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06 noviembre 2019

Asesinatos en nombre de la anatomía

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En noviembre de 1827 comenzó una serie de asesinatos en Edimburgo, que mantuvieron a la ciudad en vilo durante casi un año. La resolución del caso reveló una sorprendente conexión con el florecimiento de la ciencia en la capital de Escocia.

A mediados del siglo XVIII florecían en la pequeña ciudad de Edimburgo seiscientas tabernas para apagar la sed de sólo cuarenta mil habitantes. Era una ciudad sucia, maloliente y muy bella: el castillo miraba desde lo alto de un extinto volcán con ese aire ausente y altivo con el que miran los castillos, y 1.706 metros adoquinados (un poco más que una milla) le separaban del Palacio Real de Holyrood. Entre medias, pequeñas calles perpendiculares como las espinas de un pez acogían a ricos y a pobres —sin demasiadas diferencias— en estrechos edificios de unas cuatro o cinco plantas.

Por estas pocas calles caminaron unos sabios que marcarían gran parte del destino del mundo, en una carambola difícilmente repetible. Joseph Black, químico, aislaba por primera vez el dióxido de carbono y se hacía buen amigo de James Watt, cuya modificación del motor de vapor empujaría sin retorno la Revolución Industrial. James Hutton prefería la observación de las formaciones del paisaje que rodeaba la ciudad, que condensó en su Teoría de la Tierra, base de una nueva ciencia: la geología. Colin Maclaurin, matemático y discípulo de Newton ponía su apellido a las famosas series de Maclaurin. Y qué decir de Adam Smith, cuya obra cumbre, La riqueza de las naciones, sostiene el edificio del liberalismo económico. Transcurría el Scottish Enlightenment (la Ilustración escocesa), y Edimburgo renunciaba al apodo de auld reekie —“la vieja pestilente”, como la llamaban cariñosamente sus habitantes— por un título más noble: la “Atenas del norte”.

Edimburgo en invierno. Crédito: This is Edinburgh

Ese florecimiento intelectual se prolongó durante las primeras décadas del siglo XIX y tuvo un extraño efecto secundario: una serie de atroces asesinatos, de los más desconcertantes que se habían visto en todo el Reino Unido. En esas pocas calles que era Edimburgo, concretamente en las que dan forma al barrio de West Port, Margaret Docherty, una mujer de origen irlandés más conocida como Madgy, buscaba a un hijo al que no veía desde hace años. La noche del 31 de octubre del año 1828 era vista por última vez. La “Atenas del norte” llevaba un año con los nervios desquiciados con la desaparición de quince (dieciséis contando a Madgy) de sus ciudadanos.

Los ladrones de cuerpos

Un detective como Sherlock Holmes hubiera podido resolver el caso, aplicando el método deductivo e investigando ese contexto de la Ilustración escocesa. De forma paralela al desarrollo de otras ciencias, Edimburgo se había ido convirtiendo en uno de los principales centros de estudios anatómicos de Europa, junto a Bolonia y Padua; pero su éxito chocaba con un grave problema: la escasez de cadáveres para disección. En aquel momento la legislación escocesa exigía que los cuerpos utilizados para investigación médica procedieran únicamente de criminales ejecutados o víctimas de suicidio. A base de fuerza e ingenio surgió una nueva profesión: la de los ladrones de cuerpos o resurrector men (resurrectores), que profanaban tumbas en busca de cadáveres recién enterrados para venderlos a los profesores de anatomía.

Una representación de la calle principal de Edimburgo en el siglo XVIII. Fuente: Wikimedia

Pero los cementerios aumentaron sus medidas de seguridad: a los resurrectores se les complicó el negocio y a los anatomistas sus investigaciones. ¿Podía haber ido alguno de ellos más allá? Un detective que investigase esa ola de desapariciones de 1828 habría asistido a las disecciones públicas de cadáveres que tenían lugar en los teatros de anatomía, habría seguido la pista de los rumores de que algunos estudiantes afirmaban haber visto allí el cadáver del mendigo James Wilson (el desaparecido número 15, un joven jorobado conocido como Jamie el chiflado), habría interrogado a los profesores de anatomía para certificar el origen de los cuerpos. El caso podría haberse resuelto antes con esa lógica deductiva e incluso podría haberse evitado la muerte de Madgy, la última víctima. Pero nadie hizo esas preguntas.

Los inesperados lazos de estos asesinatos con la ciencia fueron revelados de una manera mucho más prosaica. La noche de su desaparición, Madgy había sido vista en compañía de dos compatriotas, William Burke y William Hare, que regentaban una pensión cerca de Grassmarket. Consiguieron convencerla para que los acompañara a la pensión y allí la emborracharon. La extraña actitud de Burke y Hare despertó las sospechas de una pareja de huéspedes, que al día siguiente descubrieron el cuerpo de Madgy y corrieron a informar a la policía. Cuando llegaron, los agentes no encontraron el cadáver pero sí restos de su ropa ensangrentada. Burke y Hare se derrumbaron en los interrogatorios y su confesión llevó a los agentes a la consulta del famoso anatomista Robert Knox, miembro del Royal College of Surgeons de Edimburgo y conservador de su Museo de Anatomía Comparada. Allí les esperaba lo que quedaba de la pobre Madgy.

Representación de la ejecución de Burke en Lawnmarket. Fuente: Wikimedia

El anatomista negó saber nada de asesinatos y argumentó que dos irlandeses, William Burke y William Hare, se encargaban de suministrarle los cuerpos para sus exitosas clases prácticas de anatomía. En total, ambos vendieron 16 cuerpos a Knox, quien les pagó unas 10 libras por cada uno. La serie de desapariciones de cuerpos comenzó con la muerte de un inquilino enfermo en su pensión, que había dejado sin pagar varias semanas. Para compensar esa pérdida económica, Burke y Hare vendieron el cuerpo a Knox y, una vez abierto ese camino, optaron por acelerar el final de las 16 víctimas, gente pobre y solitaria en su mayoría, a la que primero emborrachaban. La espiral de truculencia, alcohol y descuidos culminó con la muerte de Madgy. A sus asesinos, el destino les deparó una cierta justicia poética.

El destino de Burke, Hare y Knox

Burke fue ahorcado y su cadáver diseccionado públicamente en el teatro de anatomía del Old College de la Facultad de Medicina de la Universidad de Edimburgo. Hubo larguísimas colas de estudiantes, disturbios y hasta la intervención de la policía en un proceso que duró dos horas. Su esqueleto permanece hasta el día de hoy expuesto en el Museo Anatómico de la universidad con un cartel en el que puede leerse: “Irish (Male). The skeleton of William Burke, the notoriuos murderer hanged at Edinburgh, 28th January, 1829. Dissected by Monro, Tertius”.

El esqueleto de Burke conservado en el Museo Anatómico de la Universidad de Edimburgo. Crédito: University of Edinburgh

El destino de Hare fue más confuso. Tras confesar y cargar las culpas sobre Burke, consiguió librarse de la cárcel. Sobre qué hizo después circulan dos versiones: acabó ciego y pobre sobre las duras calles de Londres o regresó a su Irlanda natal. Al doctor Knox le tocó el rechazo público. Aunque fue exonerado de toda culpa, sus clases privadas de anatomía languidecieron, intentó sin éxito abrir una nueva escuela en Glasgow y todas sus solicitudes para varios puestos académicos en la facultad de medicina de la Universidad de Edimburgo fueron rechazadas. En 1842 abandonó la ciudad para dirigirse a Londres y jamás regresó.

Una última consecuencia inesperada de los crímenes de Burke and Hare fue la aprobación en 1832 de la Ley de Anatomía del Reino Unido, que permitió a los anatomistas con licencia el acceso legal a cadáveres no reclamados —los de aquellos que morían en prisiones, hospitales o en las fétidas callejuelas— y a todo aquel que dejaba acordado que su cuerpo fuera donado a la ciencia médica. El caso de Burke y Hare ha inspirado películas, relatos como El ladrón de cadáveres del ilustre escocés Robert Louis Stevenson, y hasta una inquietante canción infantil para saltar a la cuerda:

“Up the close and down the stair,
Up and down with Burke and Hare.
Burke’s the butcher, Hare’s the thief,
Knox the man who buys the beef”

“Han subido la verja y bajado la escalera,
arriba y abajo con Burke y Hare.
Burke es el carnicero, Hare es el ladrón,
y Knox, el hombre que compra la carne.”

 

Eugenia Angulo

@eugenia_angulo

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