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24 agosto 2018

El comerciante que descubrió la vida microscópica

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La ciencia acababa de nacer como profesión y sin embargo un aficionado se convirtió en una celebridad científica en toda Europa. Fue Anton van Leeuwenhoek, un comerciante holandés que a finales del siglo XVII descubrió la vida microscópica. Sin estudios universitarios, Leeuwenhoek fue el primero en ver animales unicelulares, bacterias, glóbulos rojos y espermatozoides. Y todo con sus microscopios caseros, y una curiosidad insaciable, como únicos instrumentos.

En plena revolución científica, el microscopio era el juguete tecnológico de moda entre la alta sociedad, maravillada por los objetos ampliados que Robert Hooke dibujó en su libro Micrographia. Cuando Leeuwenhoek (24 octubre 1632 – 26 agosto 1723) vio a través de esos aparatos las telas que vendía, descubrió su verdadera afición y se dedicó a fabricar y pulir lentes. Tanto perfeccionó su arte que logró hacerlas de 300 aumentos. Construía microscopios de una sola lente, incrustada en una placa de latón a la que acercaba el ojo como a la mirilla de una puerta. Aquello habría arruinado la vista a cualquiera, pero a Leeuwenhoek le permitía ver mucho más allá que Hooke, que trabajaba con unos microscopios de varias lentes, como los que se usan hoy en día pero todavía muy primitivos.

Retrato de Anton van Leeuwenhoek (1632–1723) por Jan Verkolje. Fuente: Rijksmuseum

Leeuwenhoek se pasaba las noches asomado a esa mirilla que le abría una ventana a un mundo nunca visto. Miraba al microscopio cualquier cosa que llamaba su atención. Recogió un trozo de pan podrido y observó los hongos del moho; se fijó en el sarro de un viejo que nunca se había lavado los dientes, y vio bacterias; pensó en su sangre y descubrió los glóbulos rojos; un día se le ocurrió examinar su propio semen… y fue el primer hombre en ver a un espermatozoide meneando la cola. Algo que fue totalmente sorprendente en una época en que se creía que el semen contenía bebés en miniatura o que las pulgas nacían de granos de arena. Leeuwenhoek dio el primer paso para derribar la teoría de la generación espontánea, pero tuvieron que pasar más de cien años hasta que se fabricaron microscopios superiores a los suyos y otros científicos pudieron continuar su labor.

Un curioso en el club de los sabios

Él enviaba sus resultados por carta a las mayores eminencias científicas de la época, reunidas en la Royal Society de Londres. Aunque Leeuwenhoek no sabía ni latín (entonces la lengua de los científicos) ni inglés, esa correspondencia en holandés vulgar duró 50 años, hasta su muerte. Y es que muy pronto hizo el descubrimiento por el que fue admitido en el selecto club de Newton, Hooke y compañía. Un día de 1676, intrigado por el picor de la pimienta, quiso descubrir el secreto de esa especia que los navegantes traían de Oriente. La preparó en infusión con agua de lluvia, la dejó reposar unos días y, para su sorpresa, vio «miles de criaturas vivientes» moviéndose frenéticamente. Calculó que en una sola gota vivían millones, tantos como personas en Holanda.

Reproducción del microscopio de Leeuwenhoek. Crédito: Jeroen Rouwkema

Leeuwenhoek llamó “animalículos” a esos seres, que hoy conocemos como protozoos y que también fascinaron al rey de Inglaterra. Se corrió la voz por las cortes europeas y el mismísimo zar de Rusia, Pedro el Grande, se desplazó para ver en acción al gran investigador holandés en su ciudad, Delft. Allí también nació el pintor Jan Vermeer (el autor de La chica de la perla) y se cree que Leeuwenhoek posó para él como modelo de su cuadro El geógrafo. Lo que sí es seguro es que ambos, además de ser paisanos y nacidos el mismo año, tenían un gran interés por la óptica y la iluminación: dominar esas dos técnicas fue fundamental en la obra del pintor y también en la del científico.

Francisco Doménech
@fucolin

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