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28 septiembre 2015

Socioneurobiología y perspectivas para nuestro futuro colectivo global

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Aunque en los últimos años el estudio del comportamiento humano ha tomado impulso, los aspectos biológicos y evolutivos relacionados siguen sin estudiarse suficientemente. Mientras que algunos conceptos específicos como la selección del grupo de la teoría evolucionista han experimentado una popularidad intermitente desde la publicación de las obras más conocidas de Darwin, lo que E.O. Wilson denominó “sociobiología” ha estado presente entre nosotros durante más de medio siglo.

Las explicaciones genéticas del comportamiento social siempre han sido controvertidas. Las críticas se originan en gran medida porque se parte del supuesto de que tales explicaciones son deterministas y pueden utilizarse para reforzar la discriminación. Pero esa no fue nunca la intención de Wilson, ya que él admitió de inmediato que los instintos conformados por la genética eran, no obstante, muy sensibles a las influencias del entorno.

Recientes investigaciones neurocientíficas han ahondado en los fundamentos neuroquímicos y en las influencias evolutivas que hay detrás de estas emociones. En concreto, las investigaciones sobre la neuroquímica evolutiva han mostrado el valor de orquestar entornos propicios para la cooperación positiva y las consecuencias que tiene no hacerlo.

Estos últimos avances en nuestro entendimiento de la naturaleza humana no se pueden disociar del crecimiento exponencial de la innovación biotecnológica, especialmente en biología sintética. Los avances tecnológicos han abierto nuevas posibilidades de ampliación física y cognitiva. De manera simultánea, nuestra comprensión de la neurociencia, cada vez más profunda, nos ha proporcionado nuevas aplicaciones para las intervenciones tecnológicas y nos ha hecho contemplar la posibilidad de que, a través de la neuroquímica, se podría aprovechar la propia naturaleza humana. Ante estos avances, nos estamos convirtiendo rápidamente en los autores de nuestra propia naturaleza. Es de vital importancia comprender la ruta evolutiva a través de la cual la humanidad ha llegado a su situación actual, reconociendo al mismo tiempo nuestra creciente capacidad de hacer pequeños ajustes en las fuerzas que conforman nuestra humanidad, así como formular políticas que regulen tal manipulación. Esto es especialmente cierto dado que nuestra herencia evolutiva nos proporciona una emotividad potente, pero deja mucho por determinar en manos de las circunstancias contingentes en las que nos vemos inmersos.

Evolución, sociobiología y neurociencia: tal como somos

Las investigaciones en el terreno cognitivo y los estudios culturales comparativos han refutado la noción de moralidad innata. Sin embargo, parece que sí estamos dotados de los que se conoce como “memoria genética” que se compone de intuiciones heredadas como la numerosidad, que es una prueba de las aptitudes numéricas heredadas. No obstante, otras nociones de moralidad se desarrollan en el transcurso de nuestra existencia y dependen en buena medida del conjunto de circunstancias en las que nos encontramos.

Los argumentos de John Locke dieron por finalizado el largo debate filosófico sobre la presencia o ausencia de ideas innatas en seres humanos no instruidos, pero ha sido la investigación neurocientífica contemporánea la que ha influido en el debate de forma más contundente. Debido a que las emociones son inducidas neuroquímicamente, no varían significativamente entre las distintas culturas. Pero lejos de constituir un conjunto de ideas fijas connaturales o nada que se parezca a un sistema moral innato, nuestra emotividad consiste en una serie de mecanismos de respuesta condicionados que están estrechamente relacionados con los instintos en pro de la supervivencia del individuo. He explicado esta configuración como una tabula rasa predispuesta, lo que implica que aun cuando somos principalmente “pizarras en blanco” también estamos mínimamente dotados de unos instintos básicos que nos guían siempre hacia la supervivencia, o hacia aquellos actos que percibimos como garantías de supervivencia.

Esto quiere decir que somos notablemente egoístas en la medida en que siempre tenemos el impulso de conseguir nuestro propio objetivo de supervivencia. Aunque a menudo se ha deducido erróneamente que la cooperación o la tendencia a la sociabilidad desmienten este extremo, el egoísmo no es lo que excluye el comportamiento cooperativo. Prueba de ello está en nuestra evolución: se ha demostrado que las mismas presiones de selección responsables de los instintos de supervivencia individuales también producen cierto grado de comportamiento cooperativo, incluso en niño muy pequeños. Las pruebas muestran que un sentido rudimentario de sociabilidad forma parte del conjunto de instintos evolucionados con los que nacen los seres humanos, lo que lleva a algunos a la conclusión de que, después de todo, hay un sentido moral innato. Otros, sin embargo, advierten debidamente de que estos mismos instintos están sujetos a limitaciones normativas. Tales instintos fomentan un tipo de colaboración con la familia o con miembros de un grupo muy unido que estaría en consonancia con la selección natural, mientras que simultáneamente se promueve la exclusión y la subvaloración de los “desconocidos.” Por tanto, se puede argumentar que las posibilidades de un comportamiento evidentemente moral se producen a una edad anterior a un condicionamiento/aprendizaje social importante, pero sería un error sostener que cualquier cosa que se aproxime a un sentido universal de la dignidad humana está ya incorporada en nuestra naturaleza.

En términos neuroquímicos, la explicación evolutiva de este comportamiento proto-social y sus deficiencias están aún más claras. Emociones como la alegría, el miedo, la indignación y el asco, están neuroquímicamente mediadas. Han evolucionado a lo largo de los últimos 200.000 años, y la mayor parte del tiempo, han tenido un impacto en grupos muy pequeños de seres humanos que necesitan la colaboración localizada para sobrevivir. Tanto nuestros comportamientos positivos como los que son emocionalmente satisfactorios tienen una explicación neuroquímica: corresponden a ciertos procesos y respuestas neuroquímicas dentro de las células del cerebro. Nuestras emociones, aunque resultan cruciales para la supervivencia y el bienestar psicológico, son primitivas en un sentido importante. Si hemos de construir una sociedad inclusiva y equilibrada, nuestras emociones requerirán de una gran reflexibilidad y tendrán que alinearse con las costumbres sociales.

Es importantísimo observar que un orden social sostenible y funcional tiene que ofrecer las condiciones necesarias en las que puedan existir emociones positivas. Como las emociones que sentimos y las reacciones que tenemos son fundamentalmente producto de nuestros entornos, es muy probable que seamos inmorales en contextos de privación, miedo e inseguridad, cuando nuestras primeras emociones y los objetivos inmediatos vuelvan a los instintos de supervivencia preprogramados. La comprensión de estas predisposiciones debería guiar las políticas públicas para garantizar la creación de condiciones adecuadas para que los humanos desarrollen un interés en la cooperación social y evitar al mismo tiempo las condiciones que vuelven a poner en primer plano nuestro instinto de supervivencia.

Las mejoras y nuestro futuro global: en qué nos convertiremos

En cuanto a la importancia de la herencia genética a la hora de determinar gran parte de nuestro comportamiento, la biotecnología y la biología sintética en particular han progresado hasta el punto en que sería posible reescribir o al menos modificar muchos de los determinantes de nuestra naturaleza. La base neuroquímica de nuestras emociones indica que estas pueden manipularse fácilmente, lo que, por supuesto, tiene importantes consecuencias éticas, sociales y políticas. Un ejemplo sencillo y evocador es el desarrollo de un spray de oxitocina, que se está vendiendo comercialmente y cuyo uso se ha sugerido en interrogatorios policiales y militares.

Solo estos hechos piden a gritos la supervisión regulatoria, dado el sórdido historial de los interrogatorios y las diversas tecnologías (como el polígrafo), de las que se ha hecho un uso abusivo que ha provocado grandes perjuicios y pocos efectos positivos. A un nivel más general, la posibilidad de introducir sustancias neuroquímicas sintetizadas en una población o en un grupo de personas es motivo de inquietud; se minaría la capacidad de actuar de los afectados y, por consiguiente, quedaría directamente amenazada su dignidad y el futuro de la humanidad.

Las tecnologías de mejora, que prometen mejorar las capacidades físicas y cognitivas, ocuparán un lugar destacado en el futuro. Favorecerán en especial a aquellos que tengan los recursos necesarios, que podrán aprovecharse de lo que hasta hace poco era imposible. Así, como las personas con recursos limitados no podrían adquirir mejoras biotecnológicas que solo serían asequibles para los ricos, se ampliaría el rango de oportunidades de la sociedad y la brecha de desigualdad no haría más que exacerbarse. Los ejemplos de la tecnología mencionada anteriormente van desde procedimientos sencillos y relativamente básicos, como la cirugía ocular por láser, hasta tecnologías más sofisticadas, como las interfaces cerebro-ordenador.

Un ejemplo farmacológico: la medicina Adderall se utiliza como tratamiento en pacientes diagnosticados con variaciones de trastornos de atención, pero cada vez es más omnipresente en los campus universitarios como potenciador de la concentración, lo que proporciona claras ventajas para los usuarios. Sin embargo, Adderall y sus ventajas no son nada en comparación con los nootrópicos que están actualmente en desarrollo y otras sustancias relacionadas con las mejoras cognitivas que serán inevitables en un futuro cercano.

La preocupación y la necesidad de supervisión va en ambas direcciones: mientras que aquellos sin recursos carecerán de poder, los que sí dispongan de dichos recursos podrían verse también perjudicados por productos peligrosos o insuficientemente regulados. Además, muchos de esos productos pueden ser alienantes de otro modo aún más desconcertante. Pueden alterar las funciones cognitivas o los procesos físicos sin posibilidad de recuperación, cambiar radicalmente el comportamiento o las emociones. El movimiento hacia un mayor uso de las tecnologías de mejora humana puede degenerar rápidamente en alteraciones más profundas, llevándonos a una etapa de transhumanismo. En esa etapa, los humanos habrán perdido los rasgos esenciales que los definen, así como los instintos y las emociones que se han desarrollado en el curso de nuestra evolución. Esta es una posibilidad real, pues nuestra neuroquímica nos programa para hacernos sentir bien. Básicamente estamos impulsados por lo que yo llamo el ‘NeuroP5’, un conjunto de cinco necesidades de gratificación que guían nuestros actos: poder, beneficio, placer, orgullo y permanencia. Es muy probable que las tecnologías que prometen satisfacer o potenciar al máximo estas necesidades ganen terreno, incluso aunque pudieran alienar esas mismas necesidades a largo plazo.

La ampliación del abanico de posibilidades de mejora exige ir acompañada de precaución en su desarrollo, comercialización y regulación. Nuestra herencia evolutiva deja la naturaleza humana considerablemente inacabada, en el sentido de que hay mucho margen para que nuestra brújula moral evolucione y desarrolle conceptos de dignidad humana y cooperación positiva beneficiosa para todas las partes entre los diversos grupos y culturas. Son las circunstancias sociales, políticas y culturales las que determinarán en gran medida cómo definimos nuestra moralidad y la probabilidad de supervivencia de nuestra especie.

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