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08 septiembre 2017

Humanos hacia un horizonte cyborg

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«Ser inmortal es baladí;

menos el hombre, todas las criaturas lo son,

pues ignoran la muerte».

Jorge Luis Borges

En 1543, Andrés Vesalio publicó en Basilea De humani corporis fabrica, una obra en la que recogía, con abundantes ilustraciones, sus conocimientos anatómicos adquiridos gracias a la práctica de la disección. La utilización del término “fábrica”, de connotaciones arquitectónicas, refleja su concepción del cuerpo humano como una compleja estructura de la que analiza cada una de sus partes. El desarrollo en el siglo XVII del mecanicismo filosófico de Francis Bacon y René Descartes evidencia un cambio en la concepción de la realidad que terminaba con la diferenciación entre las ciencias teóricas –liberales– y las mecánicas. Bacon ideó en su novela utópica Nueva Atlántida, una civilización en que las artes mecánicas facilitaban la vida del ser humano. Descartes, por su parte, escribió: “No hay diferencia ninguna entre las máquinas que construyen los artesanos y los diversos cuerpos que compone la naturaleza ella sola”.

La concepción mecanicista de la naturaleza junto con los avances técnicos favorecieron la popularización de los autómatas, máquinas que imitaban la figura y los movimientos de un ser animado que, en realidad, se conocían desde la Antigüedad. Del propio Descartes se cuenta que construyó un autómata que reproducía a su hija, Francine, a causa el dolor por su muerte cuanto tenía solo cinco años. Entre los principales autores de

este tipo de ingenios cabe citar, ya en el siglo XVIII, a Jacques de Vaucanson o Pierre Jaquet-Droz, del que nos han llegado magníficos ejemplos todavía en funcionamiento.

Pierre Jaquet-Droz, El escritor
Pierre Jaquet-Droz, El escritor

La leyenda judía del golem, en la que se insuflaba vida a una materia inerte, fue reinterpretada y puesta en relación con la investigación científica en el Frankenstein de Mary Shelley. Como apuntaba su título original, Frankenstein o el moderno Prometeo (1818), este arrebataba a los dioses el fuego sagrado de la vida para dar lugar a un monstruoso engendro. En 1920 el dramaturgo checo Karel Čapek en su obra, R.U.R. (Robots Universales Rossum), utilizaba por primera vez el término robot para referirse a criaturas creadas artificialmente para trabajar como esclavos. Dotadas de pensamiento propio y con un aspecto antropomorfo que las asemejaría a lo que hoy denominaríamos androides, terminaban por revelarse para destruir a la humanidad. La idea pronto se popularizó a través de la ficción literaria y fílmica, dando lugar a personajes tan conocidos como la falsa María que sustituye a la protagonista de Metrópolis (Fritz Lang, 1927).

Rebecca Allen, en el catálogo de la exposición Maquinas & Almas recordaba que la proliferación del ordenador en la segunda mitad del siglo XX lo dotó de un carácter cada vez más misterioso, hasta dar lugar a elucubraciones sobre la posibilidad de que tuviera un alma y fuera capaz de decidir su destino. Paralelamente, diferentes artistas experimentaban con las posibilidad de lo que terminó por denominarse arte robótico. Pionero a este respecto fue Nam June Paik con K 456 (1964), un robot manejado por control remoto. Junto a este, Eduardo Kac, destacó otros dos hitos fundacional

El robot de Metrópolis (Fritz Lanz, 1927)

es de las relaciones entre el arte y la robótica: Squat (1966) de Tom Shannon, que inauguraba la asociación entre elementos orgánicos –una planta viva– e inorgánicos –estructura metálica y motores–; y The Senster (1969-1970) de Edward Inhatowicz, una “escultura cibernética” capaz de responder a su entorno que exploraba la posibilidad de que estas creaciones actuaran con autonomía. A partir de esas primeras experiencias otros artistas han optado por la robótica como vía de expresión, tal y como recoge Ricardo Iglesias en su libro Arte y robótica: La tecnología como experimentación estética. El propio Andy Warhol, algunos años antes de morir en 1987, respondió afirmativamente a la propuesta de construir su propio doble animatrónico que, según esperaba, podría sustituirle en sus apariciones públicas. Un intento de identificación entre humano y máquina que bien podría ilustrar el “valle inquietante” teorizado por Masahiro Mori. Según este, a medida que la apariencia de un robot se acerca a la humana, la respuesta que genera en el observador es más positiva, hasta un punto de inflexión en que esta se torna en un fuerte rechazo que solo es superado cuando la diferencia de aspecto entre ambos se hace prácticamente indistinguible.

El robot de Andy Warhol diseñado por Álvaro Villa

La creación de formas de vida artificiales está estrechamente relacionada con la mejora de las naturales. En los años 90 se fabuló con un futuro en el que la realidad virtual permitiría experimentar sensaciones físicas a partir de entornos simulados, según recogieron películas como El cortador de césped (Brett Leonard, 1992, basada en un relato de Stephen King publicado en 1975) o Días extraños (Kathryn Bigelow, 1995). Una tecnología todavía en desarrollo que creadores como Alejandro González Iñarritu han explorado recientemente: en Carne y arena, presentada en el festival de cine de Cannes de 2017, el director propone vivir en primera persona la realidad de un inmigrante ilegal acosado por una patrulla en la frontera sur de los EE.UU.

Al tiempo que se ha generalizado nuestra presencia constante en entornos virtuales no sensoriales en los que mostramos al mundo una o múltiples identidades, e incluso evitamos el desplazamiento físico gracias a la telepresencia, el transhumanismo explora la posibilidad de transformar la condición humana a través del desarrollo tecnológico, superando nuestras limitaciones físicas e intelectuales. Hasta el punto de dar lugar a seres con capacidades extendidas denominados posthumanos.

Neil Harbisson con su antena ante una de sus obras

En 1960 Manfred E. Clynes y Nathan S. Kline acuñaron el término cíborg para referirse a humanos mejorados para sobrevivir en ambientes hostiles. Metáfora que sirvió a Donna Haraway en su Manifiesto cíborg (1985) para dar una nueva visión del feminismo y el socialismo que ha inspirado a no pocas creadoras, como las pioneras del ciberfeminismo. Desde un planteamiento diferente, artistas como la francesa Orlan entienden su cuerpo como un lugar de escritura – “My body is a software”– que, en su caso, ha transformado a través de operaciones quirúrgicas; mientras que, en el ámbito del llamado arte biónico, autores como Stelarc o el español Marcel·li Antunez proponen superar las limitaciones de lo biológico. Más mediático ha sido el caso de Neil Harbisson, primer ser humano reconocido oficialmente como cíborg tras implantar en su cabeza una antena que le permite escuchar los colores como alternativa a la acromatopsia que padece. Este, junto a la bailarina y coreógrafa Moon Ribas, que cuenta con un implante en el brazo que le permite sentir los movimientos sísmicos, han creado la Cyborg Fundation, pensada para promover el “ciborgismo”. Ambos consideran que arte cíborg son tanto los nuevos sentidos de que se han dotado y las percepciones que les producen, como los trabajos que realizan para el exterior a partir de estos.

James Auger y Jimmy Loizeau, Afterlife (2009) / Imagen: researchgate

El mind uploading es un proceso hipotético que interpreta la identidad como algo reducible a la actividad neuronal, entendiendo que esta podría ser convertida en información y “descargada” después en una memoria de ordenador para prolongar la existencia. En una revisión casi cómica de esa necesidad de trascender la vida biológica, los artistas James Auger y Jimmy Loizeau desarrollaron en Afterlife (2009) la tecnología necesaria para aprovechar el potencial químico que conserva el cuerpo humano tras la muerte convirtiéndolo en una pila seca: la inmortalidad en forma de batería.

Alberto Castán

Universidad de Zaragoza

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