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Artículo del libro ¿Hacia una nueva Ilustración? Una década trascendente

Economía conductual: pasado, presente y futuro

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Consagrada por la concesión del premio Nobel de Economía a Richard Thaler en 2017, la economía conductual vive un momento de esplendor. Combina distintos hallazgos de las ciencias sociales, incluidas las poderosas herramientas analíticas de los economistas, con pruebas reveladoras sobre el comportamiento humano procedentes de otras disciplinas, en especial la psicología y la sociología. La autora explora la evolución de la economía conductual y algunos de sus hallazgos clave sobre incentivos y motivaciones; también analiza las influencias sociales, el aprendizaje social, la presión social y el pensamiento de grupo, la heurística y el sesgo; la toma de decisiones en condiciones de riesgo y de incertidumbre, el sesgo del presente y la procrastinación, además de las políticas conocidas como nudging o «pequeño empujón». El resultado es una amplia descripción de cómo proporciona la economía conductual a los negocios y a los reguladores una útil comprensión de cómo piensan, eligen y deciden las personas de carne y hueso.

La economía conductual parece estar de moda. Los gobiernos incorporan hallazgos conductuales a las políticas. Los negocios comerciales la usan en sus estrategias de marketing. Las lecciones extraídas de la economía conductual moldean las relaciones entre empleadores y empleados. Incluso en los compartimentos estancos del mundo académico, la mayoría de equipos de investigación aplicada —sobre todo los científicos sociales, pero también los naturales, desde los neurocientíficos hasta los ecologistas, informáticos e ingenieros informáticos— están deseando incorporar a economistas conductuales a sus equipos. ¿La razón? La economía conductual ofrece una combinación única de hallazgos procedentes del ámbito de las ciencias sociales. Hace uso de las potentes herramientas analíticas de los economistas, tradicionalmente aplicadas a la comprensión de los incentivos y motivaciones que nos empujan a todos. Pero también palía la principal carencia de la economía no conductual: su concepción restrictiva de racionalidad, basada en supuestos de agentes capaces de aplicar con facilidad herramientas matemáticas para identificar las mejores soluciones para ellos y sus negocios. A Herbert Simon se deben los primeros intentos por reconceptualizar la racionalidad en la economía mediante su noción de «racionalidad limitada», es decir, racionalidad marcada por los límites en la información disponible o por la capacidad de procesamiento cognitivo (Simon, 1995). Los economistas conductuales modernos han llevado estos planteamientos más allá, combinando hallazgos relevantes del campo de la psicología para explicar cómo los incentivos económicos y las motivaciones cambian, a menudo de manera fundamental, por circunstancias de tipo psicológico. Ni la economía ni la piscología sirven por sí solas. Sin la economía, la psicología carece de estructura analítica y de propósito, sobre todo a la hora de describir las decisiones diarias. Sin la psicología, a la economía le faltan consistencia externa e intuición. Juntas, en cambio, ambas disciplinas resultan de lo más esclarecedoras. Juntas nos permiten comprender muy bien qué y cómo piensan, eligen y deciden las personas de carne y hueso de una manera que ninguna disciplina académica ha conseguido explicar por sí sola. Ello genera no solo nuevas reflexiones teóricas, también nuevas visiones prácticas y políticas que, bien gestionadas, tienen la capacidad de cambiar formas de vida y de proporcionar prosperidad y bienestar en un amplio número de ámbitos.

El pasado

A muchos observadores la economía conductual les puede parecer una novedad, para lo bueno y para lo malo. El entusiasmo por esta disciplina ha cobrado impulso más o menos en los últimos diez años. El primer hito fue la concesión del premio Nobel de Economía de 2002 conjuntamente al psicólogo del comportamiento económico Daniel Kahneman y a Vernon L. Smith, economista experimental cuyas ideas y herramientas inspiraron a los economistas conductuales, aunque la economía experimental y conductual no sean la misma cosa. El segundo hito fue la concesión del Nobel de Economía 2017 al economista conductual Richard Thaler, que ha expuesto sus contribuciones en su divertido libro Misbehaving [Portarse mal] (Thaler, 2016). Thaler es famoso sobre todo por sus trabajos en finanzas conductuales y políticas públicas conductuales —más conocidas como nudging («empujoncito» o «impulso»), término acuñado en su libro superventas escrito en colaboración con el catedrático de derecho Cass S. Sunstein, Un pequeño empujón, de cuya publicación se cumple este año el décimo aniversario (Thaler y Sunstein, 2008). Estos pensadores han ejercido una influencia enorme en las políticas modernas, pues han asesorado nada menos que a los reguladores del presidente Barack Obama y del primer ministro británico David Cameron. La creación de una unidad de nudging o «impulso» en el gabinete ministerial de Cameron propició la aparición de unidades similares en todo el mundo, desde Australia hasta México y el Líbano, por nombrar solo algunas.

El progreso de la economía conductual entre ambos hitos, los premios nobeles de 2002 y 2017, refleja su transición de una disciplina en gran medida teórica a otra de inmensa relevancia política en el mundo real, en el diseño de políticas tanto públicas como comerciales. También tiene mucho que ofrecer a las personas de la calle, en el sentido de ayudarlas a entender cómo toman las decisiones. Pero la economía conductual es una disciplina mucho más antigua de lo que pueden sugerir los dos hitos del siglo XXI. Hay quien diría que toda economía debería ser conductual, puesto que el comportamiento es lo que guía las elecciones y la toma de decisiones. Después de todo, la economía se basa en el estudio de las decisiones. Pero, a partir del siglo XIX, la economía empezó a distanciarse del comportamiento, entendido este como la psicología de la elección, hacia la observación de las elecciones interpretadas como medida de unas preferencias manifiestas. Al proporcionar un relato sencillo y convincente de estas preferencias cuando hacemos una elección, los economistas asumen que quienes toman las decisiones lo hacen constreñidos por reglas de comportamiento estrictas, en concreto dan por supuesto que los consumidores buscan satisfacción máxima y los negocios buscan beneficios máximos. En la economía tradicional se da por hecho que consumidores y compañías hacen esto lo mejor que pueden, usando reglas matemáticas para identificar las mejores soluciones. Cuando los economistas modernos construyeron modelos matemáticos precisos que expresaran las reglas de comportamiento, eliminaron toda complejidad psicológica de la toma de decisiones en la vida real.

Pero históricamente y antes de que la economía moderna confinara el análisis de las elecciones al ámbito de las matemáticas, los economistas dedicaron mucho tiempo a pensar en cómo los incentivos y las motivaciones que forman parte del análisis económico se ven afectados por factores psicológicos, remontándose hasta Adam Smith. A Adam Smith se lo asocia siempre con la defensa del libre mercado, expuesta en su obra maestra Investigación sobre la naturaleza y causa de la riqueza de las naciones, en la que defiende que «la mano invisible» del mecanismo de fijación de precios debería poder operar sin la intervención de los gobiernos. Pero en su también obra maestra de 1759, Teoría de los sentimientos morales, Smith escribió largo y tendido sobre la compasión y otras emociones sociales que impulsan nuestras interacciones con quienes nos rodean, conceptos clave en la investigación de la economía conductual moderna.

El presente

Hemos hablado mucho del origen de la economía conductual y poco de lo que hacen, de hecho, los economistas conductuales. Para comprenderlo en profundidad puede ser útil echar un vistazo a la variedad de temas que exploran los economistas conductuales, así veremos el poder y la relevancia de sus aportaciones. La literatura sobre economía conductual es ingente y hacerle justicia en el capítulo de un libro es imposible, pero hay unos cuantos temas clave dominantes y aquí nos centraremos en los más potentes y duraderos a la hora de ilustrar los problemas que plantea la toma de decisiones en el mundo real. Estos incluyen: análisis conductuales de incentivos/motivaciones; influencias sociales; heurística, sesgo y riesgo; tiempo y planificación y los efectos de la personalidad y las emociones en la toma de decisiones (para análisis detallados de esta y otra literatura sobre economía conductual, ver Baddeley, 2017 y 2018b).

Incentivos y motivaciones

Ya hemos dicho que la economía tiene que ver sobre todo con los incentivos y las motivaciones. El incentivo tradicional ha sido el dinero, por ejemplo, cuando se explica la decisión de trabajar como un acto de equilibrio en el que el salario persuade a los trabajadores de que renuncien a su tiempo libre. En la economía conductual, los psicólogos aportan una explicación más amplia de la motivación, concretamente, diferenciando las motivaciones extrínsecas de las intrínsecas. Las motivaciones extrínsecas incluyen las recompensas y los castigos que nos son externos (el más obvio es el dinero, pero los castigos físicos serían otro ejemplo). Luego están las motivaciones intrínsecas, como el orgullo por el trabajo bien hecho, el sentido de la responsabilidad y el compromiso intelectual. Debemos algunos de los experimentos conductuales más famosos al psicólogo Dan Ariely y su equipo (ver Ariely, 2008). Algunos de estos estudios experimentales muestran que las decisiones de los participantes de dar dinero a una organización benéfica o a un bien público están en parte motivadas por factores sociales: las personas son más generosas cuando sus donativos se hacen públicos que cuando no se divulgan. Las motivaciones intrínsecas son el motor del esfuerzo, a menudo tanto o más que los incentivos monetarios externos. A los estudiantes, por ejemplo, los motiva más un desafío intelectual que el dinero. Esto demuestra que no actuamos movidos solo por incentivos y desincentivos externos, sean estos dinero, recompensa/castigo físico o repercusiones sociales. El ajedrez, los juegos de ordenador y también los desafíos físicos asociados a los deportes concitan la atención y el entusiasmo de las personas incluso cuando no hay recompensas monetarias por medio.

Identificar las motivaciones intrínsecas y extrínsecas, sin embargo, no es fácil. Existe la complicación añadida de que los incentivos extrínsecos tienden a «desplazar» los intrínsecos. Hay un estudio clásico al respecto conducido por los economistas conductuales Uri Gneezy y Aldo Rustichini. Una guardería israelí que se enfrentaba al problema de padres que llegaban tarde a recoger a sus hijos decidió instituir un sistema de multas. Sin embargo, las multas tuvieron el efecto contrario, ya que aumentaron los retrasos de los padres en lugar de reducirlos: Gneezy y Rustichini atribuyeron esto a un problema de efecto desplazamiento: la introducción de la multa eliminó el incentivo de los padres de cumplir con su deber llegando a tiempo a recoger a sus hijos. Los padres interpretaban la multa como un precio: al pagar la multa estaban pagando un servicio, de manera que recoger a sus hijos se convertía en un intercambio económico en el que el deber de ser puntuales perdía importancia (Gneezy y Rustichini, 2000).

Los economistas conductuales han dedicado mucho tiempo a explorar un conjunto específico de motivaciones: las sociales. Probablemente lo que mejor las ilustra sea el famoso experimento conductual llamado juego del ultimátum, inventado por Werner Güth y sus colegas (Güth et al., 1982). En el juego del ultimátum, el encargado del experimento le da a un participante una suma de dinero que tiene que distribuir. Por ejemplo: dale a Alice cien dólares y pídele que proponga dar una parte de este dinero a un segundo participante en el experimento, Bob. A Bob se le dan dos alternativas: aceptar la oferta de Alice o rechazarla. Si Bob rechaza la oferta de Alice, entonces ninguno de los dos recibe nada. La ciencia económica estándar predice que Alice jugará motivada por su interés propio e intentará hacer a Bob la oferta más baja posible que crea que este pueda aceptar. En este caso, ofrecería un dólar a Bob y, si Bob es igual de racional, aceptará un dólar porque un dólar es mejor que cero. En la realidad, sin embargo, en un espectro muy amplio de estudios sobre el juego del ultimátum, incluidos estudios conducidos en culturas, contextos socioeconómicos diversos e incluso con monos en los que los incentivos eran zumo y fruta, los proponentes son mucho más generosos y ofrecen mucho más que el equivalente a un dólar. Por otro lado, los receptores a menudo rechazarán incluso ofertas relativamente generosas. ¿Qué está pasando? Los economistas conductuales explican estos resultados y los de otros juegos similares aludiendo a nuestras preferencias sociales. No nos gusta ver resultados desiguales, experimentamos aversión a la inequidad y la experimentamos de dos maneras: aversión a la desigualdad desventajosa y aversión a la desigualdad ventajosa. La desventajosa es cuando nosotros no queremos ser víctimas de la desigualdad. En el juego del ultimátum, Bob sufrirá aversión a la desigualdad desventajosa cuando Alice le haga una oferta mezquina y ello puede llevarlo a rechazar ofertas relativamente generosas, Por otro lado, la aversión a la desigualdad ventajosa trata de no querer ver a quienes nos rodean tratados injustamente. Así, en nuestro ejemplo, Alice no hará la mínima oferta posible a Bob porque su razón le dice que sería injusto. Como es lógico, nos preocupa mucho más la aversión a la desigualdad desventajosa que la ventajosa, pero se ha demostrado —con un gran número de estudios experimentales— que ambas tienen una fuerte influencia en nuestra tendencia a la generosidad.

BBVA-OpenMind-Ilustracion-Michelle-Baddeley-Economia-conductual_La reina de Reino Unido, Isabel II, y el príncipe Felipe, duque de Edimburgo, durante una visita al remodelado King Edward Court Shopping Centre de Windsor, Inglaterra, febrero de 2008
La reina de Reino Unido, Isabel II, y el príncipe Felipe, duque de Edimburgo, durante una visita al remodelado King Edward Court Shopping Centre de Windsor, Inglaterra, febrero de 2008

Influencias sociales

A partir de estas constataciones sobre preferencias sociales, los economistas conductuales han explorado otras maneras en que las influencias sociales afectan nuestras decisiones y nuestras elecciones. A grandes rasgos, estas influencias sociales pueden dividirse en informativas y normativas (Baddeley, 2018a). Las influencias informativas tienen que ver con cómo aprendemos de los demás. En situaciones en las que no tenemos mucha información o nos enfrentamos a un conjunto complejo e incierto de resultados potenciales, nos parece lógico fijarnos en lo que hacen otros, deduciendo que deben saber mejor que nosotros cuál es la actuación más correcta. Los economistas han analizado este fenómeno en términos de actualización de nuestros cálculos de probabilidades y el ejemplo clásico sería la elección de restaurante descrita por Abhijit Banerjee (Banerjee, 1992). Estamos recién llegados a una ciudad, quizá de visita turística, y vemos dos restaurantes, se parecen mucho, pero no tenemos ni idea de cuál es mejor. Vemos que uno está lleno y que el otro está vacío y, quizá en contra de lo que dictaría el sentido común, no elegimos el vacío, que puede ser más cómodo y tranquilo. ¿Por qué? Porque deducimos que todas esas personas que han preferido el restaurante lleno al vacío saben lo que hacen y seguimos su ejemplo, usamos sus acciones (su elección de restaurante) a la manera de información social. Respondemos a estas influencias informativas de manera racional: quizá no sea la racionalidad extrema que constituye la piedra fundacional de gran parte de la ciencia económica, pero aun así es sensata, pues resulta de un proceso de razonamiento lógico.

Las influencias sociales normativas son racionales de una manera menos obvia y tienen que ver con cómo respondemos a las presiones de los grupos que nos rodean. Para explicar estas presiones sociales, los economistas conductuales recurren a conceptos clave acuñados por psicólogos sociales tales como Stanley Milgram, Solomon Asch y sus colegas. Stanley Milgram suscitó controversia con sus experimentos de descargas eléctricas. El experimentador ordenaba a los participantes que aplicaran lo que estos creían eran fuertes descargas eléctricas a otras personas a las que no podían ver. Los participantes en los experimentos de Milgram sí oían a las personas a las que se suponía estaban aplicando descargas eléctricas. En realidad eran actores, pero los participantes en el experimento no lo sabían y un número significativo de ellos (no todos) se mostraron dispuestos a aplicar lo que se les decía que eran descargas eléctricas potencialmente letales. Los actores simulaban estar sufriendo mucho dolor, gritaban y, en algunos casos, guardaban un silencio inquietante después de la descarga. Milgram explicaba que el hecho de que los participantes en su experimento estuvieran dispuestos a actuar de esta manera en apariencia despiadada probaba que eran susceptibles a la obediencia a una autoridad. Tendemos a hacer lo que se nos dice, sobre todo enfrentados a situaciones física y psicológicamente duras. La evidencia de Milgran se usó en parte para explicar algunas de las atrocidades asociadas al Holocausto, en un intento por dar respuesta al enigma de por qué ciudadanos corrientes no solo se convierten en observadores pasivos de atrocidades, sino también participan en ellas. Otro conjunto de experimentos de piscología social que han influido en los economistas conductuales los debemos a Solomon Asch (Asch, 1955). Este diseñó un experimento con líneas para poner a prueba la conformidad: se pedía a los participantes que miraran el dibujo de una línea y, a continuación, lo emparejaran con otra línea de la misma longitud. Era una tarea fácil, pero Asch y sus colegas la complicaron enseñando a los participantes lo que habían elegido los demás. Sin que los participantes lo supieran, entre los grupos que decidían sobre la longitud de las líneas había cómplices del experimentador a los que a este había dado instrucciones de mentir sobre la longitud de las líneas. Para ilustrarlo con un ejemplo sencillo: imaginemos que veinte participantes tienen que completar juntos la tarea, pero diecinueve de ellos están compinchados con el experimentador, de modo que hay un único participante genuino. Si el resto propone una respuesta incorrecta y absurda a esta sencilla pregunta sobre líneas, ¿qué hará el participante número veinte? Asch y sus colegas comprobaron que muchos de los participantes genuinos (aunque, y esto resulta revelador, no todos) cambiaron de opinión respecto a la respuesta correcta y eligieron una obviamente incorrecta cuando vieron la elección de los demás. En otras palabras, muchos participantes parecían inclinados a asegurarse de que sus respuestas coincidían con las de los otros participantes de su grupo, sin considerar la posibilidad de que estos pudieran estar equivocados o mintiendo. Las respuestas emocionales de los participantes eran variables. Aquellos que defendían sus respuestas originales, lo hacían con seguridad. Los conformistas que cambiaban sus respuestas para adecuarlas a las del grupo variaban: algunos dudaban de sí mismos y eso les provocaba malestar; otros culpaban a otros participantes de sus equivocaciones. ¿Por qué iba a cambiar de opinión una persona y elegir una respuesta que parece a todas luces equivocada? Este experimento no resuelve el dilema entre lo racional y lo irracional. Elegir la respuesta incorrecta solo porque ves a otros hacerlo puede parecer irracional. El premio Nobel de Economía Robert Shiller propuso una explicación distinta, consistente con la toma de decisiones racional: quizá los participantes reales pensaron que era más probable que su decisión individual fuera equivocada a que lo fuera la de diecinueve personas. Sopesaron las probabilidades y llegaron a la conclusión de que las posibilidades de que un número tan elevado de personas estuviera equivocado eran pequeñas y, por tanto, tenía sentido imitarlas (Shiller, 1995).

Las influencias sociales pueden dividirse en informativas y normativas. Las primeras tienen que ver con cómo aprendemos de los demás mientras que las segundas con cómo respondemos a las presiones de los grupos que nos rodean

De manera más general, muchos de nosotros usamos las elecciones de otros a la hora de elegir y actuar, como en el caso de la elección del restaurante expuesto arriba. Cuando copiamos a otras personas, estamos usando una regla de uso común, una sencilla herramienta de toma de decisiones que nos ayuda a desenvolvernos en situaciones complejas, en especial aquellas caracterizadas por sobrecarga de información de elecciones posibles. En el mundo actual, la ubicuidad de información y reseñas en línea es otra manera de usar las elecciones y acciones de otros a modo de guía. Por ejemplo, cuando nos compramos un ordenador o reservamos un hotel, consultamos lo que han hecho y opinan otros antes de decidir. En estas situaciones, cuando seleccionar de entre gran cantidad de información y muchas opciones posibles supone un desafío cognitivo, tiene sentido seguir a los demás y adoptar lo que los economistas conductuales llamarían «heurística» gregaria. Seguir a la mayoría es una manera rápida de decidir. Lo que nos lleva a la abundante e influyente literatura sobre heurística y sesgo desarrollada a partir de los extensos trabajos experimentales en dicho campo de Daniel Kahneman y su colega Amos Tversky.

Heurística, sesgo y riesgo

¿Qué es la heurística? La heurística son las reglas de toma de decisiones rápidas que usamos para simplificar nuestras elecciones diarias y que a menudo funcionan bien, pero en ocasiones crean sesgos. En otras palabras, en determinadas situaciones, la heurística nos lleva a cometer errores sistemáticos. El psicólogo Gerd Gigerenzer hace la importante observación, sin embargo, de que las reglas heurísticas a menudo constituyen una buena guía para la toma de decisiones porque son rápidas y frugales. Suelen funcionar bien, sobre todo si se da a las personas técnicas sencillas que les permitan usar la heurística de manera más efectiva (Gigerenzer, 2014).

Cuando seleccionar de entre gran cantidad de información y muchas opciones posibles supone un desafío cognitivo, tiene sentido seguir a los demás y adoptar lo que los economistas conductuales llamarían «heurística» gregaria

Si hoy buscamos en Google «sesgo conductual», obtendremos una lista larga y desordenada; a la hora de elaborar una taxonomía de la heurística y de los sesgos que lleva asociados, es una buena opción empezar por la taxonomía de las reglas heurísticas de Daniel Kahneman y Amos Tversky, descrita en su artículo de la revista Science de 1974 (Tversky y Kahneman, 1974) y resumido para los legos en la materia en Kahneman (2011). Kahneman y Tversky identifican tres categorías de reglas heurísticas, basándose en evidencias procedentes de un amplio espectro de experimentos que condujeron y que incluyen la heurística de disponibilidad, de representatividad y de anclaje y ajuste.

La heurística de disponibilidad consiste en usar información de fácil acceso, ya sean acontecimientos recientes, primeros momentos o sucesos emocionalmente vívidos o convincentes. Nuestros recuerdos de este tipo de información importante distorsionan nuestra percepción del riesgo. Un ejemplo clásico es el impacto que tienen las noticias vívidas y sensacionalistas en nuestras elecciones y que están vinculadas a una clase específica de heurística de la disponibilidad, la heurística afectiva. Por ejemplo, relatos vívidos de accidentes graves de avión o tren permanecen en nuestra memoria y nos conducen a evitar aviones y trenes cuando, objetivamente, tenemos más probabilidades de que nos atropelle un coche al cruzar la calle, algo que hacemos todos los días casi sin pensar. Podemos calcular mal el riesgo —pensar que los accidentes de avión y tren son más probables que los accidentes peatonales— y ello se debe a que la información sobre accidentes de aviación está más disponible, es de acceso más inmediato y nos resulta más memorable.

La heurística de la representatividad se refiere a los juicios por analogía: juzgamos la probabilidad de diferentes resultados según la similitud que presentan respecto a cosas que ya sabemos. En algunos de sus experimentos, Kahneman y Tversky pidieron a los participantes que leyeran el perfil de una persona y juzgaran las probabilidades que tenía esa persona de ser abogado o ingeniero. Descubrieron que muchos de los participantes juzgaban las probabilidades de que la persona descrita fuera un abogado o un ingeniero dependiendo de lo que se pareciera su perfil a sus ideas preconcebidas y estereotipos de cómo son los abogados y los ingenieros.

La aversión que experimentamos ante la inequidad tiene una fuerte influencia en nuestra tendencia a la generosidad
BBVA-OpenMind-Ilustracion-Michelle-Baddeley-Economia-conductual_Un voluntario de la ONG española Proactiva Open Arm ayuda a desembarcar a una inmigrante, a la que han rescatado a 20 millas de las costas libias, en el puerto de la ciudad italiana de Crotona, marzo de 2017
Un voluntario de la ONG española Proactiva Open Arm ayuda a desembarcar a una inmigrante, a la que han rescatado a 20 millas de las costas libias, en el puerto de la ciudad italiana de Crotona, marzo de 2017

La heurística de anclaje y ajuste habla de cómo tomamos decisiones de acuerdo a un punto de referencia. Por ejemplo, cuando se pidió a los participantes de los experimentos de Kahneman y Tversky que adivinaran el número de países africanos miembros de Naciones Unidas, se comprobó que era posible manipular sus respuestas pidiéndoles que hicieran girar primero una rueda para obtener un número. Aquellos que obtenían un número más bajo al girar la rueda también daban un número menor de países africanos en Naciones Unidas.

Otra aportación fundamental de Kahneman y Tversky procede de sus análisis de heurística y sesgo: su teoría conductual del riesgo, lo que ellos llaman «teoría prospectiva» (Kahneman y Tversky, 1979). Dicha teoría la formularon sobre la base de una serie de experimentos conductuales que ponían de manifiesto fallos fundamentales en la teoría de la utilidad esperada, la teoría de riesgo estándar que usan los economistas. Las diferencias entre estos dos enfoques de la comprensión de la toma de decisiones de riesgo son complejas, pero una de las características fundamentales de la teoría de la utilidad esperada es que da por hecho que las preferencias de riesgo de las personas son estables: si alguien asume un riesgo, entonces es una persona que asume riesgos. No cambiará sus decisiones si las opciones arriesgadas que se le presentan vienen enmarcadas de forma distinta. Esto está relacionado con tres rasgos fundamentales de la teoría prospectiva: La primera es que las preferencias de riesgo son cambiantes. Así, según la teoría prospectiva, las personas tienden más a correr riesgos para evitar pérdidas, lo que nos lleva a la noción clave de la teoría prospectiva: la «aversión a las pérdidas». La economía estándar predice que, con independencia de si nos enfrentamos a ganancias o a pérdidas, decidimos en función de la magnitud absoluta del impacto que tiene para nosotros esa decisión. En la teoría prospectiva, sin embargo, las personas se enfrentan de manera distinta a las pérdidas y a las ganancias: nos preocupan mucho más las primeras que las segundas, y una de las consecuencias de esto es que estamos dispuestos a asumir riesgos mayores para evitar pérdidas que para obtener ganancias. Esto a su vez conduce a la tercera característica clave de la teoría prospectiva: Tomamos decisiones de acuerdo a nuestro punto de referencia. Y este casi siempre es el statu quo, nuestro punto de partida. Esta característica está directamente vinculada con la heurística de anclaje y ajuste, ya descrita.

Tiempo y planificación

Hay todo un subgénero de la literatura sobre economía conductual que explora nuestra capacidad de planificar nuestras elecciones y decisiones en el tiempo. La economía tradicional predice que, con el tiempo, vamos adquiriendo unas preferencias estables, lo mismo que ocurre con el riesgo. Esto significa que el horizonte temporal no importa. Si somos impacientes, somos impacientes con independencia del contexto. Los economistas conductuales proponen, en cambio, apoyándose en evidencias considerables procedentes de experimentos, que en el corto plazo somos desproporcionadamente impacientes; sufrimos, en suma, lo que en economía conductual se llama «sesgo del presente». Sopesamos los beneficios y costes que llegarán antes y los que llegarán más tarde. Por ejemplo, si estamos decidiendo entre gastar mediante la tarjeta de crédito hoy o mañana y comparando esta elección con gastar dentro de un año o un año y un día, la economía estándar predice que nuestras elecciones serán consistentes en el tiempo. Es decir, que si preferimos gastar hoy, entonces también preferiremos gastar mañana. Pero los experimentos conductuales muestran que somos desproporcionadamente impacientes en el corto plazo comparado con el lago plazo. Preferimos gastar hoy a mañana, pero cuando planificamos el futuro preferimos gastar dentro de un año y un día que dentro de un año. Sopesamos las recompensas inmediatas. Economistas conductuales como David Laibson han plasmado esto incorporando a la economía estándar teorías de descuento social alternativas, en concreto en forma de descuento hiperbólico (Laibson, 1997). Se trata de algo más que una curiosidad académica, porque tiene importantes consecuencias en nuestra vida diaria, al explicar muchos comportamientos, desde la procrastinación a la adicción. El sesgo del presente puede explicar por qué aplazamos acciones costosas o desagradables. También explica determinados malos hábitos o ausencia de buenos. Un experimento especialmente revelador fue el conducido por los economistas Stefano DellaVigna y Ulrike Malmendier en su estudio sobre hábitos de ir al gimnasio. Al consultar los datos de un gimnasio real, encontraron que había clientes que suscribían un contrato anual y luego iban solo al gimnasio unas cuantas veces, aunque se les había ofrecido la modalidad de pagar por visita (DellaVigna y Malmendier, 2006). En el curso de un año, a veces más, estos usuarios muy ocasionales del gimnasio estaban de hecho pagando sumas de dinero considerables por visita, algo innecesario de haber predicho de manera más exacta su comportamiento futuro cuando se apuntaron al gimnasio. Esto es difícil de explicar en términos de análisis económico estándar, pero una vez los economistas conductuales aportan el sesgo del presente, el comportamiento de estas personas resulta más comprensible. Los usuarios planean en un principio ir muchas veces al gimnasio, pero cambian de planes cuando se enfrentan a la elección inmediata entre ir al gimnasio frente hacer otra actividad (más) agradable.

Los experimentos conductuales muestran que somos desproporcionadamente impacientes en el corto plazo comparado con el largo plazo. Preferimos gastar hoy a mañana, pero cuando planificamos el futuro preferimos gastar dentro de un año y un día que dentro de un año

El sesgo del presente también explica por qué comemos de más y nos cuesta tanto renunciar a la nicotina, al alcohol y a otras drogas. También hay matices en la manera en que algunos de nosotros gestionamos nuestra susceptibilidad al sesgo del presente. Los más sofistica dos somos conscientes de que estamos padeciendo un sesgo del presente, de manera que nos imponemos una obligación futura, usando lo que los economistas conductuales llaman mecanismos de compromiso. Por ejemplo, podemos congelar nuestra tarjeta de crédito dentro de un bloque de hielo para impedir que nuestro futuro yo gaste de forma impulsiva. En torno a estos mecanismos de compromiso han surgido nuevos negocios, incluidas herramientas en línea de seguimiento como Beeminder. Cuando uno se registra en Beeminder, se marca unos objetivos y, si no los cumple, Beeminder le cobra.

BBVA-OpenMind-Ilustracion-Michelle-Baddeley-Economia-conductual_El paso de los transeúntes se refleja en la fachada de un centro comercial de la zona de compras de Omotesando, Tokio, marzo de 2013
El paso de los transeúntes se refleja en la fachada de un centro comercial de la zona de compras de Omotesando, Tokio, marzo de 2013

Una característica clave del sesgo del presente es que no todos somos igual de susceptibles. Algunos tenemos más autocontrol que otros y hay una extensa y creciente literatura sobre diferencias individuales, incluidos rasgos de la personalidad y el papel que desempeñan a la hora de explicar nuestros distintos grados de susceptibilidad al sesgo del presente. Siguiendo las enseñanzas de los psicólogos, los economistas conductuales están empleando test de personalidad para ayudar a explicar algunas de las diferencias en la susceptibilidad a sesgos como el del presente. Uno de los conjuntos de test más usados hoy por los economistas conductuales es el test de los Cinco Grandes Factores de la Personalidad (conocido en inglés por el acrónimo OCEAN). Estos cinco factores son: Apertura a la experiencia, Responsabilidad (tesón), Extraversión, Cordialidad/Amabilidad y Estabilidad emocional. En su análisis del impacto de las diferencias individuales en el éxito económico, Lex Borghans y el premio Nobel de Economía James Heckman encontraron, por ejemplo, que el tesón es un rasgo de la personalidad estrechamente relacionado con el éxito en la vida, lo que confirmaba hallazgos anteriores del psicólogo Walter Mischel, famoso por el experimento del malvavisco, que estudiaba la capacidad de niños de resistirse a la tentación cuando tenían que elegir entre comerse un malvavisco hoy o dos mañana. Aquellos niños que mostraban mayor autocontrol a la hora de resistir la tentación también tenían más probabilidades de triunfar en la vida (Borghans et al., 2008; Mischel, 2014).

El futuro: más allá del «empujoncito»

Todas estas aportaciones de la economía conductual están cambiando la economía tradicional y también están influyendo en el diseño de políticas mediante el llamado «empujoncito», como se subrayaba en la introducción. ¿Hay, por tanto, nuevos horizontes para la economía conductual o sabemos ya todo lo que hay que saber? Hacen falta más pruebas que demuestren lo sólidas y efectivas que son en realidad las políticas de impulso y, en ese sentido, ya se han hecho progresos. Otra área ignorada en gran medida hasta fecha reciente es la macroeconomía conductual. El economista británico John Maynard Keynes fue uno de los primeros en analizar las influencias psicológicas, en concreto las convenciones sociales, en los mercados financieros y las consecuencias para la macroeconomía en general (ver, por ejemplo, Keynes, 1936). Algunas de las propuestas de Keynes están siendo reformuladas hoy, por ejemplo, por los premios nobel de economía George Akerlof y Robert Shiller (ver, por ejemplo, Akerlof, 2002; Akerlof y Shiller, 2009). Estas reflexiones las ha complementado recientemente el economista estadounidense George Katona con sus teorías macroeconómicas, en concreto su análisis de los sentimientos del consumidor (Katona, 1975). La influencia de Katona está presente en el Índice de Sentimientos del Consumidor de la Universidad de Michigan, cuyos resultados siguen usándose ampliamente en la actualidad (ver, por ejemplo, Curtin, 2018). Existe un importante obstáculo, sin embargo, para la macroeconomía conductual: es difícil agregar de forma coherente dentro de un modelo macroeconómico las complejidades del comportamiento identificado por economistas conductuales en un contexto microeconómico. No obstante, se están diseñando nuevas metodologías, en forma, por ejemplo, de modelos computacionales basados en agente y aprendizaje automático. Si estos nuevos métodos consiguen aplicarse con éxito al desarrollo de modelos macroeconómicos conductuales coherentes, entonces la economía conductual generará más aportaciones innovadoras nuevas y emocionantes en la próxima década de lo que lo ha hecho en la última.

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