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24 septiembre 2021

Ciencia para ‘domar’ volcanes

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Un volcán en erupción es tanto una catástrofe natural como un espectáculo de rara belleza, pero lo primero nos impide disfrutar de lo segundo. No podemos acallar los volcanes, pero hoy la ciencia busca el modo de pronosticar estos fenómenos de manera que puedan prevenirse los daños personales y materiales que ocasionan. Y aunque los avances han sido evidentes desde las inmensas pérdidas humanas que provocaban las erupciones del pasado, cuando no existía ninguna herramienta predictiva, las más recientes como las de Cumbre Vieja en la isla canaria de La Palma, Etna en Sicilia o Fagradalsfjall en Islandia nos recuerdan que aún no contamos con la ciencia necesaria para hacer predicciones detalladas.    

BBVA-OpenMind-Material-La monitorización del volcán de Cumbre Vieja, en La Palma, permitió prever la erupción y desarrollar la evacuación de los afectados con cierta antelación. Imagen: Eduardo Robaina
La monitorización del volcán de Cumbre Vieja, en La Palma, permitió prever la erupción y desarrollar la evacuación de los afectados con cierta antelación. Imagen: Eduardo Robaina

El ejemplo más trágico de lo que suponían las erupciones volcánicas en tiempos pasados ocurrió el 10 y el 11 de abril de 1815, cuando la cumbre del Monte Tambora, un pico de 4.300 metros de altura de la isla indonesia de Sumbawa, estalló con gran violencia. El magma arrasó las poblaciones cercanas, acabando con 60.000 vidas (según una estimación conservadora). Los efectos colaterales se sintieron en todo el planeta. El año siguiente a la catástrofe, 1816, se recordaría como el año sin verano porque la nube de gases emitida por el volcán durante los siguientes meses enteló la atmósfera, provocando un enfriamiento global y arruinando cosechas. Muy lejos del volcán, en Europa, las consecuencias de ese minicambio climático fueron hambruna, violencia y pillaje para hacerse con los silos de los granjeros. Un enorme cráter de 6,5 kilómetros de diámetro y un kilómetro de profundidad atestigua la catástrofe hoy, más de dos siglos después de la erupción del Tambora, la más potente desde que existen registros.

“Posiblemente hoy habríamos evitado esas muertes”, comenta a OpenMind Stephen Self, vulcanólogo de la Universidad de Berkeley. “El volcán estaría monitorizado y eso nos daría semanas o meses para evacuar a la población”. Dos siglos después, la ciencia y la tecnología para predecir cuándo ocurrirá una catástrofe volcánica han evolucionado radicalmente, como lo demuestran los avisos que permitieron alertar a la población de La Palma en zona de riesgo. En 2015 el informe Global Volcanic Hazards and Risk, elaborado por Global Volcano Model y la International Association of Volcanology and Chemistry of the Earth’s Interior, estimaba que estos avances han permitido salvar al menos 50.000 vidas durante el último siglo.

La clave de esta mejora la dan tanto el estudio de la ciencia básica como la innovación tecnológica. En el plano teórico, la modelización de los complejos procesos físicos que suceden en un volcán ha permitido elaborar modelos de predicción estadística en continua evolución. Y en el plano tecnológico, la suma de numerosos medios de telemetría han refinado la predicción, que los expertos comparan con el diagnóstico médico de una enfermedad: “Como en el caso de la salud, no basta con un solo síntoma”, explica Self. “Hace falta recopilar y correlacionar datos de la variación de deformación del suelo, de la actividad sísmica y de las emisiones químicas”.

Caldera del Monte Tambora, formada durante la erupción de 1815 / Créditos: Jialiang Gao

Los satélites han reinventado cómo se obtienen estos datos. Uno de los síntomas principales de que un volcán puede estar en riesgo de erupción es la deformación del terreno provocada por un aumento de la actividad volcánica. La técnica de Interferometría Radar de Apertura Sintética (InSAR, en inglés) ha permitido enormes avances al funcionar en paralelo con el clásico GPS. Un satélite realiza dos fotos consecutivas de la misma zona, separadas por unos pocos días. Luego, mediante interferometría, se superponen ambas para crear una tercera imagen que muestra las desviaciones del terreno al milímetro: “Esto lo tenemos que complementar con los GPS, porque un lapso de varios días no es operativo para una vigilancia constante de un volcán”, explica Carmen López Moreno, directora del Observatorio Geofísico Central del Instituto Geográfico Nacional de España. “Con una red de GPS se puede medir el desplazamiento del terreno en uno o varios puntos concretos. Las dos técnicas son complementarias, porque el InSAR nos da datos de grandes áreas que se pueden correlacionar con esos puntos”.

Esta deformación del terreno tiene que sumarse a otros síntomas para dar la voz de alarma. Uno de ellos es la actividad sísmica, y para detectarla se tiene que emplear una red de sismógrafos de especial precisión para advertir los enjambres, pequeños terremotos (indetectables para los aparatos de medida tradicionales) que se deben al movimiento interno de los fluidos en el volcán, como ha sucedido en el caso de La Palma. Otro factor clave es la emisión de gases, principalmente SO2 y CO2, en cantidades anormales. Los satélites juegan otra vez un papel clave. El MODIS y el OCO-2 de la NASA se encargan de detectar anomalías en este parámetro que puedan indicar posibles erupciones. 

En los últimos años se han explorado nuevas técnicas de predicción de erupciones. El proyecto MU-RAY aplica la radiografía de muones —partículas elementales capaces de penetrar en la Tierra por causa de la radiación cósmica— para obtener imágenes de una resolución inédita del interior del volcán que permitan apreciar cambios en su densidad. Ya se ha empleado esta técnica de forma experimental en el monte Vesubio. Otra vía en exploración es el estudio de los infrasonidos —por debajo del límite audible para el oído humano— que emite un volcán debido a la actividad en su interior.

Imagen del sistema InSAR que muestra la deformación del volcán Longonot (Kenia) entre 2004 y 2006 / Crédito: Envisat

Por otra parte, el estudio de las nuevas erupciones también aporta valiosas pistas en el camino de la predicción. Analizando rocas de la erupción submarina junto a la isla canaria de El Hierro en 2011-2012, un equipo de científicos de Australia, Chile y España ha determinado cómo la monitorización de ciertos volcanes en los llamados hot spots —como los de Canarias o Hawái— puede detectar cuándo el magma alcanza la base de la corteza terrestre, donde tienen lugar procesos que conducen a una erupción. Según la primera autora del estudio, la volcanóloga de la Universidad de Queensland Teresa Ubide, “esta nueva información nos acerca un paso más a mejorar la monitorización de la agitación volcánica, cuya meta es proteger vidas, infraestructuras y cosechas”.

Con todo, y como escribía la geóloga de la Universidad de Búfalo Tracy Gregg, cada volcán tiene su propia personalidad, y por tanto las señales de actividad no definen reglas generales, sino que deben interpretarse en el contexto de las erupciones pasadas de cada volcán. En el caso del Kilauea en Hawái, el volcán mejor monitorizado del planeta, su extensivo seguimiento ha permitido predecir su comportamiento con bastante aproximación. Sin embargo, es tan inmenso el volumen de datos disponibles que hoy los volcanólogos buscan ayudarse de las tecnologías de Inteligencia Artificial para mejorar la predicción.   

A pesar de todo este auge en la investigación y la tecnología, la efectividad en las predicciones tiene mucho margen de mejora. La fase de volcanic unrest (agitación volcánica), que precede a la mayoría de las erupciones, solo culmina en una erupción una de cada dos veces (el 47%) y se extiende durante periodos medios de 500 días, elevándose los síntomas abruptamente horas antes de la erupción. Más grave es que, según el informe Global Volcanic Hazards and Risk, solo el 35% de los observatorios permanentes tienen una capacidad técnica y científica adecuada para monitorizar los volcanes. El informe predice también que el riesgo de que ocurra a lo largo del siglo XXI una erupción de la violencia de Tambora es del 33%.

Para el vulcanólogo Stephen Self, el remedio es claro: “Dinero. El dinero sigue siendo la limitación para que haya países con alto riesgo volcánico que no financien un observatorio. Y esto limita también a la investigación, porque necesitamos observar más erupciones para saber qué factor es el determinante para determinar nuestras predicciones”. El estudio detallado de las próximas erupciones servirá para mejorar la tecnología de predicción y los modelos estadísticos que teorizan la actividad volcánica. Será un paso más en el camino científico para domar volcanes, o al menos aprender a convivir con ellos. Las erupciones seguirán siendo un fenómeno natural salvaje e inevitable, pero conocer y predecir el comportamiento de los volcanes permitirá estar preparados para el siguiente Tambora y seguir salvando vidas.

Ángel Luis Sucasas

Javier Yanes

 

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