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Artículo del libro Las múltiples caras de la globalización

Una antropología negativa de la globalización

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Ouro Preto, en el estado brasileño de Minas Gerais, lejos de la costa atlántica, es en la actualidad una ciudad barroca bien conservada de algo menos de 100.000 habitantes, pero pudo muy bien haber sido la ciudad más rica y poderosa del continente americano en torno a 1700, cuando, con el nombre de Vila Rica, proveía a la corona portuguesa de oro y piedras preciosas. A pesar de que recibe un flujo continuo de turistas interesados en la historia, Ouro Preto no es accesible por tren ni por avión, lo que acentúa la impresión de que se trata de un lugar del pasado. A unos 15 km se encuentra Mariana, una ciudad aún más pequeña, y también muy hermosa (aunque menos espectacular), sede de la catedral de la diócesis local y varios edificios de la universidad de Ouro Preto. Estos edificios fueron la razón de que, durante cinco días consecutivos del pasado agosto, me desplazara otras tantas veces desde mi lujoso hotel de Ouro Preto a Mariana, y viceversa, en un coche conducido por un chófer de la universidad. Pues bien, no hay nada más entretenido para un fanático del deporte como yo que hablar de fútbol en un país como Brasil con un taxista o un conductor profesional, pero éste era diferente. Y es que cuando le pregunté cuál era su equipo de fútbol favorito (esperándome que fuese uno de los dos grandes de Belo Horizonte, la capital del Estado), me respondió casi con sequedad que no le interesaba el fútbol, que en su familia el aficionado al deporte era su hijo, y que su ídolo había sido siempre el recientemente fallecido Michael Jackson. Después continuó hablando con entusiasmo, verdadera compasión y todo tipo de detalles sobre la vida de Michael Jackson y sus tragedias durante todo el camino desde Ouro Preto hasta Mariana, así como a la vuelta. También me habló de las innovaciones que su héroe había introducido en el mundo del espectáculo, de su música y su baile. Cuando entrábamos en Mariana la primera vez, incluso cantó —prácticamente sin acento, aunque no hablaba inglés— varias canciones de Jackson que habían sido éxitos muchos años atrás. Yo, en cambio, siendo californiano como el cantante, sólo sabía su nombre y que había muerto hacía poco, y, desde luego, no habría sido capaz de identificar ninguna de sus canciones. Por lo tanto, nuestra conversación fue un ejemplo típico de lo que en la era de la globalización llamamos hibridación: un tipo de situación que a menudo hace difícil mantener una conversación porque el conocimiento está distribuido de formas inesperadas.

Obviamente, no hay necesidad de viajar al interior de Brasil, ni a ningún otro lugar remoto, para experimentar los efectos de la globalización. Cada vez que nos sentamos ante nuestro ordenador para escribir un correo electrónico, las herramientas y los efectos más poderosos de la globalización se concentran en las puntas de nuestros dedos, literalmente. Puesto que, suponiendo que dispongamos de la dirección necesaria, el ordenador convierte en vecinos a nuestros colegas y a un usuario de, por ejemplo, Australia, equidistante a efectos de comunicación, no tardo ni una fracción de segundo más en estar presente en la pantalla de un ordenador de Nueva Zelanda que en una situada en mi propio despacho. Obviamente, los ordenadores no vuelven tangibles a las personas conectadas, pero sí pueden hacerlas audibles y visibles en tiempo real. La globalización es globalización de la información (en el sentido más amplio de la palabra), y la consecuencia del flujo de información es que cada vez estamos más desvinculados de localizaciones físicas específicas.

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En cuanto mencionamos o empezamos a describir los efectos de la globalización, surge inevitablemente la tentación de alabarla o condenarla. Mi amigo Gary me contó el otro día que tiene acceso a 40 millones de álbumes con música de todos los países, culturas y periodos históricos con un programa que cuesta sólo unos pocos dólares al mes, y que esto habría sido inimaginable hace sólo unos pocos años, cuando pasó de coleccionar vinilos a CD. Nosotros, los intelectuales, no perdemos la ocasión de fruncir el ceño, imbuidos de un honorable sentido de la responsabilidad pedagógica, ante la superabundancia de herramientas para comunicarnos y lo que éstas han hecho para reducir nuestra capacidad de mantener la atención o para anular la imaginación de las generaciones jóvenes (¡por supuesto, no la nuestra!); o nos quejamos, con un toque de amargura marxista, de lo que es un nuevo paso en el aparentemente interminable proceso de desposesión de los productores de sus productos (por no hablar de los excesos de la explotación económica). Esta crítica y esta euforia sin fin son sólo parte de los dos discursos diametralmente opuestos que han acompañado las distintas etapas de la cultura moderna desde hace ya siglos sin dar muestras de una capacidad analítica ni una perspicacia verdaderas. Por esa razón, en este ensayo trataré de mantenerme alejado de ambas posturas, y no alabaré ni criticaré la globalización. Tampoco me perderé en detalladas descripciones del fenómeno globalizador, por muy relevantes que puedan ser, por la sencilla razón de que los mayores especialistas en globalización de nuestro tiempo figuran entre los autores de este libro, y no estoy en situación de competir con ellos.

Lo que trataré de hacer —que es lo que se supone que define la perspectiva específica de mi contribución a este libro— en lugar de alabar, criticar o analizar fenómenos de la globalización, puede describirse como la conciliación de dos movimientos de reflexión diferentes pero a la vez convergentes. En primer lugar, quiero centrarme en la globalización desde una perspectiva existencial. En otras palabras: quiero comprender cómo la globalización transforma estructuras y situaciones de la vida individual (en lugar de escribir sobre su impacto en la sociedad, el sistema económico o la política). Lo haré partiendo de una premisa que ha pertenecido al existencialismo desde que inició su andadura, en la primera mitad del siglo xix. Me refiero a la suposición de que las normas absolutas (o divinas) sobre lo que hace óptima una vida y la manera de lograrlo no están (o han dejado de estar) a nuestro alcance. La segunda (y complementaria) reflexión la explicaré desde un punto de vista histórico. El primer existencialismo convirtió su primer reto, a saber, la dificultad de creer en algo cuya identidad era difícil (si no humanamente imposible) identificar, en la paradójica concepción de un orden divino usurpado a ese dios silencioso, en lo que llamamos antropología negativa. Yo también trataré de argumentar mis ideas dentro del marco de una antropología negativa. Es decir, que quiero hablar sobre algunos elementos duraderos, metahistóricos y transculturales de la vida humana en un momento en el que un alto grado de escepticismo parece volver inaceptables estas aspiraciones. Al hacerlo, me apoyaré en mi intuición de que el proceso de globalización, al desatender determinados deseos y necesidades humanas básicas, ha contribuido, paradójicamente, a hacerlos más visibles, ya que nuestra vida cotidiana pone de manifiesto que están insatisfechos. Así que mi idea de la globalización es antropológica en la medida en que trata de identificar determinados rasgos universales de la existencia humana, y es negativa por la sospecha de que algunas de estas estructuras se vuelven menos aparentes cuando más intervienen.

Empezaré mi argumentación describiendo el contraste entre el futuro históricamente específico que profetizaban no sólo los intelectuales a mediados del siglo xx y principios del xxi y la realidad presente [3]. Sobre esta base demostraré cómo la globalización puede considerarse una prolongación de la Modernidad debido a su coincidencia con la idea cartesiana de eliminar el cuerpo como parte de la autorreferencia humana [4]. Así pues, la Modernidad y la globalización tienen en común que nos pueden volver independientes de la dimensión espacial. En la parte [5] identificaré y describiré otros aspectos de la globalización relacionados con la tradición cartesiana, mientras que en la [6] comentaré las reacciones ante la globalización, y cómo nos permiten articular una antropología negativa. Para concluir, en la [7] describiré tres líneas posibles de convergencia entre este argumento y otras posturas filosóficas de nuestro tiempo.

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En uno de los parques Disney más antiguos, el de Anaheim, California, hay una atracción llamada Futureland [Tierra del futuro] que considero de especial interés histórico, tanto que creo que debería ser rebautizada, tal vez junto con el resto del parque, con el nombre Tierra futura del pasado, puesto que escenifica al detalle el porvenir que el mundo profetizaba mediada la década de los cincuenta, cuando Disneylandia abrió sus puertas por primera vez. Esta atracción tiene unos coches pequeños con dos asientos en cuya conducción no intervienen de manera alguna los pasajeros. En lugar de ello, se supone que cada coche tiene que encontrar por sí mismo un camino a través de un itinerario relativamente complejo de curvas, colinas e intersecciones, dando así la impresión de que la conducción es un mecanismo automático dentro de un poderoso circuito que sustituye las necesidades humanas de desplazamiento y transporte. Sueños de vida automática de esta clase siempre han llevado consigo inevitablemente la idea de un estado benigno que domina, absorbe y determina cualquier aspecto de la vida individual, en una especie de versión optimista (después de todo, estamos hablando de Disneylandia) de 1984, de Orwell. Otras atracciones están inspiradas —lo que se antoja un contrasentido hoy por hoy— por las utopías pasadas sobre viajar al espacio: recrean unos tambaleantes y, en ocasiones, precarios vuelos a galaxias remotas, y en otros casos la sensación de estar desplazándose con movimientos rápidos y bruscos giros por la oscuridad absoluta del universo. Por último, y en tercer lugar, este viejo parque Disney está plagado de vestigios de nuestras antiguas creencias en robots como máquinas de forma y apariencia más o menos humana (sus versiones de menor tamaño suelen parecer aspiradoras) que se suponía que harían aquellas tareas de las que la desidia humana siempre ha aspirado a liberarse, y que el espíritu predominantemente socialdemócrata del siglo xx ha declarado indignas de las personas.

Me parece notable que ninguna de estas tres dimensiones principales del hoy histórico futuro de mediados de la década de los cincuenta sea una realidad presente ni algo probable en el futuro que imaginamos en este momento. La abrumadora idea del estado total que se hace cargo de todos los deseos y todas las necesidades de los seres humanos, y cuya versión hiperbólica inspiró la novela de Orwell, se ha desvanecido con la desintegración de los gobiernos comunistas en Europa del Este a partir de 1989, independientemente de si uno celebra o lamenta este hecho histórico. La tendencia nueva y general es la de limitar e incluso eliminar el poder del Estado, tal y como refleja el nuevo concepto de gobernanza, que prescribe una serie de orientaciones de carácter informal para un comportamiento interactivo que, en lugar de venir impuesto por las leyes del Estado, emerge de pactos entre estados nacionales y corporaciones (a menudo multinacionales). Podemos afirmar entonces que disponemos de mucha mayor libertad (tenemos más autonomía y estamos menos guiados automáticamente) que los conductores del Futureland de Disney, y en ocasiones eso es algo que nos lleva a la confusión. Después de todo, los sistemas de navegación que tanto nos gusta usar hoy siguen reaccionando de manera bastante flexible a la información que les damos, e incluso a nuestras equivocaciones.

De igual forma —tal vez más evidente— nuestros ambiciosos sueños de viajar por el espacio y colonizar planetas extranjeros, o tal vez incluso otras galaxias, han desparecido prácticamente (es curioso: al mismo tiempo, ha dejado de preocuparnos el crecimiento demográfico). Una vez más, y tal vez de forma más definitiva que en los últimos siglos, la Tierra constituye el confín último de nuestras preocupaciones y nuestros proyectos, y esa puede muy bien ser la característica esencial y menos mencionada de la globalización (que de alguna manera sigue cultivando una autoimagen y una retórica de agresiva expansión). Tanto colectiva como ideológicamente, nos preocupa ahora más la Tierra que cuando todavía acariciábamos la idea de dejarla atrás. Al mismo tiempo, y desde una perspectiva individual, el poder de cubrir el planeta, literalmente, con nuestros sistemas de comunicación ha crecido de forma exponencial.

Por último, en lugar de crear batallones de robots que trabajen por nosotros, hemos desarrollado, sobre todo durante las tres últimas décadas, la convergencia de nuestra mente con dispositivos electrónicos, hecho éste que, en lugar de propiciar una relación amo/esclavo, parece una prolongación de nuestra eficacia mental, y a veces incluso física, basada en el acoplamiento o en la integración prostética de nuestros cuerpos con las máquinas. Nadie emplea la electrónica sin trabajar para uno mismo, y al mismo tiempo estamos, inevitablemente, trabajando para los demás. A primera vista, el mundo de los ordenadores da la impresión de que hemos ganado independencia y autonomía, pero esta visión optimista pasa por alto la naturaleza adictiva de este acoplamiento, y tal vez menosprecie también la gestación, como resultado de nuestro uso acumulativo de los ordenadores, de un cerebro externo colectivo que podría terminar ejerciendo un poder ciego superior al imaginado por ningún estado totalitario. Porque con cada correo electrónico que enviamos y cada página web que visitamos estamos contribuyendo a la complejidad e intensidad de la red tecnológica dentro de la cual nos comunicamos o, lo que es prácticamente lo mismo, en la que vivimos.

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A menudo se dice, al menos desde la perspectiva de la cultura occidental, que la globalización está en marcha desde hace al menos dos siglos. Si definimos la globalización como la creciente independencia de la información del espacio físico, entonces el salto cuantitativo convertido en calidad —tanto en el sentido de ir a lugares para adquirir unos conocimientos específicos como en el de la circulación de conocimientos— se produjo con el desarrollo de las redes de ferrocarril a principios del siglo xix. El auge y la reformulación del concepto de cosmopolitismo fue un síntoma de esta primera fase de un desarrollo a largo plazo. Su segunda etapa estuvo marcada por la aparición de una serie de nuevas tecnologías de la comunicación, empezando con el teléfono, siguiendo con la radio y culminando con la televisión, la cual, tras unos inicios sorprendentemente lentos, conquistó el mundo entero en el transcurso de unos diez años, a partir de finales de la década de los cuarenta. Hoy en día, a la gente joven le resulta difícil imaginar que los hinchas brasileños no pudieran ver por televisión (assistir, como se dice, interesantemente, en portugués brasileño) en 1958 el partido en que su equipo ganó contra Suecia la Copa del Mundo de Fútbol en Estocolmo. El avance de mayor calado, sin embargo —aunque tal vez haya sido el menos espectacular— fue el proceso de transformación electrónica y socialización de un gran sector (todavía en expansión) de la humanidad: extendió nuestra capacidad individual y colectiva para recibir y hacer circular información a escalas antes inimaginables. Ante nosotros se extiende un nuevo umbral del que sólo nos separan barreras legales, no tecnológicas. Se trata del proyecto de Google que promete hacer accesibles en una pantalla de ordenador todos los documentos que existen en el planeta.

Imaginar la realización de este proyecto —y llegará, tarde o temprano— nos ayuda a comprender que el principal desafío de la era electrónica desde el punto de vista existencial ha sido la eliminación de la dimensión de espacio en múltiples niveles de nuestra experiencia y nuestro comportamiento. Si comprendemos que el proceso de la socialización electrónica —que, por supuesto, no es sinónimo de globalización— es la fuente de energía más poderosa, entonces descubriremos una paradoja fascinante. Apoyada en la electrónica, la globalización ha expandido y fortalecido nuestro control sobre el espacio del planeta (al cual hemos regresado recientemente para establecer nuestros límites) hasta un nivel tal vez insuperable, mientras que, al mismo tiempo, ha excluido casi por completo el espacio de nuestra existencia.

Y no estoy hablando sólo de la velocidad a la que puede viajar la información hoy o las fabulosas cantidades en las que está disponible y circula, como si el espacio ya no tuviera importancia alguna. Personalmente, no logro olvidar una cálida noche de viernes en Río de Janeiro, cuando me reuní con un grupo de amigos en un bonito restaurante en la playa de Botafogo, bajo el Pan de Azúcar, y observé cerca de nosotros una mesa con cuatro atractivos jóvenes, evidentemente dos parejas, que en un determinado momento de la velada estaban hablando con otras personas por sus teléfonos móviles. No importa si hablaban con amigos de Río de Janeiro o de otra parte (puede que fuera incluso Nueva Zelanda): el hecho es que, a pesar de la belleza insuperable del entorno en el que se encontraban, la atención de aquellos jóvenes estaba separada, en los cuatro casos, del lugar donde estaban sus cuerpos. O, dicho de forma más dramática, la situación de sus cuerpos no tenía relevancia alguna para la actividad de sus mentes. Desde la perspectiva de una escena como ésta, tan común hoy por hoy, se hace evidente que los orígenes de la globalización se remontan mucho más atrás del siglo xix. Si la capacidad de separar la mente del cuerpo ha sido una condición (y, más recientemente, también una consecuencia) de la globalización, entonces globalización es lo mismo que Modernidad, puesto que depende de y comienza con la fórmula cartesiana de la autorreferencia humana: «Pienso, luego existo» (o, adaptada a los tiempos actuales, «Produzco, hago circular y recibo información, luego existo»). Ambas fórmulas presuponen la exclusión del cuerpo (y del espacio en cuanto dimensión de su articulación) de la comprensión y definición de lo que significa ser humano.

Eso quiere decir que, si la globalización ha aumentado para la mayoría de nosotros las posibilidades de sacar una foto con nuestras cámaras digitales del Taj Mahal, la Ópera de Sidney o las iglesias barrocas de Ouro Preto, también ha disminuido la intensidad con la que las cosas del mundo están presentes para nosotros, con la que son tangibles. Aunque sería difícil argumentar que una relación presencial y tangible con el mundo material que nos rodea es mejor que una basada en el conocimiento y la información, es interesante ver que muchos turistas de hoy en día no saben muy bien cómo reaccionar ante la presencia real de unos monumentos, después de haber invertido cantidades importantes de dinero para poder verlos físicamente. De forma que terminan sacando cientos de fotografías que con toda probabilidad serán de menor calidad que las que ya han visto en sus casas por Internet; y ésta es sólo una de las muchas razones por las que, probablemente, nunca dedicarán tiempo a ver las fotos que sacaron. Una vez más, me abstendré de afirmar que esta relación —en gran medida digital— con el mundo material es existencialmente inferior a una relación basada en la presencia física. En cualquier caso, sin embargo, parece omitir —o más bien excluir directamente— determinadas dimensiones pocas veces mencionadas de la existencia individual que, como reacción a dicha omisión, parecen volverse más evidentes.

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Antes de que tratemos de averiguar cuáles son los aspectos de nuestra existencia que normalmente se pasan por alto, y que las presiones de la globalización hacen visibles, deberíamos intentar identificar otros fenómenos que también afectan a nuestras vidas, porque, aunque puedan estar de algún modo relacionados con la globalización, están muy lejos de ser idénticos en el entramado espacio-presencia física. Uno de los aspectos más comúnmente observados es la aparición y ampliación constante de un espacio específico —una red de canales sería una buena metáfora— que es inmune a cualquier tipo de especificación o matiz local. Me refiero, por ejemplo, al espacio de los grandes aeropuertos, donde se exhiben los logos y el diseño de las grandes líneas aéreas internacionales y se concentran cafés y tiendas libres de impuestos con las marcas que encontramos en todas partes (tanto en su versión original como, en especial en los antes llamados países del Tercer Mundo, en imitaciones, un mercado en fuerte expansión). Starbucks y Mövenpick, Montblanc, Chanel, Armani, Dolce & Gabbana y Prada (¿ha mencionado alguien alguna vez que las marcas italianas —y la comida italiana en general— han tenido mucha mayor presencia y éxito en este mercado concreto que Estados Unidos, cuyos desafortunados McDonald’s —por no hablar del inenarrable payaso Ronald McDonald— suelen, en cambio, cargar con las culpas?). La excelente película Lost in Translation trataba de ilustrar la imparable expansión y el perfeccionamiento de este emblemático canal de globalización, hasta el punto de que no es posible escapar a él. Porque te lleva del aeropuerto a tu hotel en el centro de Tokio o de Moscú, y de ahí —y, a ser posible, en autobús con aire acondicionado— a los lugares históricos y de interés turístico de dichas ciudades, antes de devolverte al aeropuerto.

Por lo tanto, se ha vuelto difícil encontrar situaciones que merezcan llamarse experiencias in situ (que sería la traducción del término alemán Erleben), en el sentido de que sean situaciones para las que no disponemos de conceptos prefabricados, ni de un enfoque sopesado ni, en el peor de los casos, de billetes y un guía turístico. Esta situación explica la moda —ya no tan nueva ni tan paradójica— imperante en el turismo actual de ofrecer a los clientes potenciales vacaciones de aventura (o, como las llaman en los países de habla germana, Erlebnis-Urlauben). Mientras tanto, aquellos sectores de las grandes ciudades y los países exóticos capaces de proporcionar aventuras y Erlebnisse se han vuelto demasiado peligrosos y hostiles. Las favelas brasileñas, por ejemplo, nunca han sido esos enclaves románticos rebosantes de samba y romances apasionados descritos en la hermosa película francesa de la década de los cincuenta Orfeo negro, pero hoy en día ningún turista demasiado curioso sobreviviría en ellas una sola noche, por muy buenas intenciones que abrigara.

El inglés (seguido de lejos por el español) se ha convertido en la koiné, la lengua común de nuestro mundo globalizado, a pesar de todos los esfuerzos agresivos y políticamente correctos por evitarlo. Sin duda, eso ha tenido mucho más que ver con determinadas características de la lengua inglesa (propiedades que comparte en gran medida con el español) que con el papel de Estados Unidos como antigua potencia hegemónica, y no estoy subrayando este punto para defender a Estados Unidos, sino porque quiero ilustrar hasta qué punto la globalización es un proceso que tiene más de evolución que de operación o acción política planeada expresamente. Lo que le ha otorgado al inglés la categoría de koiné es el hecho de que, debido a su relativa falta de complejidad en los aspectos morfológico, sintáctico y fonético, quienes lo estudian pueden adquirir rápidamente una competencia elemental que les permite participar en formas de comunicación básica. Ésa es la ventaja. La desventaja es que muchos hablantes nunca llegan a superar un nivel de comunicación pidgin (lengua de contacto), lo que, trasladado a la comunicación diaria, reduce su capacidad de expresarse en inglés a un mínimo inaceptable. Además, y a diferencia de aquellas lenguas cuyas estructuras y convenciones permanecen estables gracias a la autoridad de instituciones como la Académie Française o la Real Academia Española (siendo ésta última menos rígida que la primera), el inglés parece ser extremadamente tolerante con sus hablantes pidgin, hasta el punto de aceptar determinadas variaciones de la norma que éstos producen. Por lo tanto, es concebible imaginar que la relativa flexibilidad del idioma inglés en cuanto institución cultural converge con el contexto histórico —el actual—, que está deseoso de (o al menos preparado para) adoptar el estilo informal de gobernanza en sus operaciones e interacciones, y que nos estimula a vivir a caballo entre diferentes zonas horarias. En este sentido, nuestro mundo es muy diferente del de los siglos xvii y xviii, cuando el francés era la lengua koiné y la fe en la autoridad y dignidad de las soluciones racionales era ilimitada (lo que equivale a decir que sólo había una única solución correcta y posible para cada problema). Ahora, en cambio, los creadores de marcas se resisten a perseguir judicialmente a los falsificadores, y los gramáticos consideran que el empleo de lenguas pidgin puede resultar productivo. Algunas mentes críticas dirán que semejante desidia alcanzó proporciones dramáticas, de consecuencias irreversibles para nuestro planeta, con la aceptación de los viajes por aire (y de otros medios de locomoción basados en la combustión) como práctica común y requisito para la globalización y, por lo tanto, para nuestra creciente independencia del espacio físico, a pesar de sus devastadoras consecuencias para el medioambiente. Una respuesta posible a estas críticas sería que nuestra creciente conciencia de dichas huellas ecológicas demuestra que por lo menos hemos empezado a reaccionar a los excesos de la globalización.

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Permítanme que insista: la creciente independencia de la información del espacio físico y la impresión generalizada de que la existencia humana podría en algún momento alcanzar una situación similar parecen haber activado una nueva conciencia de determinadas necesidades básicas para la humanidad. Aquí reside el potencial para una antropología negativa desencadenada por la globalización. Pero también quiero mencionar que el deseo actual de recuperar las dimensiones del cuerpo y el espacio puede explicarse muy bien con un argumento diferente, uno que no tiene que ver con la globalización. Desde un punto de vista filosófico y epistemológico, tiene sentido afirmar que la concepción cartesiana, y por lo tanto incorpórea, del ser humano solía asociarse a la dimensión específica del presente en una construcción historicista del tiempo, es decir, del presente como algo meramente de transición, tal y como daba por hecho el historicismo. Al adaptar la experiencia del pasado a las condiciones presentes y futuras el sujeto solía escoger, dentro del marco del presente inmediato, de entre las muchas oportunidades que el futuro parecía brindar. Esto, escoger entre múltiples posibilidades futuras basándose en la experiencia pasada, es lo que solíamos llamar acción.

Hoy tenemos la creciente sensación de que nuestro presente se ha ampliado y está cercado por un futuro que no alcanzamos a ver, y cuyo acceso nos está negado, y un pasado que no somos capaces de dejar atrás. Sin embargo, si el sujeto cartesiano dependiera del presente (historicista) en cuanto presente de mera transición, entonces el presente —nuevo y en constante expansión— no podría ser ya el del sujeto cartesiano. Esta visión parece explicar, en contra de la esencia de la tradición cartesiana, nuestra renovada preocupación por los aspectos físicos de la existencia humana y el espacio en cuanto dimensión en la que éstos aparecen, aunque no entra necesariamente en contradicción con una visión de los propios efectos de incorporeidad que son consecuencia de la globalización, es decir, con el enfoque que hasta ahora hemos adoptado. Porque se podría afirmar, entre otras cosas, que la nueva y poshistoricista construcción del tiempo es también una reacción al fenómeno y los efectos de la globalización.

Sin lugar a dudas, el síntoma más visible y ubicuo del deseo y la necesidad de recuperar la dimensión corpórea de la existencia humana es la institución del deporte tal y como se ha desarrollado, de forma masiva y al mismo tiempo compleja, desde principios del siglo xix. Nunca antes los deportes habían penetrado en todos los grupos y enclaves sociales, nunca habían tenido la dimensión económica ni, sobre todo, la importancia existencial que tienen hoy. El deporte en la Antigua Grecia era privilegio de una pequeña elite, mientras que entre los siglos v y xix su presencia resulta asombrosamente discontinua. Durante las décadas posteriores a 1800, sin embargo, se convirtió por primera vez en una actividad noble que tenía la virtud de fortalecer la mente y, por lo tanto, estaba presente en todos los sistemas educativos de las sociedades occidentales, mientras que los equipos deportivos integrados por atletas profesionales empezaron a atraer a grandes multitudes de una forma sin precedentes. Si la tensión entre el deporte de aficionados (noble) y profesional (mercenario) se convirtió en una estructura estable durante la primera mitad del siglo xx, el descubrimiento de la actividad atlética como mecanismo favorable para la salud desde la década de los cincuenta hasta hoy ha generado una simbiosis entre, por un lado, los mejores atletas de todas las disciplinas, que pueden ganar grandes cantidades de dinero con la cobertura informativa de los eventos deportivos y la publicidad (en especial la ropa y los artículos deportivos), y, por otro, una entidad plural participativa que probablemente se cuenta por miles de millones: un colectivo de personas que practican deporte y dedican gran parte de su tiempo libre a presenciar espectáculos deportivos. Y, con equipos y atletas que subrayan públicamente sus afiliaciones nacionales, regionales o locales, el deporte no sólo da la impresión de estar recuperando el aspecto físico de la existencia humana, sino que también ciñe nuestra imaginación y nuestra experiencia a lugares específicos, y a menudo lo hace, paradójicamente, mediante los medios de comunicación globales. Junto con los deportes y ciertas prácticas autolesivas tales como el pirsin, los tatuajes y la escarificación, que parecen responder a un vago deseo de encadenarse físicamente al mundo material, el género es otra dimensión en la que la cultura globalizada ha empezado a reclamar para sí rasgos de existencia física, para compensar de esta manera algunas pérdidas pasadas. El proceso coincide con una neutralización progresiva (aunque no siempre idealmente satisfactoria) del género en la esfera profesional, basada en valores básicos y derechos de igualdad. Porque, si bien las mujeres han podido, a lo largo de los últimos cien años, sobresalir en los ámbitos académico, político, técnico y deportivo, y si bien la presión social que reciben los hombres para ser triunfadores y dominantes ha disminuido, estos cambios han venido acompañados de un nuevo anhelo de experimentar la esencia y las consecuencias esenciales del género en cuanto diferenciación física. La asunción de que las mujeres y los hombres sienten, experimentan y tal vez incluso piensan de maneras diferentes ha pasado a estar presente en nuestra vida cotidiana, y se ha convertido en tema de conversación frecuente y premisa de muchas clases de interacción. Y ahora estamos dando el siguiente paso: la concepción del género como una distinción no sólo binaria.

La única reacción a la globalización y sus efectos que siempre se ha identificado como tal es la tendencia política a la regionalización. El mejor ejemplo de este fenómeno es la Unión Europea y, dentro de ella, España. Este proceso resulta más llamativo y sorprendente en el contexto del innegable éxito político y económico de la Unión Europea, y en el de la ascensión de España a una presencia internacional que hace sólo cuarenta años nadie habría sido capaz de predecir. Por supuesto, cada región de España que defiende su identidad cultural y reivindica su independencia política y cada estado-nación europeo que, como el Reino Unido, Dinamarca o Francia en años recientes, ha tratado de ralentizar el proceso de integración europea tenía sus razones válidas, tanto históricas y sociales como legales. Pero el hecho de que las costumbres, los estilos, la gastronomía… en suma, todo lo regional haya cobrado tanta importancia incluso en aquellos países, dentro y fuera de Europa, cuyos habitantes parecen estar satisfechos con su constitución y su identidad vigentes, como Alemania o Francia, ese hecho, el nuevo anhelo de lo regional, da fe de que hay una necesidad existencial. Se trata de la necesidad de pertenecer a un espacio que no sea demasiado grande como para no poder llenarlo de experiencias personales o, al menos, de un imaginario personal. Parte de este nuevo anhelo de lo específico es la creciente fascinación que suscitan las lenguas nacionales y sus variantes dialectales como mecanismos de apropiación del mundo que se han ido conformando a lo largo del devenir de su historia. En comparación, los circuitos de tráfico global en los cuales nos perdemos tan fácilmente, como los protagonistas de Lost in Translation, e incluso los conceptos y emblemas que representan a la Unión Europea o a otras federaciones políticas, son demasiado abstractos para generar sentimientos de pertenencia equiparables.

La experiencia de la interferencia entre diferentes zonas horarias y, sobre todo, la yuxtaposición de tiempos históricos distintos en nuestro presente, cada vez más complejo, ha producido una necesidad similar de lo que llamaría escala temporal. Si cada vez nos resulta más difícil dejar atrás cualquier pasado, en parte debido a nuestras nuevas y poderosas tecnologías de registro y preservación de la memoria, y en parte por la ya mencionada transformación de nuestra construcción social del tiempo, todavía nos cuesta más definir las que serían la arquitectura, la literatura o la música de nuestro tiempo. Aunque es improbable que exista una solución fácil a esta situación de entropía histórica, muchos de nosotros nos consolamos produciendo entornos históricamente coherentes. Está, por ejemplo, el caso de una aerolínea regional de Brasil cuyos uniformes y cabinas tratan de emular, en la medida de lo posible, el estilo de PanAm en los años cincuenta. Lo mismo ocurre con los estadios de béisbol construidos en Estados Unidos durante los últimos veinte años, que intentan evocar la atmósfera de los grandes eventos deportivos de principios del siglo xx.

Pero todos estos fenómenos de compensación se antojan bastante marginales en relación con las dos tendencias finales que quiero describir. Junto con la desaparición de nuestros sueños de conquistar el espacio, el proceso de globalización ha desencadenado un movimiento poderoso y visible de reivindicación del planeta Tierra como hábitat de la humanidad. Y es que nos hemos dado cuenta, en primer lugar, de que puede que no exista en todo el Universo otro lugar habitable, y, en segundo, de que nuestra cultura y nuestras tecnologías pueden poner en peligro aquellas propiedades del planeta de las que depende nuestra supervivencia. Este movimiento puede ser la dimensión en la que el deseo de contrarrestar los efectos de la globalización y la globalización en sí misma converjan: la conciencia ecológica puede, en cuanto voluntad de minimizar determinados efectos de la globalización, beneficiarse de la eficiencia de las comunicaciones globales y sus tecnologías con el fin de promover actitudes de solidaridad mundial.

La última tendencia de la que quiero hablar es igualmente poderosa, pero —al menos hasta ahora—, menos visible. Me refiero a la intuición central del libro Du musst dein Leben aendern [Debes cambiar tu vida], que el filósofo alemán Peter Sloterdijk acaba de publicar. Sin entrar en demasiadas especulaciones acerca de las posibles razones históricas o sociales que han hecho posible este fenómeno, los individuos de las culturas occidentales han estado obsesionados con ejercer (la palabra alemana es üben), es decir, con la adquisición individual de destrezas y el esfuerzo por lograr la autotransformación individual, cada vez en un nivel más alto y sin ninguna clase de límite. A primera vista ya advertimos un interesante paralelismo —o una convergencia— con una de las tres condiciones elementales de la vida humana actual que hemos identificado al principio de este ensayo. En lugar de delegar el trabajo manual en robots, es decir, en máquinas con un estatus de sirvientes o incluso esclavos, tal y como siglos de imaginación utópica habían preconizado, hemos entrado en una dinámica de transformación de nosotros mismos, individual y colectivamente, en nuestra fusión prostética con los ordenadores. Autorreflexión más autotransformación parece ser la fórmula de nuestro presente, antes que la dominación o la delegación. Es aquí donde el diagnóstico de Sloterdijk coincide con mis reflexiones. Y me gustaría completar su descripción con la tesis histórica de que este ejercicio de autorreflexión y autotransformación puede responder a y contrarrestar una situación determinada, a saber, un mundo globalizado en el que se han desdibujado los contornos institucionales, y donde los patrones de interacción obligatorios son difíciles de identificar. Al confrontarnos a nosotros mismos establecemos el marco existencial que nuestro entorno cultural no es capaz de proporcionarnos. Si, por ejemplo, la estructura organizativa de la mayoría de la compañías de Silicon Valley es horizontal, en el sentido de que no es jerárquica, y si los diferentes empleados de una empresa casi nunca trabajan juntos en un espacio compartido, entonces sus éxitos sólo pueden provenir de un nivel sobresaliente de automotivación y transformación autónoma. La autorreferencia ha venido a sustituir a las estructuras institucionales. Para formular la misma idea empleando el lenguaje de la antiutopía: el mundo feliz de nuestro presente globalizado nos condena a ser nuestro propio Gran Hermano. O, dicho de otra manera, en el mundo neoliberal de la globalización somos libres de reinventarnos a nosotros mismos constantemente.

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Antes de tratar de emitir un juicio —o una afirmación sintética— sobre la perspectiva antropológica que plantea la multitud de reacciones al proceso de la globalización, quisiera mencionar brevemente dos fenómenos que considero emblemáticos —de maneras complementarias— de dos aspectos estructurales básicos en los que la información se está desvinculando de los espacios físicos concretos. El primero de ellos es la nueva clase de famosos sin ningún mérito para serlo (Paris Hilton es, inevitablemente, el primer nombre que viene a la cabeza, pero también lo hacen los de David y Victoria Beckham, cuyas respectivas carreras en el fútbol y la música en ningún momento han justificado su ubicua presencia en los medios de comunicación y anuncios publicitarios). Aunque, por supuesto, no es un deber de estos protagonistas de los medios de comunicación encarnar o representar nada en absoluto (antes bien, sus vidas suelen estar caracterizadas por la total ausencia de deberes o cometidos), sí pueden formar parte de ese agitado movimiento intransitivo que caracteriza nuestra condición de seres desvinculados de un espacio concreto. Desde esta perspectiva, los predecesores históricos de Paris Hilton o los Beckham son aquellos cosmopolitas privilegiados y aquellos esforzados playboys que acompañaron la emergencia del ferrocarril y las líneas aéreas en los siglos xix y xx, respectivamente. El segundo fenómeno emblemático de la separación entre la información y el espacio es incomparablemente más penetrante y peligroso. Me refiero a los productos financieros llamados derivados, que se han identificado como los verdaderos causantes de la dramática crisis económica que golpeó al mundo en 2008. Los derivados son, en teoría, instrumentos que producen beneficios independientemente del artículo o negocio de referencia que representen. Estamos ante la clase de desvinculación que entraña un riesgo de implosión económica en situaciones en las que surge la necesidad colectiva de cobrar en derivados.

Aquí tampoco voy a entrar en una crítica apocalíptica de la globalización como culpable de este reciente desastre financiero de dimensiones planetarias, aunque sólo sea para evitar caer en un optimismo infundado respecto a la posibilidad de controlar procesos de este tipo. La globalización y sus consecuencias pueden muy bien ser parte de una etapa específica de la evolución de la humanidad en la que la cultura y la tecnología han reemplazado a la biología como fuente de energía que impulsa cualquier clase de cambio. Pero, aunque no seamos capaces de cambiarlos, hemos visto cómo los efectos de la globalización provocan determinadas reacciones, que en ocasiones son fruto de la inercia, y, con ellas, la impresión de que las dinámicas de la globalización han dejado de estar en sincronía con las necesidades básicas y los límites del ser humano. Necesitamos recuperar el cuerpo humano como dimensión básica de la existencia individual; necesitamos reclamar lugares específicos, regiones concretas y el planeta Tierra como esferas del hogar al que pertenecemos; necesitamos estar arropados por contextos históricos coherentes (aunque hayan sido creados artificialmente); anhelamos lenguajes que sean producto de lugares específicos que llamamos nuestros, y necesitamos dotar a nuestra existencia de una orientación y un propósito mediante el ejercicio de la autorreflexión.

Esta relación de situaciones y necesidades que, en el sentido más literal de la expresión, nos proporcionan un lugar en la Tierra y nos vinculan a ella, recuerda a la cuaterna (das Geviert) de Heidegger, motivo central en la última etapa de su pensamiento filosófico. Los cuatro elementos que enmarcan nuestra existencia individual según Heidegger (la Tierra, el cielo, los dioses y los mortales, éstos últimos tanto en el sentido de nuestros semejantes como en el de nuestra mortalidad) se antojan más simétricos, y también más mitológicos, que la antropología que hemos extraído de nuestras propias reflexiones sobre la globalización y sus efectos. Pero ambas relaciones son muy similares, por no decir sinónimas, en cuanto describen, en palabras de Heidegger, habitar como «la manera que tienen los mortales de estar en la Tierra», y en cuanto implican también la intuición de que «la característica básica de habitar es proteger, preservar». Más cercano incluso a las conclusiones a las que hemos llegado está el trabajo del italianista y filósofo Robert Harrison, quien, en tres libros diferentes que conforman un único y complejo discurso argumental, estudia los bosques, los lugares de enterramiento y los jardines para elaborar lo que me gustaría llamar un nuevo ecologismo existencial.

El prefacio del magnífico libro de Hannah Arendt La condición humana, de 1958, resuena con las poderosas reacciones que el lanzamiento del Sputnik, el primer satélite artificial, había desatado tan sólo un año antes. Arendt estaba en desacuerdo con la opinión, proclamada a menudo por aquel entonces, de que el Sputnik había sido «el primer paso hacia la huida del hombre de la cárcel de la Tierra». Estaba en desacuerdo porque creía que la identidad cosmológica de la existencia humana depende del hecho de que la naturaleza misma de la cultura y sus estratos de trabajo, esfuerzo y acción están ligados a la vida, lo que para ella equivalía a que todos se sustentaban en nuestra conexión biológica con la Tierra. Esta participación de la existencia humana en dos dimensiones distintas, pero inseparables, que Arendt llamaba (cultura) artificial y (vida) natural explica por qué el nacimiento y la muerte de los seres humanos, la natalidad y la mortalidad, por usar sus mismas palabras, deben ser diferentes del nacimiento y la muerte de cualquier otro ser vivo. Si llegáramos a romper por completo nuestros vínculos con la Tierra, perderíamos esa identidad y, con ella, la capacidad de trabajar, esforzarnos y actuar.

Recientes descubrimientos han venido a confirmar las previsiones y preocupaciones de Arendt. Con una diferencia, claro: lo que pone en peligro la naturaleza existencial de habitar no son los viajes espaciales, sino las comunicaciones electrónicas, principal sostén y consecuencia de la globalización.

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