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04 diciembre 2019

Los últimos viajeros lunares, tres humanos y cinco ratones

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Cuando Eric Benton era niño, su padre llevó un día a casa una nueva mascota, un diminuto ratoncillo en una jaula. “Era una pequeña criatura adorable”, recuerda Benton para OpenMind. De aquel animalito, un ratón de bolsas de la especie Perognathus longimembris, Benton recuerda algo especialmente llamativo, y es que jamás bebía agua; “recibía toda el agua que necesitaba de las semillas que le dábamos”, dice. Y precisamente este rasgo, junto con la resistencia de esta especie al estrés, fue una de las ventajas que llevaron a unos compañeros de aquella mascota a resultar elegidos para una misión insólita: viajar a la Luna.

Aquello ocurrió en 1972. Hoy Eric Benton es físico especializado en radiación en un laboratorio de la Universidad Estatal de Oklahoma que lleva el nombre de su padre, Eugene V. Benton. Por aquel entonces era investigador de la Universidad de San Francisco, y uno de los responsables del experimento que llevó a cinco ratones a la Luna en la misión Apolo 17 para estudiar los efectos de la radiación cósmica en el organismo. Uno de los roedores candidatos, que finalmente no logró ganarse las alas, fue el que terminó sus días cómodamente en el hogar de los Benton.

Eugene A. Cernan, Ronald E. Evans y Harrison H. Schmitt viajaron a la Luna con cinco ratones. Crédito: NASA

Del 7 al 19 de diciembre de 1972 tuvo lugar la misión que ponía fin al programa lunar Apolo, y hasta ahora la última excursión del ser humano a nuestro satélite. Fue la primera y única vez que un científico pisó la Luna, el geólogo Harrison Schmitt. Él y sus compañeros, Eugene Cernan y Ronald Evans, trajeron de vuelta 111 kilos de rocas lunares. Pero ni la geología fue la única ciencia presente en aquella misión, ni los tres humanos eran los únicos seres vivos a bordo: junto a ellos viajaban los cinco ratones, cuatro machos y una hembra, llamados por los científicos A3326, A3400, A3305, A3356 y A3352, pero que los astronautas rebautizaron como Fe, Fi, Fo, Fum y Phooey, en alusión a un fragmento del cuento Jack y las habichuelas mágicas.

Los medidores de radiación

Los posibles daños de la radiación cósmica sobre el organismo han sido una preocupación desde el comienzo de los viajes espaciales tripulados. “Cuando consideras la complejidad de una célula viva, y haces pasar una partícula de alta energía a través de ella, hay muchos daños que esa partícula puede provocar”, resume Benton. “Por entonces, los investigadores tenían solo una idea rudimentaria de la complejidad del problema”. De hecho, durante el programa Apolo, los científicos aún se enfrentaban con la dificultad de comprender ciertos fenómenos relacionados con esta exposición, como los flashes de luz que los astronautas veían en la oscuridad de la cabina y que en realidad se producían por el efecto de la radiación dentro de sus propios ojos.

Fue así como nació la idea del Experimento Biológico de Rayos Cósmicos, o Biocore. Según Benton, “el experimento Biocore fue uno de los primeros experimentos de radiación que utilizó organismos vivos en lugar de células, semillas, etcétera, y era bastante ambicioso para su época”. El padre de Benton y sus colaboradores implantaron dosímetros (medidores de radiación) bajo el cuero cabelludo de los cinco ratones, con el objetivo de detectar la trayectoria de las partículas pesadas de los rayos cósmicos en el cerebro de los animales.

Los ratones viajaron al espacio en habitáculos formados por tubos dentro de un contenedor de aluminio. Crédito: NASA

Los ratones viajaron al espacio en habitáculos formados por tubos dentro de un contenedor de aluminio, con suficiente provisión de comida, control de la temperatura y con una reserva de superóxido de potasio que absorbía el CO2 de su respiración y les proporcionaba oxígeno fresco. El contenedor a su vez iba instalado en uno de los compartimentos del módulo de mando del Apolo 17. Uno de los animales murió probablemente al comienzo de la misión, por razones desconocidas pero no relacionadas con la radiación. Los otros cuatro permanecieron vivos girando en torno a la Luna junto a Evans, el piloto del módulo de mando, mientras sus compañeros Cernan y Schmitt descendían a la superficie. Así, los cuatro animalitos compartieron con Evans el récord de los seres vivos que más veces han dado la vuelta a la Luna, con un total de 75 órbitas en 147 horas y 43 minutos.

A su regreso a la Tierra, los ratones fueron examinados por los científicos. “La información fue utilizada por los radiobiólogos para aislar el área del cerebro del ratón donde las partículas de los rayos cósmicos habían interaccionado con el tejido, con el fin de buscar daños”, apunta Benton. Los investigadores encontraron lesiones en el cuero cabelludo y en el hígado de los animales, pero al parecer no estaban relacionadas con la radiación cósmica. Por el contrario, no se encontraron daños significativos en los cerebros de los ratones, ni en las retinas de sus ojos o en otros órganos.

Un paso necesario para la radiobiología

Las conclusiones definitivas del experimento Biocore se publicaron en 1975, pero no fueron demasiado reveladoras: “La ausencia de lesiones demostrables en el cerebro deja sin resolver el grado de vulnerabilidad del tejido cerebral a esta fuente de radiación”, escribían entonces Eugene Benton y sus colaboradores, Webb Haymaker, Bonne Look y Richard Simmonds, del Centro de Investigación Ames de la NASA.

“Era difícil sacar muchas conclusiones de ello”, señala Benton. Sin embargo, el físico añade que Biocore cumplió un valioso objetivo al sugerir a los científicos que, en general, los resultados obtenidos eran similares a los que se observaban utilizando aceleradores de partículas en los laboratorios terrestres, “demostrando que estas investigaciones en tierra eran un buen análogo de los experimentos en el espacio, mucho más difíciles”.

Un ratón de la especie Perognathus longimembris. Crédito: Joanna Gilkeson/USFWS.

“Biocore fue un paso limitado, pero necesario en nuestra creciente comprensión de las complejidades de la radiobiología”, concluye Benton. El investigador afirma que en el medio siglo transcurrido desde que comenzó el programa Apolo se ha avanzado enormemente en este campo gracias al progreso de la biología molecular y al conocimiento de la genética.

Y sin embargo, aún hoy es mucho lo que resta por conocer sobre los efectos de las radiaciones ionizantes en el organismo durante los largos viajes espaciales, un área de estudio que está nuevamente en el foco de atención gracias al programa Artemis de la NASA que pretende reanudar las misiones tripuladas a la Luna en la próxima década. Quizá ahora más que nunca sea el momento de recordar no solo a los investigadores cuyos trabajos pioneros permitirán a los futuros astronautas viajar más seguros, sino también el gran servicio que prestaron a este fin los pequeños Fe, Fi, Fo, Fum y Phooey.

Javier Yanes

@yanes68

 

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