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16 septiembre 2013

Medios de comunicación: un mercado intrínsecamente perverso

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Si los fabricantes de automóviles en vez de vendérselos a los usuarios los obsequiaran porque las petroleras y los talleres mecánicos les pagasen por cada coche regalado —o vendido muy por debajo de su costo— para que hubiera muchos conductores que compraran gasolina y pagaran reparaciones, ¿serían los coches como los que conocemos?  Evidentemente no. Al no ser el usuario el cliente de los fabricantes, sino un instrumento para vender a quienes fabrican gasolina y reparan automóviles, los coches no se caracterizarían por su poco consumo ni por sus escasas visitas al taller. Sí deberían funcionar razonablemente desde el punto de vista práctico y económico, pues de lo contrario la gente no los utilizaría. Pero los fabricantes no obtendrían el máximo beneficio produciendo los mejores coches económicamente posibles para el usuario, sino unos que –dentro de lo tolerable– consumiesen el máximo de gasolina y se estropeasen lo más posible.

En un mercado así a fabricantes, petroleras y talleres les convendría que la competencia entre los primeros para conseguir usuarios se centrara en aspectos con poca o nula relación con el consumo y fiabilidad mecánica, por ejemplo la estética, comodidad o seguridad. Pero, sobre todo, les vendría muy bien que en la opinión pública existiese la convicción de que es normal e inevitable que los coches consuman mucho y se estropeen frecuentemente.

Parece imposible que en la realidad exista un mercado tan delirante, por no decir perverso, pues falsea las responsabilidades lógicas del intercambio y encubre los intereses en juego, pero sí lo hay: el mercado de los medios de comunicación. Con escasas excepciones, la radio y la televisión son gratis, Internet también suele serlo y la prensa impresa sobre papel es gratuita o se paga por ella un precio que no suele superar el 35% del costo total [1]. Entonces… ¿cómo funciona el mercado de los medios de comunicación periodísticos?, pues de una manera muy parecida a la que hemos considerado delirante y perversa —si existiese— para la automoción.

Si los receptores no pagamos nada, o cantidades que no suelen cubrir ni la mitad del costo, y los medios de comunicación son propiedad de empresas con ánimo de lucro, la conclusión es evidente: los receptores de los mensajes que los medios comunican no pueden ser los clientes de dichos medios. Sin duda juegan un papel fundamental, pero no el de cliente, contrariamente a lo que con frecuencia se dice o insinúa. Surgen entonces tres preguntas: ¿quiénes son entonces los clientes?, ¿cuál es el papel que juegan los receptores? y ¿qué es lo que realmente venden las empresas propietarias de los medios de comunicación a sus clientes (los auténticos)?

Los clientes de los medios de comunicación son esencialmente dos. Por una parte, los anunciantes, en cuyo caso suele haber una relación económica directa, de dominio público y transparente; por otra, los poderes políticos, económicos y sociales interesados en ser apoyados —o al menos no atacados— por los medios, en cuyo caso la relación económica es indirecta, oculta al público y turbia en cuanto a sus características, que rara vez son éticas cuando no bordean la ilegalidad o se sitúan claramente dentro de ella. Los anunciantes compran espacio o tiempo dentro de los medios para que incluyan sus mensajes publicitarios; los poderes compran línea editorial, lo que implica cambios en la información y opinión que da el medio a su audiencia. Muchas veces el pago de la venta de línea editorial se realiza mediante el primer sistema. Es decir, las campañas publicitarias que contratan anunciantes institucionales o empresariales poderosos implican no solo la clara, legítima y ética compra de un espacio publicitario en el cual se inserta su mensaje de una manera que la audiencia lo identifique como tal, sino una serie de manipulaciones informativas a favor del anunciante. Estás manipulaciones pueden ir desde una cierta sensibilidad en el tratamiento de la información hasta la omisión de ésta o, incluso, la mentira pura y dura. Todo dependerá de la ética del anunciante, de la del medio, del poder económico y político de la entidad interesada en influir, de la situación económica del medio, de la actitud de los periodistas de su redacción y de la capacidad crítica de su audiencia. Otras maneras habituales de comprar línea editorial son las subvenciones, los patrocinios y los muy difícilmente detectables negocios paralelos, sin relación directa con el medio pero sí con sus propietarios.

La segunda pregunta era ¿cuál es el papel que juegan los receptores? Si quienes sustentan económicamente los medios son los anunciantes y las entidades y personas que quieren influir sobre la opinión pública, es obvio que la atención y el tiempo de los receptores, así como la capacidad de incidir sobre éstos, son los auténticos productos que los medios venden.

Se llega así a una conclusión que a primera vista resulta asombrosa: como receptor usted no solo está muy lejos de ser el cliente de los medios (prensa en papel o Internet, radio, TV…) mediante los cuales se informa, sino que es su producto, ¡usted es lo que dichos medios le venden a sus clientes! Esta realidad, que resulta palmaria si se hace un análisis estructural, rara vez se dice. En otras palabras: como receptor es usted una oveja del rebaño y no quien se beneficia de la lana. Entiéndase bien, ser la oveja no implica un maltrato permanente y sistemático. Probablemente muchas ovejas están convencidas de que el pastor trabaja para ellas, pues las cuida, las protege de ataques, se preocupa de que se alimenten y no enfermen… Pero el fin último del pastor no es el bienestar de sus ovejas —ellas no son sus clientes— sino un medio para conseguir beneficios, y si cuida de ellas es para conseguirlos. De hecho, cuando le conviene las esquila o las lleva al matadero…

No son, por tanto, unas prestaciones sistemáticamente lamentables lo que recibirán las ovejas —ni los receptores de los medios de comunicación—, puesto que al pastor le conviene tener muchas ovejas y que éstas estén sanas y en buen estado —y a los medios que la mayor cantidad posible de gente los lea, escuche o visione. Pero como ni las ovejas ni las audiencias son los clientes, pastores y editores de medios de comunicación optimizarán sus beneficios sacándoles lo más posible y dándoles lo menos. Por eso, los medios lo que hacen es darle una cantidad (y calidad) imprescindible de informaciones y contenidos que suponen interesantes para usted y suficientes para conseguir su tiempo y atención, pero acompañadas de los contenidos e informaciones que los auténticos clientes del medio quieren que usted reciba y pagan para conseguirlo. Como es lógico, estas últimas ni son necesariamente las que le interesan ni reciben el tratamiento conveniente para que usted esté bien informado. He ahí la causa del aparente misterio de qué los contenidos temáticos de los medios tengan solo una relativa relación con lo que las encuestas dicen sobre los intereses de sus receptores.

Pero la perversión no reside en el intento de dar lo menos posible a cambio de lo más posible –algo común en muchas transacciones–, sino en la corrupción engañosa de la relación vendedor-cliente. El problema no existe si las ovejas son conscientes de los intereses del pastor y deciden libremente formar parte del rebaño (algo que podría no ser insensato en ovejas destinadas a producir lana, pero muy dudoso si son para carne…).

Esta situación inevitablemente vicia la relación entre los medios y su audiencia. Los receptores —bastante ingenuamente— se creen clientes pese a no pagar nada, o muy poco, y esperan ser atendidos como tales. Los medios reafirman a los receptores en su error, exaltando su importancia —algo verdadero, pues son el producto que venden— pero sin hacer jamás mención a que atender lo mejor posible sus intereses no es su fin principal y directo, sino uno de sus costos. Es indiscutible que la ética y seriedad de los periodistas (por supuesto no todos) como de los empresarios (por supuesto tampoco todos) amortigua y suaviza el problema. Pero éste tiene carácter estructural y, salvo en los nada frecuentes casos en que los receptores pagan directamente al medio por la información que reciben y son su única —o por lo menos fundamental— fuente de ingresos, a medio plazo las audiencias tenderán a sentirse defraudadas.

En un sistema informativo y de comunicación así no es de extrañar que crezca la desconfianza hacia los medios, se desplome el prestigio de los periodistas y entren en crisis las empresas editoras. Sobre todo si se rompe el monopolio periodístico de los tres canales clásicos (prensa, radio televisión) y, de la mano de Internet, aparecen nuevas alternativas de información y comunicación pública.

Pero el problema está lejos de ser privativo de los medios clásicos y permanecerá en cualquier soporte, incluido Internet, mientras se mantenga la gratuidad. Solo si el receptor paga la información que recibe tendrá la garantía de ser el cliente del medio de comunicación y, en consecuencia, de ser tratado como tal.

Santiago Graiño Knobel

Codirector del Máster en Periodismo y Comunicación de la Ciencia, la Tecnología y el Medio Ambiente, Universidad Carlos III, Madrid (España)

 


[1] No es sencillo el cálculo de los costos de un diario. Es importante conocer el detalle de los costes variables directos para entender el resto. Los costes variables directos más importantes son preimpresión (maquetación, corrección, imágenes…) impresión, papel y distribución. Esto suele representar alrededor de un 40% sobre el precio de venta al público. A lo anterior hay que añadir la comisión del punto de venta (el quiosquero), que oscila entre el 12,5% y el 15,0 % y el coste de los ejemplares que no se venden (la llamada devolución). Según se trate de un diario de información general, económico o deportivo este factor tiene un mayor o menor impacto. En las actuales condiciones de crisis, el margen bruto en las circunstancias actuales se mueve entre el 15% y el 20%, pero aún hay que añadir todos los costos de la redacción (periodistas, fotógrafos, etc.) de la estructura de gestión y administrativa. Estos costos cambian mucho de un diario a otro, pero es muy raro que, una vez deducidos todos los costos, lo recaudado por el precio de venta supere el 35% de lo que cuesta poner el diario en manos del lector.

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