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01 julio 2015

Wallace y Darwin: un pacto por la evolución

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El aniversario de la teoría de la evolución suele celebrarse el 24 de noviembre, día en el que Darwin publicó su libro El origen de las especies” (1859). Sin embargo, esta visión de la historia obvia una fecha aún más importante para entender cómo se gestó la teoría de la evolución. El 1 de julio de 1858, en la Sociedad Linneana de Londres se presentó un resumen de una teoría de la selección natural; sus autores eran Charles Darwin y Alfred Russel Wallace, y con ella explicaban la evolución de las especies. Ese día nacieron la biología y el evolucionismo modernos

Retrato de Charles Darwin (alrededor de 1859). Crédito: Maull and Fox

La evolución no fue una ocurrencia genial y solitaria de Darwin. La idea llevaba casi un siglo flotando en el ambiente científico. Linneo, Lamark, Erasmus Darwin (abuelo de Charles) y otros grandes científicos habían teorizado acerca de lo que por entonces se llamaba transmutación de las especies. Pero la sociedad victoriana rechazaba esa y otras ideas revolucionarias, que sugerían explicaciones no teológicas para la disposición de los continentes, la naturaleza del intelecto humano o los orígenes mismos de la vida.

A la conclusión de su célebre viaje en el Beagle, en octubre de 1836, el joven Charles Darwin (12 de febrero 1809-19 de abril 1882) fue acogido por esa élite científica victoriana. Por aquel entonces ya tenía bastante clara su teoría de la evolución, y sabía las ampollas que levantaría. Ese temor fue una de las claves que retrasó la publicación de la teoría. Tuvieron que pasar más de 20 años hasta que en junio de 1858, un Darwin ya en la madurez recibió una carta de Alfred Russel Wallace (8 de enero 1823-7 de noviembre 1913). Aquel joven, que estaba en medio de una expedición naturalista en el archipiélago malayo, había llegado de manera independiente a la misma conclusión: la selección natural como mecanismo que determina la adaptación y especiación de los seres vivos, al margen de la influencia divina. Un Wallace, humilde y casi ingenuo escribió a Darwin entonces para que le diera su opinión y, si lo veía pertinente, enviara el resumen de sus ideas al eminente geólogo Charles Lyell.

Darwin, hasta entonces reticente a publicar su teoría, se decidió a hacerlo. Así, él y su círculo de científicos allegados organizaron un documento conjunto para ser leído en la siguiente reunión de la Sociedad Linneana, aunque ninguno de los dos pudo asistir. Wallace estaba todavía en Malasia y Darwin estaba de luto, por la muerte de su hijo de 19 meses de edad tan solo tres días antes.

Retrato de Alfred Russel Wallace (alrededor de 1863). Crédito: National Portrait Gallery

Aquél día marca un antes y un después en la historia de la biología. Pero el artículo conjunto de Darwin y Wallace no causó una sensación inmediata. El propio Wallace se enteró de ello mucho después, cuando “El origen de las especies” ya había sido publicado y se había desatado el esperado escándalo. Pero lejos de considerar que el más famoso y veterano naturalista se había apropiado de su idea, Wallace fue uno de los grandes defensores de las ideas de Darwin. Tanto es así que en los años 1930, cuando resurgieron las ideas de la evolución con la fuerza que hoy poseen, “Darwinismo” (1889) escrito por el propio Wallace era la versión más reciente y completa escrita sobre el evolucionismo y el título de referencia.

Las circunstancias de la época y la idiosincrasia personal de cada uno hicieron que Darwin pasara a la historia por la puerta grande y que, en cambio, el nombre de Alfred Russel Wallace no figure en los libros de primaria, ni en placas en calles, parques y plazas. No, por lo menos, hasta el día de hoy.

Es archiconocido cómo Charles Darwin intuyó la idea de la selección natural tras examinar las diferentes especies de pinzones de las islas Galápagos, recogidos en una escala del viaje del Beagle. Reivindicamos aquí a Wallace, contando cómo llegó por su cuenta a la misma idea:

Con la excusa de la recolección de especímenes para los coleccionistas de Inglaterra, Wallace pasó 8 años en lo que sería uno de los mayores viajes de descubrimiento del siglo XIX. Primero dio cuenta de las extrañas subespecies de origen asiático de las islas más occidentales del archipiélago malayo; luego, de su ausencia en las islas orientales, donde sin embargo aparecen extrañas especies de origen australiano. Intuyó así dos familias de animales pertenecientes a dos continentes bien diferenciados separados por fosas marinas (la llamada línea de Wallace) que, de hecho estuvieron en su día unidos a lo que ahora son cientos de islas aisladas. Intuyó también que este aislamiento había diferenciado a las especies. Y además, ante la inmensa cantidad de estas catalogadas, observó una continuidad entre todas ellas, un parentesco. Dedujo así no solo una teoría de la evolución, sino los mecanismos y efectos que la rigen y, lo que es más, la enmarcó dentro de una nueva manera de entender la geografía: Wallace es el padre de la biogeografía. Y eso nadie se lo disputa.

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