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Artículo del libro El próximo paso: la vida exponencial

Viajes interestelares y poshumanos

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La Tierra existe desde hace 45 millones de siglos y transcurrirán aún más antes de que el Sol muera. Pero incluso con esta inmensa perspectiva temporal, el siglo actual es único. Puede que sea el primero en el que los seres humanos establezcan contacto con comunidades en lugares distantes de la Tierra. También en el que quizá creen inteligencias electrónicas que sobrepasen sus propias capacidades generales y logren tener hijos mediante bioingeniería. Este capítulo aborda algunos aspectos de esta transición y propone reflexiones de naturaleza más especulativa sobre la evolución «poshumana» y el futuro del universo.

Los astrónomos como yo nos dedicamos profesionalmente a pensar en enormes magnitudes de espacio y tiempo. Vemos nuestro planeta en un contexto cósmico. Nos preguntamos si hay vida en algún otro lugar del cosmos. Pero lo más importante es que somos conscientes del inmenso futuro que nos espera, un porvenir poshumano en el que nuestros descendientes podrán algún día trascender las limitaciones humanas aquí en la Tierra pero, más probablemente, fuera de ella. Ese es el tema del presente artículo.

BBVA, OpenMind. Viajes interestelares y poshumanos. Rees. Las galaxias Antennae, situadas a alrededor de 62 millones de años luz de la Tierra, deben su nombre a los largos brazos en forma de antenas que se aprecian en los planos generales
Las galaxias Antennae, situadas a alrededor de 62 millones de años luz de la Tierra, deben su nombre a los largos brazos en forma de antenas que se aprecian en los planos generales

Los largos periodos de tiempo del pasado evolutivo son ahora parte del saber común. Pero los horizontes temporales lejanos que se extienden ante nosotros, aunque conocidos por todos los astrónomos, no han calado en nuestra cultura en la misma medida. Nuestro Sol aún no ha alcanzado la mitad de su vida. Se formó hace 4.500 millones de años, pero le quedan otros 6.000 antes de quedarse sin combustible. Entonces estallará, engullirá los planetas interiores y destruirá toda la vida que pudiera quedar en la Tierra. Pero incluso después de la desaparición del Sol, el universo seguirá expandiéndose, tal vez para siempre, destinado a convertirse en un lugar cada vez más frío y desierto.

Las criaturas que presencien la extinción del Sol dentro de 6.000 millones de años no serán humanas, serán tan diferentes de nosotros como nosotros lo somos de los insectos. La evolución poshumana podría prolongarse tanto como la darwiniana de la que somos producto y, lo que es más fascinante, se trasladará hasta mucho más allá de la Tierra, a las estrellas incluso. Esta conclusión es evidente si pensamos que la evolución futura no se dará en la escala temporal de millones de años propia de la selección darwiniana, sino a un ritmo mucho más acelerado, producto de la modificación genética y los avances en inteligencia artificial (y forzado por los drásticos desafíos medioambientales a los que harán frente los humanos que tengan que construir sus hábitats lejos de la Tierra). Es posible que la selección natural se haya ralentizado: los países civilizados han logrado atenuar sus efectos negativos. Pero será sustituida por la evolución «dirigida». Los fármacos que mejoran el rendimiento, la modificación genética o la tecnología de los cíborgs están cambiando la naturaleza humana y no son más que la antesala de cambios mucho más profundos.

Darwin ya señaló que «ninguna especie viva se parecerá a sí misma en un futuro distante». Ahora sabemos que ese «futuro» se prolonga mucho más allá y que las alteraciones de las especies pueden producirse mucho más rápido de lo que pronosticó Darwin. Y sabemos que el cosmos, por el cual puede propagarse la vida, ofrece un hábitat mucho más extenso y variado de lo que jamás se habría imaginado. Sin duda, los humanos no son la rama definitiva de un árbol evolutivo, solo una especie surgida en una fase temprana en la sucesión temporal de especies, con aptitudes concretas para una evolución diversificada, y tal vez de importancia cósmica, como punto de partida de una transición hacia entidades basadas en el silicio (y potencialmente inmortales), que puedan trascender las limitaciones humanas con mayor facilidad.

Un siglo especial

Llevamos casi cincuenta años tomando fotografías de la Tierra desde el espacio. En ellas se ve cómo su frágil biosfera contrasta con el estéril paisaje lunar que pisaron los astronautas. Estas fotos se han vuelto icónicas, sobre todo para los ecologistas. Pero supongamos que unos alienígenas llevaran observando la Tierra desde que existe: ¿qué habrían visto?

Durante casi toda esa inmensidad temporal de 4.500 millones de años, el aspecto de la Tierra habría ido cambiando de forma muy gradual. Los continentes se desplazaron; la capa de hielo creció y menguó; aparecieron, evolucionaron y se extinguieron sucesivas especies. Pero durante una mínima fracción de la historia de la Tierra —una millonésima parte, los últimos pocos miles de años—, las pautas de vegetación se alteraron a mucha mayor velocidad. Esto señaló el comienzo de la agricultura. El ritmo de los cambios se aceleraba a medida que crecían los asentamientos humanos. La «huella» de la humanidad se hizo mayor porque nuestra especie empezó a exigir más recursos, y también por el aumento demográfico.

En un lapso de cincuenta años —poco más de la centésima parte de una millonésima de la edad de la Tierra—, el dióxido de carbono en la atmósfera se ha incrementado de un modo anormalmente rápido. Y ha ocurrido algo más que tampoco tenía precedentes: los vehículos espaciales lanzados desde la superficie del planeta han abandonado por completo la biosfera. Algunos han sido enviados para orbitar alrededor de la Tierra, otros han viajado hasta la Luna y los planetas.

Si supieran de astrofísica, los extraterrestres predecirían, sin miedo a equivocarse, que la biosfera desaparecerá dentro de unos miles de millones de años, cuando el Sol se extinga y muera. ¿Pero podrían haber previsto esta «fiebre» repentina en el ecuador de la vida de la Tierra, estas alteraciones provocadas por los humanos con una duración total inferior a una millonésima parte del tiempo que la Tierra lleva existiendo y que aparentemente se están produciendo a una velocidad vertiginosa?

Si los extraterrestes siguieran observando, ¿qué presenciarían en los próximos cien años? ¿Una convulsión seguida de silencio? ¿Una transición del planeta a la sostenibilidad? Y, lo más importante de todo para el futuro a largo plazo: ¿una misión espacial habrá partido de la Tierra y establecido nuevas comunidades en otros lugares, en Marte y sus lunas, en algún asteroide o flotando libremente en el espacio?

Vivimos una época decisiva. Nuestra Tierra lleva 45 millones de siglos existiendo y le quedan muchos más. Pero este siglo puede ser crucial. Es el primero en la historia de nuestro planeta en el que una especie (la nuestra) tiene el futuro de la Tierra en sus manos gracias al poder que nos dan unas tecnologías que avanzan a velocidad de vértigo. Tenemos derecho a sentirnos especialmente importantes, al ser la primera especie con el poder (y la responsabilidad) de moldear su propio futuro, y tal vez el futuro de la inteligencia en el cosmos.

Tecnologías clave

En lo que queda de siglo, tres nuevas tecnologías serán determinantes: la biotecnología avanzada, la inteligencia artificial (y la posibilidad de mejorar los cíborgs) y la capacidad para explorar el espacio. Todas ellas se desarrollan tan rápido que no podemos predecir con seguridad ni siquiera lo que pasará cuando termine el presente siglo. Debemos estar abiertos a avances transformadores que hoy pueden parecernos ciencia ficción. Después de todo, el smartphone, la web y sus derivados ya están instalados en nuestras vidas, pero habrían parecido cosa de magia hace solo veinte años.

En el campo de la biología, pasaron cincuenta años desde el descubrimiento de la doble hélice por Crick y Watson hasta que se secuenció el genoma humano. Y en solo una década, el coste de cada una de estas secuenciaciones se ha dividido por diez mil. Las nuevas técnicas de edición de genes (por ejemplo, CRISPR), y los llamados experimentos «de incremento de función» (gain of function) que permiten obtener virus más agresivos o transmisibles, ofrecen grandes esperanzas. Pero también plantean nuevos dilemas éticos y grandes temores ante su uso inadecuado, porque los conocimientos necesarios estarán al alcance de muchos (el biohacking ya es una actividad competitiva entre los estudiantes). El físico Freeman Dyson ya anuncia un tiempo en el que los niños serán capaces de diseñar y crear nuevos organismos de manera tan rutinaria como los de su generación cuando se entretenían con juegos de química. Es un panorama de lo más apasionante (sobre todo si algún día queremos «reverdecer» hábitats extraterrestres con plantas), pero que tiene su lado negativo, la amenaza del bioerror o del uso del bioterror. Si «jugar a ser Dios en la mesa de la cocina» (por así decirlo), se convierte en una posibilidad real, hay probabilidades de que nuestra ecología, e incluso nuestra especie, no salgan indemnes.

¿Y qué decir de la segunda tecnología transformadora: la robótica y la inteligencia artificial? Todos estamos familiarizados con las drásticas consecuencias que prevé la ley de Moore ante los continuos avances en el diseño de ordenadores y el procesamiento de datos. Es cierto, los avances en inteligencia artificial han pasado por «falsos amaneceres» seguidos de periodos de desánimo. Ahora, no obstante, viven una fase de euforia debida en parte a los impresionantes avances en el denominado aprendizaje generalizado de las máquinas. DeepMind (una pequeña empresa londinense recientemente adquirida por Google) consiguió una hazaña notable a principios de 2016 cuando su ordenador derrotó al campeón mundial del juego de mesa de origen chino Go.

Claro que hace ya veinte años que Deep Blue de IBM venció a Kaspárov, campeón mundial de ajedrez. Pero Deep Blue había sido programado en detalle por jugadores expertos. En cambio, la máquina jugadora de Go aprendió absorbiendo enormes cantidades de partidas y jugando contra sí misma una y otra vez. Ni siquiera quienes la diseñaron saben cómo toma la máquina sus decisiones.

Los ordenadores usan métodos de «fuerza bruta» y los avances en la potencia de los procesadores son los que han hecho posible el «despegue» generalizado del aprendizaje de las máquinas. Los ordenadores aprenden a identificar perros, gatos y rostros humanos «digiriendo» millones de imágenes, y no de la manera en que aprenden los bebés. Las máquinas aprenden a traducir después de leerse millones de páginas de, por ejemplo, documentos multilingües de la Unión Europea (¡y no se aburren!).

Pero los avances son discontinuos. Los robots siguen siendo más torpes que un niño a la hora de mover las piezas de un ajedrez real. No pueden anudar los cordones de los zapatos ni cortar a alguien las uñas de los pies. En cambio, la tecnología de sensores, el reconocimiento de voz, las búsquedas de información y otras están avanzando con rapidez. De momento no pueden hacerse cargo de un trabajo manual (de hecho, la fontanería y la jardinería estarán entre los trabajos más difíciles de automatizar), pero sí asumir tareas administrativas rutinarias (traspasos de titularidad de propiedades y cosas por el estilo), diagnósticos médicos e incluso operaciones quirúrgicas.

La gran pregunta social y económica es: ¿será esta «segunda era de las máquinas» similar a otras revoluciones tecnológicas anteriores, como el invento del automóvil, por ejemplo, y creará tantos empleos como destruye? ¿Es diferente esta vez? Son cuestiones tan acuciantes que están ya en la agenda política.

Pero sigamos con las conjeturas. Si los robots llegaran a ser menos torpes y limitados, acabarían por observar, interpretar y alterar su entorno tan eficazmente como nosotros. Entonces serían considerados, y con motivo, seres inteligentes, con los que podríamos relacionarnos. Estas máquinas están instaladas ya en el imaginario popular, en películas como Her, Transcendence y Ex Machina. ¿Tenemos obligaciones respecto a ellas? Nos preocupa que nuestros congéneres humanos e incluso los animales no puedan desarrollar su potencial natural. ¿Deberíamos sentirnos culpables, por tanto, si nuestros robots están frustrados, desaprovechados o aburridos?

Aún falta mucho antes de que nos tengamos que enfrentar a estos problemas. Como indicación de la brecha que aún queda por salvar, el ordenador jugador de Go probablemente consumiría varios cientos de kilovatios durante una partida. El cerebro del campeón humano, que, desde luego, puede hacer muchas otras cosas aparte de jugar a un juego, consume unos 30 kilovatios, más o menos lo que una bombilla.

Existen discrepancias acerca de la ruta a seguir para alcanzar un nivel de inteligencia humano. Unos opinan que debemos emular la naturaleza y aplicar ingeniería inversa al cerebro humano. Otros dicen que eso es tan disparatado como tratar de diseñar máquinas voladoras imitando el movimiento de las alas de los pájaros. Y los filósofos debaten si la «consciencia» es o no exclusiva del «hardware orgánico» de los cerebros de humanos, simios y perros, y que, de ser así, los robots, por muy sobrehumanos que parezcan sus intelectos, nunca tendrán conciencia de sí mismos ni vida interior.

Sea como sea, algún día pueden darse escenarios en los que robots autónomos «se rebelen», en los que un «superordenador» ofrezca a su controlador el dominio de la economía internacional o en el que una red desarrolle una mente propia. Si pudiera infiltrarse en internet (y en la pujante internet de las cosas), podría manipular al resto del mundo. Puede tener intereses totalmente ajenos a los deseos humanos o incluso considerarlos una carga.

Algunos gurús de la inteligencia artificial se toman esto muy en serio y creen que es necesario regular este campo ya, al igual que en biotecnología. En cambio, otros consideran prematuros estos temores y les preocupa menos la inteligencia artificial que la estupidez real. Sea como fuere, es muy probable que, antes de que termine este siglo, robots autónomos hayan transformado la sociedad, aunque todavía no exista consenso sobre si serán «sabios tontos» o tendrán ya habilidades sobrehumanas.

En la década de 1960, el matemático británico I. J. Good señaló que si el hombre consiguiera inventar un robot superinteligente (si es suficientemente versátil) no necesitaría inventar nada más. Una vez que las máquinas superaran las capacidades humanas, ellas mismas podrían diseñar y crear una nueva generación de robots aún más inteligentes, así como una serie de constructores robóticos con capacidad de transformar el mundo físicamente.

Tecnoevangelistas como Ray Kurzweil, quien actualmente trabaja en Google, predicen que las máquinas inteligentes «tomarán el relevo» en un plazo de cincuenta años, desencadenando una transformación global: la denominada «singularidad tecnológica». Para que esto suceda, no basta con potentes procesadores; los ordenadores precisarán sensores que les permitan ver y oír como nosotros, y el software adecuado para procesar e interpretar lo que les transmiten dichos sensores. Kurzweil cree que los humanos podrían trascender la biología, fusionándose con ordenadores. Dicho en jerga espiritista, se «pasarían al otro lado».

Pocos dudan de que las máquinas poco a poco irán superando cada vez más nuestras habilidades distintivamente humanas, o que las perfeccionarán mediante la tecnología cíborg. Las discrepancias se centran básicamente en la escala temporal, es decir, en la velocidad de progreso, no en su dirección. Algunos creen que habrá una «eclosión de inteligencia» durante este siglo. Los más cautos opinamos que estas transformaciones pueden demorarse siglos.

Pero varios siglos son un instante comparados con la escala temporal de la selección darwiniana que condujo al nacimiento de la humanidad. Y, lo que es más importante, supone menos de una millonésima parte del tiempo que tenemos por delante. Así pues, creo que se trata de un futuro a largo plazo. Existen límites químicos y metabólicos en cuanto al tamaño y el poder de procesamiento del hardware de nuestro cerebro orgánico. Es posible que los humanos estemos ya cerca de alcanzar nuestros límites. En cambio, los ordenadores electrónicos carecen de dichas limitaciones (y los ordenadores cuánticos quizá aún menos). Para ellos, el potencial de desarrollo podría ser tan asombroso como lo fue la evolución de los humanos a partir de organismos monocelulares. Sea cual sea la definición que demos de «pensamiento», la cantidad e intensidad de la actividad de la que son capaces los cerebros orgánicos de tipo humano quedará completamente eclipsada por la actividad mental de la inteligencia artificial. Es más, la evolución hacia una complejidad cada vez mayor se dará a una escala de tiempo tecnológica, mucho más veloz que la lenta selección darwiniana que ha marcado la evolución en la Tierra hasta ahora.

Esta inteligencia poshumana seguramente se extenderá mucho más allá de la Tierra. Por eso, ahora hablaré de las perspectivas de la tecnología espacial. Este es un terreno en el que, a pesar de los vuelos espaciales humanos, los robots ya son protagonistas.

El futuro de la tecnología espacial

En los dos últimos años hemos visto la nave espacial Rosetta de la ESA (Agencia Espacial Europea) depositar un robot en la superficie de un cometa. Y la sonda New Horizons de la NASA nos ha enviado espectaculares imágenes de Plutón, que está diez mil veces más lejos que la Luna. Estos dos instrumentos fueron diseñados y construidos hace quince años, se necesitaron cinco años para su construcción y diez para que llegaran a sus remotos destinos. Imaginen cómo podríamos mejorar esto hoy en día.

Voy a aventurar la previsión de que, a lo largo de este siglo, flotillas de pequeñas naves robóticas explorarán y cartografiarán la totalidad del sistema solar (planetas, lunas y asteroides). El paso siguiente será la minería y fabricación en el espacio. (Y fabricar en el espacio es hacer un uso eficaz de los materiales extraídos de los asteroides en lugar de traerlos de vuelta a la Tierra.) Todo objeto hecho por el hombre que hay ahora mismo en el espacio ha tenido que ser enviado desde la Tierra. Pero, a medida que avance el siglo, gigantescas fábricas robóticas serán capaces de instalar enormes placas solares y desmesuradas redes informáticas en el espacio. Los sucesores del telescopio Hubble, con enormes y delgadísimos espejos ensamblados en condiciones de gravedad cero, ampliarán aún más nuestra visión de las estrellas, las galaxias y la inmensidad del cosmos.

¿Pero qué papel desempeñarán los humanos? No se puede negar que el robot Curiosity de la NASA, que ahora avanza a trompicones entre los cráteres marcianos, podría detectar descubrimientos sorprendentes que quizá no pasarían desapercibidos para un geólogo humano. Pero las técnicas robóticas avanzan deprisa, lo que permite construir sondas no tripuladas cada vez más sofisticadas, mientras que la diferencia de costes entre misiones tripuladas y no tripuladas sigue siendo inmensa. La necesidad práctica de que los vuelos espaciales sean tripulados disminuye a medida que avanzan la robótica y la miniaturización (yo mismo, como científico y hombre práctico, apenas veo utilidad en enviar personas al espacio), aunque como ser humano soy un entusiasta de las misiones tripuladas. Y tengo edad suficiente para revivir la emoción que me produjeron el programa Apolo y el «pequeño paso» que dio Neil Armstrong en la superficie lunar allá por 1969. Los últimos hombres que pisaron la Luna regresaron en 1972. Desde entonces, centenares de humanos han ido al espacio, pero solo a orbitar alrededor de la Tierra, a unos cientos de kilómetros de la superficie, y muchos de ellos en la costosísima, pero aburrida, Estación Espacial Internacional.

Espero que personas que hoy están vivas lleguen a poner un pie en Marte, como aventura y como un paso más hacia las estrellas. Puede que sean los chinos: China cuenta con recursos, un gobierno dirigista y tal vez la voluntad de embarcarse en un programa tipo Apolo. Y China tendría que intentar ir a Marte, no solo a la Luna, si quiere consolidar su estatus de superpotencia con una «hazaña espacial». Limitarse a continuar lo que Estados Unidos consiguió hace cincuenta años antes no le bastaría para ponerse a su altura.

A menos que las motive el mero prestigio y estén financiadas por superpotencias, las misiones tripuladas más allá de la Luna tendrán que ser empresas de presupuesto reducido, dispuestas a asumir altos riesgos, quizá incluso «viajes solo de ida». Estas misiones tendrán financiación privada, ya que ninguna agencia gubernamental occidental expondría a civiles a semejantes peligros. A pesar de los riesgos, seguro que habría muchos voluntarios, impulsados por los mismos motivos que en su día animaron a los primeros exploradores, a los montañeros, etcétera. Ya existen empresas privadas que ofrecen vuelos orbitales. Aventureros ricos reservan viajes de una semana de duración a la cara oculta de la Luna en los que se alejarán de la Tierra más de lo que nadie haya hecho antes (pero evitando el riesgo que supone alunizar y tener que despegar después). He sabido que se ha vendido un billete para el segundo vuelo, pero ninguno para el primero. Y es posible que Dennis Tito, exastronauta y empresario, que planea enviar gente a Marte y traerla sin posarse en la superficie, no esté tan loco. Supondría pasar 500 estresantes días metidos en una cápsula espacial. La tripulación ideal sería una pareja estable de mediana edad, lo bastante mayor para asumir altas dosis de radiación. Y hay otro proyecto que permitiría apearse en Marte, pero para quedarse, sin viaje de vuelta.

Tal vez debamos aplaudir estas iniciativas privadas en el espacio, puesto que pueden asumir riesgos que un gobierno occidental no podría permitirse en proyectos financiados con dinero público y, por eso, sus costes serían más reducidos que los de la NASA o la ESA. Eso sí, estas iniciativas deben ser anunciadas como aventuras o deportes extremos, evitando la expresión «turismo espacial», que infunde en el público una confianza muy poco realista.

Para 2100, valerosos pioneros del talante de, por ejemplo, Felix Baumgartner, que rompió la barrera del sonido lanzándose en caída libre desde un globo a gran altitud, pueden haber establecido «bases» independientes de la Tierra, en Marte o quizá en algún asteroide. El propio Elon Musk, de cuarenta y cinco años, dice que quiere morir en Marte, pero no de un impacto. El desarrollo de comunidades autosuficientes en lugares muy lejos de la Tierra también aseguraría la supervivencia de formas de vida avanzadas, incluso en el caso de que nuestro planeta sufriera la peor de las catástrofes.

Pero no se prevé una emigración masiva desde la Tierra. No hay ningún lugar en nuestro sistema solar que ofrezca un entorno habitable, comparable siquiera a la Antártida o la cima del Everest. Pensar que el espacio es la solución a los problemas de la Tierra es una fantasía peligrosa. No existe el «planeta B».

BBVA, OPenMind. Viajes interestelares y poshumanos. Rees.El satélite artificial Kepler debe su nombre a Johannes Kepler. Su misión consistió en la búsqueda de planetas extrasolares. Fue lanzado desde Cabo Cañaveral en la madrugada del 6 de marzo de 2009. La misión se dio por concluida cuatro años más tarde, el 15 de agosto de 2013
El satélite artificial Kepler debe su nombre a Johannes Kepler. Su misión consistió en la búsqueda de planetas extrasolares. Fue lanzado desde Cabo Cañaveral en la madrugada del 6 de marzo de 2009. La misión se dio por concluida cuatro años más tarde, el 15 de agosto de 2013
De hecho, el espacio es un entorno inherentemente hostil para los humanos. Por ese motivo, aunque nos interese regular la tecnología genética y cíborg en la Tierra, a los pioneros del espacio en el uso de todas esas técnicas de adaptación a diferentes atmósferas, diferentes gravedades, etcétera, simplemente deberíamos desearles buena suerte. El suyo podría ser el primer paso hacia la diferenciación en una nueva especie: el comienzo de la era poshumana.

La exploración humana quedará restringida a los planetas y lunas de nuestro sistema solar. La razón es que el tiempo de tránsito a otras estrellas usando las tecnologías conocidas excede la esperanza de vida de los humanos, y así va a seguir siendo, aunque se puedan llegar a desarrollar futuristas formas de propulsión, mediante el uso de energía nuclear, aniquilación partícula-antipartícula o presión generada por gigantescos rayos láser. Los viajes interestelares, excepto para sondas no tripuladas, muestras de ADN, etcétera, por tanto, son una empresa para poshumanos. Podrían ser criaturas orgánicas (o cíborgs) que hubieran ganado la batalla a la muerte o perfeccionado las técnicas de hibernación o animación suspendida. Un viaje de miles de años es pan comido si eres un ser semiinmortal y no estás limitado a una vida de duración humana.

Y las máquinas de inteligencia humana podrían prosperar aún más. En efecto, la biosfera de la Tierra, en la que la vida orgánica ha evolucionado simbióticamente, no es esencial para una inteligencia artificial avanzada. De hecho, está lejos de ser idónea: el espacio interplanetario o interestelar, un medio hostil para los humanos, será el terreno óptimo en el que los «cerebros» no biológicos podrían, en un futuro lejano, construir gigantescos complejos excavando en lunas y asteroides. Una vez allí, estos intelectos poshumanos desarrollarán conocimientos tan alejados de nuestra imaginación como lo está la teoría de cuerdas para un ratón.

Estas consideraciones tienen efectos transformadores en nuestra percepción de la importancia cósmica de la Tierra. Aun cuando la vida inteligente fuera privativa de la Tierra, no hay que concluir por ello que se trate de una insignificancia en la inmensidad del cosmos. Eso nos puede parecer hoy, pero en los miles de millones de años que quedan por delante las especies poshumanas o las máquinas creadas por ellas tendrán tiempo de sobra para extenderse por toda la galaxia.

¿Pero somos únicos o ya hay vida inteligente ahí fuera?

¿Existe vida extraterrestre y cómo podemos encontrarla?

Puede haber organismos simples en Marte, o tal vez fósiles congelados de criaturas que vivieron en el planeta en una fase temprana de este. Y, por supuesto, podría haber también vida flotando en los océanos cubiertos de hielo de Europa, el satélite de Júpiter, o en la luna Encélado de Saturno. Pero pocos apostarían por ello y desde luego nadie espera que exista una biosfera compleja en tales lugares. Por eso tenemos que mirar hacia estrellas más lejanas, fuera del alcance de las sondas que ahora mismo somos capaces de construir. Y aquí las perspectivas son mucho más halagüeñas: hemos sabido que hay, dentro de nuestra Vía Láctea, millones, incluso miles de millones de planetas que recuerdan a la Tierra en su juventud.

En los últimos veinte años, sobre todo en los cinco últimos, el cielo nocturno se ha vuelto mucho más interesante y tentador para los exploradores. Los astrónomos han descubierto que muchas estrellas, tal vez incluso la mayoría, están orbitadas por planetas, igual que lo está el Sol. Estos planetas no son detectados directamente, sino que revelan su presencia por los efectos que tienen en su estrella anfitriona y se pueden localizar gracias a mediciones de gran precisión: pequeños movimientos periódicos en la estrella inducidos por la gravedad de un planeta en órbita y atenuaciones leves y recurrentes del brillo de un astro cuando un planeta transita delante de él bloqueando una pequeña fracción de su luz.

El satélite Kepler de la NASA monitorizó el brillo de 150.000 estrellas con suficiente precisión para detectar tránsitos de planetas no mayores que la Tierra. Se sabe que algunas estrellas tienen hasta siete planetas en su órbita, y también que los sistemas planetarios muestran una variedad sorprendente. Es posible que nuestro sistema solar sea cualquier cosa menos típico. En algunos sistemas, planetas tan grandes como Júpiter orbitan tan cerca de sus soles que su «año» dura solo unos días. La cercana estrella Alfa Centauri tiene un planeta del tamaño de la Tierra orbitando tan cerca que su «año» dura cuatro días terrestres. Algunos planetas siguen órbitas excéntricas. Y hay un planeta que tiene cuatro soles en su cielo. Orbita una estrella binaria, que a su vez tiene otra estrella binaria en su órbita: en su cielo hay cuatro «soles». Pero existe un interés especial en encontrar posibles «gemelos» de nuestra Tierra, planetas del mismo tamaño que orbiten estrellas semejantes al Sol, en órbitas con temperaturas en las que el agua ni entre en ebullición ni se congele.

La existencia de estos exoplanetas se ha deducido de manera indirecta, al detectar sus efectos sobre el brillo o el movimiento de las estrellas que orbitan. Sin embargo, nos gustaría ver esos planetas directamente, no solo sus sombras. Y eso es muy difícil. Para hacerse una idea de la dificultad, supongamos que un astrónomo extraterrestre con un potente telescopio estuviera viendo la Tierra a, digamos, 30 años luz, la distancia de una estrella próxima. Nuestro planeta parecería, según la frase de Carl Sagan, un «punto azul pálido», muy próximo a una estrella (nuestro Sol) que es miles de millones de veces más brillante: una luciérnaga junto a una linterna. Pero si los extraterrestres pudieran detectar la Tierra, apreciarían bastantes cosas. La sombra azulada variaría en función de si estuvieran situados frente al océano Pacífico o a la masa terrestre eurasiática. Podrían deducir la duración del «día», las estaciones, si hay océanos, rudimentos de su topografía y su clima. Analizando la débil luz, podrían deducir que la Tierra tiene una biosfera.

Los telescopios con que contamos ahora no nos permiten deducir gran cosa de planetas semejantes a la Tierra, aunque son capaces de determinar la luz de los júpiters que orbitan estrellas cercanas. Pero todo apunta a que en la próxima década el telescopio espacial James Webb, un telescopio espacial con una lente de 6,5 metros de diámetro cuyo lanzamiento está previsto para 2018, nos dará más información. Mejor aún podría ser la próxima generación de telescopios terrestres gigantes. En un plazo de quince años, el telescopio E-ELT (Telescopio Europeo Extremadamente Grande, un nombre muy poco imaginativo), que se está construyendo en la cima de una montaña en Chile con un espejo primario de 39 metros de ancho, podrá llegar a las mismas conclusiones acerca de planetas del tamaño de nuestra Tierra orbitando otras estrellas semejantes al Sol. (Hay en gestación dos telescopios estadounidenses algo más pequeños.)

¿De verdad esperamos encontrar vida extraterrestre en estos planetas extrasolares? Muchos son «habitables», pero esto no significa que estén poblados, ni siquiera por las formas más primitivas de vida, y mucho menos por algo que pudiera considerarse «avanzado» o «inteligente».

No sabemos cómo empezó la vida en nuestro planeta, sigue siendo un misterio qué provocó la transición de una química compleja a las primeras entidades que se reproducían y metabolizaban y podían considerarse seres «vivos». En esta transición podrían haber intervenido una combinación de circunstancias muy inusual. Por otro lado, algo similar podría haber sucedido en muchas de esas otras «Tierras». Sabemos desde tiempo atrás que el origen de la vida es uno de los grandes enigmas de la ciencia. Pero hasta hace poco se había considerado demasiado complejo y no había atraído a demasiados científicos de alto nivel. Sin embargo, eso ha cambiado. Presiento que los bioquímicos nos darán pistas en una década o dos. Entonces sabremos cómo pudo surgir la vida y dónde investigar. También sabremos si hay algo en la base ADN/ARN específico de la vida terrestre, o si podrían existir criaturas extraterrestres con cuerpos y metabolismos de química muy diferente.

Al considerar las posibilidades de encontrar vida en otra parte, dada nuestra actual ignorancia deberíamos tener la mente abierta acerca de lo que pueda surgir y las formas que podría adoptar. Es importante no perder de vista la posibilidad de que haya vida no semejante a la terrestre en lugares que no se parecen a la Tierra. Pero tiene bastante sentido empezar por lo que sabemos (la estrategia de «buscar bajo la farola») y desplegar todas las técnicas disponibles para descubrir si la atmósfera de algún exoplaneta muestra indicios de una biosfera, o de alguna forma de vida.

Aunque la vida simple fuera común, otra cosa es determinar sus posibilidades de evolucionar hacia algo que pudiéramos reconocer como inteligente, si es que las teorías de Darwin son trasladables a la inmensidad del cosmos. Tal vez el cosmos rebose de vida, o bien nuestra Tierra podría ser única entre los miles de millones de planetas que seguramente existen.

Pero, de haber surgido inteligencia en alguno de estos mundos, podría haberlo hecho antes que en la Tierra (si se dio en un planeta orbitando una estrella más antigua que el Sol) o evolucionado más rápidamente que aquí. En consecuencia, la vida en otra parte podría haber desarrollado ya capacidades que superarían con creces las nuestras.

Estas reflexiones han generado un renovado interés por la búsqueda de indicios de extraterrestres. De hecho, un inversor ruso, Yuri Milner, se ha comprometido a donar 100 millones de dólares en los próximos diez años para impulsar estas investigaciones. Creo que las posibilidades de éxito son, en el mejor de los casos, muy limitadas. Aun así, este descubrimiento sería tan importante, no solo para la ciencia sino para nuestra percepción del lugar que ocupamos en el cosmos, que probablemente merece la pena arriesgarse.

Por supuesto que las conjeturas sobre vida avanzada o inteligente tienen menos fundamento que las que especulan con formas de vida más simples. Las predicciones más sólidas que podemos hacer se basan en lo que sucedió en la Tierra y lo que podría desarrollarse en un futuro remoto a partir de la vida terrestre.

Detectar una «señal» que fuera manifiestamente artificial sería un descubrimiento transcendental: nos indicaría que en algún lugar del cosmos hay entidades poseedoras de inteligencia y tecnología. Si llegara a producirse una detección, ¿qué aspecto tendrían quienes la originaron? En la cultura popular, los extraterrestres suelen representarse con apariencia vagamente humanoide, por lo general bípedos, aunque a veces tienen tentáculos o antenas con ojos en los extremos. Tal vez existan estas criaturas. Pero debo aclarar que ese no es el tipo de inteligencia extraterrestre que deberíamos esperar encontrar.

La cambiante perspectiva sobre el futuro de la vida en la Tierra que acabo de describir es pertinente en toda discusión sobre búsqueda de inteligencia artificial (SETI, por sus siglas en inglés) y sugiere que deberíamos esperar algo muy distinto. Los recientes avances en potencia computacional y robótica han suscitado un interés creciente en la posibilidad de que la inteligencia artificial pueda, en las próximas décadas, alcanzar (y superar) la capacidad humana en una gran variedad de tareas intelectuales y físicas. Esto nos llevará a una mejor comprensión de los mecanismos de aprendizaje, el pensamiento y la creatividad, además de propiciar un debate sobre la naturaleza de la consciencia (¿es una propiedad «emergente» o algo más específico?). También ha promovido fascinantes especulaciones éticas y filosóficas sobre qué formas de inteligencia inorgánica podríamos llegar a crear.

Supongamos que hay muchos otros planetas en los que ha surgido vida y que en alguno de ellos se ha producido una evolución darwiniana similar a la de la Tierra. Aun así, es altamente improbable que las fases clave en ambos hayan ido a la par. Si la aparición de inteligencia y tecnología en un planeta va mucho más retrasada que en la Tierra (porque es un planeta más joven, o porque los «cuellos de botella» hacia la vida compleja, desde la célula a los organismos pluricelulares, por ejemplo, han tardado más en solucionarse allí que aquí), entonces ese planeta no puede tener vida extraterrestre inteligente. Pero en otros planetas, la vida podría haber evolucionado más rápido. Es más, un planeta orbitando una estrella más antigua que el Sol podría habérsenos adelantado en miles de millones de años o más.

La historia de la civilización tecnológica humana se mide en siglos, y puede que en solo unos pocos siglos más los humanos hayan sido superados o trascendidos por una inteligencia inorgánica. Y lo más importante es que esta inteligencia inorgánica podría perdurar y evolucionar a lo largo de miles de millones de años. Estas consideraciones nos sugieren que, si llegáramos a detectar vida extraterrestre, tendríamos muy pocas posibilidades de «captar» dicha inteligencia alienígena en el breve lapso de tiempo en el que aún conserve su forma orgánica. Es mucho más probable que nos haya precedido y haya hecho la transición a formas electrónicas (e inorgánicas) hace ya tiempo.

Por tanto, lo más probable es que una señal extraterrestre no nos llegue de una forma de vida orgánica o biológica. Es decir, no de una «civilización» extraterrestre, sino de cerebros electrónicos inmensamente complejos y potentes. En particular, la costumbre de referirnos a «civilizaciones extraterrestres» puede resultar restrictiva. Una «civilización» implica una sociedad de individuos. Por el contrario, los extraterrestres podrían ser una única inteligencia integrada. ¿Qué implica esto para la búsqueda de inteligencia artificial? Pues que seguramente merezca la pena, a pesar de las probabilidades en contra y lo elevado de la apuesta. Tal vez por eso debamos aplaudir el lanzamiento del proyecto Breakthrough Listen, de Yuri Milner, que llevará a cabo la más profunda y extensa búsqueda en la historia de vida tecnológica extraterrestre usando algunos de los telescopios ópticos y radiotelescopios más grandes del mundo. El proyecto implica dedicar al programa entre el 20 % y el 25 % de la actividad de dos de las radioantenas direccionales mayores del mundo: la de Green Bank, Virginia Occidental, en Estados Unidos, y la de Parkes, en Australia.

Esperamos que otros instrumentos, como el radiotelescopio de Arecibo (la enorme antena construida en el suelo de Puerto Rico), se unan a la misión. Estos telescopios se utilizarán para buscar transmisiones de radio no naturales procedentes de estrellas cercanas y lejanas, desde el plano de la Vía Láctea, desde el centro galáctico y desde las galaxias cercanas. Buscarán emisiones en banda estrecha que no puedan proceder de ninguna fuente natural cósmica. Buscarán en una amplia frecuencia, de 100 MHz a 50 GHz, usando avanzados equipos de procesamiento de señales desarrollados por un equipo con sede en la Universidad de California, Berkeley.

Este proyecto se basa en una tradición de búsqueda radioastronómica de inteligencia artificial que data de hace cincuenta años. Aunque podría haber indicios en otros anchos de banda, desde luego. Por ejemplo, los impulsos láser serían un buen medio para comunicarse a distancias interestelares. Y los láseres más potentes ofrecen una técnica avanzada capaz de incrementar la velocidad de las naves espaciales. Y además se verían mejor. Pero en el proyecto Breakthrough Listen se usarán también telescopios ópticos.

Las iniciativas de búsqueda de inteligencia artificial buscan transmisiones electromagnéticas, en cualquier banda, que sean manifiestamente artificiales. Pero, aunque la búsqueda tuviera éxito (y muy pocos de nosotros apostaría por más del 1 % de probabilidades de que esto ocurra), en mi opinión seguiría siendo muy difícil que la «señal» contuviera un mensaje decodificable y dirigido expresamente a nosotros. Lo más probable es que se tratara de un subproducto (o incluso un fallo de funcionamiento) de alguna máquina supercompleja que sobrepase con mucho nuestra comprensión y cuyo origen podría remontarse hasta seres orgánicos extraterrestres. (Estos seres podrían seguir existiendo en sus planetas de origen o podrían haberse extinguido mucho tiempo atrás.)

La única inteligencia cuyos mensajes podríamos decodificar sería la de una (tal vez pequeña) subcategoría que utilizara tecnología compatible con la nuestra. Incluso si las señales fueran intencionadas, podríamos no reconocerlas como artificiales al no saber decodificarlas. Un técnico de radio familiarizado solo con amplitud-modulación podría tener serias dificultades a la hora de decodificar las comunicaciones inalámbricas actuales. De hecho, las técnicas de compresión convierten las señales en algo muy parecido al ruido: en la medida en que una señal es predecible, hay más espacio para la compresión y se ahorra más energía en la transmisión. Así que podemos detectar un mensaje con significado, pero no reconocerlo.

Aunque la inteligencia esté ampliamente repartida por el cosmos, nosotros solo podríamos reconocer una pequeña y atípica fracción de ella. Puede que haya «cerebros» que codifiquen la realidad de modos inconcebibles para nosotros. Otros podrían llevar vidas contemplativas en el fondo de algún océano planetario o flotando libremente en el espacio, sin hacer nada que delate su presencia.

Tal vez la galaxia ya rebosa de vida avanzada y nuestros descendientes se incorporarán a una comunidad galáctica en calidad de «miembros jóvenes». Por otro lado, es posible que nuestra Tierra sea única y las búsquedas no den resultado. Esto desanimaría a los investigadores. Pero tendría su ventaja: los humanos seríamos menos modestos desde el punto de vista cósmico. Nuestro pequeño planeta, este punto azul pálido que flota en el espacio, podría ser el lugar más importante de todo el cosmos. Además estaríamos viviendo un momento único en la historia de la Tierra: nuestra especie tendría trascendencia cósmica por ser precursora en la transición hacia un mundo dominado por las máquinas que se prolongaría en el futuro remoto y se extendería mucho más allá de los confines de la Tierra. Incluso si ahora estamos solos en el universo (lo que desde luego supondría una gran decepción para el programa de búsqueda de inteligencia extraterrestre), no significa que la vida vaya a ser siempre un mero «agente contaminante» en el cosmos. El futuro de nuestro planeta adquiriría una importancia cósmica, y no sería «solo» una fuente de preocupación para los humanos.

Puede que el proyecto Breakthrough Listen no resuelva esta cuestión transcendental, pero nos brinda una pequeña oportunidad de intentarlo, y hay tanto en juego que incluso esa pequeña oportunidad es mucho mejor que nada.

Una motivación para los viajes interestelares

Como ya he subrayado, un viaje interestelar es, inherentemente, de larga duración, y por tanto y en mi opinión, una empresa para poshumanos evolucionados a partir de nuestra especie, no mediante selección natural, sino por diseño. Podrían estar creados a partir de silicio o ser criaturas orgánicas que hubieran ganado la batalla a la muerte o perfeccionado las técnicas de hibernación o animación suspendida. Incluso aquellos que no comparten la idea de la singularidad para mediados de siglo, esperarán un ritmo sostenido, si no acelerado, de innovación en biotecnología, nanotecnología y ciencia informática que lleve a la creación de entidades con intelectos sobrehumanos en unos pocos siglos. Los primeros viajeros a las estrellas no serán humanos, tal vez tampoco orgánicos. Serán criaturas con un ciclo vital ajustado al viaje. Los eones que se tarda en atravesar la galaxia no son disuasorios para seres inmortales.

Antes de abandonar la Tierra, los viajeros deben saber lo que les espera al final del viaje y qué destinos parecen más prometedores. Esta información procederá de estudios en los que se habrán utilizado gigantescos telescopios aún no inventados. Pero sobre todo sabrán si sus lugares de destino están poblados o no, y las sondas robóticas habrán localizado y buscado biosferas o planetas susceptibles de ser «terraformados» y, por tanto, habitables.

Todo esto podría suceder, pero ¿habrá motivación suficiente? ¿Habrá alguien lo bastante intrépido para salir del sistema solar? No podemos predecir qué objetivos inescrutables impulsarán a los poshumanos. Pero la motivación decaerá seguramente si resulta difícil encontrar biosferas. Los primeros exploradores europeos que se aventuraron a cruzar el Pacífico iban mucho más a ciegas que cualquier explorador del futuro (y se enfrentaban a peligros más temibles). No había expediciones precedentes que permitieran hacer mapas, algo de lo que sí dispondrán los aventureros del espacio. Los viajeros espaciales del futuro siempre podrán comunicarse con la Tierra (aunque con cierto desfase temporal). Si las sondas precursoras revelan que, en efecto, hay maravillas por explorar, existirá un motivo convincente, del mismo modo que al capitán Cook lo motivaron la biodiversidad y belleza de las islas del Pacífico. Pero si no hay más que paisaje baldío, las motivaciones serán puramente expansionistas, en busca de recursos y energía. Y eso es mejor dejarlo en manos de robots.

También resultaría demasiado antropocéntrico limitar el interés a planetas semejantes a la Tierra. Los escritores de ciencia ficción tienen otras ideas: criaturas en forma de globo flotando en las densas atmósferas de planetas similares a Júpiter, enjambres de insectos inteligentes, robots a nanoescala, etcétera. Quizá la vida pueda florecer incluso en un planeta perdido en la oscuridad helada del espacio interestelar, cuya principal fuente de calor proceda de su radioactividad interna (el proceso que calienta el núcleo de la Tierra). Y si existe vida extraterrestre avanzada, lo más probable es que no esté en un planeta, sino flotando en el espacio interestelar. De hecho, puede haber rastro de vida en un planeta una vez que su estrella central, su sol, se apague, cuando se agoten sus reservas de hidrógeno y sus capas exteriores se desprendan. Estas consideraciones nos recuerdan lo efímero de los mundos habitados (y el imperativo vital de liberarse en algún momento de sus ataduras).

Quizá un día encontremos extraterrestres. Por otro lado, la búsqueda de inteligencia artificial puede fracasar. Es posible que la compleja biosfera de la Tierra sea algo único. Pero esto no relega la vida a un papel secundario desde el punto de vista cósmico. La evolución no ha hecho más que empezar. Nuestro sistema solar ha alcanzado aproximadamente la mitad de su ciclo y, si la especie humana consigue no autodestruirse, la era poshumana acabará llegando. Entidades inteligentes, descendientes de la vida en la Tierra, podrían desplegarse por toda la galaxia, evolucionando hacia seres tan complejos que ni tan siquiera podemos concebirlos. De ser así, nuestro pequeño planeta, este punto azul pálido flotando en el espacio, podría ser el lugar más importante de toda la galaxia, y los primeros viajeros interestelares que partan de él tendrán una misión cuyas consecuencias resonarán en toda la galaxia e incluso más allá.

«Avance rápido» hacia el fin de los tiempos

En términos cosmológicos (o, más bien, en un esquema temporal darwiniano), un milenio no es más que un instante. Así pues, vamos a darle a la tecla de fast forward y avanzar, no unos siglos, ni siquiera unos milenios, sino millones de veces más que eso, a escala «astronómica». La «ecología» del nacimiento y la muerte de las estrellas en nuestra galaxia se producirá a un ritmo cada vez más lento, hasta dispararse como resultado de la «conmoción ambiental» de una colisión con Andrómeda, tal vez dentro de cuatro mil millones de años. Los restos de nuestra galaxia, Andrómeda y sus compañeras de menor tamaño, que constituirían lo que denominaremos el Grupo Local, se agruparán en una galaxia amorfa.

A medida que se expanda, el universo observable estará más desierto y solitario. Las galaxias lejanas no solo se seguirán alejando, sino que lo harán cada vez más rápido hasta desaparecer, como objetos que se precipitan por un agujero negro y encuentran un horizonte, más allá del cual desaparecen de la vista y del alcance causal.

Pero algunos restos de nuestro Grupo Local podrían durar mucho más, tal vez lo bastante como para que todos los átomos que una vez estuvieron en las estrellas y los gases se transformen en estructuras tan complejas como un organismo vivo o un chip de silicio, pero a escala cósmica. Aun así, incluso estas especulaciones son, en cierta medida, conservadoras. Yo he supuesto que el universo se expandirá a una velocidad que ninguna entidad futura tendrá el poder de alterar. Y que en principio todo se puede entender como una manifestación de las leyes básicas que gobiernan las partículas, el espacio y el tiempo descubiertas por la ciencia del siglo xxi. Algunos científicos especulativos predicen una ingeniería a escala estelar capaz de crear agujeros negros y agujeros de gusano, conceptos que rebasan cualquier capacidad tecnológica concebible ahora mismo, pero que no entran en contradicción con estas leyes físicas básicas. Sin embargo, ¿hay nuevas «leyes» esperando a ser descubiertas? ¿Serán las «leyes» actuales inmutables incluso para una inteligencia capaz de aprovechar recursos a escala galáctica?

Sabemos muy bien que nuestro conocimiento del espacio y del tiempo es incompleto. La relatividad de Einstein y los principios cuánticos son los dos pilares de la física del siglo xx, pero formular una teoría que las unifique es una tarea pendiente para los físicos del siglo xxi. Las ideas actuales sugieren que hay misterios incluso en la entidad aparentemente más simple, el «mero» espacio vacío. El espacio puede tener una estructura compleja, pero a una escala de un billón de billones de veces más pequeña que un átomo. Según la teoría de cuerdas, cada «punto» de nuestro espacio ordinario, observado a esta escala amplificada, parecería un origami muy apretado con algunas dimensiones añadidas. Esta teoría quizá explique por qué el espacio vacío puede ejercer el «impulso» que acelera la expansión cósmica, y si ese «impulso» continuará o puede ser revertido. También nos permitirá reconstruir el verdadero origen, una era de densidades tan extremas en la que fluctuaciones cuánticas pueden sacudir el universo entero, y saber si nuestro Big Bang fue el único.

Las mismas leyes fundamentales sirven para la totalidad del espacio que podemos explorar con nuestros telescopios. Los indicios espectrales sugieren que los átomos de las galaxias más lejanas son idénticos a los estudiados en los laboratorios de la Tierra. Pero lo que hemos llamado tradicionalmente «el universo», la consecuencia de «nuestro» Big Bang, puede no ser más que una isla, un fragmento de espacio de tiempo en un archipiélago tal vez infinito. Pueden haberse producido infinidad de big bangs. Todos ellos formarían parte de este multiverso que se ha enfriado a ritmos distintos para terminar gobernado por leyes diferentes. Así como la Tierra es un planeta muy especial entre trillones de otros, a una escala muchísimo mayor, nuestro Big Bang fue también muy especial. Vistos desde esta inmensa perspectiva cósmica, las leyes de Einstein y los principios cuánticos podrían parecer modestos reglamentos que gobiernan nuestro trocito de cosmos. El espacio y el tiempo pueden tener una estructura tan intrincada como la fauna de un ecosistema complejo, pero a una escala que queda fuera del alcance de nuestra capacidad de observación actual. Nuestro actual concepto de realidad física podría ser tan limitado en relación al todo como la perspectiva que tuviera de la Tierra un plancton cuyo «universo» cabe en una cucharada de agua.

Y eso no es todo. Falta el final inesperado. La inteligencia poshumana (en forma orgánica o de artefactos que evolucionan autónomamente) desarrollará hiperordenadores con una potencia de procesamiento capaz de simular seres vivos, incluso mundos enteros. Tal vez seres avanzados puedan aprovecharlo y superar con creces los mejores «efectos especiales» de las películas o de los juegos de ordenador hasta el punto de replicar la totalidad de un universo tan complejo como el que creemos habitar. Puede que ya existan superinteligencias de este en algún lugar del multiverso, en universos más antiguos que el nuestro, o más idóneos. ¿Qué harían estas superinteligencias con sus hiperordenadores? Podrían crear universos virtuales en número muy superior a los «reales». Así que tal vez seamos «vida artificial» en un universo virtual. Este concepto abre la posibilidad de un nuevo tipo de «viaje virtual en el tiempo», porque los seres avanzados que creen la simulación podrían, en efecto, recrear el pasado. No se trata de un bucle temporal en el sentido tradicional, sino una reconstrucción del pasado que permitiría a seres avanzados explorar su historia.

Posibilidades que en su día pertenecían al campo de la ciencia ficción suscitan hoy un debate científico serio. Desde los primeros momentos del Big Bang hasta las vertiginosas posibilidades de vida extraterrestre, universos paralelos y más cosas, los científicos se han desplazado hasta mundos más extraños aún que los concebidos en el terreno de la ficción. Intuimos lazos más profundos entre la vida, la consciencia y la realidad física. Llama la atención que nuestros cerebros, que han cambiado poco desde que nuestros antepasados merodeaban por la sabana africana, nos hayan permitido entender los mundos abstractos de la cuántica y el cosmos. Pero nuestra capacidad de comprensión no significa que vayamos a tener todas las claves de la realidad. Las fronteras de la ciencia avanzan deprisa, pero habrá parones. Algunos de estos nuevos conocimientos tal vez tengan que esperar a la inteligencia poshumana. Puede haber fenómenos cruciales para el destino de la vida a largo plazo, de los que somos tan conscientes como lo es un simio de la naturaleza de las estrellas y las galaxias.

Si nuestros descendientes de un futuro lejano llegan a las estrellas, seguramente no solo nos habrán superado en longevidad, también en conocimientos y tecnología.

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