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Artículo del libro La búsqueda de Europa: visiones en contraste

De Estados nación a Estados miembros: la integración europea como transformación de los Estados

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¿Qué es exactamente un Estado miembro y qué aspecto tiene? ¿Cuáles son los factores que han conducido al cambio de nación-estado a Estado miembro? ¿La crisis actual de la UE señala el punto final para los Estados miembros y la vuelta a una Europa de estados-nación o, por el contrario, una confirmación de la misma? El capítulo sostendrá que los Estados miembros se caracterizan por una distancia entre los gobiernos y sus propias sociedades cada vez mayor. Esta brecha entre las élites políticas y sus propias sociedades está detrás del crecimiento que han experimentado tanto el populismo como la tecnocracia como fenómenos políticos poderosos dentro de la política europea contemporánea.

Introducción

Para muchos observadores, la Unión Europea sigue siendo un misterio. No es un Estado europeo de pleno derecho, ni tampoco una vaga federación de estados nacionales que cooperan entre sí. Se la suele tildar de coercitiva en su relación con los Estados miembros, pero en realidad no posee ninguna capacidad de coacción propia. Para algunos se trata de una estructura dominada por Alemania; sin embargo, Alemania se esfuerza por transferir cada vez más soberanía a la UE. Tanto legos como expertos con frecuencia se sienten desconcertados al tratar de describir esta institución política. Muchas veces se la define solo por contraste en términos de lo que no es. Para caracterizarla se emplean también, con relativo éxito, analogías históricas, desde los Estados Unidos de preguerra hasta el Imperio de los Habsburgo.

La UE sigue siendo un producto de los Estados, y no un estado europeo supranacional

En este artículo se defiende que la mejor forma de entender la UE es como una unión de Estados miembros. Con esto quiero decir que es una organización dominada por sus miembros: sigue siendo producto de los Estados, y no es, en sí misma, un Estado europeo supranacional. No obstante, sus miembros no son Estados nación al estilo ochocentista, ególatras, belicosos, llenos de codicia territorial, patrioteros e imperialistas. En su lugar, hablamos de “Estados miembros”, cuyo poder y autoridad en las relaciones mutuas toman forma por vía de su pertenencia a la UE (Bickerton, 2012, págs. 51-73). Considerar la UE como una unión de Estados miembros nos permite explicar su protagonismo en la vida política nacional, pero también su debilidad institucional.

El capítulo utiliza la crisis de la eurozona como estudio de caso de la UE, entendida como una unión de Estados miembros. Se defiende que el fracaso de Syriza en la negociación con sus acreedores, así como el comportamiento del eurogrupo en tal ocasión, arroja luz sobre la verdadera naturaleza de la UE. El episodio griego plantea también preguntas en torno a la relación entre esta institución y la democracia. El argumento planteado aquí, no es que la UE esté suprimiendo la democracia nacional, sino que la representación democrática se ha visto superada en la transformación de los países europeos de Estados nación a Estados miembros, disociándose entre protesta del populismo y tecnocracia de los gobiernos, coordinados en el plano europeo.

Una Unión Europea de Estados miembros

La UE es una entidad difícil de enfocar, tanto para los especialistas como para los ciudadanos en general. Con frecuencia se define en términos de lo que no es. Muchos de sus defensores lamentan que aún no sea un Estado federal, a pesar de que con el tiempo ha ido acumulando unos poderes considerables. José Manuel Barroso, expresidente de la Comisión Europea, hablaba de la UE como “el primer imperio no imperial”: un imperio que ejercía el poder pacíficamente, a través de sus normas y reglamentaciones, y no manu militari por la vía de invasiones y guerras. La trampa está en el calificativo de “no imperial”, pues aunque en realidad la UE dista mucho de ser un imperio, darle este nombre resulta útil para entender algunos de sus rasgos (véase también Zielonka, 2006).

La Europa contemporánea se caracteriza por la desintegración de las identidades y sentimientos nacionales

La UE suele definirse por analogía. Es “como” otras cosas. Con frecuencia se la compara con los Estados Unidos de preguerra, país cuyos territorios conservaban la mayor parte de su soberanía pero estaban recíprocamente ligados, primero por los estatutos de confederación y después, con mayor solidez, mediante una constitución federal (Glencross, 2009). La UE no cuenta con ninguna constitución, pero muchos expertos han sugerido que el Tratado de 2005 –rechazado en votación por franceses y neerlandeses, y resucitado cuatro años después en forma de Tratado de Lisboa, en un llamativo encaje de bolillos jurídico– puede compararse a una constitución. De esta manera, lo han denominado “Tratado Constitucional”. Cuando le preguntaron si se trataba de una constitución o de un tratado, el presidente francés Jacques Chirac respondió con astucia: “legalmente es un tratado, pero políticamente es una constitución”.

Resulta en extremo difícil comparar la UE con los Estados Unidos de preguerra. Su decurso histórico en la década de 1790, y luego en los primeros decenios del siglo xix, es propio de la construcción de una nación: de hecho se trata de los albores de la era del nacionalismo, que culminaría mucho después en la Primera Guerra Mundial. Las revoluciones francesa y norteamericana abrieron el camino político a la nación como justificación laica de la autoridad del Estado, por oposición a la interpretación dinástica y religiosa de la legitimidad que había prevalecido hasta entonces (Bayly, 2004). En el propio corazón del trabajo de los autores federalistas en Estados Unidos (Madison, Hamilton y Jay) se encontraba la idea del “pueblo estadounidense” como base de la constitución federal. Esta fue la principal justificación lógica de tal constitución, y en sus viajes por EE. UU. unas décadas más tarde, Tocqueville observó la omnipresencia del concepto de “pueblo estadounidense” en la vida política de EE. UU. (Tocqueville, 2004).

La Europa de hoy no se caracteriza por este movimiento hacia la consolidación nacional o hacia una nación paneuropea. Los ostentosos nacionalismos que perviven tienden a autoafirmarse contra la idea del Estado nación, como ocurre en Escocia y Cataluña. La Europa contemporánea se caracteriza, en todo caso, por la desintegración de las identidades y sentimientos nacionales; un buen ejemplo es el continuo desmantelamiento del Reino Unido. Así, se hace muy difícil pensar que la UE se distingue por la reaparición de este sentimiento a escala europea. Sencillamente, no vivimos en una época en que haya unas vagas uniones federales consolidándose para cristalizar, al final, en estados federales más fuertes, como ocurrió en EE. UU. en el siglo xix o en Alemania a finales del mismo siglo.

Cuando intentamos definir la Unión Europea, resulta útil mirar qué es exactamente. La UE es la suma de sus instituciones: la Comisión Europea, el Parlamento Europeo, el Consejo de Ministros y el Consejo Europeo. La Comisión tiene el papel de iniciador de las propuestas. El Parlamento Europeo y el Consejo de Ministros comparten la capacidad de decidir si las aceptan o no, o si las modifican. Suelen colaborar en secreto para responder a las iniciativas de la Comisión (Reh et al., 2013). El Consejo Europeo tiene una función más compleja: establece la dirección que toma la UE en sentido amplio, pero también es iniciador de propuestas propias, y cada vez se ha ido implicando más en los asuntos cotidianos de la UE (Puetter, 2015). Está por encima de las demás instituciones, toda vez que consta de los jefes de Gobierno de los Estados miembros. Por su parte, el Parlamento Europeo afirma representar al conjunto del pueblo europeo, pero esta reivindicación entra en conflicto con la de los parlamentos nacionales, que entienden una Europa compuesta por las poblaciones nacionales que ellos representan. El poder de la Comisión Europea se ejerce a través de una administración y un órgano encargado de las tareas que han delegado en él los Estados miembros. El Consejo de Ministros es lo que su propio nombre indica: reuniones de los ministros nacionales, que se organizan por ejes estratégicos como agricultura, pesca, etcétera. Por último, tenemos el Tribunal de Justicia Europeo, organismo responsable de enjuiciar casos individuales que le son presentados, dictaminando si respetan o no la legislación europea. Tanto los gobiernos como los ciudadanos particulares pueden presentar asuntos ante el Tribunal de Justicia.

En esta estructura institucional apenas existe algo que pueda sugerir la aparición de un único Estado europeo. La autoridad sigue en manos de los gobiernos y administraciones nacionales, aunque es concertada por las instituciones de la UE. La UE es más una conjunción de Estados europeos que una destilación trascendida de su esencia (Bickerton et al., 2015). La razón por la que nos parece trascender es precisamente la naturaleza de los propios países europeos. En lugar de ser Estados nación, celosos de sus intereses nacionales y enzarzados en conflictos de frontera, los territorios europeos son Estados miembros, y su pertenencia a la UE tiene una importancia crucial en la existencia misma de tales Estados. En concreto, los gobiernos y administraciones nacionales ven su propia autoridad proveniente de su pertenencia al proceso de decisión política de la UE. Por consiguiente, su poder se establece de forma horizontal, por vía de las relaciones con otros gobiernos de la UE, a la vez que se deriva verticalmente de la relación de representación entre un gobierno y su pueblo.

Verlo así nos permite comprender una importante paradoja que se ha convertido en rasgo definitorio de la integración europea en los últimos treinta años. Desde la firma del Tratado de Maastricht en 1992, la integración del continente ha avanzado a pasos agigantados. Además de la unión monetaria, la UE también ha crecido en muchos terrenos nuevos: política exterior, cuestiones de policía y frontera, justicia, políticas sociales o de empleo. Con todo, esta expansión no ha venido acompañada de la cesión de poderes de los gobiernos nacionales a las instituciones europeas; en el mismo periodo, instituciones clave como la Comisión han visto mermadas sus facultades. Por lo tanto, hemos presenciado una forma de integración sin supranacionalismo, lo que puede explicarse atendiendo al hecho de que la UE es más una unión de Estados miembros que un Estado supranacional de pleno derecho (Bickerton et al., 2015, págs. 51-72). Los principales vectores de integración son los gobiernos de los Estados miembros, y no instituciones supranacionales tradicionales como pueden ser la Comisión o el Tribunal.

El concepto de Estado miembro

La denominación de “Estado miembro” es de las más conocidas en los estudios europeos. Ya sea en el campo legal, sociológico o político, dentro de las disciplinas de la integración europea la condición de Estado miembro se emplea como una tipificación jurídica. Es un título que se gana cuando un Estado nación se une a la UE, y si un país abandonase la Unión, lo perdería. Lo que se sugiere en este apartado es que, además de verla como un título jurídico, también tiene sentido pensar en la pertenencia como una forma de Estado distintiva y sobresaliente.

La condición de Estado miembro se detecta por sus mecanismos de organización, su discurso de legitimación y su forma de conflicto político

¿Cómo es exactamente un Estado miembro? ¿Cómo se distingue de otras formas de Estado? La condición de Estado miembro puede detectarse mediante tres parámetros. El primero es el conjunto de mecanismos de organización interna de un país. El segundo, el discurso político empleado por el gobierno para legitimar su autoridad. El tercero lo constituyen las formas de conflicto político que vertebran la vida nacional del Estado miembro. Iremos analizando cada una de estas tres facetas.

Mecanismos de organización interna

Los mecanismos de organización interna del Estado miembro presentan varias características. Una de ellas es la preeminencia del poder ejecutivo. Otra es la proliferación de instituciones no representativas, en las que el gobierno central va delegando competencias; una tercera es la falta de instituciones mediadoras que se incardinen entre el Estado y la sociedad civil nacional.

La preeminencia del poder ejecutivo se deriva del hecho de que la toma de decisiones no depende tanto de unos parlamentos legisladores como de los miembros y representantes del gobierno, en calidad de negociadores. Los acuerdos internacionales tienden a poner el poder en manos ejecutivas, en la medida en que son ellas quienes dirigen las negociaciones, ponen las condiciones y pueden elegir qué intereses nacionales representar y cuáles relegar (Putnam, 1988). La toma de decisiones de la UE faculta de esta manera a los gobiernos nacionales, sobre todo con el ascenso del Consejo Europeo como institución dominante, con participación directa en una cantidad cada vez mayor de ámbitos. El sentido de la información es descendente: el poder ejecutivo es el encargado de informar a los parlamentos de los resultados de las negociaciones y de presentar los paquetes legislativos, no ya a debate, sino a votación, como productos acabados que son. Un caso extremo de preeminencia del poder ejecutivo se ha dado en la ampliación de la UE a la Europa del este. Para gestionar las negociaciones con la Comisión Europea, los países candidatos crearon poderosos negociados europeos, muchas veces en línea directa con las presidencias de gobierno. Fueron estos los equipos negociadores nucleares, y se los dotó de las mejores personas y de los recursos más preciados. Esto menoscabó otros elementos del Estado, tanto político como administrativo, sobre todo los parlamentos nacionales, que acabaron limitándose a dar el visto bueno a las decisiones tomadas por sus gobiernos en concertación con los funcionarios de la Comisión Europea (Bickerton, 2009).

En muchos sentidos, la propia UE se ha convertido en una nueva forma de mediación entre Estado y sociedad

La proliferación de instituciones no representativas obedece a que un Estado miembro prefiere gobernar mediante marcos externos, esto es, estructuras que queden fuera del debate político, y sobre todo del sistema de partidos políticos. Del mismo modo que las instituciones europeas se sitúan al margen del conflicto entre partidos, también lo hacen muchas otras instituciones clave de la gobernanza de un Estado miembro. Los bancos centrales, y con ellos la política monetaria, son independientes de la competición política. Esto vale no solo para los Estados miembros de la eurozona, que han delegado la política monetaria en el Banco Central Europeo, sino también para el resto de los Estados miembros. El Banco de Inglaterra, por ejemplo, es independiente del Gobierno británico, al igual que el Riksbank sueco, cuya independencia del Rikstag (Parlamento de Suecia) queda claramente establecida por ley. En lugar de pensar en las instituciones europeas como diferentes o únicas, podemos verlas como parte de un amplio abanico de autoridades externas que los gobiernos nacionales utilizan como forma de ejercer su propio poder a cierta distancia del debate político nacional. De hecho, si las comparamos con el alcance y la variedad de las instituciones no representativas en el plano nacional, las de la UE no son más que la punta de este particular iceberg.

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Mario Monti en una conferencia de prensa en Bruselas.

Un tercer rasgo institucional de un Estado miembro es la debilidad de los organismos de intermediación entre el Estado y la sociedad civil. La relación entre ambos se concibe tradicionalmente como una relación mediada, a través de organizaciones de trabajadores o empresas, partidos políticos o estructuras concretas tales como las corporativas o pluralistas (Berger, 1982). Por tanto, esta relación suele ser sólida y estar marcada sobre todo por el papel de los partidos políticos como mediadores entre el Estado y la sociedad civil. En las últimas décadas, los Estados europeos han estado marcados por una nítida ausencia de mediación. Esto se debe en parte al desprestigio del sistema de partidos, pero también tiene que ver con una tendencia histórica más general hacia el desarrollo de formas más complejas de relación entre ambas entidades. Un ejemplo extremo de relación no intermediada entre Estado y sociedad civil ha surgido recientemente en Italia, cuando el Gobierno tecnocrático de Mario Monti se vio privado del apoyo tanto de los partidos políticos como de los colectivos sociales (Culpepper, 2014). Naturalmente, también se puede hablar de transformación de los mecanismos mediadores en lugar de asumir que están en vías de extinción; de hecho, en muchos sentidos la propia UE se ha convertido en una nueva forma de mediación. Las relaciones entre Estado y sociedad se ven, así, intermediadas por vía de instituciones y órganos externos a ambas entidades; este es el cambio que se ha producido. Un meridiano ejemplo de este fenómeno es Grecia, donde la troika de acreedores ha tenido un papel directo en la gestión cotidiana de los asuntos del gobierno griego. Las relaciones entre los ciudadanos griegos y sus gobernantes pasan por Frankfurt, Bruselas y Washington.

Discursos de legitimación

El clásico lenguaje de legitimación para el ejercicio del poder por parte de los gobiernos nacionales es el de la soberanía y representación populares. Esto ha sido cierto, por lo menos, desde el surgimiento de los estados laicos modernos a finales del siglo xviii y su consolidación como elemento de vertebración nacional en el xix. El poder estatal se ejerce en nombre del pueblo. Esto mantiene su validez pese a los virajes en el régimen político: las diferencias no se hallan en el uso del derecho de los pueblos para gobernar, sino en cómo se determina exactamente la identidad y la voluntad del pueblo.

Los discursos de legitimación de la condición de Estado miembro son distintos: la soberanía popular ya no es la fuente última de autoridad, sino más bien un problema o peligro que ha de contenerse. El discurso legitimador por excelencia es el de la aparición de obligaciones superiores en el plano geopolítico o internacional, y un lenguaje de mayor abstracción, que habla de normas acordadas por la colectividad, cuya validez es independiente de la vida política con su constelación de intereses contrapuestos. En concreto, lo que otorga aquí legitimidad es el sentido de superioridad moral que proporciona la capacidad de limitar la voluntad nacional sin necesidad de coacción externa. Joseph Weiler ha tratado este discurso legitimador en particular, llamándolo “tolerancia constitucional”. En palabras de este estudioso:

Si los actores constitucionales de un Estado miembro (gobierno, legisladores y funcionarios nacionales) aceptan la disciplina constitucional europea no es porque, por razones doctrinales –como ocurre en el caso del estado federal–, estén subordinados a una superior soberanía y autoridad, correspondiente a las normas validadas por los pueblos federados o pueblo constitucional. La aceptan como un acto voluntario autónomo, acto que vuelve a renovarse cada vez que se da la subordinación, en los ámbitos concretos gobernados por Europa, a una norma que expresa la suma de otras voluntades, otras identidades políticas, otras comunidades políticas (Weiler, 2003, pág. 21; la cursiva es mía).

Para abreviar podríamos decir que, en tanto que los discursos legitimadores del Estado nación dependían de la noción de supremacía de la voluntad nacional, los discursos legitimadores del Estado miembro dependen de la idea de su subordinación o sumisión. Así, la idea de delimitar y constreñir la autoridad nacional por medio de un acto de autolimitación se convierte en el principal discurso de legitimación de esta condición de Estado miembro y, con ella, de la integración europea en general. Como dijo en una ocasión Paul Magnette, hoy Europa se ocupa sobre todo de “domesticar la soberanía” (Magnette, 2000).

Modalidades de conflicto político

Los Estados miembros se caracterizan por unas modalidades de conflicto político centradas en los procesos de reivindicación y protesta, y no en sus resultados. Dentro de un Estado miembro, el proceso de sumar preferencias se ha hecho objeto de protesta política. En consecuencia, la vida política se dedica tanto a desafiar la autoridad gubernamental como a promulgar programas de medidas específicos. Si tomamos como ejemplo las protestas que tuvieron lugar en toda Europa en 2011 y 2012, desde “Okupa Londres” hasta los “indignados” en España, vemos que la preocupación de los manifestantes era en parte por las maldades connaturales al capitalismo financiero y por el rescate bancario por parte de los gobiernos europeos. Pero hubo otra espoleta en el escepticismo y la desilusión con la democracia nacional como proceso. La vida política de los Estados miembros se basa, así, “tanto” en dicotomías tradicionales del tipo derecha contra izquierda, “como” en formas novedosas de conflicto político, en el que las élites políticas son tachadas de grupo monolítico y atacadas por su comportamiento egoísta y corrupto. Es el lenguaje de “la casta” empleado por Beppe Grillo en Italia y Pablo Iglesias en España. De hecho, en la propia definición del populismo está la delimitación del terreno político como una lucha entre el pueblo virtuoso y la corrompida élite dirigente. La preeminencia del populismo en la política europea revela así la forma en que se ha politizado el propio proceso político, y no solamente sus resultados.

La condición de Estado miembro y la crisis griega

Para demostrar la pertinencia de este análisis de la condición de Estado miembro en el pensamiento sobre la UE y la integración europea actual, este apartado se centra en el ejemplo de la crisis griega. Esta perspectiva nos ayuda de varias maneras a comprender los principales rasgos de esta crisis, su lugar en el proceso general de la integración europea y su actual resolución. Cuando se escriben estas líneas, Grecia ha concluido con la UE un tercer acuerdo de rescate, en torno a los 86.000 millones de euros, que se desembolsarán en tres años a cambio de profundas y ambiciosas reformas internas. Esta sección se centra en dos aspectos de la crisis griega: por qué Syriza fracasó en sus negociaciones con la troika, y qué ha demostrado el comportamiento de Yanis Varufakis como ministro de Finanzas sobre el eurogrupo y, más en general, sobre la naturaleza de la unión monetaria europea.

El fracaso de Syriza

Ver la UE como una unión de Estados miembros nos ayuda a comprender el fracaso de Syriza tras ganar las elecciones en Grecia en enero de 2015 (véase también Jones, 2015). Syriza obtuvo algo más del 36% de los sufragios, lo que no bastó para darle la mayoría parlamentaria. Entró en coalición con Griegos Independientes, partido conservador que también se oponía al rescate negociado por los anteriores gobiernos griegos.

La estrategia de Tsipras y Varufakis consistía en propugnar el cambio desde el interior mismo de la moneda única

Recién llegados, la estrategia de Alexis Tsipras y Yanis Varufakis –respectivamente presidente del Gobierno y ministro de Finanzas– consistía en propugnar el cambio desde el interior mismo de la moneda única. Esgrimían un lenguaje fuertemente europeísta, y defendían una nueva combinación de políticas para el euro, y no su eliminación o la salida de su país, el llamado grexit. De hecho, ambos dejaron muy claro que Grecia no deseaba abandonar el euro, sino solo modificar las condiciones del acuerdo con sus acreedores. Esta estrategia del “cambio desde dentro” dependía de que existiese una verdadera simpatía hacia las nuevas políticas dentro de la eurozona y, sobre todo, hacia algún tipo de mecanismo de socialización y mitigación de la deuda para Grecia, políticas que señalarían la gestación de un primer atisbo de unión fiscal. Se trataba de políticas que habrían requerido más supranacionalización europea, más voluntad de compartir cargas allende las fronteras. Lo que Tsipras y Varufakis se encontraron de frente fue una UE cuya lógica de gobierno no incluía una mayor europeización de la política económica. Hace ya algún tiempo que la UE avanza cada vez más por la senda “intergubernamental”, con los Estados miembros en su estela. En política monetaria, lo importante son las normas y su consiguiente reducción del margen de maniobra para los gobiernos nacionales. Esto implica más coordinación entre dichos gobiernos, pero no el compartir la carga de la deuda, ni tampoco ningún tipo de “solidaridad” como la que pedía Varufakis.

Syriza también subestimó la medida en que otros gobiernos europeos se identificaban con estos marcos convenidos de común acuerdo, en lugar de con proyectos ideológicos de izquierdas o derechas (Gourevitch, 2015). Cabía esperar que Syriza fuera capaz de ganar para su causa a otros partidos socialdemócratas en el poder, sobre todo en Alemania, Francia e Italia. Si los socialdemócratas alemanes se hubieran mostrado muy favorables a la firma de un nuevo acuerdo revisado, menos centrado en la austeridad, Merkel y Schäuble habrían partido de una posición negociadora mucho más débil. La fuerza y determinación de Schäuble se debió en parte a la ausencia de desacuerdo con sus opiniones dentro de Alemania. Y, sin embargo, el SPD está en coalición con la democracia cristiana, y Sigmar Gabriel, el líder del SPD, es el vicecanciller. Ni Italia ni Francia, que apoyaron a Grecia al final de todo el proceso, cuando el grexit ya parecía verosímil, lo respaldaron como compañeros de ideología. Su defensa de un trato más social para Grecia fue débil en comparación con su apoyo al respeto de acuerdos pasados, y se mostraron partidarios de un marco que obligase a acatar las normas. En una entrevista, Varufakis declaró que el ministro francés de Finanzas, Michel Sapin, estaba personalmente muy a favor del intento griego de transformar la esencia del acuerdo de rescate. No obstante, en público, Sapin se negó a respaldar a Varufakis y, en lugar de eso, instó a Grecia a apoyar las condiciones que le estaban ofreciendo los acreedores (Parker, 2015).

Los verdaderos pecados de Varufakis

Una característica de la crisis griega fue la efímera presencia en el eurogrupo del ministro de Finanzas griego, Yanis Varufakis. El ministro recibió de Tsipras el encargo de dirigir la negociación con los acreedores y defendió la posición de su Gobierno en el eurogrupo. De Varufakis se ha escrito mucho, y en concreto de su extravagancia y falta de respeto por el protocolo político y diplomático habitual. No obstante, si queremos explicar por qué se convirtió en persona non grata en el eurogrupo, tenemos que comprender cómo incumplió muchas de las normas y faltó a la etiqueta de esta institución (Bickerton, 2015).

En lo que atañe al fondo del asunto, sí hubo cierta coincidencia entre Varufakis y los acreedores. Muchos aceptaron, por lo menos de manera tácita, que la deuda de Grecia nunca sería devuelta del todo y que era inevitable algún tipo de quita. También existía alguna simpatía por las declaraciones de Syriza sobre atacar la esencia oligárquica de la economía griega. De hecho, muchos pensaban que este era el verdadero y principal obstáculo para el crecimiento en Grecia, y veían con buenos ojos la posibilidad de enfrentarse a los relevantes personajes cuya influencia superaba con creces su contribución a la economía griega. Pero Varufakis no negoció como el eurogrupo se esperaba. Visto a través del tamiz del análisis de un Estado miembro, en el que las relaciones entre Estado y sociedad se dilatan hasta tal punto que las élites europeas se identifican más entre sí que con sus respectivas sociedades nacionales, el eurogrupo es una institución que demuestra con fuerza esta distancia. Dentro del eurogrupo, los ministros consideran los debates como algo eminentemente técnico, y se producen unas deliberaciones muy centradas en la resolución de problemas y, por lo mismo, con una fuerte orientación hacia el consenso. Los participantes se consideran copartícipes de un punto de vista básicamente común, con desacuerdos en torno a cuestiones meramente secundarias. El eurogrupo es también donde van a buscar apoyo algunos con dificultades para obtener resultados en la esfera nacional. Esta perspectiva común está por encima de las afiliaciones nacionales concretas de cada uno de los ministros de Finanzas.

En vivo contraste, Varufakis interpretó su participación en el eurogrupo como la de un ministro de Finanzas griego que venía a poner sobre la mesa las demandas de su pueblo. No se quitó la identidad nacional al entrar, sino que la exhibió con orgullo. Si tenía que transigir en alguna cuestión importante, se la llevaba a Atenas y la sometía a votación en el Gobierno y en el partido. Incluso empezó a hacer públicas sus posiciones antes de las reuniones del eurogrupo, y a divulgar su interpretación de lo ocurrido después. Así, Varufakis impuso al eurogrupo el principio vertical de representación directa, contradiciendo el principio horizontal de identificación elitista que inspira toda la institución. Desde luego, también irritó a sus homólogos tratándolos con condescendencia, utilizando su autoridad académica para defender la reforma que pretendía. No se cuidó en absoluto de sellar alianzas políticas, y hay que preguntarse si de verdad estaba jugando con una estrategia de fondo, o más bien prefirió brillar intensamente un breve instante, para esfumarse a continuación entre nubes de humo. No obstante, cabe sospechar que la ingenuidad política no fue su condena: lo que lo convirtió en persona non grata fue no respetar la etiqueta del eurogrupo.

Conclusión: populismo, tecnocracia y el futuro de Europa

En este capítulo hemos defendido que la integración europea debe comprenderse como un proceso de transformación de los Estados. Son los Estados nacionales los que han mutado, y lo que vemos en la UE es la expresión institucional de estos cambios nacionales. Esta es la razón por la que la UE nos parece tan ubicua, pero también institucionalmente débil. La naturaleza concreta de la transformación se ha equiparado aquí con el paso de Estado nación a Estado miembro, lo que describe un viraje en las relaciones entre Estado y sociedad: una relación vertical de representación y autorización, que identifica en el pueblo la fuente del poder nacional, se sustituye cada vez más por un concepto horizontal del poder y autoridad estatales. En este esquema, la participación en redes transnacionales de gobernanza, tales como la UE, no son limitaciones del poder nacional, sino que lo constituyen.

El resultado de este viaje de Estado nación a Estado miembro, y el efecto sobre la formulación concreta del poder, es que la vida política en el plano nacional deja de basarse en una combinación de debate democrático y eficacia gubernamental. Dentro de las democracias europeas, desde comienzos del siglo xx como mínimo, los partidos políticos han sido los principales vehículos de reconciliación de las demandas paralelas de representación y gobierno responsable (Mair, 2009). Puesto que se basa en el adelgazamiento de la relación entre Estado y sociedad civil hasta llegar a la creciente marginalización de los órganos mediadores –como pueden ser los partidos–, la condición de Estado miembro genera un tipo de vida política incapaz de combinar representación y responsabilidad: estas dos funciones se han escindido, y ahora parecen fuerzas opuestas que se contraponen recíprocamente: el populismo en un rincón, la tecnocracia enfrente. Se trata del pueblo contra las élites, en lugar de ser una pugna entre distintas representaciones del bien común y su materialización por medio de esquemas de políticas concretos.

Nada es inamovible en esta nueva configuración de la política europea. No obstante, si ser Estado miembro es la forma contemporánea que toman los países europeos, parece que esta situación puede prolongarse algún tiempo. Los Estados cambian, pero poco a poco; la inestable política de populismo contra tecnocracia, y de unas élites desarraigadas contra unas sociedades civiles hostiles y decepcionadas, permanecerá probablemente en la UE como la expresión institucional de esta nueva conformación de las relaciones entre Estado y sociedad.

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