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28 noviembre 2019

Athanasius Kircher, ¿el último renacentista o el primer showman?

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Si viviera hoy, Athanasius Kircher se llevaría un buen correctivo en las redes sociales por haber sugerido la idea de fabricar un órgano con varios gatos encerrados en cajas, ordenados por la escala de sus maullidos, que se escucharían cuando una aguja se clavara en sus colas al pulsar la tecla correspondiente. Pero poco le habrían importado las diatribas, pues lo dejó bien claro por escrito: quienes le elogiaban eran “lectores inteligentes”. Los que le criticaban eran “estúpidos u obtusos”.

Retrato de Athanasius Kircher. Fuente: Wikimedia

Kircher  (2 de mayo de 1602 – 28 de noviembre de 1680) inventó máquinas que vomitaban, estatuas parlantes, relojes operados por girasoles o un Jesús magnético que caminaba sobre las aguas para abrazar a su discípulo Pedro. Y que exhibía todo ello con orgullo en su propio Kircherianum de Roma, como un Phineas Taylor Barnum adelantado a su tiempo. Y como él, debió de tener algo de showman antes de que se inventara este concepto. Pero fue mucho más que eso: se le ha llamado el último renacentista, el último hombre que lo sabía todo, el maestro de las cien artes o el más polímata en la era de los polímatas. Y aunque para su contemporáneo René Descartes era más bien un “charlatán” con una “imaginación aberrante”, a ver cuántos pueden presumir de haber sido descalificados por el mismísimo Descartes.

Kircher fue diferente y arriesgado casi desde la cuna. Fue católico en tierra de protestantes, y a punto estuvo de ser ahorcado por ello. Su ordenación como jesuita y su formación en matemáticas y otras disciplinas, junto con varias vicisitudes, le llevaron a recalar en Roma, donde residió el resto de su vida. Allí impartió clases en el Collegio Romano, hasta que pudo liberarse para atender de lleno sus inabarcables intereses: geología, volcanología, música, magnetismo, tecnología, biología, acústica, óptica, medicina, combinatoria, egiptología, teología, filología, astronomía, sinología…

Águila imperial de dos cabezas y otras máquinas de vomitar exhibidas en el museo de Kircher. Fuente: Universidad de Stanford

Las docenas de obras que escribió no debieron de llenarle su tiempo, porque además intercambió miles de cartas con unos 800 corresponsales y en 30 idiomas diferentes, incluyendo el que él mismo inventó. Sus libros ilustrados se vendían como los actuales coffee table books, y eran tan populares en todo el mundo, desde China hasta América, que le permitían vivir de sus ventas. Se dice que sus volúmenes no faltaban en la biblioteca de todo el que se consideraba un intelectual, y entre su legión de lectores se contaban nombres como Locke, Huygens, Espinoza o Leibniz; y por supuesto, Descartes.

Aciertos y patinazos

En su legado quedan algunos aciertos: ayudó a Bernini en el diseño de la fuente de la Piazza Navona de Roma. Fue el primero en emplear un microscopio para estudiar la sangre de enfermos de peste, donde encontró diminutos “gusanos”; aunque probablemente lo que vio fueron las propias células de la sangre, atinó al suponer que el causante de la enfermedad era un organismo microscópico y que ciertas medidas de higiene y aislamiento podían prevenir el contagio. Estudió los fósiles, y le fascinaban los volcanes: en una ocasión se hizo descolgar al cráter del Vesuvio cuando se creía que una erupción era inminente. Dibujó correctamente en un mapa el llamado anillo de fuego del Pacífico. Sus estudios sobre Egipto, que algunos consideran la primera piedra de la egiptología, establecieron correctamente la lengua copta como el último eslabón del egipcio antiguo.

La traducción de los jeroglíficos de Kircher resultó ser un disparate. Fuente: Wikimedia

Pero en este último campo dio también uno de sus más sonoros patinazos: su pretendida traducción de los jeroglíficos resultó ser un absoluto disparate. Tanto como su teoría de que las mareas estaban causadas por un océano subterráneo, o la de que el magnetismo era la causa de los movimientos de los planetas y del amor entre las personas, o su hallazgo de la ubicación de la Atlántida, o sus planos del Arca de Noé, o su idea de que un armadillo era un híbrido entre un erizo y una tortuga, o que del camello y el leopardo se obtenía una jirafa —lo cual, de hecho, reducía el número de especies que tuvieron que acomodarse en el Arca—, o la de que las cordilleras eran el esqueleto de la Tierra desenterrado por la erosión, o su creencia en unicornios, grifos y dragones. Al menos, a su favor hay que decir que negó expresamente la existencia de tortugas aladas y gatos voladores.

Javier Yanes

@yanes68

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