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19 febrero 2020

La mujer que llegó al corazón del átomo

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Tuvieron que pasar justo 60 años desde que Marie Curie ganó el Nobel de Física en 1903 para que una mujer volviera a recibir el galardón. Fue la alemana Maria Goeppert-Mayer, quien formuló un modelo de capas que por fin permitía entender cómo funciona el núcleo de los átomos. Su dominio de las matemáticas que gobiernan la mecánica cuántica le llevó a esa hazaña, que supuso un impulso decisivo para la física nuclear y de partículas. Goeppert brilló en un campo tradicionalmente reservado a los hombres —hasta 2018 ese premio no volvió a reconocer a otra mujer— y a ella el reconocimiento le llegó tras una larga carrera científica “de prestado”: pasó muchos años sin cobrar ni por sus investigaciones ni por su labor de profesora universitaria.

Ese largo camino, lleno de obstáculos, empezó cuando el padre de Maria se convirtió en catedrático de pediatría de la prestigiosa Universidad de Gotinga (Alemania), entonces un referente mundial en el estudio de la matemática y la física. Así floreció la vocación de Maria Goeppert-Mayer (28 junio 1906–20 febrero 1972), que en 1924 superaba el examen de acceso y era admitida como estudiante de matemáticas. Pero aquella fascinación inicial pronto chocó con la que le despertó la física cuántica, entonces en plena ebullición, tras asistir a un seminario impartido por Max Born. Finalmente, Maria se decidió a estudiar Física. Sin embargo, nunca renunció a su primera pasión y, de hecho, su sólida formación matemática fue una formidable aliada a lo largo de su trayectoria, permitiéndole alcanzar explicaciones teóricas de procesos que no podrían ser comprobados experimentalmente hasta muchos años después.

Maria Goeppert-Mayer acompañada por el rey Gustav Adolf de Suecia a un banquete de gala después de la ceremonia del Premio Nobel. Crédito: Institución Smithsonian

De voluntaria al Proyecto Manhattan

Tras completar sus estudios, se licenció con una innovadora tesis en la que justificaba teóricamente el proceso de doble fotón (la absorción simultánea de dos fotones por un átomo); algo que solo pudo confirmarse experimentalmente tres décadas después. Ese mismo año, en 1930, se casó con Joseph Mayer, un estudiante de química estadounidense y emigró a Baltimore (EEUU), donde su marido había sido contratado por la Universidad Johns Hopkins. Aquel traslado marcó el inicio de una paradójica trayectoria profesional. Mientras sus más reputados colegas valoraban el talento de Maria y ansiaban contar con su colaboración, durante años ninguna institución académica le ofreció un puesto de trabajo retribuido. Acompañó a su marido en un periplo por diferentes universidades estadounidense y trabajó como voluntaria en sus departamentos de física, para poder seguir investigando.

Entre traslado y traslado, en la Universidad de Columbia pudo trabajar con Enrico Fermi, con quien estableció una relación que resultó decisiva en su carrera. Fue el genial físico italiano quien le propuso que profundizase en estudio de la estructura interna de los átomos. En 1941 recibió su primera oferta de trabajo como profesora de ciencias, en el Sarah Lawrence College; y, al año siguiente, comenzó a trabajar como investigadora con el objetivo de obtener uranio-235, como parte del programa atómico estadounidense. Su participación en el Proyecto Manhattan le llevó también a realizar una estancia en 1945 en Los Alamos, donde colaboró con Edward Teller en las investigaciones para desarrollar la bomba de hidrógeno.

Un vals de neutrones y protones

En 1946 los Mayer se trasladaron de nuevo, esta vez a la Universidad de Chicago, donde Joseph obtuvo el puesto de catedrático en el nuevo Instituto de Estudios Nucleares. Poco después, y a instancias de Fermi, Maria fue reclutada como física sénior del flamante Argonne National Laboratory. Allí comenzó a estudiar el origen y formación de los átomos de los distintos elementos químicos, en función de la composición de su núcleo. Esa era entonces una de las cuestiones candentes de la ciencia, y llamaba mucho la atención que hubiera unos “números mágicos” (2, 8, 20, 28, 50, 82 y 126) de nucleones: los átomos que tenían esos números concretos de neutrones y de protones resultaban mucho más estables y abundantes que el resto.  Hasta entonces, en la comunidad científica prevalecía la idea del núcleo atómico como una gota líquida, una mezcla homogénea; sin embargo, Maria Goeppert veía claro que, dentro del núcleo, los protones y los neutrones se distribuían en capas, según su nivel de energía. Esas capas podrían explicar los números mágicos. Pero algo no acababa de encajar: las fuerzas de repulsión entre esos nucleones son tan elevadas que tal estructura ordenada parecía imposible.

Goeppert-Mayer demostró que el núcleo del átomo está formado por capas cerradas en las que parejas de neutrones y protones tienden a acoplarse juntos. Crédito: AG Caesar

Ella y Fermi discutían una y otra vez sobre el tema, hasta que un día él le dio la pista clave: “¿Has encontrado algún indicio de acoplamiento spin-órbita?”. Gracias a su habilidad matemática, Maria Goeppert pudo elaborar inmediatamente una demostración de que así era: el núcleo estaba formado por capas cerradas en las que parejas de neutrones y protones tendían a acoplarse juntos, “como en un vals en el que algunos bailarines giran en un sentido y otros en el contrario”, tal y como a ella le gustaba explicar. 

Aquella idea, y sobre todo su demostración matemática, le valieron el premio Nobel de Física en 1963. Poco antes, en 1960, por fin había alcanzado un puesto acorde a sus méritos como catedrática en la Universidad de San Diego. Allí, el periódico local anunció el premio de Maria Goeppert con un titular propio de un extraño suceso: “Una madre de San Diego gana el premio Nobel”.

Miguel Barral

@migbarral

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