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06 agosto 2018

Fleming y los difíciles comienzos de la penicilina: mito y realidad

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El relato del descubrimiento de la penicilina en 1928 por el escocés Alexander Fleming en el hospital St. Mary’s de Londres es uno de los más divulgados de la historia de la ciencia. La trama es novelesca: Fleming olvida una placa de cultivo bacteriano donde por casualidad crece un hongo, regresa de sus vacaciones estivales en Suffolk y ¡eureka!, se topa con el hallazgo científico del siglo. El episodio es también el ejemplo más citado de serendipia o descubrimiento accidental.

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La historia de Alexander Fleming (6 de agosto de 1881 – 11 de marzo de 1955) y la penicilina se ha contado una y mil veces, hasta tal extremo que en 1985 el especialista en enfermedades infecciosas Harold Neu se preguntaba en la revista JAMA: “¿realmente necesitamos otro libro más sobre Alexander Fleming?”. Sin embargo, el libro al que Neu hacía referencia daba un giro a la visión clásica, ya que en Alexander Fleming: The Man and the Myth (Hogarth Press, 1984), el hematólogo Robert Gwyn Macfarlane ofrecía una versión revisionista que en buena medida rebajaba el mérito de Fleming.

Alexander Fleming en su laboratorio de St Mary’s, en Londres. Fuente: Imperial War Museums

Lo cierto es que los detalles no pueden suprimirse sin ofrecer una visión deformada de la realidad. Frente a los relatos que arrancan con Fleming y su famosa placa, los detalles se remontan a mucho antes de septiembre de 1928: diversas fuentes citan el uso de mohos desde la antigüedad para curar heridas. La primera observación científica de que las bacterias no crecían en presencia del hongo Penicillium se atribuye al fisiólogo británico John Scott Burdon-Sanderson en 1870, casi 60 años antes del hallazgo de Fleming. En décadas posteriores, científicos como Joseph Lister, John Tyndall, Louis Pasteur y otros en Italia, Francia y Bélgica, constataron y estudiaron este mismo fenómeno.

Un premio a la tenacidad

Así pues, Fleming no fue el primero que descubrió las propiedades antibacterianas del hongo Penicillium. Y aunque puede alegarse que ninguna de aquellas observaciones pioneras fundó una línea de investigación continuada y fructífera, en el fondo, lo mismo puede decirse de los estudios de Fleming, que produjo “jugo de moho” de escasa utilidad a causa de la inestabilidad de la penicilina. Cuando publicó su trabajo en 1929 mencionó “su posible uso en el tratamiento de infecciones bacterianas”, pero sobre todo destacó que era “ciertamente útil” como herramienta meramente técnica, para separar en cultivo las bacterias resistentes de las sensibles a la penicilina.

Muestra del moho Penicillium presentada por Alexander Fleming a Douglas Macleod en 1935. Crédito: Science Museum London.

Pese a todo, no sería justo limitar el trabajo de Fleming a una carambola afortunada; más bien fue un premio del azar a la tenacidad. Como bacteriólogo, llevaba décadas buscando sustancias antibacterianas que superaran los problemas de los antisépticos disponibles. En sus trabajos previos había identificado la lisozima, una enzima presente en la secreción nasal de un paciente acatarrado que parecía inhibir el crecimiento de las bacterias. “Incluso sin la penicilina, Fleming habría sido más que una nota al pie en la historia de la microbiología médica”, afirma a OpenMind Kevin Brown, conservador del Museo Laboratorio Alexander Fleming en St. Mary’s. “Bajo todo ello subyacía un sólido conocimiento del pensamiento y el método científico”.

Pero la falta de éxito con la penicilina le llevó a perder el interés. Su trabajo pasó inadvertido y durante diez años nadie supo de su hallazgo, que acabó arrinconado por su propio descubridor. En la revisión del libro de Macfarlane publicada en 1984 en Medical History, Norman Heatley se preguntaba si Fleming fue un gran científico. “En opinión de este crítico, la respuesta debe ser no”, escribía. La importancia del juicio estriba en quién era su autor: Heatley fue miembro del grupo del hospital Radcliffe Infirmary de Oxford que acabó purificando la penicilina para convertirla en el medicamento que salvaría millones de vidas.

“Fleming era buen científico”, valora para OpenMind María Jesús Santesmases, historiadora de la ciencia del Centro de Ciencias Humanas y Sociales del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (España) y autora de diversos trabajos sobre la historia de la penicilina, incluyendo el libro The Circulation of Penicillin in Spain: Health, Wealth and Authority (Palgrave Macmillan, 2018). Santesmases aclara que el papel de Fleming se limitó a “la detección de la actividad de un agente que no pudo aislar”.

Nuevas maneras de hacer ciencia

Fue por casualidad como el grupo de Oxford, capitaneado por Howard Florey y Ernst Boris Chain, conoció el trabajo publicado un decenio antes por Fleming. Ahí terminaron las casualidades y comenzó el verdadero proceso científico. Como escribía en 2007 en The Lancet el historiador de la medicina Bill Bynum, “el descubrimiento fue vieja ciencia, pero el fármaco en sí requería nuevas maneras de hacer ciencia”.

Howard Florey en su escritorio de la Escuela de Patología Sir William Dunn en Oxford. Fuente: Imperial War Museums

Esa nueva ciencia empleaba nuevos métodos y un trabajo en equipo alejado de la imagen primitiva del científico solitario. “El grupo de Oxford fue esencial, tanto la pericia bioquímica de Chain como toda la sabiduría acumulada de Florey y el trabajo de mucha gente”, señala Santesmases, quien destaca especialmente el trabajo de mujeres como Ethel Florey, Jane Orr-Ewing y Margaret Jennings. Otra mujer, la patóloga Mary Barber, detectó los primeros microbios resistentes. Se cuenta que en 1940, cuando Fleming leyó los primeros trabajos del grupo de Oxford, telefoneó a Florey para concertar una reunión. Cuando Chain supo de la próxima visita de Fleming, comentó: “¡Dios! Pensaba que había muerto”.

Ernst Chain realiza un experimento en su oficina en la Facultad de Teología de la Universidad de Oxford Ford. Fuente: Imperial War Museums

El proceso de purificación y producción de la penicilina fue largo y laborioso. El 12 de febrero de 1941 se administró por primera vez a un paciente, el policía de Oxford Albert Alexander, que había contraído una grave infección en el rostro —al parecer no por el pinchazo de un rosal, como se cuenta, sino por un corte durante un bombardeo alemán. Con la escasa penicilina disponible y su rápida eliminación en la orina, Florey se lamentaba de que era como “tratar de llenar la bañera sin el tapón”. Los investigadores recogían la orina de Alexander y la llevaban en bicicleta al laboratorio para recuperar el fármaco, pero perdieron la carrera contra la infección y Alexander falleció.

Fue la colaboración de los gobiernos de Reino Unido y EEUU la que llevó a la producción masiva de la penicilina como objetivo estratégico durante la Segunda Guerra Mundial. En 1945, Fleming, Chain y Florey recibían el Nobel de Medicina, dejando fuera del reconocimiento al resto del equipo. En la memoria popular, la atractiva historia de la serendipia convertiría a Fleming en el héroe. Pero como apunta Santesmases, “las visiones heroicas ayudan muy poco a comprender la historia de la ciencia, y a la ciencia misma”.

Javier Yanes

@yanes68

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