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02 junio 2014

Tipógrafos que dibujan en las nubes

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En 1469 Nicolas Jenson esculpió en Venecia un nuevo molde de letras denominada Roman. La creación del impresor francés fue el modelo de la letra renacentista: de golpe modulado, eje oblicuo, remates abruptos y apertura amplia. Solo hacía un año que Johannes Gutenberg había muerto y los tipógrafos aunaban al arte de la caligrafía antigua un nuevo modelo artesanal que diseñaba las letras para luego imprimirlas. Empezaba así una expresión estética emparentada con la caligrafía y precursora de la edición moderna. A diferencia de los antiguos copistas, que ideaban la letra y luego la dibujaban en el papel, los impresores renacentistas se fijaban en el objeto intermediario: los tipos. Modelarlos para que las letras fueran claras y bellas sería su obsesión durante muchos siglos. La transición del mundo de los escribas al de los tipógrafos se actualiza en el siglo XXI con intuiciones como las de Steve Jobs y su interés por la caligrafía. Las conexiones con el mundo de la informática, el diseño y las comunicaciones nos susurran.

Aquella frase del prólogo en The Gutenberg Galaxy (1962) viene a cuento: «estamos hoy tan adentrados en la era eléctrica como los isabelinos ingleses lo estaban en la era tipográfica y mecánica» para añadir un tópico evidente: buceamos ya en la era digital. Podemos continuar relacionando ideas con las sugerencias de McLuhan: «Y estamos experimentando las mismas confusiones e indecisiones que ellos padecieron al vivir simultáneamente en dos formas contrapuestas de sociedad y experiencia». Varios de esos desórdenes son comunes a los nuestros: la ambigüedad de autoría medieval y la indeterminación de la wikipedia. O la multitud de textos impresos en el siglo XVI (que no llegaban a los lectores por ausencia de canales de distribución adecuados) tan similares a los textos valiosos e ignorados por la nube. Pero estas comparaciones también auguran un futuro más estable. Si la biología tiene como conceptos fundamentales los de género y especie es porque Aristóteles hizo —en el siglo III a.C.— una tarea similar a la nuestra: ordenar, clasificar y definir. Además de una mente aristotélica hoy necesitamos también la inteligencia del copista que transcribía los dictados, y luego editaba los textos en sus propios pergaminos. La sistematización de la información como proceso de orden señala a una inteligencia particular: el criterio lector. Sobre las consideraciones acerca de las preferencias textuales habría que decir más, pero entre esos niveles clasificatorios, destaca la del editor, entendido como un lector experimentado capaz de elegir, corregir y fijar un texto para su propio consumo y compartirlo con otros lectores.

Siglos atrás la aspiración de todo ser humano, afanado por incluirse en un mundo civilizado, era —casi inconscientemente— aprender a leer. Son recurrentes las imágenes de los analfabetos, agrupados a coro alrededor del lector, escuchando su voz. Hoy la alfabetización es una realidad casi global. A pesar de las profecías apocalípticas sobre la llegada de la televisión y la radio hemos seguido leyendo. Y también a pesar de la invención de internet no dejamos de hacerlo. Nos movemos de la lectura hacia la escritura en un péndulo natural y cíclico, una especie de armonía en que cada movimiento desborda nuestras predicciones y nos introduce en nuevos mecanismos que enriquecen las acciones primeras. Leemos y escribimos de muchas maneras. Sin embargo, como los impresores posteriores a Gutenberg, en cada revolución nos encontramos con fórmulas que aprender y desarrollar.

Nuestros textos viajan por la red, son fijados en códigos binarios, publicados en gestores de correos, páginas web, blogs y almacenados en fichas del flujo de datos que se archivan indefinidamente. Saber si nuestro mensaje será recibido de manera adecuada (no solo escrito con corrección) sino dispuesto como queramos; enriquecido por un formato o letra específica, diseñado a nuestro gusto, nos presenta un panorama extraordinario. El movimiento pendular nos reclama como editores autónomos.

El mundo digital exige habilidades editoriales a todos aquellos que nos comunicamos mediante la red. El fenómeno del homus tipográficus le da la razón otra vez a McLuhan, y define al ser humano que ya no digita con teclas sino que traza líneas con su propio dedo. Las nuevas plumas son nuestros índices o pulgares acariciando las pantallas Gorilla Glass de nuestros dispositivos, o nuestras voces dictando a los mayordomos de los sistemas. Todo el mundo escribe, ya sea enviando correos, discurseando en las redes sociales o enviando mensajes móviles. Como de si un programa renacentista se tratara, los caminos por los que nos llevan los desarrollos tecnológicos de las últimas décadas nos dirigen hacia los procesadores de textos, el manejo de los emoticonos y los emojis, los códigos unicodode, los formatos multimedia y —otra vez— a las fuentes tipográficas.

Como diría José de Acosta vivimos ahora en las regiones del aire. Por allí pasan los impulsos electrónicos de la ciberesfera. Si Nicolás Jenson pensaba en las virutas del hierro cuando paseaba por las calles venecianas, nosotros diseñamos sobre mínimos pixeles que luego se imprimirán en las pantallas retina. Seguro que algún joven lo hace hoy en un café de la Plaza de San Marcos. Ya somos —sin habernos dado cuenta— editores. Ese es, quizás, el programa pedagógico, académico y estético más importante del futuro.

Ángel Pérez

Investigador de la Universidad del Pacífico, Lima

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