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12 marzo 2014

Convirtiendo toxinas en tratamientos

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Vivimos en una sociedad que cada vez depende más de la Ciencia y la Tecnología. Basta citar cualquier artilugio electrónico como los teléfonos inteligentes, o las tabletas, para apoyar esta aseveración. Es además, una revolución global, aun admitiendo que no afecta por igual a todos los países. Estamos viviendo un cambio de paradigma en el que las diferencias entre las personas ya no se limitan sólo a las existentes entre ricos y pobres. Hay algo más, relacionado con la comprensión de conceptos que subyacen al funcionamiento de toda esta tecnología que nos rodea. Sin embargo, o tal vez por ello, el número de analfabetos científicos aumenta. La progresión tecnológica es de tal calibre que es prácticamente imposible mantener el ritmo de comprensión necesario. Lo es para el científico profesional, así que no digamos para el hombre de la calle.

Esta falta de conocimientos se traduce en situaciones paradójicas. Por un lado, el manejo de cualquiera de estos ingenios electrónicos que nos rodean es extremadamente sencillo. Casi al alcance de cualquiera. Incluso un niño; o mejor, precisamente un niño, aprende rápidamente a utilizarlo sin más que dejarse guiar por su intuición. La conexión global entre dispositivos, en tiempo real, está cambiando nuestra percepción de la realidad e, incluso, nuestra manera de recordar las cosas. Pero por otro lado, no se entiende lo que realmente ocurre; prácticamente nadie comprende los conceptos básicos, científicos, que subyacen al funcionamiento de todos estos cacharros. Y me circunscribo al tema de la “tecnología de los dispositivos inteligentes” simplemente porque me parece que es en el campo en el que esta paradoja es más evidente pero, en realidad, se puede extender a cualquier disciplina, incluida aquella que me es más próxima, la Biomedicina. Como bien señalaba el Prof. Iñaki Vázquez en la reciente presentación de la plataforma OpenMind el pasado mes de diciembre de 2013, vamos hacia una sociedad de instrumentos mágicos (no son mágicos, no; pero nos lo parecen…). Y, efectiva y desgraciadamente, también hacia una sociedad que confunde MAGIA y CIENCIA. Aún peor, confunde lo NATURAL con lo BENEFICIOSO y lo ARTIFICIAL con PERJUDICIAL.

Esta confusión es nociva desde cualquier punto de vista. Lo “natural” es la Ley de la Jungla. Si el ser humano ha llegado a dónde ha llegado es precisamente por las cosas “artificiales” que ha desarrollado. No hace falta buscar ejemplos rebuscados. Si hoy podemos comer todos los días es porque en su día desarrollamos artificialmente la agricultura y la ganadería. Antes de ese desarrollo “artificial”, lo “natural” era merodear intentando cazar algo que “llevarse a la boca”; o recolectar frutos y bayas con la esperanza de que no fuesen venenosos. Como resalta Jared Diamond en su emblemática obra “Armas, gérmenes y acero” (Premio Pulitzer en 1998) existen más de 200 especies distintas de almendras naturales y ninguna es comestible…

Hay un gran número de organismos venenosos precisamente porque lo natural es la mencionada Ley de la Jungla. Producen veneno, bien para poder comer o bien para no ser comidos. Se pueden poner infinidad de ejemplos, pero centrémonos en aquéllos cuya movilidad es limitada. Esencialmente, las plantas. No pueden escapar de sus depredadores y, por este motivo, se ven obligadas a producir potentes toxinas para sobrevivir. Piénsese en la cicuta, sin ir más lejos. ¿O quién no ha vivido la desagradable experiencia de tocar inadvertidamente una ortiga? Toxinas que son perfectamente “naturales”, por cierto. Habría que considerar por qué las plantas cultivadas de forma ecológica (es decir, completamente artificial, como toda la agricultura) resisten el ataque de plagas a las que no sobreviven sus equivalentes de la agricultura a gran escala. ¿No será porque producen toxinas? Se trata, por supuesto, de una pregunta con una respuesta compleja, llena de matices, pero es aconsejable replantearla pues normalmente las respuestas que escuchamos son extremadamente simplistas.

Entre las plantas venenosas quiero destacar al ricino. Sí, el del aceite que nos daban nuestras madres a los que ya tenemos una cierta edad. Este arbusto produce una proteína que probablemente sea la toxina más potente que se conoce. Está compuesta por dos “módulos” (dos subunidades, si hablados con propiedad). Uno de ellos reconoce un receptor de la superficie celular a la que se une con gran afinidad, lo que permite su entrada en la célula. Una vez dentro, el otro módulo, que es una enzima, actúa como un auténtico “asesino nato”, matándola a través de la inactivación de sus ribosomas, las nanomáquinas responsables de la producción de las proteínas. Estas características la han convertido en uno de los principales actores de una presunta, y esperemos que improbable, guerra biológica.

En nuestro laboratorio del Departamento de Bioquímica y Biología Molecular I de la Universidad Complutense llevamos más de 20 años estudiando el mecanismo de acción de diversas proteínas tóxicas.

La idea que anima nuestro proyecto es el estudio molecular de su comportamiento. Comprender cómo funcionan nos permitirá, pensamos, utilizarlas en nuestro beneficio. Nos inspira el conocido dicho de que “si no puedes con tu enemigo, únete a él”. La propia revista Science acaba de reconocer esta estrategia como una aproximación plausible para el tratamiento de muchas enfermedades1. Y ya empezamos a conocer lo suficiente de algunas de ellas como para pasar a la acción.

Nuestra línea de investigación más antigua se centra en una familia de proteínas, las ribotoxinas fúngicas, que recuerdan a la ricina porque también son capaces de matar células inactivando los ribosomas, aunque presentan importantes diferencias. En primer lugar, son producidas por hongos microscópicos que, aunque también se trata de organismos inmóviles, no pertenecen al reino de las plantas. La segunda diferencia, más importante, es que sólo poseen una subunidad, que reúne las dos actividades necesarias para su acción tóxica: la entrada en la célula y la inactivación de los ribosomas. La tercera es que no hay un receptor en la superficie de las células que las reconozca de forma específica. Por este motivo, las ribotoxinas son mucho menos peligrosas que la ricina. Un hecho que facilita su utilización con fines terapéuticos.

Nuestro objetivo es utilizar un concepto que, pese a haber sido enunciado hace más de un siglo, no ha perdido actualidad: las balas mágicas de Paul Ehrlich (no lo confundan con el ecólogo Paul R. Ehrlich, recientemente galardonado con el Premio BBVA Fronteras del Conocimiento de Ecología). Siguiendo esta línea de inspiración, actualmente estamos trabajando en el diseño, producción y caracterización de proteínas quiméricas (artificiales, por tanto) que combinan la especificidad de un anticuerpo con la letalidad de una toxina. Mediante técnicas sencillas de ingeniería genética hemos fusionado el ADN de una ribotoxina con el correspondiente a las regiones de un anticuerpo que reconoce una molécula característica que sólo aparece en la superficie de ciertas células cancerosas. De esta forma, ya hemos conseguido moléculas que no existen en la Naturaleza pero reconocen y matan sólo las células de ciertos cánceres de colon e impiden el crecimiento de estos tumores en ratones inmunodeprimidos2,3.

Evidentemente, queda todavía mucho por hacer hasta conseguir una molécula realmente curativa pero parece que, no sólo nosotros sino también muchos otros grupos de investigación, nos vamos moviendo, aunque sea lentamente, en la dirección correcta.

Álvaro Martínez del Pozo

Referencias:

(1) K. Kupferschmidt (2013) From toxins to treatments. Science 342, 1162-1164.

(2) J. Tomé-Amat et al. (2012) Production and characterization of scFvA33T1, an immunoRNase targeting colon cancer cells. FEBS J. 279, 3022-3032.

(3) N. Carreras-Sangrà et al. (2012) Production and characterization of a colon cancer-specific immunotoxin based on the fungal ribotoxin α-sarcin. Protein Eng. Des. Sel. 25, 425-435.

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