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20 febrero 2019

Oswald Avery, la mayor injusticia de la historia de los Nobel

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El bioquímico sueco Arne Tiselius, ganador del Nobel de Química en 1948, dijo en una ocasión: “El mundo está lleno de gente que debería recibir el Premio Nobel, pero que ni lo ha recibido, ni lo recibirá”. La frase podría parecer una obviedad, pero cobra especial trascendencia cuando se añade que Tiselius no era un premiado más, sino que desde 1946 hasta su muerte, en 1971, fue miembro del Comité Nobel de Química, presidiendo la Fundación Nobel de 1960 a 1964. Es decir, no hablaba desde fuera, sino desde dentro; y era consciente de que los premios científicos más prestigiosos del mundo cometen flagrantes injusticias. Y entre los agraviados, para Tiselius un nombre destacaba sobre los demás: el de Oswald Avery.

Retrato de Oswald T. Avery. Fuente: Tennessee State Library and Archives

Oswald Theodore Avery (21 de octubre de 1877 – 20 de febrero de 1955) era un anglocanadiense que recaló en Nueva York a los 10 años por exigencias del trabajo de su padre, un pastor baptista. Educado en música y humanidades, nadie esperaba su drástico giro cuando en la universidad se decantó por la medicina. Pronto descubrió que la investigación le complacía más que la práctica clínica.

Hablar de un investigador adelantado a su tiempo se ha convertido en un cliché; pero Avery realmente lo fue. Desde su laboratorio del Instituto Rockefeller de Nueva York, en 1923 descubrió que eran los azúcares de la envoltura del neumococo los que disparaban la respuesta inmunitaria. Por entonces se creía que solo las proteínas podían estimular la producción de anticuerpos, y el trabajo de Avery fue recibido con escepticismo. Con el paso del tiempo, se convertiría en una piedra angular de la inmunología moderna.

Retrato de Oswald T. Avery. Fuente: Tennessee State Library and Archives

El papel del ADN en la herencia genética

Sin embargo, el mayor hallazgo de Avery le llegaría ya en tiempo de descuento, usando términos deportivos. En 1943 el Instituto Rockefeller le concedió la jubilación, pero aún no había culminado el que había sido su empeño durante la década precedente. En 1928 el británico Frederick Griffith había descubierto que un extracto de una cepa virulenta del neumococo era capaz de transformar otra inocua en agresiva. Encontrar aquel “principio transformante” equivalía a desvelar la naturaleza molecular de la herencia genética. Por entonces, la hipótesis reinante atribuía este papel a las proteínas.

En 1944 y con la colaboración de Colin MacLeod y Maclyn McCarty, Avery demostró que aquel principio transformante de Griffith era el ADN: la transformación persistía al tratar los extractos bacterianos con enzimas que rompían las proteínas, mientras que desaparecía al degradar el ADN.

Avery demostró que el principio transformante de Griffith era el ADN. Crédito: Geralt

Ese artículo de investigación, publicado el 1 de febrero de 1944, era la primera demostración científica rigurosa de que el ADN (y no las proteínas) es el transmisor de la información genética. Pese a la magnitud del logro, el nuevo estudio de Avery tampoco recibió un aplauso inmediato. Una vez más, se adelantaba a su tiempo: la inercia que asignaba la herencia genética a las proteínas aún era muy potente, y el propio investigador siempre se abstuvo de extrapolar sus resultados como una propiedad universal de los genes. A comienzos de los años 50, primero Alfred Hershey y Martha Chase, y después James Watson, Francis Crick y sus colaboradores, sellaron el papel del ADN como sede de los genes. Avery vivió para verlo, pero en 1955 un cáncer de hígado le dejó definitivamente sin el reconocimiento de los Nobel.

Curiosamente, Avery llegó a recibir 38 nominaciones para los Nobel de Química y Medicina entre los años 30 y 50, inicialmente por sus descubrimientos en inmunoquímica y más adelante por su identificación del principio transformante, tal como refleja el archivo online de los premios. Pero al parecer, alguien en el Comité Nobel se obstinaba en negar que los genes estuvieran hechos de otra cosa que proteínas.

Un error reconocido con el Nobel

Por su parte, Tiselius tenía quizá otra razón de peso para lamentar que Avery hubiera dejado este mundo sin el reconocimiento del Nobel. En 1946, recién ingresado en el Comité Nobel de Química, el bioquímico sueco fue el encargado de pronunciar el discurso que presentaba a los galardonados de aquel año: tres científicos que habían logrado la cristalización de las proteínas.

Avery recibió 38 nominaciones para los Nobel de Química y Medicina. Crédito: fill

Uno de ellos, el estadounidense Wendell Stanley, que recibía el premio por haber identificado y cristalizado el primer virus —el del mosaico del tabaco—, defendía que su estructura proteica era la responsable de la reproducción; dos años después del estudio pionero de Avery, Stanley aún se aferraba a la vieja y errónea idea de que los genes residían en las proteínas.

En su discurso, Tiselius repasó cómo el trabajo de Stanley había demostrado que las proteínas podían reproducirse, elogiando al galardonado por “la demostración del hecho de que un virus puede cristalizarse del mismo modo que muchas proteínas y enzimas, y que en realidad es una proteína”; la cursiva aparecía en el texto original con intención enfática. Así, Tiselius hizo suyo el error de Stanley y, con él, la injusticia de haber privado del reconocimiento a quien había dado con la respuesta correcta; tal vez llevaba clavada una espina que nunca pudo sacarse.

Javier Yanes

@yanes68

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