—, pueden permitir que innovaciones socialmente dañinas causen estragos importantes antes de refrenarlas.

Lógicamente, en algunos aspectos sociales resulta conveniente que los responsables políticos adopten un planteamiento escéptico respecto a la innovación. La preocupación en cuanto a posibles consecuencias catastróficas es el motivo por el que el Congreso estadounidense creó el Organismo para el Control de Alimentos y Medicamentos (FDA) que, entre otras cosas, exige que los nuevos medicamentos sean sometidos a múltiples pruebas, tanto en animales como en seres humanos, antes de su venta a los consumidores. De modo análogo, los peligros de fusión accidental del núcleo de un reactor, por muy poco probables que sean, han hecho que desde el inicio de la era nuclear los responsables políticos exijan a las empresas que construyen esas instalaciones la observancia de normas específicas en materia de diseño, resultados y prestaciones. La Comisión Europea ha ido aun más lejos al adoptar el principio de precaución en muchas áreas; por ejemplo, en política medioambiental, alimentaria y de protección de los consumidores en general. Pese a que este principio se ha aplicado de modo distinto según los contextos, en lo fundamental significa que siempre que existan argumentos verosímiles para pensar que actividades o productos nuevos —o ya existentes— representan un riesgo para la salud humana o el medio ambiente, los responsables políticos pueden reglamentarlos por adelantado (o incluso prohibirlos).

Ahora bien, aparte de las pocas excepciones aplicables a la industria farmacéutica y a la energía nuclear, la política reglamentaria y social de Estados Unidos no ha adoptado el principio de precaución y, por tanto, ha evolucionado de forma muy distinta a la europea. El gobierno estadounidense solo regula si existen pruebas razonablemente claras de efectos secundarios perjudiciales, y además —siempre que la legislación subyacente lo permita— solo en el caso de que los beneficios de reglamentar superen a los costes y de que las nuevas normas supongan la vía menos costosa para conseguir esos beneficios2.

Por lo tanto, ¿qué modelo debería aplicarse a la innovación financiera en el futuro? ¿el preventivo aplicado al sector farmacéutico y a la energía nuclear o el basado en esperar a ver qué pasa, generalmente adoptado en la mayoría de los demás contextos? Las autoridades reglamentarias de Estados Unidos y del resto del mundo deberán responder a esta cuestión en el futuro. A pesar de los evidentes daños causados por la reciente crisis, pensamos que, en general, la innovación financiera debería seguir siendo investigada en primer lugar por los mercados y después por las autoridades reguladoras, al menos por los dos motivos que se exponen a continuación.

En primer lugar, a diferencia de la industria farmacéutica, es difícil, si no imposible, efectuar pruebas clínicas en el sector financiero. Los nuevos medicamentos pueden probarse, y se prueban, en poblaciones muestrales, primero en cuanto a su seguridad y después a su eficacia. Si superan ambas pruebas, la FDA supone razonablemente que sus efectos en una población representativa pueden extrapolarse a toda la población. Por el contrario, aunque teóricamente es posible probar un nuevo producto financiero (por ejemplo, una hipoteca en una población muestral), es probable que sus efectos en esa muestra dependan mucho del momento en que se haga la prueba. Las hipotecas de interés variable y de alto riesgo con tipos de interés iniciales de anzuelo muy bajos que se difundieron en 2002 y 2003 podrían haber sido bastante seguras, porque por aquel entonces los precios de la vivienda no cesaban de aumentar, lo que permitía a los prestatarios refinanciarlas posteriormente. Sin embargo, esas mismas hipotecas, al difundirse en 2006 o 2007, cuando los precios inmobiliarios habían llegado a su punto máximo, tendrían un volumen de impagos mucho más alto, que fue precisamente lo que ocurrió. Dicho de otro modo, los resultados de la prueba clínica de un producto financiero en un momento determinado no pueden extrapolarse con seguridad a otros momentos distintos.

Evidentemente, una posible respuesta a este problema sería probar los nuevos productos financieros durante un ciclo económico completo antes de permitir su comercialización en el mercado, pero esto haría que tales productos sufrieran un considerable retraso y, por tanto, seguramente reducirían los incentivos de innovación de las instituciones financieras.

En segundo lugar, el peligro de que la investigación preventiva congele la innovación productiva, incluso sin el retraso reglamentario que acabamos de sugerir, es otro de los importantes motivos que generalmente se utilizan para rechazar el enfoque preventivo con respecto a la regulación del mundo financiero. Si los responsables políticos estadounidenses hubieran adoptado el enfoque de precaución o el preventivo en lugar de su estrategia de esperar a ver qué pasa respecto a la reglamentación, es posible que muchas de las innovaciones que conforman nuestra vida actual se hubieran llevado a la práctica mucho más tarde o tal vez nunca: el automóvil (con sus efectos secundarios de más de 40.000 muertes al año), el avión (también con su propio porcentaje de siniestros, aunque muy inferior al de los coches) o incluso Internet (que utilizan no solo ciudadanos corrientes, sino también terroristas y delincuentes).

Sin duda, los defensores de la investigación preventiva del mundo financiero alegarían —seguramente siguiendo el ejemplo escéptico de Paul Volcker respecto al valor social de la innovación financiera en general— que como es probable que los beneficios de la innovación en el ámbito financiero sean menores que en el sector real y que los peligros de innovación dañina sean muy superiores, la innovación financiera debería ser tratada, a efectos reglamentarios, de modo distinto a la innovación en el sector real. El resumen de las innovaciones financieras que expusimos anteriormente ofrece una valoración mucho más optimista que esta que acabamos de mencionar. Además, los argumentos en favor de la prevención asumen —incorrectamente en nuestra opinión— que la regulación según el enfoque de esperar a ver qué pasa no puede mejorarse.

Sin embargo, creemos que sí puede mejorarse, en parte precisamente porque las autoridades reguladoras se equivocaron, como ellas mismas han reconocido, en el periodo previo a la última crisis. Una de las consecuencias positivas de la crisis es que ha mostrado a los responsables democráticamente elegidos los peligros de obstaculizar iniciativas reglamentarias destinadas a actuar rápida y drásticamente contra productos y prácticas que permitan que las burbujas de activos se extiendan demasiado y después estallen con consecuencias desastrosas. Al menos durante mucho tiempo, las autoridades reguladoras —en concreto, el nuevo Consejo de Riesgo Sistémico de las autoridades reguladoras de Estados Unidos creado por la Ley Dodd-Frank— no solo tendrán más libertad para actuar, sino también la obligación legal de hacerlo a fin de impedir que futuras burbujas, especialmente las promovidas por el apalancamiento financiero, estén fuera de control.

Otra de las lecciones aprendidas de la reciente crisis es que pueden formarse burbujas potencialmente peligrosas cuando determinadas clases de activos o instrumentos financieros específicos crecen muy rápidamente. Las futuras autoridades reguladoras serán mucho más efectivas en sus actuaciones para identificar e impedir burbujas futuras y, por tanto, posibles fuentes de crisis sistémicas, si tienen en cuenta señales importantes de peligro basadas en los mercados, como las que estos lanzaron en el caso de las permutas de cobertura por incumplimiento crediticio, que los reguladores podrían utilizar para justificar sus propias y tempranas acciones preventivas. Además, este uso potencial de las CDS es un motivo importante por el que los intentos de las autoridades reguladoras en algunos países de prohibir o limitar las CDS sin la correspondiente garantía prendaria o las ventas en descubierto están gravemente equivocadas, ya que lo que así pretenden es matar al mensajero, cuando lo que realmente necesitamos es recibir más mensajes del mercado que ayuden a las autoridades reguladoras y a los responsables políticos.

Por último, pese al firme argumento general en pro del enfoque de esperar a ver qué pasa respecto a la reglamentación financiera, es posible que existan algunos aspectos de las finanzas en los que pueda estar justificado el mucho más molesto enfoque preventivo respecto a la innovación. Uno de esos ámbitos podría ser el de los productos financieros que implican la formalización de contratos a largo plazo por los consumidores, como las hipotecas (cuando toman dinero a préstamo) o los seguros de rentas (para la jubilación). Existen muchos estudios sobre finanzas conductuales que muestran que las personas no son siempre racionales en sus decisiones de inversión. Se trata de un comportamiento peligroso, cuando incluso personas bien informadas contraen compromisos financieros a largo plazo, con penalizaciones muy elevadas —en el caso de las hipotecas— o quizá sin posibilidades de realización —en el caso de los seguros de rentas— cuando cambian de opinión en el futuro. En esos casos, podría ser necesaria la aprobación preventiva del diseño de los propios productos financieros a fin de impedir que muchos consumidores queden atrapados por medio de compromisos financieros caros o potencialmente peligrosos. Ahora bien, esta excepción debe mantenerse como tal y no convertirse nunca en la regla.

En resumen, un análisis imparcial de la innovación financiera llevada a cabo durante los últimos años nos muestra un panorama más positivo que el puesto de relieve por algunos observadores escépticos. Sin embargo, independientemente del modo en que valoremos la innovación financiera pasada, la reciente crisis nos enseña que los responsables políticos deben ser más rápidos en corregir los abusos en el momento en que surgen e impedir que las innovaciones financieras destructivas causen el tipo de estragos económicos que, por desgracia, acabamos todos de presenciar.

Notas a pie de página

  1. El autor agradece enormemente el apoyo brindado a la investigación por Adriane Fresh. El presente artículo se basa en un ensayo anterior más amplio titulado «In Defense of Much, But Not All, Financial Innovation», al que se puede acceder en la página web de la Brookings Institution desde la dirección www.brookings.edu.
  2. El equilibrio entre costes y beneficios y la obligación relativa al coste mínimo de la reglamentación se han plasmado de un modo u otro en decretos presidenciales desde la época del presidente Ford.
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