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05 agosto 2021

Abel, el indigente noruego que dio nombre al ‘Nobel’ de matemáticas

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Si ciencias y letras tienen su Nobel, las matemáticas tienen su Abel. Al contrario de lo que sugiere la leyenda mil veces difundida, el sueco Alfred Nobel no vetó las matemáticas de sus premios a causa de ningún asunto de celos, sino que simplemente las omitió, como hizo con muchas otras disciplinas. Pero los matemáticos cuentan con su galardón equivalente, que de hecho se propuso como respuesta a la omisión de los Nobel y que, por pura coincidencia de apellidos, se parece hasta en el nombre. Aunque en poco más: mientras que el anciano Nobel dejó una cuantiosa fortuna que le permitió instituir sus premios, el homenaje de la Academia Noruega de las Ciencias y las Letras a Niels Henrik Abel, el matemático más prominente de aquel país, recuerda a una mente prodigiosa que murió joven y en la indigencia.

Retrato litografiado de un joven Abel realizado tiempo después de su muerte. Imagen: Wikimedia
Retrato litografiado de un joven Abel realizado tiempo después de su muerte. Imagen: Wikimedia

Quien por entonces hubiese echado un vistazo a uno de los cuadernos con los que Abel (5 de agosto de 1802 – 6 de abril de 1829) recibía sus primeras enseñanzas en casa, manuscritos por su propio padre, tal vez no le habría augurado un gran futuro en matemáticas a quien aprendía con una tabla de sumas en la que se leía: “1 + 0 = 0”. Y ello a pesar de que el padre, un pastor protestante rural, al parecer se tomó un interés notablemente mayor en la educación de Niels y sus cinco hermanos y hermanas que su madre, quien según la propia web del premio Abel era alcohólica, y “más feliz en fiestas y compañía festiva”. 

Mejor matemático de Noruega a los 18 años

Fue la independencia de Noruega en 1814 lo que llevó al padre de Niels a emprender carrera política en Christiania, la actual Oslo, y al niño a pisar por primera vez allí un aula, en la escuela catedralicia. Pero quizás el inmenso talento de Abel para las matemáticas no hubiese fraguado de no ser por una circunstancia tan casual como trágica que le puso bajo la tutoría de un profesor y matemático respetado, Bernt Michael Holmboe; este fue contratado después de que su predecesor fuera despedido por propinar a un niño tal paliza que le causó la muerte.

Holmboe descubrió el matemático brillante que Abel llevaba dentro y fue clave en orientar su carrera, impartiéndole clases particulares y guiando sus lecturas. Pero esto no le abriría al joven alumno un futuro fácil: en aquel tiempo y lugar las enseñanzas clásicas eran las que primaban, y en la Universidad de Christiania no había una carrera de matemáticas. Y si Abel era un prodigio con los números, en cambio el resto de sus calificaciones eran mediocres.

Manuscritos del cuaderno de Abel en la década de 1820. Imagen: WikimediaBBVA-OpenMind-historia-Abel- indigente noruego que dio nombre al Nobel de matematicas 2
Manuscritos del cuaderno de Abel en la década de 1820. Imagen: Wikimedia

Antes de su ingreso en la Universidad en 1821, ya había comenzado a trabajar en la que sería su contribución más conocida, el estudio de las soluciones generales a las ecuaciones de quinto grado. En 250 años nadie había logrado resolver este problema, pero Abel era ya entonces el matemático más cualificado de Noruega; tanto que sus profesores y la propia universidad veían la necesidad de que ampliase sus conocimientos y contactos fuera del país. Sin embargo, la muerte de su padre y su penosa situación económica solo le permitieron viajar a Copenhague a cargo de unos familiares, si bien fue una estancia fructífera: en lo personal, conoció a la que sería su prometida, Christine Kemp. En lo profesional, contactó con Carl Ferdinand Degen, el matemático nórdico más prominente de su tiempo.

El contacto con Degen fue el catalizador de su principal logro. El danés desconfió de que aquel estudiante noruego hubiera hallado la solución general a las ecuaciones de quinto grado, pero no encontró error en sus fórmulas. Y en cambio, a instancias de Degen, fue el propio Abel quien entonces lo encontró. El resultado sería el que hoy se conoce como teorema de Abel-Ruffini, según el cual la solución es que no existe tal solución. Pero cuando Abel publicó su trabajo, los costes que pagó de su bolsillo le obligaron a reducirlo a seis páginas. El resultado de tal esfuerzo de síntesis fue que nadie lo entendía, lo cual privó al joven del reconocimiento que merecía. Por inspiración de Degen, Abel dirigió su trabajo hacia el análisis matemático.

Del éxito profesional a la tragedia personal

Por fin en 1825 Abel pudo emprender su gran viaje europeo, en el que planeaba conocer al gran Carl Friedrich Gauss en Gotinga —quien había despreciado su trabajo al primer vistazo— para después radicarse en París. Pero en lugar de esto se dirigió a Berlín, donde estableció una fructífera simbiosis con August Leopold Crelle: este comenzaba a publicar su revista de matemáticas, que gracias a los trabajos de Abel se alzó como una de las publicaciones más reputadas de su campo. Finalmente el joven matemático alcanzó su meta parisina, pero allí las cosas no fueron como esperaba. Su trabajo, el más productivo de su carrera, fue ignorado. Y en lugar de aplausos, recibió un diagnóstico mortal: tuberculosis.

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El premio Abel, otorgado por la Academia de Ciencias de Noruega, es uno de los mayores reconocimientos del mundo de las matemáticas. Imagen: Royal House of Norway

De regreso en Noruega, desencantado, enfermo y en la miseria, sin una posición estable y sin poder devolver sus préstamos personales ni las deudas de su familia, continuó trabajando, a tal velocidad que a Crelle le costaba mantener el ritmo de publicación de sus trabajos, mientras su salud empeoraba. Un viaje navideño en trineo para visitar a su prometida fue demasiado para su enfermedad; poco después comenzó a toser sangre, y en la primavera de 1829 moría a la edad de 26 años. Abel fue también una víctima de esa cruel ironía que es a veces la maldición de tantos grandes genios: solo dos días después de su muerte, Crelle le enviaba una alegre carta en la que le anunciaba que le había conseguido un puesto de profesor en la Universidad de Berlín. “En lo que concierne a tu futuro, ya puedes estar completamente tranquilo”, escribía Crelle. Al año siguiente, el trabajo de Abel en París, redescubierto por fin, le hizo merecedor del premio póstumo de la Academia francesa. El dinero lo recibió su madre alcohólica.

En 1899, tras la noticia de la institución de los premios Nobel, el matemático noruego Sophus Lie propuso a la corona crear un galardón de matemáticas en honor a Abel, a lo que el entonces rey de Suecia y Noruega accedió. Pero la iniciativa quedó bloqueada por la posterior disolución de la monarquía común, y no fue reavivada hasta 2002, en el bicentenario de Abel. Hoy los matemáticos más prestigiosos quieren ver su nombre asociado al de aquel que invocan los estudiantes cuando aprenden las funciones abelianas o los grupos abelianos; un genio de los números con un destino trágico propio de un poeta romántico.

Javier Yanes

@yanes68

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