A pesar de que los expertos llevaban años advirtiendo del riesgo de una gran pandemia, lo cierto es que hace solo unos meses nadie podría haber imaginado el modo en que una crisis como la de la COVID-19 ha sido capaz de cambiar el mundo. En los medios han proliferado las comparaciones con escenarios que hasta ahora eran territorio de la ficción, en los que una pandemia azota el planeta mientras un pequeño grupo de supervivientes lucha por encontrar un refugio seguro; en el Distrito 1 londinense de 28 semanas después incluso podemos encontrar una versión extrema de los actuales confinamientos. Pero en la vida real y ante pandemias como la presente, ¿existen esos refugios seguros?
De hecho, en ocasiones los investigadores se han basado precisamente en esos ejemplos de la ficción para mostrar la dinámica espacial de una pandemia. En 2015 cuatro físicos de la Universidad de Cornell (EEUU) crearon una simulación de la expansión de una epidemia zombi en EEUU, con una herramienta disponible online para que cualquier usuario pudiera fijar los parámetros y comprobar cómo progresaría la infección. Con todas las lógicas diferencias que existen entre este ejemplo ficticio y una epidemia real, el coautor del estudio Chris Myers contaba entonces a este periodista: “Quizá sentando algo del trabajo de base sobre la dinámica y la mecánica estadística de tales invasiones, podamos contribuir a su comprensión”.
El trabajo de los investigadores de Cornell dejaba claro cuáles eran los refugios más seguros en el territorio continental de EEUU: en solo una semana la infección se extendía por el país, pero “incluso después de cuatro meses, áreas remotas de Montana y Nevada permanecen libres de zombis”, escribían los autores en su estudio, publicado en la revista Physical Review E. Al mismo tiempo, el modelo mostraba cómo no solo las principales ciudades, sino especialmente las áreas metropolitanas situadas entre varios grandes núcleos urbanos, eran terreno abonado para la expansión de la epidemia.
Refugios solitarios e islas
Parece evidente que las regiones más despobladas, como ciertas zonas del medio oeste de EEUU, sean lugares de menor riesgo. “El sitio más seguro donde estar es allí donde no haya otros humanos”, resume a OpenMind el epidemiólogo de la Universidad de Michigan (EEUU) Abram Wagner. El problema es que la solución no parece óptima, ya que los humanos no estamos adaptados a una vida en soledad: “Somos animales sociales y necesitamos estar con otros”. Es por ello que la seguridad de esos refugios solitarios puede verse comprometida con el paso del tiempo, como también ocurre a menudo en la ficción. “En el actual brote de COVID-19, algunas áreas menos densamente pobladas aún no han sufrido un castigo tan duro, pero eso no implica que no lo sufran en el futuro”, advierte Wagner. “Por ejemplo, durante el brote de gripe de 1918, áreas rurales de los nativos americanos también fueron fuertemente golpeadas”.
Una posibilidad alternativa son aquellos lugares separados por barreras geográficas, y en especial las islas. Esta es la propuesta de Nick Wilson, epidemiólogo y experto en salud pública de la Universidad de Otago (Nueva Zelanda), director de un estudio publicado en 2019 en la revista Risk Analysis que destacaba la ventaja de los países isleños como refugios contra grandes pandemias. “Parece que nuestra suposición básica de que las islas son mejores para evitar la llegada de pandemias ha sido corroborada por la experiencia de la pandemia de COVID-19”, señala Wilson a OpenMind.
Así, el experto destaca la ausencia de contagios del nuevo coronavirus en islas que han mantenido estrictos controles fronterizos y donde incluso han llegado a suspenderse los vuelos, como Vanuatu, Palau, Samoa Estadounidense o Wallis y Futuna, entre otras; o los casos esporádicos en Nueva Caledonia, sin nuevas infecciones en dos semanas, o Fiji, con una sola persona contagiada en una semana. En estas islas la epidemia tiene visos de ser erradicada.
Sin embargo, islas como las mencionadas son generalmente territorios poco extensos con poblaciones pequeñas. Por el contrario, el trabajo de Wilson hacía hincapié en las grandes naciones insulares, sin fronteras terrestres pero con poblaciones superiores a los 250.000 habitantes. Los resultados indicaban que el país-refugio más seguro era Australia, seguida por Nueva Zelanda e Islandia. También en este caso, la realidad no ha resultado demasiado alejada de la predicción, según Wilson: “Las jurisdicciones de islas más grandes han tenido más casos, pero también están en el camino de eliminar el virus dentro de sus fronteras”. Para el experto, islas como Taiwán han sabido establecer controles fronterizos eficaces y aplicar rigurosas medidas de cuarentena, “una lección clave para futuras pandemias”.
Hacer las ciudades más seguras
Pese a todo lo anterior, la realidad es que la inmensa mayoría de los seres humanos no viven en islas desconectadas de los continentes, ni probablemente tienen la opción de retirarse a una de ellas antes de que estalle una epidemia; mucho menos a uno de esos paraísos tropicales donde la COVID-19 aún no ha atacado. Sin embargo, esto no implica que todo esté perdido: en la web del diario canadiense The Globe and Mail el columnista Doug Saunders destacaba que donde existen los recursos, la infraestructura y la organización para sofocar una gran epidemia no es tanto en las regiones remotas, sino en las grandes ciudades, “nuestra mayor esperanza para sobrevivir”.
Así, quizá de lo que se trate sea de convertir nuestras ciudades en lugares más seguros contra la expansión de las enfermedades infecciosas, manteniendo un cierto distanciamiento y evitando la concentración de multitudes, diseñando espacios que puedan adaptarse a la respuesta contra epidemias, filtrando el aire en los edificios o disponiendo elementos que mejoren la higiene pública, como estaciones de lavado de manos. Epidemiólogos como Wagner confían en que la pandemia de COVID-19 “impulse políticas para aumentar la red social de seguridad”.
Pero también existen medidas de mejora para que nuestros entornos habituales sean en el futuro más seguros, y que están en nuestra mano, nunca mejor dicho: “Espero que haya menos apretones de manos, algo que ya deberíamos haber abandonado dada la propensión de la gente, en particular hombres, a no lavarse las manos después de ir al baño”, dice Wagner. Quedarnos en casa siempre que nos encontremos enfermos, o que en adelante se facilite el teletrabajo siempre que sea posible, son otros cambios que el epidemiólogo considera beneficiosos para convertir nuestras sociedades en refugios más seguros contra pandemias. En definitiva, no se trata de colgarnos la mochila al hombro y buscar el camino hacia la ficticia e inexistente Arcadia de Resident Evil con un fusil en las manos, sino, como concluye Wilson, de “tener planes contra pandemias que sean lo suficientemente flexibles para enfrentarnos a nuevos patógenos”.
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