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Artículo del libro C@mbio: 19 ensayos clave acerca de cómo Internet está cambiando nuestras vidas

Una banca del conocimiento para una sociedad hiperconectada

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Todavía no hemos visto la Red tal y como la visualicé. El futuro es todavía mucho más grande que el pasado.
Tim Berners-Lee

Este libro C@mbio: 19 ensayos clave sobre cómo internet está cambiando nuestras vidas es ya la sexta entrega de la serie anual de BBVA dedicada a explorar y difundir conocimiento sobre las cuestiones clave de nuestra época. Para ello, buscamos a expertos de primer orden mundial para que, con un lenguaje y un enfoque accesibles, pongan al alcance de un público interesado, pero no especialista, el mejor y más actualizado conocimiento sobre temas que nos afectan e importan a todos. A lo largo de estos años, hemos tenido la inmensa suerte de contar con más de 130 autores del máximo prestigio, que nos han enriquecido a todos con sus contribuciones y que constituyen la esencia de nuestro proyecto. Quiero, desde aquí, manifestar nuestro reconocimiento a todos ellos y, en particular, a los que, con el libro de este año, se incorporan a nuestra comunidad de autores.

BBVA inició esta serie en 2008, de forma simultánea al lanzamiento de los Premios Fronteras del Conocimiento que concede la Fundación BBVA. A la vista de la excelente acogida de los libros, en 2011 creamos OpenMind (www.bbvaopenmind.com), una comunidad online dedicada a la difusión del conocimiento. OpenMind contiene todos los libros que publicamos, y se concibe como un espacio donde descubrir, discutir y compartir ideas en un entorno multidisciplinar. Nuestra comunidad ha venido en estos años incrementando sus contenidos y ampliando su audiencia, de acuerdo con lo que, desde su concepción, era su objetivo principal: compartir el conocimiento para un futuro mejor.

Si tuviera que señalar una única línea directriz de nuestra serie de libros, esta sería el deseo de comprender las grandes fuerzas que están configurando nuestro mundo. En esta búsqueda, hemos editado sucesivamente cinco libros en torno a las fronteras actuales de la ciencia, la globalización, la innovación, los retos éticos de nuestro tiempo y la visión del futuro.

Internet, el gran motor del cambio

Este año hemos elegido como tema internet, el agente individual de cambio más poderoso en la historia reciente. Como dijo el escritor Arthur C. Clarke, «cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia». Y, sin duda, la profundidad y la rapidez de los cambios que internet ha traído parecen fruto de la magia.

Internet, como herramienta accesible para un público razonablemente amplio, no tiene más que dos décadas, y ya es el catalizador fundamental de la revolución tecnológica más amplia y acelerada de la historia. La más amplia porque sus efectos, en estas dos décadas, han alcanzado prácticamente a todos los ciudadanos del mundo. Y la más acelerada porque su adopción masiva está siendo más rápida que ninguna anterior. Pensemos que pasaron 70 años para que 100 millones de personas viajaran en avión y 50 años para que 100 millones de personas utilizaran un teléfono. Esta cifra de 100 millones de usuarios la alcanzaron los PC en 14 años e internet en 7. Y los ciclos de adopción de las diferentes tecnologías asociadas a internet continúan acortándose: Facebook alcanzó los 100 millones de usuarios en 2 años.

Hoy es imposible imaginar un mundo sin internet: nos permite hacer cosas que hace unos pocos años hubiéramos considerado impensables y alcanza a todas las esferas de nuestra vida.

Pero lo que hace a internet aún más prodigioso es que se trata de una tecnología muy joven, todavía en desarrollo y en cambio acelerado. Todo lo que hemos visto no es más que el principio. En primer lugar, porque, hasta ahora, se sigue cumpliendo la ley de Moore, que establece que la capacidad de procesamiento se duplica cada 18 meses. Cualquier i-Phone de hoy tiene aproximadamente la misma capacidad que el mayor supercomputador de la década de 1970. La diferencia fundamental es que ese supercomputador costaba cinco millones de dólares de 1975, ocupaba toda una gran sala, estaba absolutamente desconectado de otros aparatos y su acceso estaba restringido a muy pocas personas y para usos muy limitados. En cambio, un i-Phone cuesta menos de 400 dólares de hoy, lo llevamos en el bolsillo, podemos conectarnos a millones de otros dispositivos y lo empleamos para multitud de propósitos.

El aumento de la capacidad de los dispositivos va a continuar, en paralelo a un aumento igualmente exponencial de la velocidad de la transmisión de datos. Hoy, la velocidad media de transmisión, a nivel global, se sitúa en torno a 2 megabytes por segundo. Pero en la actualidad, se han conseguido velocidades de 100 petabytes (es decir, 100.000 millones de megabytes por segundo).

Esto quiere decir que se podrían transmitir cada segundo 400 DVDs de datos. A medida que pase el tiempo, el coste de producir redes ultrarrápidas de transmisión irá disminuyendo y, dentro de poco, cualquier consumidor podrá descargarse, por ejemplo, una película de alta definición en un segundo. En paralelo, progresan las tecnologías que permiten el acceso a internet en movilidad, sin cables, a velocidades comparables a las actuales de banda ancha.

Y esto me lleva al segundo factor multiplicador del impacto de internet: la conectividad creciente. El acceso a internet ha pasado de los ordenadores personales a los teléfonos móviles, en el camino hacia lo que se ha llamado «Internet de las cosas» en el que multitud de objetivos cotidianos serían capaces de recibir, generar y transmitir información. Se estima que en 2015 habrá más de 200.000 millones de dispositivos conectados a internet, cuatro veces más que en 2010. En pocos años, esta será la estructura más compleja que la humanidad haya creado. Habrá billones de nodos que midan cualquier cosa que se pueda medir, extrayendo y comunicando cualquier tipo de información, información que podría utilizarse para controlar cualquier aspecto del mundo real.

Todo esto implica la generación de un volumen de datos casi inimaginable, que crece, además, a un ritmo exponencial. Para hacernos una idea, se estima que hasta el año 2003 la humanidad había generado cinco exabytes (cinco trillones de bytes) de información. Hoy, se alcanza esta cifra cada dos días, de manera que el 90% de todos los datos disponibles se ha generado en los últimos dos años. Y el volumen de información generada está creciendo a razón del 50% anual.

Esta inmensa riqueza de datos es potencialmente muy valiosa, pero si (y solo si) se dispone de sistemas adecuados para manipularlos (capturarlos, almacenarlos, transmitirlos, analizarlos, visualizarlos…). Este es el ámbito de las tecnologías de la información y la comunicación denominado big data, que se está convirtiendo en la clave de la generación de conocimiento útil, con un fortísimo potencial para impulsar la productividad, la innovación y, en definitiva, el bienestar de las personas.

Por supuesto, para aprovechar estos enormes volúmenes de datos hace falta una no menos enorme capacidad de proceso. El cloud computing (o computación en la nube), que es, en esencia, la prestación de servicios que implican a un gran número de computadores conectados a través de una red como internet, proporciona la capacidad para acceder de forma económica y flexible a una mayor capacidad de almacenamiento, proceso y análisis de datos.

Probablemente, como consecuencia de la propia velocidad del desarrollo de internet y de los cambios que ha traído, todavía no entendemos muchas de sus implicaciones más importantes y profundas, y, mucho menos, podemos anticipar las transformaciones que puede traer en el futuro.

La famosa cita de Eric Schmidt, «Internet es la primera cosa que la humanidad ha creado y que la humanidad no entiende, el mayor experimento de anarquía que hemos tenido», es hoy tan cierta como cuando se formuló por primera vez.

La percepción del potencial inmenso de cambio en nuestras vidas que supone internet, junto con la dificultad para anticipar su posible evolución y, también, su carácter libre, anárquico, escasamente controlable, constituyen, a la vez, una gran esperanza y un factor de profunda inquietud.

Esta esperanza y esta inquietud se manifiestan en todas las áreas de la actividad humana: social, política, cultural y económica. Y los cambios en el ámbito macro, agregado, son solo el reflejo de otros que ocurren a un nivel mucho más profundo y granular: se están modificando las preferencias, los hábitos en la vida diaria, la forma en la que trabajamos, nos relacionamos, nos divertimos, aprendemos…, en definitiva, la forma en la que vivimos.

Internet, incluso, podría estar cambiando nuestros procesos neuronales, la manera en la que recordamos o pensamos. A este respecto, en los años pasados fueron muy difundidas las tesis de Nicholas Carr (2008 y 2010) en el sentido de que el uso de internet reduce las capacidades cognitivas, particularmente de concentración y abstracción. Estas afirmaciones han sido muy discutidas en ámbitos académicos. Por ejemplo, Steven Pinker (2010), eminente psicólogo experimental y científico cognitivo, mostró su absoluta discrepancia con Carr. En conjunto, y según el Pew Research Center (2010), una gran mayoría de expertos, del orden del 80%, pensaba que el uso de internet había aumentado la inteligencia, frente al 15% que sostenía la opinión contraria. En todo caso, y dado que el cerebro es maleable, es posible que el uso de internet desarrolle ciertas facultades en perjuicio de otras; pero, sin ninguna duda, internet nos ayuda a almacenar, gestionar y recuperar conocimiento; y, esto, con independencia de su efecto sobre cada mente individual, nos hace colectivamente, como sociedad, como especie, mucho más inteligentes.

En diferentes áreas abundan los autores que hacen hincapié en otros riesgos —presuntos o reales— que internet conlleva: en el terreno económico, se destaca el peligro de la brecha digital, que llevaría a un aumento de la desigualdad entre los sectores y las áreas geográficas capaces de aprovechar las potencialidades de internet y aquellas que quedarían excluidas.

En el ámbito social, entre otras cuestiones, se plantea con frecuencia la pérdida del contacto humano directo, frente a la sobreexposición al contacto virtual, con el resultado consiguiente del empobrecimiento de la vida afectiva de las personas y el deterioro de la cohesión social, así como la pérdida de la privacidad y la desprotección de las personas frente a los grupos (políticos o económicos), capaces de ejercer un cierto grado de control sobre internet.

Llevadas al terreno político, las inquietudes sobre el control de la red y los datos que por ella se transmiten se concentran en el deterioro de la democracia, la manipulación de la opinión pública y el mantenimiento de un equilibrio adecuado entre una protección de los ciudadanos que frene a la ciberdelincuencia (común o de tipo terrorista) y el respeto de los derechos y libertades individuales.

El terreno cultural quizá sea aquel en el que las voces que alertan de los peligros de internet sean más abundantes, seguramente porque las industrias de la cultura y la comunicación figuren entre las que más profundamente se han visto afectadas por su irrupción y han visto cómo ha revolucionado paradigmas consolidados durante siglos —en muchos aspectos desde la invención de la imprenta—. Las argumentaciones acerca del fin de la cultura han sido muy generales en las últimas dos décadas en todo el mundo. En el ámbito cultural hispánico, han tenido especial notoriedad las tesis del premio nobel de literatura Mario Vargas Llosa (2012).

Evidentemente, de la misma forma encontramos innumerables valoraciones mucho más optimistas acerca del impacto de internet. Antes ya me refería a Steven Pinker y los trabajos del Pew Research Center en relación al efecto sobre la inteligencia humana del uso de internet. Multitud de economistas han destacado los efectos positivos de internet sobre la productividad, y su potencial para impulsar el desarrollo de las personas y las áreas geográficas menos favorecidas. —por ejemplo, Brynjolfsson y McAfee (2011), Choi y Hoon Yi (2009) o Barro (2003)—. Yochai Benkler (2006), autor en este libro, destaca, por su parte, las posibilidades de colaboración que ofrece internet como fuentes de mejora del bienestar general. Y, en todo caso, está la evidencia empírica aplastante del fuerte crecimiento reciente de muchas áreas desfavorecidas del mundo apoyado en los cambios de paradigma que internet ha promovido. En el ámbito político y social, autoridades como Manuel Castells (2009), también autor en este libro, hacen hincapié en la mejora de la información y de las posibilidades de concertación y cooperación de las personas que ofrece internet, esta vez consideradas como factores para una mejora de la calidad democrática y de la articulación social. Igualmente, en el terreno cultural, encontramos a quienes defienden, como Lipovetsky y Serroy (2010) que nos encaminamos hacia una «cultura-mundo», más democrática y menos elitista, erudita y excluyente.

Para hacernos un juicio sobre estas cuestiones, debemos atender a lo que internet, en definitiva, puede o no aportar.

Internet, en un principio fue visto —y primordialmente utilizado— como un vasto repositorio de información, pero ha demostrado ser mucho más: una herramienta de colaboración accesible a todos; y es la colaboración lo que ha materializado el inmenso potencial de internet como generador de conocimiento e impulsor de la innovación. Como ha dicho Eric Schmidt: «Ninguno de nosotros es tan inteligente como todos nosotros». Como resultado, internet ha ampliado el horizonte de oportunidades de miles de millones de personas, especialmente en las áreas menos desarrolladas del mundo y se ha convertido en un elemento clave para la prosperidad y la estabilidad mundial.

Internet comporta riesgos. Como cualquier herramienta poderosa, puede ser mal utilizada. Internet es verdaderamente muy poderoso; todavía no lo conocemos bien, ni sabemos cómo va a evolucionar. Sin duda, no sabemos controlarlo. Debemos abordar los difíciles retos que plantea internet, sobre todo en términos de gobernanza, de propiedad, y de control y asignación de responsabilidades. Pero, como dijo Clay Shirky (2008), uno de los pensadores más influyentes en el campo de internet y redes sociales:

La cuestión no es si internet es una cosa buena o mala. Es, simplemente, una cosa. Y el reto relevante es cómo maximizar su valor único, el bien público que representa. E internet es una poderosísima herramienta de colaboración, que permite unir esfuerzos en beneficio de todos los participantes y/o de la sociedad en general.

A la vista de la proliferación de todo tipo de literatura sobre internet y su impacto en las más variadas esferas de la actividad humana, pensamos que sería útil tomar perspectiva sobre estas cuestiones y sobre los cambios vertiginosos que vivimos, en torno a las contribuciones de un grupo de expertos indiscutibles en distintas disciplinas y con diferentes enfoques.

En realidad, internet ha sido una presencia constante en todos nuestros libros, porque internet es ubicuo en nuestro tiempo. No se puede entender la ciencia, la economía, la sociedad, la política ni la cultura contemporánea sin internet. Sin embargo, en este momento quisiera citar expresamente tres contribuciones importantes, centradas específicamente en internet, en nuestros libros anteriores, y cuya lectura puede complementar la de los artículos de este libro. Me refiero a los excelentes artículos de Janet Abbate, «Internet: su evolución y sus desafíos» (2008); Robert Schultz, «Ética e internet» (2010) y Brian Kahin, «Mercados de conocimiento en el ciberespacio» (2009).

En el libro de este año, como en los anteriores, hemos sido muy afortunados de contar con algunas de las mejores mentes en sus respectivos campos para que nos presentaran de forma accesible a todos, sus ideas sobre un amplio espectro de cuestiones relacionadas con internet. Con el propósito de ordenar en cierta medida unas materias tan transversales y tan estrechamente relacionadas entre sí, hemos clasificado los artículos en cuatro bloques:

  • ¿Hacia dónde va internet?
  • La sociedad, la comunidad, las personas
  • La economía, la empresa y el trabajo
  • La comunicación y la cultura

La primera sección intenta analizar hacia dónde va internet o, lo que es casi lo mismo, hacia dónde nos lleva a todos. En el primer artículo de esta sección, David Gelernter plantea que, dado que las personas gestionamos mejor la información en una narración ordenada temporalmente, es lógico que internet evolucione hacia un sistema que organice la información no espacialmente, como hasta ahora, sino en el tiempo; esto daría lugar a la desaparición de la web tal y como la conocemos y a su sustitución por una nueva forma de ciberesfera, una narración única de datos que fluyen en el tiempo (worldstream).
«Internet de las cosas» ha sido durante mucho tiempo un término de moda con una muy limitada plasmación real. En su artículo, Juan Ignacio Vázquez destaca cómo la hiperconectividad está permitiendo que el Internet de las cosas sea por fin una realidad y, en conexión con los big data y el cloud computing, permita que los objetos de uso diario mejoren nuestra vida.

Como venimos viendo a lo largo de este libro big data es una de las cuestiones clave en toda discusión sobre internet, a la que algunos describen como «la base de datos del propósito humano». Michael Nielsen argumenta que es crucialmente importante que existan potentes infraestructuras de datos de acceso libre, construidas y gestionadas por organizaciones sin ánimo de lucro, como plataformas para la experimentación, el descubrimiento y la creación de nuevas y mejores formas de vida.

La seguridad de internet es uno de los temas clave para su futuro. Mikko Hypponen examina un escenario de un internet crecientemente sofisticado y vulnerable a ataques, lo que convierte la supervisión efectiva por parte de los gobiernos en una cuestión de la mayor importancia y urgencia.

Internet se ha convertido en una herramienta práctica indispensable que utilizamos para propósitos muy diversos en nuestra vida diaria. El segundo bloque de artículos examina cómo internet está influyendo en el conjunto de la sociedad, las diferentes comunidades y grupos sociales y los propios individuos.

Una autoridad largamente reconocida en este campo, como Manuel Castells, destaca cómo internet aumenta la libertad y el poder de los usuarios, y está impulsando la creación de comunidades virtuales que cobran una influencia creciente y un papel relevante en múltiples esferas del llamado «mundo real».

Evgeny Morozov, en su artículo, muestra las dificultades para valorar el sentido y la magnitud del impacto de internet en la política. El internetcentrismo está oscureciendo el debate, porque internet es una herramienta y lo fundamental es cómo en distintos países y desde distintas posiciones se utilizan las mismas redes y protocolos para objetivos contrapuestos.

Por su parte, Federico Casalegno señala que uno de los principales problemas de la conectividad digital es que podría apartar a las personas del contacto humano directo. En consecuencia, presenta diferentes proyectos del MIT que utilizan la tecnología para transmitir conocimiento, cultura, historia y memoria, elementos que ligan a las personas a una comunidad convirtiendo internet en una herramienta que ayuda, y no sustituye, a la interacción humana.

Nuestro siguiente artículo se centra en el papel de internet en la educación. Neil Selwyn explica de qué manera nuevas formas educativas, como las Wiki Tools, los MOOC o School in the Cloud, están revolucionando la enseñanza y poniendo a prueba las fronteras entre profesor y alumno. Muchos de los problemas de la educación contemporánea son problemas sociales y culturales sobre los que las soluciones tecnológicas tienen poco efecto a corto plazo, pero internet está ayudando a desarrollar una nueva cultura de la educación, más libre de limitaciones físicas y más de abajo hacia arriba.

Lucien Engelen examina los profundos cambios que internet está impulsando en la atención sanitaria y los ilustra con ejemplos prácticos. Los pacientes están tomando un papel mucho más activo en el control de su salud, al tiempo que los big data van a revolucionar la investigación médica.

La sección termina con el artículo de Zaryn Dentzel, que pone énfasis en la comunicación social, y subraya el impacto de internet, y de las redes sociales, no sólo en la forma en la que interactuamos con otros, sino, incluso, en la propia estructura de la sociedad.

Internet ha cambiado completamente las reglas de la economía, de los sectores y de las empresas. Este es un proceso que dista mucho de haber terminado: al contrario, es posible que esté dando solo sus primeros pasos, porque internet ha desencadenado un proceso de innovaciones que se superponen, se combinan y se realimentan para dar lugar a nuevos cambios en las reglas y en el entorno, que, a su vez, estimulan la siguiente oleada de innovaciones.

Dan Schiller inicia la sección dedicada a internet y la economía con un artículo que subraya cómo el sector empresarial de Estados Unidos ha contribuido a configurar internet y cuáles son las consecuencias macroeconómicas. Estados Unidos captura más del 30% de los ingresos y más del 40% de los beneficios netos de internet en el mundo. La posición privilegiada de Estados Unidos en el ciberespacio se está convirtiendo en una fuente de conflicto interestatal que se centra en el debate sobre la estructura y la política de internet.

Internet, según Yochai Benkler, ha dado lugar a nuevos modos de producción, que denomina «producción social», basados en el flujo libre y abierto de información a través de las redes sociales. Estos modelos, que tratan la innovación y la creatividad como bienes comunes, estimulan el cambio económico y social.

En su artículo, Thomas W. Malone afirma que estamos en las primeras fases de una revolución en la forma en la que organizaremos el trabajo. Cree que en el futuro tendremos organizaciones mucho más descentralizadas con un gran número de individuos tomando decisiones relevantes a partir de información muy diversa. Esto exigirá cambios radicales en la gestión de los recursos humanos por parte de las empresas, pasando de un enfoque de orden y control a otro de coordinación y estímulo.

La última sección del libro se centra en la comunicación y la cultura, sectores en los que el impacto de internet ha sido particularmente radical.

David Crystal aborda la comunicación por medios electrónicos, una forma nueva tan diferente de la comunicación oral como de la escrita convencional, que incorpora posibilidades innovadoras como interferir en cualquier momento sobre un texto, lo que da lugar a un tipo de comunicación pancrónica. Crystal anticipa una nueva revolución a medida que la voz sobre protocolos de internet tome un mayor desarrollo.

Paul DiMaggio presenta un panorama amplio del efecto de internet en los medios y las industrias de la cultura. Afirma que internet ha traído más cultura a más personas y que la magnitud de la disrupción que ha generado es muy variable en distintas industrias o segmentos de la cultura: mientras que en la música aparecen nuevas oportunidades, la prensa escrita se está viendo afectada mucho más gravemente.

Peter Hirshberg se centra en cómo internet ha revolucionado las formas de consumo de televisión y música. La audiencia ya no es pasiva, sino que cada persona ha tomado el papel de productor y distribuidor de contenidos para sí mismo. La televisión ha dejado de ser una actividad colectiva, familiar, para convertirse en una actividad individual que puede después compartirse y discutirse a través de las redes sociales.

Patrik Wikström analiza los profundos cambios en la industria de la música en los últimos 15 años. Aunque las personas escuchan más música grabada que nunca en la historia, los ingresos por este concepto se han derrumbado; en cambio, las licencias para el uso de música y la música en vivo han ganado relevancia. Al tiempo, muchos artistas empiezan a implicar a la audiencia en los procesos de creación, cambiando la relación artista-oyente y la de este último con la música.

En el último artículo del libro, Edward Castronova examina el auge de los juegos en internet. Su tesis es que los juegos están en el núcleo de nuestra sociedad, nuestra economía y nuestra cultura. Estas, en definitiva, se organizan como grandes conjuntos de juegos entrelazados con reglas que estructuran nuestro comportamiento. En consecuencia, la influencia creciente de los juegos en internet genera cambios sutiles, graduales, pero a la larga profundos, en nuestra cultura.

Banca, información y tecnología: hacia la banca del conocimiento

En diferentes artículos de este libro se muestra cómo internet está transformando la economía, las industrias y los sectores. Prácticamente todas las empresas, en cualquier país del mundo, afrontan estos cambios, que son ineludibles porque han modificado las bases tecnológicas para la producción y la distribución de bienes y servicios. Y, al tiempo, está cambiando la sociedad y a las personas que la componen: su grado de información y de exigencia, sus hábitos de consumo y sus criterios de decisión en prácticamente todos los órdenes de la vida.

Como resultado de todo esto, grandes compañías, con enormes beneficios y altamente simbólicas, desaparecen o se ven desplazadas por otras mucho más recientes, nacidas a partir de la explosión digital.

Un reflejo claro de esta situación lo encontramos en el índice S&P 500. Empresas como Kodak o The New York Times han salido de este índice; a Kodak la sustituyó una empresa de cloud computing. A The New York Times lo reemplazó Netflix, una empresa que vende películas y series de televisión por internet.

Pero, ciertamente, esta es, principalmente, una revolución de la información. Por eso, los sectores que más rápida y profundamente han sufrido estos cambios son aquellos donde el componente informacional es mayor. En general, los sectores de servicios y, en particular los medios, la cultura, el entretenimiento, etcétera.

La banca, la industria financiera en general, es otro sector con un altísimo componente informacional. Sus materias básicas son, de hecho, la información y el dinero.

Y el dinero es fácilmente desmaterializable (digitalizable), se convierte en apuntes contables, es decir, en información.

Pero aunque la banca y las finanzas han cambiado, la magnitud de ese cambio ha sido infinitamente menor que en otros sectores. Esta resistencia puede atribuirse a varias razones: el alto grado de regulación, la edad media comparativamente elevada de los usuarios o el enorme crecimiento del sector financiero en las décadas anteriores a la crisis, que permitió sostener grados relativamente altos de ineficiencia.

Pero todo esto está cambiando. Después de la crisis financiera, avanzamos hacia una industria con una exigencia mucho mayor de transparencia y buenas prácticas, mayores exigencias de solvencia y control: todo esto significa, en definitiva, menores márgenes y rentabilidad.

Los bancos deben recomponer su reputación y, al tiempo, seguir siendo rentables en un entorno mucho más exigente, en términos de principios y en términos de calidad y precio del servicio.

Por otra parte, existe ya una generación de clientes que han crecido con internet, que utilizan las redes sociales, que tienen una vida digital. Clientes que no han ido, ni nunca irán, a una oficina. Distintas estimaciones muestran que, en 2016, los clientes minoristas contactarán con su banco 1 o 2 veces al año a través de la oficina, frente a 20 o 30 veces al mes vía teléfono móvil (a este respecto, ver King 2013).

Al tiempo, está surgiendo una nueva liga de competidores, en su mayor parte, aunque no exclusivamente, procedentes del mundo digital. Estos nuevos jugadores están libres de los legacies, las estructuras heredadas de los bancos: sistemas tecnológicos ineficientes y obsoletos y costosas redes físicas de distribución.

Hoy es posible, y cada vez más habitual, utilizar mecanismos de pago online, transferir dinero a través de email, gestionar las finanzas personales automáticamente a través de programas informáticos, utilizar el móvil como monedero, emplear monedas virtuales, etcétera.

Hasta ahora, la mayor parte de las compañías que han desarrollado estas capacidades, como Paypal, Square, iZettle, SumUp o TransferWise, son jugadores de nicho, que atacan partes de las cadena de valor de la industria financiera.
Pero cada vez hay más segmentos atacados. Incluso el crédito, el área clave y más difícil de desintermediar, ya no es exclusivo de los bancos: las cadenas de supermercados, como Tesco, venden hipotecas en Reino Unido. Se pueden obtener préstamos en Amazon. Los préstamos peer to peer están creciendo de forma exponencial.

Y los nuevos competidores son cada vez más fuertes. Ciertos banqueros y analistas piensan que los gigantes de la red como Google, Facebook o Amazon, no entrarán de pleno en un negocio, como la banca, muy regulado y de márgenes bajos —y decrecientes—. Pero es improbable que todas estas compañías, con marcas muy fuertes y reconocidas y miles de millones de usuarios, permanezcan al margen de un negocio que genera multitud de contactos recurrentes, de transacciones y, por tanto, mucha información, y que, además, es un poderoso facilitador para otras líneas de venta.

Para los bancos, la buena noticia es que tienen una importantísima ventaja competitiva: el gran volumen de información del que ya disponen acerca de sus clientes. El reto es transformar esa información en conocimiento y utilizar este conocimiento para ofrecer a los clientes lo que desean.

Y, ¿qué es lo que quieren los clientes?

Primero, quieren un servicio rápido, en tiempo real, en condiciones transparentes y a buen precio, ajustado a sus condiciones y características.

Segundo, quieren poder operar con su banco en cualquier lugar y en cualquier momento, a través de dispositivos móviles. Y esto tiene importantes implicaciones. Por un lado, hace cada vez menos necesaria una gran red de oficinas, y, por otro, amplía enormemente el mercado potencial.

Hoy hay 4.700 millones de usuarios de teléfonos móviles en el planeta, frente a solo 1.200 millones de clientes bancarios. La telefonía móvil proporciona una poderosa infraestructura para acceder a miles de millones de personas que hasta hoy no eran clientes de los bancos porque la banca convencional no había desarrollado un modelo eficiente capaz de servir a personas de baja renta, muchas de ellas en entornos geográficos remotos o muy dispersos. Por ejemplo, M-Pesa, en Kenia, comenzó en 2007 a proporcionar un servicio básico de banca por móvil y hoy cuenta con casi 20 millones de usuarios.
Tercero, los clientes, quieren una verdadera experiencia multicanal. Esperan la misma propuesta de valor, el mismo servicio, en cualquier momento, en cualquier lugar y a través de cualquier canal: la oficina, los cajeros, el ordenador, el teléfono fijo o móvil, etcétera.

Y, también, poder cambiar de un canal a otro, de forma instantánea y sin ningún tipo de ruptura o discontinuidad. Esta experiencia sin costuras va mucho más allá de la multicanalidad actual de la mayor parte de los bancos.

Y, por último, y de manera creciente, los clientes buscan en su banco nuevos contenidos de valor: productos y servicios para atender a sus nuevas necesidades.

Para atender a todas estas demandas, los bancos tienen que desarrollar un nuevo modelo de negocio, adaptado al mundo digital y basado en el conocimiento.

¿Cómo desarrollar este modelo?. Según Peter Weill (Weill y Vitale, 2001, y Weill y Ross, 2009) todo modelo de negocio digital tiene tres componentes fundamentales: el primero es el contenido, es decir, lo que se vende; el segundo, la experiencia del cliente, esto es, cómo se presenta y cómo se consume; y el tercero, la plataforma tecnológica, que determina cómo se produce y se distribuye.

Este tercer elemento, la plataforma, representa probablemente, para los bancos, el reto más complejo, porque la mayor parte de las plataformas bancarias fueron diseñadas y construidas en las décadas de 1960 y 1970. Sobre esta base se han ido superponiendo distintos retoques, reparaciones y añadidos, dando lugar a lo que el Profesor Weill denomina «plataformas spaghetti», aludiendo a la complejidad resultante de las conexiones ente las distintas aplicaciones. Estas plataformas, de forma inevitable, son altamente rígidas e ineficientes, complejas y caras de mantener. Y, desde luego, no proporcionan las herramientas capaces de competir con los nuevos concurrentes de la industria, mucho más ágiles y flexibles, ni de proporcionar la experiencia que el cliente de hoy exige.

Competir en la industria del siglo XXI requiere un concepto de plataforma muy diferente, desarrollada desde cero bajo paradigmas mucho más avanzados que los de hace 50 años, de forma que sea capaz de integrar inmensas cantidades de datos y todos los posibles puntos y canales de contacto con todos los clientes, sin ninguna fisura ni discontinuidad.

Este tipo de plataformas debe componerse de tres niveles. El primero, el sistema central (core) es el motor de la plataforma, el que proporciona las capacidades básicas de: procesamiento de la información y de análisis de datos. El segundo nivel, el software intermedio (middleware), incluye los programas que procesan y empaquetan los datos y las funcionalidades del sistema central para ponerlos a disposición del tercer nivel, el front office al que acceden los clientes, con canales totalmente interconectados, con funcionalidades sociales, altos estándares de seguridad, y capaces de captar toda la información de los clientes y facilitar que los gestores reaccionen rápidamente ante esa información.

Por lo que se refiere al contenido y a la experiencia del cliente, los bancos tienen que cambiar absolutamente sus conceptos tradicionales para atender a las verdaderas demandas de los clientes: los clientes son personas y empresas que lo que realmente quieren es comprar un coche nuevo, mudarse de casa, viajar, emprender su negocio, construir una fábrica, etcétera. Conseguir un préstamo no es para ellos un fin, sino un medio. Y entender esto, y actuar en consecuencia, es fundamental para ofrecer contenidos atractivos y una experiencia diferencial al cliente.

La tecnología permite construir estos nuevos contenidos a partir del conocimiento generado por la información disponible. Y, también, ofrece el cliente una mejor experiencia; el banco ya no necesita esperar a que el cliente demande sus servicios, puede anticiparse a su proceso de decisión, ofreciendo lo que el cliente necesita en el momento oportuno y de la forma que resulte más conveniente para él. Para ello, los bancos deben situarse en la vanguardia del análisis de los big data, para aprovechar toda la información acumulada de sus clientes y toda la riqueza de la información externa disponible, en particular, la generada en las redes sociales.

Esto, a su vez, exige enormes capacidades de almacenamiento y procesamiento de información: el cloud computing proporciona la posibilidad de acceder a estas capacidades en magnitudes casi ilimitadas, de forma flexible y eficiente para la mejora de la experiencia de los clientes.

Todo esto es necesario para que un banco sobreviva y sea capaz de competir en este nuevo entorno de la banca del conocimiento. Y representa una transformación profunda de los actuales modelos de negocio; no solo una actualización tecnológica radical, sino también una reinvención de las operaciones y los procesos, de las estructuras organizativas, un cambio completo de las formas de trabajar, de las capacidades y talentos requeridos. En definitiva, una transformación completa de la cultura corporativa.

Y todas estas herramientas deben estar al servicio de un esfuerzo permanente de innovación: innovación en contenidos (productos y servicios), pero también en canales, en procesos, en las estructuras organizativas, en conclusión, en la cultura de los bancos. Los modelos de innovación abierta son clave para superar las limitaciones de toda organización y atraer a los mejores talentos a trabajar en el desarrollo de mejores propuestas de valor: empleados, clientes, socios y todos los grupos de interés del banco pueden y deben contribuir en el diseño de mejores contenidos.

Este cambio de lo físico a lo virtual, de lo analógico a lo digital, del «place» al «space», como lo expresaron, hace ya más de una década, Peter Weill y Michael Vitale (2001), es, para los bancos, un proceso necesariamente largo y complejo. Implica una revolución permanente en todos los niveles de la organización, al tiempo que se mantiene el banco plenamente operativo en todo momento.

En BBVA empezamos a trabajar en este proceso hace ya seis años. Y decidimos, conscientemente, comenzar desde el principio. Desechamos opciones a priori más sencillas: añadir más aplicaciones intermedias (middleware) o reforzar las aplicaciones de canales sin abordar el reemplazo de los sistemas core. Estas opciones, por las que, de una u otra forma se han decantado muchos bancos, reducen las dificultades y/o los costes intermedios y ofrecen ciertos resultados en el corto plazo. Sin embargo, multiplica los parches y las conexiones (añade spaghetti al plato) y lleva a una línea muerta, cuando las crecientes necesidades de almacenamiento y proceso de datos acaben revelando la insuficiente flexibilidad y potencia del motor fundamental de los sistemas.

Como resultado, en BBVA tenemos hoy una plataforma de última generación, lo que nos permite acelerar los canales en el resto de las áreas. Y, a pesar de haber realizado progresos sustanciales, después de seis años la transformación de nuestro modelo de negocio dista de estar completa y continuará siendo nuestra prioridad fundamental en los próximos años.

Porque de las decisiones que se tomen sobre las plataformas dependerá el futuro de cada banco. Vamos hacia un mapa completamente nuevo de la industria financiera. El número de bancos se va a reducir fuertemente como resultado de la competencia creciente y de la caída de márgenes y precios que va a acompañar a la digitalización de los productos y servicios (tal y como ha ocurrido ya en otras industrias).

En la nueva industria financiera habrá diferentes modelos viables, dependiendo, sobre todo, del grado del conocimiento y la capacidad de acceso al cliente final que tenga cada empresa.

Por supuesto, siempre habrá jugadores de nicho, pero la mayoría de los operadores serán proveedores, jugadores con un conocimiento y acceso al cliente muy reducido y con una fuerte especialización productiva. Estos proveedores habrán de incorporarse a la cadena de valor de otras empresas más fuertes, con mejor conocimiento y acceso al cliente. Estos serán un número mucho más reducido —quizá no más de un centenar a nivel mundial— que actuarán como distribuidores de conocimiento, y que tendrán el control de la cadena de valor. Ese control se conseguirá a través de la propiedad de la plataforma abierta en la que diferentes proveedores y los propios clientes interactúan, en el marco y bajo las reglas que define el propietario, capaz, a su vez, de integrar todo el conocimiento sobre el cliente final.

Este modelo Ecosistema proporciona la posibilidad a muchas empresas pequeñas (proveedores) de tener un alcance global en su ámbito de especialización. Y el propietario de la plataforma puede expandir su gama de productos y servicios y mejorar la experiencia del cliente. Al tiempo, la colaboración entre todos los participantes (empresas y clientes) estimula la innovación.

Este tipo de modelo ya se está desarrollando en el ámbito digital. En el fondo, Amazon lidera un ecosistema admitiendo en su plataforma a multitud de proveedores que ofrecen a los clientes una gama creciente de productos y servicios: libros, pero también música, software y hardware, etcétera.

Este fenómeno no ha llegado todavía a la banca —o lo ha hecho de forma muy parcial—, pero es un proceso inevitable, impulsado por la digitalización y las exigencias crecientes de los consumidores. Y es en este terreno en el que se producirá el encuentro entre los bancos digitales y los nuevos entrantes procedentes de la red: los bancos, generando conocimiento a partir de la información financiera de la que disponen —complementada con otras fuentes— para ofrecer servicios financieros y, crecientemente, servicios no financieros; y sus rivales, explotando información general sobre sus usuarios para ofrecer también servicios financieros.

Para los bancos actuales, la transformación necesaria constituye un enorme reto, pero también una inmensa oportunidad. Aquellos que no respondan con la suficiente rapidez, decisión y acierto estarán condenados a la desaparición, después de un periodo más o menos largo de disminución de su peso en el mercado, del número de sus clientes y de sus ingresos. Pero aquellos que consigan adaptarse a las nuevas condiciones, encontrarán enormes posibilidades: un mercado de precios muy reducidos, porque la digitalización conduce necesariamente a una caída radical de los precios, pero al tiempo, de costes mucho más bajos. Como ha escrito el economista Erik Brynjolfsson:

Cuando los productos son digitales, se pueden reproducir con calidad perfecta y a un coste cercano a cero, y se pueden entregar tantáneamente. Bienvenidos a la economía de la abundancia.

Y, además, un mercado muchísimo más amplio en, al menos, dos sentidos: primero, un mercado verdaderamente universal, del que participarán miles de millones de personas que hoy no tienen acceso a los servicios financieros; y, segundo, los bancos podrán expandir su oferta más allá del ámbito financiero a una gama potencialmente infinita de productos y servicios basados en el conocimiento.

Los bancos tienen, de entrada, una ventaja competitiva muy importante: disponen de más y mejores datos sobre sus clientes, pero deben convertir estos datos en conocimiento relevante.

En este nuevo mundo, los bancos han perdido el monopolio de la banca. Y cada banco tiene que demostrar que es capaz de ofrecer los servicios (financieros o no financieros) que las personas necesitan, cómo y cuándo los demanden.

También para las autoridades, los reguladores y supervisores financieros se plantean retos si cabe más complejos. El fundamental es el de mantener un terreno de juego equilibrado entre los bancos y los nuevos entrantes al negocio. Esto obliga a cubrir el vacío regulatorio y de supervisión en un mundo virtual hasta ahora prácticamente desregulado, para garantizar la seguridad, la privacidad, la competencia leal y la estabilidad financiera.

Esta no es una tarea fácil, en un ámbito como el digital, en gran medida inexplorado, en el que la libertad es la norma y que continuamente se expande y se vuelve más complejo. Y aún más difícil será hacerlo de manera que se mantenga un alto grado de competencia e incentivos suficientes para la innovación, los factores que, en última instancia, benefician a los clientes e impulsan el crecimiento.

La industria financiera convencional se está convirtiendo en lo que yo llamo la «industria BIT» (Banca, Información y Tecnología), en el camino hacia una banca del conocimiento, capaz de aportar mucho más valor a las personas, proporcionándole más y mejores soluciones para sus necesidades, y de apoyar de manera eficaz el desarrollo económico a nivel global.

En este proceso, la banca no hace sino acompañar al conjunto de la economía y la sociedad globales que evolucionan rápidamente hacia una economía y una sociedad del conocimiento.

BBVA está decidido a colaborar en este esfuerzo por extraer el máximo beneficio de internet para el bienestar de las personas y de la sociedad global, de acuerdo con la visión de nuestro grupo: «BBVA, trabajamos por un futuro mejor para las personas».

Esta visión enmarca nuestra estrategia, que se fundamenta en tres pilares: los principios, las personas y la innovación.

Esta visión y esta estrategia las plasmamos, en primer lugar, en nuestra labor diaria. BBVA está empeñado en ofrecer las mejores soluciones a nuestros clientes, las más eficientes, ágiles, sencillas y convenientes.

Por eso es por lo que BBVA pretende ser uno de los líderes de la transformación de la industria financiera actual en la nueva banca del conocimiento, fuertemente apalancada en la tecnología.

Nuestro grupo ha sido pionero en la construcción de una plataforma tecnológica de vanguardia, ahora prácticamente completa. Y, en paralelo, está llevando a cabo un esfuerzo sostenido de innovación que desborda el ámbito de la tecnología, para extenderse a los ámbitos organizativo y cultural.

Nuestro enfoque de la innovación parte del conocimiento, porque esa es nuestra mejor ventaja competitiva. Hemos sido pioneros del minería de datos y de la construcción de algoritmos inteligentes para anticipar e interpretar mejor las demandas de nuestros clientes. Y, de la misma forma, BBVA ha sido pionero en la utilización de la nube para maximizar la eficiencia y la flexibilidad de sus procesos.

En definitiva, en BBVA estamos avanzando desde hace seis años en la transformación que antes he señalado que nuestra industria debe abordar: la reconversión de un banco analógico, muy eficiente y rentable para los estándares del siglo XX, en una empresa digital de servicios del conocimiento, a la altura de los estándares muchísimo más elevados y exigentes del siglo XXI.

En paralelo, BBVA lleva a cabo un importante esfuerzo de responsabilidad corporativa, entendido como otra forma de apoyar el desarrollo y la mejora de la vida de las personas en las sociedades en las que operamos. Esta labor se concentra en las áreas que consideramos las palancas más poderosas para expandir el horizonte de oportunidades de las personas: la inclusión financiera, el emprendimiento social, la educación —con especial énfasis en la educación financiera— y la generación y difusión de conocimiento.

El desarrollo de la última línea corre, básicamente, a cargo de la Fundación BBVA. Pero también el banco se implica directamente en esta tarea. Fruto de ello es esta colección de libros, y su desarrollo paralelo, la comunidad del conocimiento OpenMind, que pretende apalancarse en la potencia de internet como herramienta colaborativa para generar un espacio donde difundir, compartir y debatir el conocimiento sobre los grandes temas que determinan el futuro de todos. Solo me resta dar las gracias a todos los autores y colaboradores de estas iniciativas y desear que nuestros lectores y visitantes las disfruten y aprendan tanto de ellas como nosotros mismos.

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