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22 septiembre 2017

Vida y computación: ¿Forzando un idilio imposible?

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La relación entre vida y computación se puede abordar, como mínimo, de dos maneras. La primera es preguntarse si los seres vivos realizan algún proceso que sea equivalente a ‘computar’ – o, más humildemente, si entenderlo así  nos ayuda a nosotros (los humanos) a comprender mejor el fenómeno de la vida. La segunda, íntimamente relacionada con la primera pero planteada desde un ángulo complementario, es cuestionar si el complejo comportamiento dinámico de los sistemas biológicos puede simularse/realizarse en entornos virtuales, utilizando algoritmos y arquitecturas de puertas lógicas.

Diversos campos de investigación, como la Cibernética, la Vida Artificial, las Ciencias de la Complejidad o la Biología Sintética han jugado -o están jugando- con estas preguntas, apostando por dar una respuesta positiva a las mismas desde hace varias décadas. Sin poner en duda lo fructífero que ha resultado la analogía ni el debate abierto en sus distintas versiones, tanto por la generación de ideas innovadoras como por las numerosas aplicaciones a las que ha dado -y seguirá dando- lugar, existe cada vez más intensamente la defensa de una posición muy escéptica sobre su adecuación a la realidad.

Desde una reflexión en profundidad en torno a la naturaleza de lo vivo, que se proponga incluir una definición de vida concebida en términos universales y una revisión de los intentos más recientes de construcción de ‘células mínimas’ en el laboratorio, existen sólidos argumentos que sustentan dicho escepticismo.

¿Podemos realmente concebir una célula como un complejo circuito computacional en interacción con su entorno?

En primer lugar, podríamos referirnos específicamente a la problemática de la ‘autoproducción’, ya que es de gran relevancia para entender las profundas diferencias que aún encontramos entre los sistemas complejos naturales y los artificiales. En particular, resulta conveniente distinguir entre fenómenos de autoorganización y autoensamblaje molecular, por un lado, y los procesos metabólicos que despliegan los seres vivos, por otro – ya que éstos son los que les confieren su inherente autonomía. El origen de la vida, de hecho, debería encararse estudiando dinámicas autoconstructivas que van más allá de la distribución local y ordenada de componentes materiales pre-existentes (por ejemplo, en una hipotética ‘sopa primitiva’). Se trataría, más bien, de establecer dinámicas de síntesis química que den lugar a nuevos componentes y nuevas relaciones de transformación entre los mismos, todo ello en el seno de compartimentos que definen, desde dentro, las fronteras del sistema — y, al mismo tiempo, su siempre necesaria comunicación e interacción con el entorno.

En segundo lugar, debemos destacar que el meollo del fenómeno biológico, eso que lo hace realmente robusto y duradero a largo plazo (y, por tanto, lo que en último término ha posibilitado que los humanos estemos aquí), no estriba en su capacidad metabólica o autoconstructiva per se, sino en lograr generar metabolismos extremadamente eficientes y sofisticados. Los metabolismos ‘genéticamente instruidos’ (es decir, la vida tal como la conocemos sobre la Tierra. Incluso en el caso de los seres vivos más sencillos, como los procariotas) son increíblemente complejos. Siendo honestos, cuando tratamos de comprenderlos -a pesar de todo el conocimiento y los instrumentos de análisis de los que disponemos- desbordan y superan con creces nuestras aptitudes cognitivas actuales.

Quizás sí comenzamos a entender el porqué de dicha complejidad, lo cual no es poco. John von Neuman ya nos transmitió una intuición clave en este sentido el siglo pasado, antes incluso de que la biología molecular descubriera algunos de los secretos más íntimos de la materia viviente. La arquitectura de un ‘constructor universal’ (un sistema que construya copias de sí mismo una y otra vez, y que no degenere a lo largo de los sucesivos ciclos reproductivos a los que dé lugar) debía incluir, además de un subsistema que se encargase de las tareas constructivas, otro, relativamente desacoplado del anterior que transfiriera a la nueva copia del sistema las ‘instrucciones’ necesarias (“un algoritmo”) para llevar a cabo la construcción.

Así pues, de manera un tanto irónica, se constata -por un lado- que no es suficiente la metáfora computacional para explicar el fenómeno de la vida, pero -por otro- se propone que los sistemas materiales deben sintetizar componentes y mecanismos informacionales para convertirse en biológicos. Entender cómo lo hacen, de forma autónoma y ‘desde abajo’, es uno de los retos fundamentales en la actualidad.

Kepa Ruiz Mirazo

Universidad del País Vasco

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