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Artículo del libro Valores y Ética para el siglo XXI

La tecnología y el peso de la responsabilidad

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En el mundo de la vida tecnológica, la responsabilidad se ha convertido en un tema omnipresente y una nueva forma obligada del bien. Esto se manifiesta de maneras diferentes: en el campo del derecho a través de la responsabilidad objetiva de los productos tecnológicos; en las teologías cristianas que hacen hincapié en la respuesta a Dios en una era secular; en la responsabilidad profesional de los ingenieros ante la seguridad, la salud y el bienestar públicos; en la responsabilidad social de los científicos a la hora de tener en cuenta las implicaciones de la investigación; y en la atención cada vez mayor de la filosofía a la responsabilidad como concepto ético. La experiencia de vivir con unos poderes tecnológicos cada vez mayores en este mundo de la vida tecnológica exige mayores responsabilidades, lo que introduce responsabilidades especiales y únicas en la experiencia humana, que se pueden expresar como un deber plus respicere, es decir, como el ejercicio de una reflexión más consciente sobre las acciones humanas sin precedentes hasta la fecha.

Durante los quinientos años que han transcurrido desde 1500, la técnica manual tradicional, basada en el trabajo del hombre, ha experimentado una transformación gracias a la explotación sistemática de fuerzas hasta entonces desconocidas, para convertirse en lo que hoy denominamos tecnología moderna. Esta tecnología es cómplice de todos los problemas fundamentales a los que se enfrenta la humanidad en estas primeras décadas del siglo XXI –ya sean de carácter nuclear (armas y plantas nucleares), químico (contaminación medioambiental), médico (prolongación de la vida e hibridación), biológico (pérdida de biodiversidad, biotecnología), informativo (exceso de información, privacidad y realidad virtual), climatológico (transformaciones del cielo, el sol, los océanos y la Tierra a nivel planetario) y de muchos otros tipos–. A pesar de los continuos esfuerzos por atajar dichos problemas por medio de la investigación científica y la innovación tecnológica, las respuestas siguen siendo fundamentalmente de carácter ético. Las soluciones tecnológicas a estos problemas requieren una reflexión ética acerca de cuál es la mejor opción entre las disponibles. Sin embargo, estamos tan abrumados con las crisis contrapuestas y los argumentos divergentes de los distintos grupos de interés a favor de diferentes soluciones que a menudo nos resulta difícil pensar. ¿Cómo podemos comenzar a valorar la condición tecnohumana en la que hoy vivimos, nos movemos y existimos?

Ante este dinamismo de problemas se ha producido una invocación promiscua y polimorfa del concepto de responsabilidad ética. Los científicos tienen la obligación de realizar su investigación de forma responsable. Los médicos deben tener una responsabilidad ante sus pacientes. Los ingenieros son responsables de velar por la seguridad, la salud y el bienestar públicos cuando diseñan estructuras, productos, procesos y sistemas. Los empresarios tienen una responsabilidad a la hora de comercializar la ciencia y la tecnología para beneficio público. Se recomienda a la población la practica de una sexualidad responsable. Los consumidores han de ser usuarios responsables de los dispositivos y las oportunidades que saturan el mundo de la vida tecnológica. Los Gobiernos deben ser responsables ante sus ciudadanos, las empresas ante sus inversores, las escuelas ante sus estudiantes.

A pesar de los continuos esfuerzos por atajar los problemas de la humanidad por medio de la investigación científica y la innovación tecnológica, las respuestas siguen siendo fundamentalmente de carácter ético

Ante tantos contextos, ¿qué es la responsabilidad? El llamamiento a la responsabilidad impregna todo el discurso ético tradicional, ya esté centrado este en la virtud, los derechos, los contratos, la utilidad o el deber. Si bien la responsabilidad está presente en la teoría moral generalmente aceptada, aún está pendiente de ser revelada o interpretada. De hecho, en inglés el nombre abstracto “responsibility” [“responsabilidad”] (aunque no el adjetivo “responsible”, [“responsable”]) apenas tiene unos cientos de años, y ha adquirido una importancia cultural y ética en los contextos jurídico, religioso, ingenieril, científico y filosófico precisamente en el marco de sus progresivas interacciones con la tecnología. Una forma de reflexionar sobre el significado de la responsabilidad comienza por una revisión de esta historia.

La contracción y la expansión del campo de aplicación de la responsabilidad jurídica

En el campo jurídico, la responsabilidad se manifiesta en dos vertientes diferentes: el derecho penal y el derecho civil. El derecho penal se ocupa de los delitos perseguidos y castigados por el Estado para proteger el interés público. El derecho civil aborda el incumplimiento de contratos implícitos o explícitos en los que las partes perjudicadas reclaman una compensación o una indemnización por daños y perjuicios.

En un inicio, la responsabilidad penal se estableció para ser aplicada a la infracción del foro externo de la ley –el hecho de hacer algo prohibido por la ley, o de no hacer algo que esta exigía–. Pero a medida que fue evolucionando en Europa bajo la influencia de la teología del pecado cristiana, que hace hincapié en la importancia de la aprobación interior, la responsabilidad penal empezó a valorar el foro interior de la conciencia. El resultado es una distinción entre las infracciones no intencionadas (homicidio involuntario) y los actos intencionales (homicidio en primer grado). El resultado ha sido una contracción histórica del concepto de la responsabilidad penal en la medida en que el castigo de las primeras es menos estricto que el de los segundos.

En contraste con la contracción de la responsabilidad penal, la responsabilidad civil ha expandido su campo de aplicación como resultado de las progresivas delimitaciones de la necesidad de intencionalidad. La responsabilidad civil puede derivar de un contrato o de lo que se denomina “responsabilidad objetiva”. En el caso de un contrato explícito o implícito, se debe probar que ha existido culpa o negligencia (una falta de intención). En el caso de la responsabilidad objetiva no es necesario que haya una culpa o una negligencia per se. En la responsabilidad objetiva, una persona puede ser responsable de los daños causados por una acción, haya sido intencionada o no.

El concepto de responsabilidad objetiva o sin culpa es un tipo de acto ilícito civil extracontractual para el que la ley proporciona un remedio desarrollado en paralelo con la tecnología industrial moderna. En el derecho romano premoderno, una persona solo podía reclamar daños y perjuicios cuando las pérdidas derivaban de la interferencia intencional con personas o con propiedades, o de una negligencia. En cambio, en el caso del derecho consuetudinario inglés de Rylands v. Fletcher, resuelto en apelación por la Cámara de los Lores en 1868, Thomas Fletcher fue declarado culpable de los daños causados por una empresa industrial a pesar de no ser intencionales ni haberse cometido una negligencia. Fletcher, propietario de unos molinos, había construido un depósito de agua para abastecerlos. El agua del depósito se filtraba inadvertidamente a través del pozo de una mina abandonada e inundaba la mina de John Rylands contigua. Aunque este admitió que Fletcher no tenía conocimiento del pozo de la mina abandonada, y que quizá no tuviera manera de conocerlo, presentó una demanda por daños y perjuicios. El fallo final a favor de Rylands se sustentaba en la idea de que la construcción de un depósito que elevaba el nivel de agua por encima de su “estado natural” constituía un riesgo en sí mismo del que Fletcher era responsable.

Hoy en día, el tipo más común de responsabilidad civil es esta responsabilidad sin culpa o prima facie asociada a los lugares de trabajo industriales y los productos de ingeniería “no naturales”, donde los propios artefactos constituyen un peligro en sí mismos, independientemente de la intención. En Estados Unidos, un caso fundamental que estableció este principio fue el de Greenman v. Yuba Power Products, Inc., resuelto en apelación por el Tribunal Superior de California en 1963. En palabras del presidente del Tribunal, en apoyo del voto de la mayoría:

Un fabricante tiene responsabilidad objetiva extracontractual cuando un artículo que ha colocado en el mercado […] muestra tener un defecto que causa daños al ser humano […] El objeto de dicha responsabilidad es garantizar que los costes de los daños causados por los productos defectuosos corran a cargo de los fabricantes […] y no de los perjudicados, que no pueden hacer nada para protegerse.

El llamamiento a la responsabilidad impregna todo el discurso ético tradicional, ya esté centrado este en la virtud, los derechos, los contratos, la utilidad o el deber

La expansión del área de aplicación de la responsabilidad jurídica se produce, por tanto, en paralelo y como respuesta a los problemas originados por las acciones tecnológicas.

La responsabilidad religiosa en la era secular

El término “responsabilidad” deriva del latín respondere, “prometer a cambio” o “responder”. Como tal, se puede aplicar fácilmente a la experiencia primordial de la tradición judeocristiana-islamista: la llamada de Dios, que los seres humanos aceptan o rechazan.

El descubrimiento y la evolución de la responsabilidad religiosa de nuevo transcurren en paralelo a una mayor consideración de las cuestiones éticas que surgen en relación con la ciencia y la tecnología. Fue en oposición a las nociones de secularización y control de la naturaleza, por ejemplo, donde el teólogo protestante Karl Barth (1886-1968) distinguió entre las relaciones mundanas y las trascendentes. Dios es lo totalmente otro, aquel al que no se puede acceder a través del conocimiento científico. Existe una diferencia radical entre el intento humano de llegar a Dios (al que Barth denomina religión) y la respuesta humana a la revelación divina de Dios (fe). En su Church Dogmatics (1932) Barth llega incluso a identificar la bondad con la responsabilidad, entendida como una respuesta a Dios.

Los católicos no han ido a la zaga en lo que se refiere a situar la responsabilidad en un lugar central de su comprensión de la teología moral. Para el jesuita canadiense Bernard Lonergan (1904-1984), “ser responsable” es un precepto trascendental que va de la mano de la obligación de “ser atento”, “ser inteligente”, y “ser razonable”. La responsabilidad también desempeña un papel relevante en los documentos del Concilio Vaticano II. En uno de sus artículos, tras hacer referencia a los logros de la ciencia y la tecnología, la encíclica Gaudium et spes (1965) añade que “cuanto más se acrecienta el poder del hombre, más amplia es su responsabilidad individual y colectiva” (n.º 34). Más adelante, este mismo documento sobre la Iglesia en el mundo moderno sugiere que “[…] somos testigos de que está naciendo un nuevo humanismo, en el que el hombre queda definido principalmente por la responsabilidad hacia sus hermanos y ante la historia” (n.º 55).

Un intento sostenido de definir una ética cristiana de la responsabilidad es la de H. Richard Niebuhr en The Responsible Self (1963). Niebuhr contrasta la antropología cristiana del hombre como respondedor con la antropología secular del hombre como hacedor y el hombre como ciudadano. Para el hombre como hacedor, la acción moral es esencialmente consecuencialista y tecnológica. Para el hombre como ciudadano, la moralidad adquiere un carácter deontológico. En el caso del hombre como respondedor, la tensión entre el consecuencialismo y la deontología se relaja gracias a la respuesta ante una realidad compleja, a la interpretación de la naturaleza de esta realidad –y al intento de adaptarse a ella y actuar en armonía con lo que sucede–. “Lo que está implícito en la idea de responsabilidad es la imagen del hombre como respondedor, el hombre que entabla un diálogo, el hombre que actúa en respuesta a una acción que se ejerce sobre él” (Niebuhr 1963, 56). La ética de la responsabilidad de Niebuhr muestra una analogía con la ética ecológica.

Este rasgo de la teología de la responsabilidad de Niebuhr también sugiere la existencia de un punto débil. Niebuhr escribió en una época cada vez más laica, en la que la creencia y la experiencia de Dios, según la descripción de Charles Taylor (2007), son cada vez más una más entre las opciones que existen –y no las más sencillas de confirmar–. Más persuasivas son las llamadas de experiencias estrictamente mundanas. En estos casos, sin embargo, los compromisos de respuesta han de ser “movilizados” como movimientos medioambientales o libertarios utilizando métodos análogos a los empleados por los ingenieros para diseñar y hacer realidad construcciones materiales a gran escala. Las llamadas de este tipo se experimentan con frecuencia a la manera del nuevo arquetipo del teléfono: como una interrupción electrónica que contestar o no, según deseemos.

La responsabilidad de la ingeniería para la seguridad, la salud y el bienestar públicos

Los tecnólogos y los ingenieros, como inventores de dispositivos de comunicación tan importantes desde el punto de vista comercial como los teléfonos y los ordenadores, están más expuestos que otras personas del mundo de la vida tecnológica a restricciones externas (jurídicas, económicas) e internas (éticas, profesionales). De hecho, desde principios del siglo XX, los ingenieros, especialmente los de Estados Unidos, donde principalmente trabajan fuera del control específico del Estado como empleados de empresas privadas, han intentado formular unas directrices de conducta profesional como una forma de ética de la responsabilidad interna –precisamente por el poder tecnológico que ejercen.

Las asociaciones de ingenieros aspiran a elaborar códigos de conducta similares a los que existen en el campo de la medicina y el derecho. Sin embargo, a diferencia de la medicina, que está enfocada a la salud, o del derecho, que se basa en su ideal de justicia, no está claro precisamente sobre qué idea general podría basar la ingeniería su ética profesional. El ingeniero original (en latín ingeniator) era el que construía y manejaba los arietes, las catapultas y otras “máquinas de guerra”. En su origen, la ingeniería era militar. Como ocurría con el resto de profesiones militares, el comportamiento de los ingenieros estaba dictado principalmente por el deber de obediencia a la autoridad jerárquica.

Las asociaciones de ingenieros aspiran a elaborar códigos de conducta similares a los que existen en el campo de la medicina y el derecho.

El surgimiento de la ingeniería civil en el siglo XVIII, en el marco del diseño y la construcción de obras públicas tales como carreteras, sistemas de suministro de agua y de saneamiento, y otras infraestructuras no militares, no alteró esta situación en un principio. Los ingenieros civiles eran miembros leales de las instituciones sociales en las que prestaban servicio. No obstante, a medida que comenzó a ampliarse el poder tecnológico en manos de los ingenieros y se incrementó su número, aumentaron, naturalmente, las contradicciones entre los ingenieros subordinados y sus superiores. La manifestación de estas contradicciones es lo que Edwin Layton (1971) ha denominado “la rebelión de los ingenieros”, que tuvo lugar durante los últimos años del siglo XIX y los primeros del siglo XX. Es precisamente ligada a esta rebelión y sus consecuencias como la “responsabilidad” comenzó a formar parte del vocabulario de los ingenieros.

Un intento fallido, pero con importantes consecuencias, de elaborar una responsabilidad en el campo de la ingeniería desembocó en el movimiento tecnócrata y en la idea de que los ingenieros, y no los políticos, eran quienes debían ejercer el poder político. Henry Goslee Prout, un ingeniero militar que llegó a ser director de la Union Switch and Signal Company, afirmó ante la Cornell Association of Civil Engineers en 1906, aludiendo a la capacidad de liderazgo en los siguientes términos (citado en Akin 1977, 8):

Los ingenieros, más que todos los demás hombres, guiarán hacia delante a la humanidad […]. Sobre los ingenieros […] descansa una responsabilidad que los hombres nunca antes habían tenido que afrontar.

Este sueño de alcanzar una visión amplia de la responsabilidad ingenieril, y tras haber liderado con éxito la reacción ante las inundaciones del río Misisipi en 1927 como secretario de Comercio, contribuyó a la elección de Herbert Hoover como primer presidente ingeniero civil de Estados Unidos, y dio lugar al movimiento de la tecnocracia explícito, que presentó sus propios candidatos para los cargos electivos. La ideología de la tecnocracia pretendía convertir la eficiencia de la ingeniería en un ideal análogo al de la salud médica y la justicia legal.

El problema de este ideal es doble. Por una parte, la elevación de la eficiencia al estado ideal tiende a socavar la democracia. Los grandes totalitarismos de mediados del siglo XX (el comunismo y el fascismo) apelaban a la eficiencia para justificar su razón de ser. Por otra parte, el ideal de la eficiencia en sí mismo, entendida como la ratio de los resultados obtenidos y los esfuerzos realizados, depende del contexto; la eficiencia está sujeta a múltiples interpretaciones, dependiendo de cómo se definan los esfuerzos y los resultados.

Bajo la influencia, en parte, de la contaminación comunista y fascista del ideal de eficiencia, durante la Segunda Guerra Mundial se produjo otro cambio en la concepción de la responsabilidad en el mundo de la ingeniería: no un cambio desde la lealtad de empresas y clientes hacia la eficiencia tecnócrata, sino desde la lealtad privada hacia la pública. Desde finales de la década de los cuarenta, los códigos profesionales de la ética ingenieril en Estados Unidos comenzaron a hacer de la protección de la seguridad, la salud y el bienestar públicos una responsabilidad cada vez más importante. Al no haber sido capaces de formular un ideal técnico como base para la responsabilidad, los ingenieros han puesto énfasis en el compromiso con la seguridad, la salud o el bienestar en la esfera pública, aun cuando en muchos casos su conocimiento experto al respecto sea bastante limitado (Mitcham, 2009).

Con la ingeniería atacada como una causa de la contaminación medioambiental, por el diseño defectuoso de productos de consumo, y como demasiado deseosa de alimentarse del comedero de los contratos de defensa, a mediados de los setenta un ingeniero estadounidense, Frank Collins, resumió la situación de la siguiente manera; admitió primero que (Collins 1973, 448):

A diferencia de los científicos, quienes pueden pretender evadir responsabilidad porque los resultados finales de su investigación básica no pueden ser previstos fácilmente, los propósitos de la ingeniería son, en general, altamente visibles. Como durante muchos años los ingenieros han estado reclamando todo el éxito por los logros de la tecnología es natural que ahora el público los culpe por las aberraciones recientemente percibidas en la tecnología.

En otros términos, los ingenieros vendieron demasiado caras sus responsabilidades y fueron justamente castigados.

Para Collins, las responsabilidades de los ingenieros son, en realidad, bastante limitadas. Ellos no tienen responsabilidades generales, sino más bien específicas o particulares (Collins 1973, 449):

Hay tres maneras en que puede ser ejercida la responsabilidad particular de los ingenieros por el uso y los efectos de la tecnología. La primera es como individuos, en la práctica diaria de su trabajo. La segunda es como grupo, a través de las asociaciones técnicas. La tercera es llevar su capacidad particular al debate público sobre los amenazadores problemas que emanan de los usos destructivos de la tecnología.

Este debate, formalizado a través de varias metodologías de evaluación tecnológica y de organizaciones gubernamentales, se puede interpretar como una forma de subordinar a los ingenieros a un orden social más amplio. Sin embargo, el interés por la cuestión de la responsabilidad se ha intensificado tanto que hoy en día los ingenieros debaten de forma ordinaria y consciente el alcance de sus responsabilidades en relación con cuestiones que antes no se tenían en cuenta.

La ciencia y la responsabilidad social

El debate sobre la responsabilidad ha sido igualmente pronunciado en el campo de la ciencia. Las iniciativas para definir la responsabilidad de los científicos han ido en la línea de un refinamiento de la visión de la Ilustración de que la ciencia permite conocer la verdad, y que por tanto beneficia en todas las circunstancias y de forma fundamental a la sociedad. Desde la perspectiva de la Ilustración, la principal responsabilidad de los científicos es simplemente dedicarse a sus disciplinas y ampliarlas. Empleando el conocimiento que generan, los científicos tienen la responsabilidad de educar a los ciudadanos acerca de la naturaleza de la realidad –ir con la verdad por delante a las autoridades tradicionales y eliminar la superstición de los asuntos públicos.

Históricamente, esta idea de la responsabilidad de la Ilustración encontró su expresión en la esperanza de Isaac Newton de la ciencia como revelación teológica, la creencia de Voltaire en su utilidad absoluta y en la idea de Spinoza de que con la ciencia se posee algo puro, desinteresado, autosuficiente y bendito. Una manifestación clásica fue la gran Encyclopédie francesa (1751-1772), que pretendía “reunir todo el conocimiento que ahora está disperso por toda la faz de la Tierra, dar a conocer su estructura general a los hombres con los que vivimos, y trasmitirlo a los que vendrán después de nosotros”. Un proyecto así, escribió Denis Diderot, requiere “coraje intelectual”. En palabras de Immanuel Kant, Sapere aude, “atrévete a saber”.

El cuestionamiento de esta tradición tiene sus raíces en la crítica romántica de la epistemología científica y la práctica industrial. Sin embargo, hasta después de la Segunda Guerra Mundial los científicos no comenzaron a cuestionarse esta tradición de forma seria. Desde entonces se distinguen cuatro fases. Para simplificar, en la primera (entre 1945 y 1965), los científicos reconocieron las consecuencias negativas no intencionadas de algunos de sus trabajos, e intentaron colaborar para que la sociedad se adaptara a ellas. En la segunda (entre 1965 y 1985), algunos científicos aspiraban a transformar las características intrínsecas de la ciencia. En una tercera fase (1985-2000) se produjo una defensa renovada de la ciencia y la afirmación de su valor, a la vez que se reconoció la necesidad de mejorar la autorregulación profesional interna. Desde el año 2000 la ciencia se ha convertido en un campo de batalla sobre el que se lanzan interpretaciones contrapuestas del concepto de responsabilidad y los intereses en materia de política.

Fase uno: reconocimiento de responsabilidades. En diciembre de 1945, el primer número del Bulletin of the Atomic Scientists comenzaba con una declaración de los objetivos de la recién constituida Federation of Atomic Scientists (más tarde Federation of American Scientists). Los miembros debían “clarificar […] las […] responsabilidades de los científicos en relación a los problemas derivados de la liberación de la energía nuclear” y “educar a los ciudadanos [sobre] los problemas científicos, tecnológicos y sociales derivados de la liberación de la energía nuclear”. Anteriormente, los científicos se habrían limitado a describir su responsabilidad como la de hacer una ciencia de calidad, no falsear los experimentos y colaborar con otros científicos. Ahora, debido a las consecuencias potencialmente desastrosas de al menos una rama de la ciencia, los científicos sentían que sus responsabilidades aumentaban. Se les estaba pidiendo que tuvieran en cuenta algo más que los procedimientos de la ciencia; debían responder a una nueva situación.

La principal reacción de los científicos atómicos durante la siguiente década a la nueva situación generada por la tecnología de armamento científico fue poner la investigación nuclear bajo control civil en Estados Unidos y subordinar el control nacional al internacional. Sin embargo, no se opusieron al excepcional crecimiento de la ciencia. Como escribiera Edward Teller en 1947, la responsabilidad de los científicos atómicos no era solamente educar a los ciudadanos y coontribuir al establecimiento de un control civil que “no impusiera restricciones innecesarias a los científicos”; también era seguir adelante con el progreso tecnológico. “Nuestra responsabilidad”, en palabras de Teller, “es [también] seguir trabajando para que la energía atómica se desarrolle rápidamente y con éxito” (Teller 1947, 355).

Fase dos: cuestionamiento de la responsabilidad. Sin embargo, a mediados de la década de los sesenta y principios de los setenta surgió una segunda fase en el cuestionamiento de la responsabilidad científica. En un inicio, este apareció como respuesta a la cada vez mayor concienciación sobre el problema de la contaminación medioambiental –un fenómeno que aparentemente no se podía mitigar con la simple desmilitarización de la ciencia o el aumento del control democrático. Algunos de los problemas medioambientales más graves están causados precisamente por la disponibilidad y el uso democrático de posibilidades, como ocurre con la contaminación de los automóviles, los productos químicos agrícolas y los aerosoles, por no mencionar la creciente carga que supone la eliminación de los residuos del consumo. El libro Silent Spring (1962) de Rachel Carson fue una declaración temprana del problema que reclamaba una transformación interna de la ciencia. Pero otra experiencia igualmente fundamental durante esta segunda fase del movimiento hacia una reestructuración interna de la ciencia fue la Conferencia de Asilomar de 1975, que abordó los riesgos de la investigación sobre la recombinación del ADN.

Desde el año 2000 la ciencia se ha convertido en un campo de batalla sobre el que se lanzan interpretaciones contrapuestas del concepto de responsabilidad y los intereses en materia política

Después de Asilomar, resultó que el peligro de la investigación sobre la recombinación del ADN podría no ser tan inmediato o tan grave como se temía, y algunos miembros de la comunidad científica se resintieron con la agitación que se produjo tras la conferencia. Sin embargo, la discusión sobre las posibles consecuencias exageradas permitió seguir ampliando el alcance del debate sobre la verdadera responsabilidad de los científicos. Robert L. Sinsheimer, por ejemplo, investigador de renombre en el campo de la biología y rector de la University of California, Santa Cruz, defendió que la ciencia moderna se basaba en dos tipos de fes. Una era “la fe en la resiliencia de nuestras instituciones sociales […] para adaptar el conocimiento generado por la ciencia […] de forma que beneficie al hombre y la sociedad y no vaya en su detrimento” –una fe que “está cada vez más sometida a la aceleración del cambio tecnológico y a la magnitud de los poderes empleados” (Sinsheimer 1978, 24)–. Pero aún más reveladora es (Sinsheimer 1978, 23)

la fe en la resiliencia, incluso en la benevolencia, de la Naturaleza, que hemos probado, diseccionado, cuyos componentes hemos reorganizado en configuraciones novedosas, cuyas formas hemos curvado y cuyas fuerzas hemos desviado conforme a la voluntad humana. La fe en que nuestra exploración científica y nuestras incursiones tecnológicas no reemplazarán ningún elemento fundamental de nuestro entorno protector, provocando el desmoronamiento de nuestro nicho ecológico. La fe en que la Naturaleza no gasta bromas pesadas a las especies incautas.

Este tipo de argumento señala hacia otras afirmaciones y avances posteriores de la ciencia crítica (Ravetz 1971), la ciencia de la conservación (Lowrance 1985), la ciencia posnormal (Funtowicz y Ravetz 1993), y la producción de conocimiento en Modo 2 (Gibbons et al. 1994). En cada uno de estos casos, la idea es que la ciencia no se puede seguir acometiendo sin un grado de reflexión o autoconciencia sobre sus hipótesis y los contextos sociales –especialmente en lo que respecta a la interacción de sus productos con los contextos sociales, políticos y económicos.

Fase tres: nuevo énfasis en la ética. El intento de transformar la ciencia desde dentro fue rebasado a mediados de la década de los ochenta por una nueva crítica externa, no de los productos científicos (conocimiento) sino de los procesos científicos (métodos). Una serie de importantes casos de conducta indebida en el ámbito de la ciencia dieron lugar al cuestionamiento de si se estaba invirtiendo sabiamente el dinero público en la ciencia. ¿Estaban abusando los científicos de la confianza pública? A la vez, algunos economistas empezaron a preguntarse si, aun en el caso de que los científicos no estuvieran abusando de la confianza pública y siguieran prácticas de investigación responsables, la ciencia estaba siendo el estímulo para el progreso económico que se había supuesto hasta entonces.

El resultado fue que la comunidad científica sometió a examen su ética y su eficiencia. Las iniciativas para incrementar la educación en ética, o la educación en lo que se denominó la conducta responsable en la investigación, se convirtieron en parte obligatoria de los programas de educación científica, especialmente a nivel de posgrado en las ciencias biomédicas. Se comenzó a evaluar críticamente la eficiencia en la administración, la gestión y la rendición de cuentas de las subvenciones, de forma que desde la década de los noventa se considera cada vez con una mayor convicción que los científicos poseen responsabilidades sociales, entre las que se encuentran la promoción de la ética y la eficiencia en el proceso de investigación científica. En los casos en que la ciencia recibe financiación pública, también se le exige cada vez más que justifique su necesidad en los términos utilizados por la United States National Science Foundation, haciendo referencia no solo a su mérito intelectual, sino también a otras repercusiones más amplias.

En este sentido, los científicos han intentado dar de nuevo énfasis a la importancia de la ciencia para la sanidad, la economía, la gestión medioambiental, y la defensa de un país. Ante la epidemia de sida, la investigación biomédica se presenta como la única solución. Los ordenadores, la biotecnología y la nanotecnología se han ofrecido como las puertas de entrada a nuevas ventajas competitivas y a la creación de sectores de trabajo completamente novedosos. Se afirma que la comprensión de fenómenos como el cambio climático mundial depende de modelos informáticos y de la ciencia de la complejidad. Por último, en particular tras los atentados suicidas del 11 de septiembre de 2001, se plantean nuevas exigencias a la ciencia, a la que se pide que desarrolle protecciones frente a las amenazas del terrorismo fundamentalista internacional. La responsabilidad social de la ciencia se define como la generación de conocimiento de forma ética y dirigida a abordar una amplia gama de necesidades sociales, desde el fomento de la salud hasta la defensa de la civilización. Muy apropiadamente, durante este mismo periodo los sociólogos y los historiadores comenzaron a reconceptualizar la ciencia en términos de su construcción social, y a hacer hincapié en cómo las fronteras entre la ciencia y la tecnología se estaban desmoronando, de manera que ambas se habían fundido en un concepto mejor denominado “tecnociencia”.

Fase cuatro: batallas políticas. En la medida en que la tecnociencia se considera un constructo social, sus implicaciones sociales, políticas y económicas se prestan a refutación. Desde el cambio de siglo, la tecnociencia se ha ido convirtiendo en un campo de batalla político. Los estudiosos de las relaciones entre sociedad, tecnología y ciencia han criticado el positivismo tecnocrático en la creación de políticas científicas. Los cristianos fundamentalistas han acusado a los científicos ateos de utilizar la evolución biológica y la investigación con células madre de embriones humanos para favorecer una agenda humanista laica. Los economistas y los políticos neoconservadores han acusado a los diseñadores de modelos climáticos de promover ideologías socialistas bajo el subterfugio de los principios científicos y las propuestas de cambios dramáticos en la producción y el uso de la energía. Los científicos, los políticos progresistas y los economistas ecológicos han contraatacado dando ejemplos de distorsiones de la ciencia en nombre de los intereses corporativos y políticos conservadores. En tales circunstancias, las distinciones que han sido fundamentales para la práctica de la responsabilidad social en la ciencia y con la ciencia –distinciones como la realizada entre hechos y valores, científicos y políticos, la omisión y la comisión– parecen cada vez más frágiles, si no insostenibles desde el punto de vista filosófico.

La responsabilidad social de la ciencia se define como la generación de conocimiento de forma ética y dirigida a abordar una amplia gama de necesidades sociales, desde el fomento de la salud hasta la defensa de la civilización

La responsabilidad en la filosofía

El vuelco filosófico hacia la responsabilidad, al igual que el teológico, muestra dos caras: la primera, una reacción ante el reto planteado por la preponderancia del pensamiento científico y tecnológico; la segunda, un intento de tener en cuenta la rica y problemática complejidad de la práctica tecnocientífica. La primera predomina en el discurso analítico anglosajón; la segunda, en las tradiciones fenomenológicas europeas.

Según Richard McKeon (1957), el concepto de responsabilidad tiene diferentes raíces filosóficas, una de las cuales es el análisis griego de la causalidad (o imputabilidad) y el castigo (o rendir cuentas) de las acciones. Tal y como afirma McKeon inicialmente: “Mientras que la formulación moderna del problema [de la responsabilidad] comienza con un concepto de causa que deriva de las ciencias naturales y suscita preguntas acerca de la causalidad de los agentes morales, la palabra griega para causa, aitia (como la latina causa), comienza siendo un término jurídico y más adelante amplía su significado para incluir los movimientos naturales” (McKeon 1957, 8-9). Pero fue en un intento de defender el poder moral de las amenazas de diversas formas de materialismo científico cuando el término empezó a utilizarse con frecuencia en la filosofía analítica. Por ejemplo, las distinciones de H. L. A. Hart (1968) entre los cuatro tipos de responsabilidad –rol, conjunción causativa, obligación y capacidad– están relacionadas con la rendición de cuentas, al igual que ocurre en el marco jurídico, donde se pueden emplear para formular una teoría del castigo que dé respuesta a los retos de la psicología moderna.

La tesis general de McKeon es que el término “responsibility” [“responsabilidad”] apareció en el discurso moral y político de finales del siglo XVIII y principios del XIX –como nombre abstracto derivado del adjetivo “responsible” (“responsable”)– en paralelo a la expansión de la democracia. Pero también existen numerosas conexiones históricas entre el auge de la democracia y el desarrollo de la tecnología moderna. A nivel teórico, el individualismo posesivo del homo faber, desarrollado por Thomas Hobbes y John Locke, abonó el terreno para la democracia y el nuevo orden industrial. A nivel práctico, está claro que la igualdad democrática y la tecnología se alimentan la una a la otra.

Pero la conexión va más allá. Según McKeon, la responsabilidad se introdujo en el contexto político debido a la descomposición del antiguo orden social, basado en la jerarquía y el deber, y a la incapacidad del orden nuevo de funcionar basándose estrictamente en la igualdad y el interés individual. Mientras que el primero había dejado de contar con el apoyo de la cosmovisión científica, el segundo llevó a los mayores excesos y las explotaciones de la Revolución industrial. Para hacer frente a la crisis se desarrolló el ideal de la relación, en el que los individuos no solo perseguían su interés individual, sino que intentaban reconocer y tener en cuenta los intereses y las acciones de los demás.

Algo similar requería la tecnología industrial. Los buenos artesanos, que diligentemente seguían las antiguas tradiciones de sus oficios, ya no eran suficientes, pero tampoco se les permitía que inventaran lo que deseaban. Thomas Edison inventó un aparato eléctrico para contar los votos en las elecciones de la asamblea legislativa, para descubrir que esta prefería el método tradicional manual; como resultado, decidió no volver a inventar lo que él creía que alguien necesitaba sin consultar primero a los posibles usuarios qué querían (el marketing aún no se había inventado). El nuevo artesano debía aprender a reaccionar ante una gran variedad de factores –el mundo material, la economía, la demanda de los consumidores, y muchos más–. Eso es lo que convierte a un buen artesano en un inventor y un ingeniero responsable. A medida que aumenta el poder tecnológico, también lo hará la necesidad de estos de responder ante un mayor espectro de factores, de tener más cosas en cuenta. De ahí surge lo que se puede describir como un deber plus respicere, de aumentar la circunspección del agente (Mitcham 1994).

Otro argumento en esta línea es el que proporciona John Ladd que, al considerar la situación de los médicos, defiende que la expansión de la tecnología biomédica ha incrementado la dependencia del médico particular de los servicios técnicos y ha minado su autonomía profesional. Los problemas morales que afectan a los médicos y la sociedad ya no pueden basarse en la ética de roles, sino que deben incluir la ética del poder, “[cuya] cara ética es la responsabilidad” (Ladd 1981, 42).

El desarrollo metafísico de este concepto de responsabilidad ha tenido lugar principalmente en las tradiciones filosóficas europeas. El tratado de Lucien Lévy-Brühl sobre L’Idée de responsabilité (1884) es su punto de partida. Tal y como se hizo eco después su alumno McKeon, Lévy-Brühl comienza esbozando la historia de varios aspectos de la idea desde la Antigüedad hasta finales del siglo XIX, y se asombra de que un concepto tan básico para la moralidad moderna no haya sido sometido nunca a un análisis sistemático. Según Lévy-Brühl, se puede considerar que el principio se manifiesta de una gran variedad de formas a lo largo de todo el espectro de fenómenos. Hay responsabilidad o respuesta al nivel de la materia física, cuando los átomos y las moléculas interactúan o reaccionan unos con otros. Los organismos vivos se caracterizan además por un tipo distintivo de interacción o respuesta hacia sus entornos y entre sí.

Basándose en una interpretación ontológica similar (aunque sin hacer referencia a Lévy-Brühl) Hans Jonas ha explorado las implicaciones para la ciencia y la tecnología. La responsabilidad no era una categoría central en la teoría ética anterior, defiende Jonas, debido al restringido ámbito de aplicación del conocimiento científico premoderno y el poder tecnológico. “El hecho es que el concepto de responsabilidad no desempeña en ninguna parte un papel evidente en los sistemas morales del pasado o en las teorías filosóficas de la ética. Esto sucede porque “la responsabilidad […] es una función del poder y el conocimiento” que “antes estaban tan limitados” que las consecuencias inmediatas o posteriores “debían dejarse en manos del destino y la constancia del orden natural, y toda la atención dirigirse a hacer correctamente lo que debía hacerse en ese momento” (Jonas 1984, 123).

Todo esto ha cambiado de forma decisiva. La tecnología moderna ha introducido acciones de una escala tan novedosa, objetos y consecuencias que el marco de la ética anterior ya no puede contener […] Hasta ahora ninguna ética tenía que considerar la condición global de la vida humana y el futuro remoto, e incluso la existencia, de la raza. El hecho de que esto ahora constituya un problema requiere […] una nueva concepción de los deberes y los derechos para la que la ética y la metafísica previas no proporcionaban ni siquiera los principios, no digamos ya una doctrina aplicable (Jonas 1984, 6 y 8).

De esta forma, el nuevo principio requerido por el conocimiento científico y el poder tecnológico es la responsabilidad –en particular, la responsabilidad hacia el futuro–. Para Jonas, “la responsabilidad hoy en día” se resume en la afirmación de que “el cuidado del futuro de la humanidad es el deber ineludible de la acción humana colectiva en la era de la civilización tecnológica” (Jonas 1984, 136).

El poder, combinado con la razón, acarrea una responsabilidad. Esto siempre ha sido evidente en la esfera intrahumana. Lo que no se ha comprendido del todo es la reciente ampliación de la responsabilidad al estado de la biosfera y a la supervivencia futura de la humanidad (Jonas 1984, 138).

Lo que para Jonas funciona como un principio deontológico, Caroline Whitbeck defiende que también puede designar una virtud. Cuando se dice que los niños llegan a “la edad de la responsabilidad”, esto quiere decir que son capaces de “ejercer su juicio y poner cuidado en alcanzar o mantener un estado deseado de las cosas” (Whitbeck 1998, 37). Adquirir la capacidad de ejercer dicho juicio equivale a hacerse responsable en el sentido de adquirir una virtud. De este modo, el debate sobre la responsabilidad también se ha visto influido por los argumentos feministas a favor de una ética del cuidado o de la relación que complemente el utilitarismo o la deontología más comunes. Al mismo tiempo, el término “responsabilidad” sigue dando nombre a la obligación de practicar dicha virtud derivada o bien de las relaciones interpersonales, o bien de un conocimiento y unos poderes especiales. “Dado que son escasas las relaciones y los conocimientos que comparte todo el mundo, la mayoría de las responsabilidades morales son responsabilidades morales particulares, es decir, pertenecen a algunas personas y no a otras” (Whitbeck 1998, 39).

Pero ¿resulta la noción de una responsabilidad delimitada y, por tanto, moderada por el rol social, realmente adecuada en un mundo tecnológico donde todos, hasta cierto punto, ejercen los poderes de la tecnociencia a través de su apoyo a la educación y la investigación científica modernas, o a través de la utilización de productos, procesos y sistemas tecnológicos? ¿No es verdad que todos los ciudadanos de la sociedad tecnocientífica se han convertido en cierto modo en ingenieros y, por tanto, no pueden evitar asumir responsabilidades relativas a la seguridad, la salud y el bienestar públicos?

La responsabilidad generalizada

La técnica tradicional se ha transformado en tecnología; a su vez, este nuevo proceso de creación ha transformado la cosmovisión tradicional en lo que podríamos denominar un mundo de la vida tecnológica. Una característica clave de la transformación en el proceso de creación es el compromiso consciente con dimensiones de la realidad desatendidas en la técnica tradicional.

La técnica tradicional actuaba sobre el mundo material a través simplemente del tacto y la vista, de la coordinación entre la mano y el ojo, teniendo en cuenta solo lo que estaba a disposición de la experiencia directa. En ese mundo, la reacción ante aspectos relevantes de los fenómenos no tenía por qué conceptualizarse conscientemente como responsabilidad; los artesanos reaccionan naturalmente ante el fuego con cuidado, aprenden habilidosamente cómo valorar y apilar piedras o moldear arcilla para crear configuraciones estables, y han aprendido a evitar inhalar o ingerir sustancias venenosas a partir de los recuerdos de las lesiones o la muerte de otros.

La ingeniería y la tecnología modernas, por el contrario, introducen en la actividad de creación, a través de fuerzas que se pueden analizar matemáticamente, una mayor percepción de los fenómenos, con un sensorio ampliado gracias al uso de instrumentos que permiten conocer la composición química al nivel de átomos y moléculas; los ingenieros deben utilizar materiales analizados conceptualmente, centros de gravedad determinados conscientemente, presiones, flujos y resistencias calculadas. Asimismo, la tecnología inventa sus creaciones mediante el diseño sistemático o la construcción de miniaturas, que tienen en cuenta muchas más cosas de las que la técnica tradicional puede experimentar.

En este mundo de la vida tecnológica, construido al considerar algo más que los fenómenos experimentados directamente, no es sorprendente que el comportamiento moral también deba ir más allá de las intuiciones naturales. La conducta moral también deberá ser más consciente, más racional, y tener más cosas en cuenta. Ese es el peso de la responsabilidad en presencia de la tecnología. Consideremos tres ejemplos sencillos pero arquetípicos de este peso:

En primer lugar, dar a luz. En el mundo natural, en el que muchos niños mueren muy pronto, el que los seres humanos deseen tener hijos para reproducir la especie no solo está admitido, sino que se considera una virtud. En el mundo de la vida tecnológica, donde la gran mayoría de los niños sobreviven y viven hasta una edad avanzada, la virtud natural genera un exceso de población. El deseo de tener hijos debe supeditarse a la valoración consciente de las consecuencias de una reproducción sin restricciones a largo plazo, con el fin de someter un deseo natural a unos límites determinados racionalmente.

La conducta moral deberá ser más consciente, más racional, y tener más cosas en cuenta. Ese es el peso de la responsabilidad en presencia de la tecnología

En segundo lugar, el acto de comer. En el mundo natural, en el que la evolución y la adaptación durante largos periodos de tiempo han creado un equilibrio entre los gustos humanos por los alimentos disponibles y los requisitos de la actividad humana, comer podía convertirse en un arte cotidiano y festivo. El acto de comer está regulado, sin prestar mucha atención a los hábitos saludables, por los recursos disponibles y el trabajo diario. Cuando las personas tienen a su disposición grandes cantidades de alimentos gracias a la agricultura industrial y las técnicas de fabricación química, la salubridad de la comida depende de sus nutrientes, definidos científicamente, y de su etiqueta alimenticia. Para comer saludablemente cada vez es más necesaria la investigación científica y la disciplina consciente.

En tercer lugar, la muerte. En el mundo natural, donde la muerte se define fácilmente por un paro pulmonar o cardiaco, no es difícil decidir en qué momento ha terminado la vida. En el mundo de la vida tecnológica, donde la avanzada medicina permite intervenir y prolongar artificialmente el funcionamiento de los pulmones o el corazón, los seres humanos han de desarrollar una definición de la muerte que dependa de la valoración instrumental del funcionamiento del cerebro. La muerte necesariamente se convierte en un concepto más que en una experiencia.

Las iniciativas para abordar estas nuevas dimensiones de la responsabilidad se encuentran no solo en la filosofía, sino también en la cultura popular, en la forma de los superhéroes de los cómics. Spiderman es un ejemplo especialmente conmovedor. Tras ser mordido por una araña radiactiva en un laboratorio científico, Peter Parker se convierte en poseedor de grandes poderes que conllevan grandes responsabilidades. El resultado, como Parker reflexiona más adelante, es que “la opción de llevar una vida normal ya no es una opción”. Ese es el peso de la responsabilidad en presencia de los poderes tecnológicos.

Agradecimientos

Otras iteraciones anteriores de este razonamiento han aparecido en “Responsibility and Technology: The Expanding Relationship”, en Paul T. Durbin (ed.). 1987. Technology and Responsibility. Boston: D. Reidel, 3-39; y “Responsibility: Overview”, en Encyclopedia of Science, Technology, and Ethics. 2005. Detroit: Macmillan Reference, 1609-1616.

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