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17 octubre 2018

La ajetreada historia del cambio de hora

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Cada seis meses, un cuarto de la población mundial tiene que adelantar o atrasar su reloj una hora; y con cada cambio, regresa puntual la controversia sobre las ventajas y desventajas de esta medida. La Comisión Europea pretende acabar con la polémica y ha propuesto eliminar el cambio de hora, tras preguntar a sus ciudadanos. Sería el fin de una medida que fue propuesta como ley por primera vez en 1908. Desde entonces, ha sido una fuente constante de tensiones, caos y acalorados debates científicos.

La Comisión Europea ha propuesto eliminar el cambio de hora. Crédito: Mike Licht

La rocambolesca historia del cambio de hora comenzó bastante antes. Fue una mañana del verano de 1784 en París, donde Benjamin Franklin estaba destinado como embajador de EEUU. Allí cayó en la cuenta de que el sol salía bastante más temprano que en invierno; y pensó que los parisinos debían madrugar más durante el estío y acostarse antes, para gastar menos aceite de las lámparas. Incluso llegó a calcular que la ciudad de París ahorraría así cada año el equivalente a unos 170 millones de euros de ahora. En una carta anónima al periódico Le Journal, Franklin propuso en tono satírico establecer un impuesto a las contraventanas o levantar a los perezosos a cañonazos.

Pero Franklin no inventó el horario de verano. Solo proponía un cambio de hábitos, algo similar a lo que hizo en 1810 el Parlamento español, cuyo reglamento adelantaba las reuniones una hora entre mayo y septiembre (en lugar de cambiar los relojes). Fueron los primeros intentos de adaptarse a un problema del mundo industrializado, que no existía en las sociedades agrarias: la gente se levantaba con el canto de los gallos o el repicar de las campanas al salir el sol. Y ya desde antes de la civilización romana, el tiempo de sol a sol —durase lo que durase— se dividía en 12 horas o partes; de manera que las horas estivales se hacían, con razón, mucho más largas: cerca del solsticio de verano duraban 75 minutos en Roma, mientras en el solsticio de invierno ni siquiera llegaban a los 45 minutos.

Nuevos relojes, nuevos hábitos

Esa manera tan flexible de adaptar las rutinas diarias al sol se terminó cuando se perfeccionaron y popularizaron los relojes mecánicos, en el siglo XVIII. Entonces en cada localidad el reloj de la plaza principal se ajustaba a las doce cada mediodía (el momento más alto del sol sobre el horizonte) y cada uno sincronizaba su propio reloj con el de la plaza. La vida diaria comenzó a organizarse en torno a 24 horas siempre iguales, de 60 minutos. Y resultó que cada día y en cada lugar amanecía a una hora diferente: en París en 1784 el sol salía un poco antes de las 4 a.m. en junio, y cerca de las 8 a.m. en Navidad. Si un parisino comenzaba el año con el buen propósito de levantarse a las 8 de la mañana, al llegar el verano estaba desperdiciando más de cuatro horas de luz solar, como lamentaba Franklin en su satírica carta.

Primera página de la carta anónima de Benjamin Franklin a los editores de Le Journal. Fuente: Wikimedia.

Durante el siglo XIX no se corrigió este desfase. Llegó la revolución industrial y marcó otras prioridades: con la extensión del ferrocarril y el telégrafo, no tenía sentido que cada ciudad se rigiese por su propia hora solar. Surgió la necesidad de coordinarse y unificar horarios, primero para evitar choques de trenes y luego para comunicarse a distancia en tiempo real. Así se implantaron la hora estándar y los husos horarios.

Pasaron las décadas hasta que a principios del siglo XX el constructor inglés William Willet (10 de agosto de 1856 – 4 de marzo de 1915) retomó la idea de Franklin, durante sus veraniegos paseos a caballo al amanecer, mientras sus vecinos aún dormían. Desistiendo de intentar hacerles madrugar más, se le ocurrió adelantar los relojes para que todos pudieran aprovechar mejor la luz solar. Y así, de paso, a él no se le hacía de noche tan pronto durante sus partidos de golf.

En busca de un horario más natural

Willet editó un panfleto, The waste of Daylight (El derroche de luz solar), y logró que su iniciativa llegara en febrero de 1908 al Parlamento británico, donde un joven Winston Churchill la defendió con ardor: «Un bostezo extra en primavera y una cabezadita extra en otoño, es todo lo que pedimos. Tomamos prestada una hora de una noche de abril y la devolvemos cinco meses después con un interés de oro». Pero las grandes empresas y líneas de transporte frenaron la revolucionaria medida. También se opusieron los científicos; orgullosos de haber establecido recientemente un sistema de zonas horarias, usaron la revista Nature como plataforma para frenar una iniciativa que introducía molestas irregularidades en su nuevo orden mundial.

Willet no se rindió y siguió promoviendo la idea hasta que murió en 1915, un año antes de que entrara por primera vez en vigor el horario de verano. Pero mientras los británicos seguían debatiendo, fue su gran enemigo (Alemania) el país pionero en aplicar la propuesta de Willet durante la Primera Guerra Mundial. El domingo 30 de abril de 1916, el káiser Guillermo II aprobó el cambio de hora para reducir el consumo de carbón por la iluminación artificial.

Poster de la campaña por el ahorro de la luz diurna en EEUU. Crédito: United Cigar Stores Company

El Reino Unido reaccionó rápido junto a otros países vecinos, que adelantaron sus relojes durante ese verano y los siguientes. Aunque muchos mantuvieron desde entonces el cambio de hora estacional, otros la instauraban y suprimían aleatoriamente. En los años cincuenta y sesenta el horario de verano perdió popularidad. En EEUU era un completo caos. Hasta 1966 cada ayuntamiento escogía si lo aplicaba y entre qué fechas. La diferencia horaria entre las grandes ciudades oscilaba durante varias semanas al año, causando pérdidas a la industria. También separó a los vecinos de las Ciudades Gemelas (Minneapolis y Saint Paul, que forman un área metropolitana muy cohesionada). Incluso está registrado el caso de una línea de autobús en la que el conductor tenía que cambiar de hora siete veces en menos de 60 kilómetros, los que separan Steubenville (Ohio) de Moundsville (Virginia Occidental).

El fin del caos horario

Empujados por la primera gran crisis del petróleo, Estados Unidos y muchos países europeos adoptaron el cambio de hora de forma ininterrumpida desde 1974. Ya en los años 1980, la Unión Europea unificó las fechas del cambio, para evitar desajustes entre sus países miembros. Desde entonces, adelantamos una hora el reloj el último fin de semana de marzo, y atrasamos esa hora el último fin de semana de octubre.

Países y territorios (en verde) que está previsto sigan el horario de verano durante 2018. Crédito: Timeanddate

De los 194 países que hay en el mundo, 73 han cambiado la hora en 2018. La mayor parte de Asia, África y América no lo hace. En los países cercanos al ecuador, las horas de luz y oscuridad apenas varían a lo largo del año, por lo que no tiene sentido ningún cambio. En los países situados muy al norte o muy al sur, el cambio también carece de razón: la diferencia entre las horas de luz en invierno y en verano es tanta que resulta imposible compensarla. Los países nórdicos aplican el horario de verano para sincronizarse con el resto de la Unión Europea. Pero, por ejemplo, Islandia no lo hace. Portugal ya ha dicho que no piensa acatar la decisión de la Comisión Europea y seguirá cambiando la hora. Parece que hay controversia para rato.

Bibiana García y Francisco Doménech

@dabelbi / @fucolin

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